El profesor (21 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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—Tu hermano es un chico formalito como tú. Tu hermano no sabe una mierda.

Al día siguiente trajeron notas de sus padres autorizándolas a salir a ver una película. Una docena de las notas eran falsas, redactadas con ese estilo ampuloso que se supone que utilizan los padres al dirigirse a los profesores.

Las chicas protestaron al ver que los chicos puertorriqueños no habían traído notas.

—¿Por qué no vienen ellos a la película? Nosotras hemos traído notas y todo, y tenemos que ir a ver esa película, y ellos tienen el día libre. ¿Por qué?

Para apaciguarlas, dije a los chicos que tendrían que traerme una breve relación escrita de cómo habían pasado su día. Las chicas dijeron «eso, eso», y los chicos pusieron cara de abatimiento.

Por el camino hacia el metro, a seis manzanas, el desfile de veintinueve chicas negras con un profesor blanco llamaba la atención. Los tenderos me gritaban que dijera a esas chicas que no pusieran las condenadas manos en sus condenados artículos. «¿Es que no es capaz de controlar a estas condenadas negras?»

Entraban corriendo en las tiendas para comprar caramelos, perritos calientes y botellas de gaseosa rosada. Decían que la gaseosa rosada era la mejor y que por qué no podían tenerla en el comedor del colegio, en vez de todos esos zumos que sabían a detergente o a leche.

Escaleras abajo, al metro. Nada de billetes. Saltarse los torniquetes y entrar corriendo. El hombre de la taquilla gritaba: «Eh, eh, hay que pagar billete. Hay que pagar el condenado billete». Yo me retrasé, no quería que el hombre de la taquilla supiera que iba con aquella jauría salvaje.

Corrían de un lado a otro por el andén.

—¿Dónde está el tren? No veo ningún tren.

Hacían como que se empujaban unas a otras a las vías.

—Profesor, profesor, ha querido matarme, profesor. ¿Lo ha visto? La gente que esperaba el tren me lanzaba miradas furiosas.

—¿Por qué no se vuelven a la parte alta, que es su sitio? —dijo un hombre—. No saben comportarse como seres humanos.

Yo habría querido ser un profesor valiente, inquieto, comprometido, plantarle cara, defender a mis veintiocho muchachas negras revoltosas, a María la excepción, a María la falsificadora. Pero estaba muy lejos del valor, y en todo caso ¿qué iba a decir? «Inténtelo usted, señor Ciudadano Indignado. Intente llevar en metro a veintinueve muchachas negras, todas emocionadas por tener quince años y por librarse del instituto por un día, todas excitadas por el azúcar de las galletas, los dulces y la gaseosa rosada. Pruebe usted a darles clases todos los días mientras lo miran como si fuera un muñeco de nieve blanco a punto de derretirse.»

No dije nada, y pedí al cielo que se oyera pronto el traqueteo del tren.

Subieron al vagón soltando chillidos y dando empujones y disputándose los asientos. Los pasajeros las miraban con hostilidad. ¿Por qué no están en la escuela estas chicas negras? No es de extrañar que sean unas ignorantes.

En la calle Cuatro Oeste, una blanca obesa entró pesadamente en el tren y se quedó plantada de espaldas a la puerta que se cerraba. Las chicas la miraron y soltaron risitas. Ella les devolvió la mirada.

—¿Qué miráis vosotras, zorrillas?

Serena tenía ese desparpajo propio de los agitadores.

—Nunca habíamos visto una montaña subirse a un tren —dijo.

Sus veintiocho compañeras se rieron, hacían como que se desmayaban, volvían a reírse. Serena miraba con seriedad a la mujer grande, que le dijo:

—Ven acá, cielo, que te voy a enseñar cómo se puede mover una montaña.

Yo era el profesor. Tenía que hacerme valer, pero ¿cómo? Entonces tuve una sensación extraña. Miré a los demás pasajeros, sus ceños de desaprobación, y sentí deseos de enfrentarme a ellos, de defender a mis veintinueve.

Me planté ante la mujer gorda, dándole la espalda, para evitar que Serena se acercara a ella.

