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Authors: John Katzenbach

El Profesor (20 page)

BOOK: El Profesor
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El tiempo, pensó Adrián, era demasiado cruel. Se puso las manos sobre la cara, tratando de impedir que todas las imágenes que corrían hacia él atravesaran su vista, rumbo a su imaginación. Y en toda esa repentina oscuridad, el ruido y el terror se disiparon, se desvanecieron como el final de una canción en la radio, y cuando retiró las manos y abrió los ojos, estaba solo, de regreso en la tranquilidad de su estudio, rodeado de libros sobre homicidios.

Adrián sintió que él también había muerto un poco.

Quería decirle algo a su hijo. Buscó a Cassie, pero no estaba ahí. Por un momento, pensó que la fuerza de las explosiones le había dañado la capacidad de audición, tenía los oídos invadidos por un ruido resonante. Persistía, más y más fuerte, hasta que quiso gritar debido a lo doloroso que era y luego, de pronto, se dio cuenta de que era el sonido del timbre de la puerta de su casa.

Capítulo 17

Se había quedado dormida. No sabía por cuánto tiempo —¿minutos, horas, días?—, pero el sonido de un bebé que lloraba la despertó.

No supo qué hacer. Era un ruido tenue, muy distante, y le costó reconocer precisamente qué era. Apretó al Señor Pielmarrón fuerte contra su pecho. Movió la cabeza primero en una dirección, luego en otra, tratando de determinar de dónde venían los gemidos. Se prolongaron por mucho tiempo, o eso le pareció a ella —pero podría haber sido un segundo o dos solamente— antes de desvanecerse. Se preguntó qué significaba aquello. Jennifer tenía una muy limitada experiencia en el cuidado de niños, era hija única, de modo que sus conocimientos sobre bebés no iban más allá de aquellos instintos básicos que existen para todo el mundo. Levanta al bebé. Acuna al bebé. Alimenta al bebé. Sonríe al bebé. Pon al bebé de nuevo en su cuna para que duerma.

Jennifer se movió, temerosa de hacer cualquier ruido que pudiera oscurecer aquel sonido. El sonido del niño —incluso de un niño desdichado, llorando en busca de atención— la llenó con sensaciones encontradas. Significaba algo, y trató de analizarlo para saber lo que era, forzándose a ser analítica, ordenada, racional y perspicaz.

Luchó contra el deseo de dormir que todavía la dominaba. Por un momento se preguntó si los gritos no serían parte de un sueño. Le llevó unos segundos determinar que no. Son reales. Pero algo no marchaba bien. Sacudió la cabeza, un sentimiento de aprensión se deslizó por entre los sobrantes de pesadillas. ¿Qué es? ¿Qué es? Quería gritar con fuerza. Algo había cambiado.

Podía percibirlo. Los pelos de la nuca se le erizaron. Su respiración se hizo áspera, nerviosa. Inhaló bruscamente y de pronto, como si hubiera sido sacudida por una descarga eléctrica, gritó. El sonido de su voz resonó en la habitación. Eso la aterrorizó aún más. Tembló. Sus manos se estremecieron. Su espalda se agarrotó. Se mordió los labios agrietados y rajados.

La capucha había desaparecido.

Pero todavía seguía en la oscuridad. Al principio, creyó que podía ver, que era la habitación la que estaba oscura. Luego se dio cuenta de que se había equivocado. Algo todavía le cubría los ojos.

La confusión la envolvió. No comprendió por qué le había llevado tanto tiempo darse cuenta de que la capucha había sido reemplazada, pero así había sido. Tenía que haber una razón detrás del cambio, pero no podía decir cuál era. Sabía que el cambio significaba algo importante, pero fuera lo que fuese lo que ese cambio significaba, se le escapaba.

Se reclinó cuidadosamente, levantó sus manos hasta la cara. Dejó que sus dedos jugaran sobre las mejillas, y luego se los llevó a los ojos. Una máscara de seda atada alrededor de la cabeza y anudada atrás había reemplazado la capucha. Palpó el nudo. Estaba enredado con mechones de su pelo. Tocó la cadena alrededor del cuello. Eso no había cambiado. Se dio cuenta de que podía quitarse la máscara. Le costaría un poco de pelo tal vez, cuando la arrancara, pero entonces podría ver dónde estaba. Jennifer puso con cuidado al Señor Pielmarrón sobre la cama a su lado, levantó las manos, empezando a mover los dedos por debajo de la tela blanda. Entonces se detuvo.

Desde algún sitio distante llegó otra vez el gemido del bebé. No tenía sentido. ¿Cómo podía estar relacionado un bebé con lo que le estaba pasando a ella? Un bebé que lloraba quería, decir que estaba en algún lugar. ¿Un apartamento? ¿Una casa adosada a otra? ¿Acaso el hombre y la mujer que la habían raptado en la calle tenían un bebé? Un bebé implicaba paternidad, responsabilidad, algo normal... y nada de lo que le estaba pasando parecía normal en lo más mínimo. Un bebé significaba monovolúmenes, cunas, cochecitos y paseos por el parque, pero todo eso parecía algo de otro mundo. La capucha ha desaparecido. Ahora tengo puesta una máscara. Podría quitármela. Tal vez sea eso lo que quieren. Tal vez no. No lo sé. Quiero hacer lo que se supone que debo hacer, pero no sé qué es lo que debo hacer.

Entonces se sobresaltó e inspiró rápido y con fuerza, como si la hubieran golpeado en el estómago. Estaban aquí. En la habitación. Cuando yo dormía. Me quitaron la capucha y la reemplazaron con esta máscara sin que yo me haya despertado. Oh, Dios mío...

Jennifer repasó las posibilidades: Alguna de sus escasas comidas contenía droga. El miedo había hecho que durmiera tan profundamente que no se despertó cuando entraron para desatarle la capucha y reemplazarla por la máscara. ¿Qué más le habían hecho mientras estaba inconsciente?

Una vez más, le pareció que eran más de cien, no pudo contener las lágrimas. Un suspiro entrecortado. Un sollozo. Pudo sentir las lágrimas que mojaban la tela de su nueva máscara. Estiró la mano buscando al Señor Pielmarrón y le susurró: «Gracias a Dios que tú estás todavía conmigo, porque eres lo único que me hace pensar que no estoy sola».

Jennifer se balanceó hacia delante y hacia atrás, dolida y sintiéndose sola hasta que pudo recuperar el control de su pecho, que subía y bajaba. Su respiración se tranquilizó y los gemidos entrecortados que habían atormentado su cuerpo se calmaron. Precisamente cuando sus sollozos se calmaron, el bebé se hizo escuchar con un gemido largo y desgarrador. Resonó en la oscuridad de su mundo. Estaba distante.

Una vez más, inclinó la cabeza, tratando de localizar el sonido, pero no percibió nada que fuera inmediatamente identificable. Era como si, durante uno o dos segundos nada más, los gritos del bebé le hicieran recordar el mundo que existía fuera de la oscuridad que le cubría los ojos. Luego —con la misma rapidez con que habían penetrado en su conciencia— desaparecieron, dejándola en el mismo limbo oscuro de incertidumbre.

Jennifer luchó contra sus emociones. No más lágrimas. No más llanto. No eres un bebé. No se permitió a sí misma pensar que tal vez sí era un bebé. Por un momento aterrador pensó que ella era quien estaba gritando, que de algún modo aquellos llantos y aullidos eran suyos y que se estaba escuchando a sí misma mientras retrocedía a través de muchos años hacia la infancia.

Inspiró con fuerza. No, se dijo a sí misma. No son míos. Yo estoy aquí. Ellos están allí. Se reprendió: Recupera el control. Aunque se había dicho lo mismo antes, y no sabía aún de qué iba a recuperar el control.

También era lo suficientemente lista como para reconocer que cada vez que había insistido en su interior para controlar sus emociones, algo había ocurrido que afectaba a sus esfuerzos, volviendo a hundirla en la desesperación vana que existía dentro de la oscuridad.

Eso es lo que quieren.

Una vez más, trató de agudizar el oído. Jennifer no estaba segura de si los ruidos del bebé la alentaban o la dejaban consternada. Estaba claro que significaban algo importante, pero no sabía qué era. Esto la frustraba casi hasta el punto de las lágrimas, pero también se daba cuenta de que todo lo que le había ocurrido hasta ese momento le había provocado sollozos, y llorar no la ayudaba en lo más mínimo.

Se recostó sobre la cama. Tenía sed, tenía hambre, tenía miedo y sufría dolores, aunque no podía decir que ninguna parte de ella en concreto estuviera herida. Era como si le hubieran hecho un corte en el corazón. Comprendía que estaba encarcelada..., pero la naturaleza de su cárcel era algo que existía más allá de su visión. Pensó: Hasta los peores asesinos condenados a prisión perpetua saben por qué están ahí. Tenía una imagen, robada de alguna película que había visto alguna vez, que no tenía título, ni estrellas, ni trama, pero lo que ella recordaba era un preso que hacía cuidadosamente una marca en la pared por cada día que pasaba. Ella ni siquiera podía hacer eso. El conocimiento, comprendió, era un lujo.

Cualquier tipo de entendimiento permanecía oculto para ella. La mujer le había ordenado obedecer. Pero todavía nadie le había pedido que hiciera algo.

Cuanto más sopesaba estas cosas, más frotaba los dedos nerviosamente en el peluche gastado del Señor Pielmarrón. En cierto modo, pensó para sí, él era lo único que quedaba de la vida que había llevado hasta el momento en que la puerta de la furgoneta se abrió de pronto y aquel hombre la golpeó. Estaba casi desnuda en una habitación que no podía ver. Había una puerta. Eso lo sabía. Había un inodoro. Eso lo sabía. En algún lugar, había un bebé. Eso lo sabía. El piso era de cemento. La cama chirriaba. La cadena en su cuello se tensaba a quince pasos de Jennifer a la derecha o a la izquierda. El aire era caliente.

Estaba viva y tenía su oso. Dentro de la oscuridad, Jennifer respiró profundamente. Muy bien, Señor Pielmarrón, ahí es donde empezaremos. Tú y yo. Tal como ha sido desde que papá murió y nos dejó solos con mamá.

* * *

Jennifer se preguntó entonces, por primera vez, si alguien la estaría buscando. Mientras se le ocurría esta idea, escuchó otro gemido del bebé. Un solo grito agudo y desesperado. Entonces —como anteriormente— desapareció, dejándolos solos al Señor Pielmarrón y a ella. No se dio cuenta, pero el sonido la ayudó, porque la distrajo de la idea más desesperante de todas: ¿cómo podría saber dónde buscarla?

* * *

—Ponlo otra vez —dijo Michael. Estaba manejando la cámara principal a la vez que pensaba que tal vez iba a tener que hacer algunos ajustes de reparación en el sistema de seguimiento electrónico—. No tenemos que exagerarlo. Sólo un poquito...

Linda pulsó algunas teclas en el teclado del ordenador. El bebé lloró otra vez.

—¿Estás seguro de que ella lo oye?

—Sí. Sin la menor duda. Mira cómo mueve la cabeza. Seguro que lo escucha.

Linda se acercó a la cámara principal.

—Tienes razón —confirmó—. ¿Estás seguro de que los clientes también pueden escucharlo?

—Sí. Pero tendrán que hacer un gran esfuerzo para darse cuenta.

Esto hizo sonreír a Linda.

—No te gusta hacerles fáciles las cosas, ¿verdad?

—No es mi estilo —respondió Michael riéndose. Puso las manos detrás del cuello, entrelazó los dedos y se estiró como podría hacer cualquier oficinista que trabajara para una gran empresa después de demasiadas horas delante de una pantalla de ordenador—. Tú lo sabes, a todos ellos les va a encantar cuando la Número 4 grite de ese modo. Sólo lo hace aún más real para ellos.

Sorprendentemente, Michael sentía desprecio por las muchas personas que se habían suscrito a whatcomesncxt.com. Consideraba que su fascinación era una especie de debilidad compulsiva, aunque estaba dispuesto a coger su dinero y suministrarles lo que querían. Pensaba que la manera en que satisfacían sus fantasías sólo ponía de relieve sus propios defectos. La gran mayoría de las miles de personas que pagaban por lo que brindaba su cámara en la web eran hombres solitarios, bastardos que no tenían vida propia y por eso tenían que engancharse al relato que él inventaba.

Linda, por su parte, apenas pensaba en su clientela... o por lo menos no de la manera en que Michael lo hacía. Para ella no eran personas con oscuras pasiones que los llevaban al sitio web; eran sólo tantas cuentas en tantos países. Muchas autorizaciones de quince números para diferentes tarjetas de crédito. Tenía el sentido del cálculo de una mujer de negocios: tantas suscripciones significaban tantos dólares depositados en cuentas en paraísos fiscales que había abierto para ellos. Rara vez pensaba en quién estaba mirando del otro lado, salvo para procesar números y cifras y para asegurarse de que Michael estuviera suministrando la tensión correcta al programa para que Serie # 4 tuviera su propio dramatismo.

Michael estaba encargado de la historia de la Número 4. Ella estaba encargada de los negocios. Ambos aspectos eran fundamentales para su éxito. Era una relación que, según creía ella, definía al verdadero amor. En su tiempo libre y entre una serie y la siguiente, le gustaba leer revistas de clubes de fans y publicaciones con cotilleos sobre estrellas de cine, y prestaba atención especial a quién andaba con quién y quién rompía con su pareja, semana tras semana. Se permitía la fascinación de tratar de adivinar cuál sería la siguiente jugada de Brad, Angelina, Jen o París, y cuándo serían descubiertos en alguna situación comprometedora. Pensaba que ése era su mayor defecto, tomarse en serio todas aquellas uniones y separaciones de las celebridades. Pero a la vez consideraba que se trataba de un defecto leve.

Muchas veces Linda anhelaba ser famosa. Sabía que si sólo importara el éxito de whatcomesncxt.com estarían escribiendo sobre ellos dos en Us y en People. Lamentaba que la naturaleza delictiva de la empresa les impidiera ser famosos. Le parecía que lo que ellos hacían era mucho más importante que la persona a la que se lo hacían, que debería haber algún tipo de exención. Eran vendedores de fantasías. Eso merecería algo más que dinero, se dijo a sí misma. Eran estrellas, según creía ella. Pero el mundo no lo sabía.

Michael sabía que Linda soñaba con ser famosa. Él prefería el anonimato, aunque también quería complacerla de todas las maneras posibles.

—Es hora de darle algo de comer —dijo.

—¿Tú o yo? —preguntó Linda.

Michael estiró el brazo por encima de los ordenadores y revisó un grupo de hojas de papel sueltas. Ése era un guión muy flexible. Michael era muy organizado en sus preparativos, se había tomado el tiempo de escribir varios de los elementos de Serie # 4 mucho antes de que hubiera empezado. Había listas de asuntos que había que comprobar, detalles de cosas para hacer y párrafos en sus hojas que él llamaba «Impacto en espectador / Impacto en # 4». Le gustaba creer que era meticuloso en sus planes, y que tenía la agilidad mental necesaria para crear.

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