—Vamos, Serena, vamos —decían a coro sus compañeras. El tren llegó a la estación de la calle Catorce, y la mujer gorda salió por la puerta reculando.

—Tienes suerte de que tengo que apearme de este tren, cielo, porque si no te iba a comer cruda.

—Sí, gordinflona, sí que te hace falta comer —le replicó Serena con voz burlona.

Hizo ademán de seguir a la mujer, pero yo le cerré el paso y la obligué a permanecer en el tren hasta que llegamos a la calle Cuarenta y dos. Me miraba de una manera que me producía satisfacción y desconcierto. Si podía ganármela, me haría con toda la clase. Dirían: «Ése es el señor McCourt, el profesor que impidió que Serena se peleara con una mujer blanca en el tren. Está de nuestra parte. Es un buen tío».

Cuando vieron las tiendas de pornografía y los
sex shops
de la calle Cuarenta y dos fue imposible mantenerlas juntas. Aullaban y soltaban risitas e imitaban las poses de las figuras semidesnudas de los escaparates.

—Señor McCourt, señor McCourt, ¿podemos entrar?

—No, no. ¿No veis los letreros? Hay que ser mayor de veintiún años. Vamos.

Tenía delante a un policía.

—Sí, soy su profesor.

—¿Y qué hacen estas chicas en la calle Cuarenta y dos en pleno día?

Me sonrojé.

—Van a ver una película.

—Vaya, casi nada. Van a ver una película. Y para eso pagamos impuestos. Vale, señor profesor, haga que estas niñas circulen.

—Muy bien, niñas —dije—. Vamos. Recto al frente, hasta Times Square.

María iba a mi lado.

—Nunca habíamos venido a Times Square, ¿sabe usted? —dijo. Me dieron ganas de darle un abrazo por haberme dirigido la palabra, pero sólo dije:

—Tendríais que venir por la noche para verla iluminada.

En el cine corrieron a la taquilla empujándose unas a otras. Cinco se quedaron rondando a mi alrededor y echándome miradas furtivas.

—¿Qué pasa? ¿No vais a sacar entradas?

Apartaron la vista, desazonadas, y dijeron que no tenían dinero. Estuve a punto de decirles: «Bueno, y entonces ¿para qué demonios habéis venido hasta aquí?», pero no quise echar a perder aquel inicio de relación conmigo. Al día siguiente quizá me dejaran hacer de profesor.

Compré las entradas y las repartí, con la esperanza de recibir una mirada o una palabra de agradecimiento. Nada. Tomaron las entradas, entraron corriendo en el vestíbulo, fueron directamente a la tienda con el dinero que me habían dicho que no tenían y luego subieron las escaleras cargadas de palomitas, dulces, botellas de coca—cola.

Las seguí hasta el entresuelo, donde entraron dando empujones, disputándose los asientos e incomodando a los demás espectadores. Un acomodador vino a quejarse a mí: «Esto no podemos tolerarlo», y yo dije a las niñas:

—Sentaos, por favor, y guardad silencio.

No me hicieron caso. Eran una piña de veintinueve muchachas negras sueltas en el mundo, escandalosas, provocadoras, tirándose palomitas unas a otras, gritando a la cabina del proyeccionista:

—Eh, ¿cuándo vamos a ver la película? No tenemos toda la eternidad.

El proyeccionista dijo:

—Si no se callan, quizá tenga que avisar a la dirección.

—Sí —dije yo—. Quiero estar delante cuando llegue la dirección. Quiero ver cómo se las arregla la dirección para controlarlas.

Pero las luces se amortiguaron y empezó la película y mis veintinueve niñas guardaron silencio. En la primera escena se veía la pequeña ciudad norteamericana perfecta, con avenidas agradables bordeadas de árboles, niños blancos y rubios que paseaban en sus pequeñas bicicletas, con una alegre música de fondo que confirmaba que todo iba bien en aquel paraíso norteamericano, y de la primera fila del entresuelo salió un quejido angustiado de una de mis veintinueve niñas:

—Oiga, señor McCourt, ¿por qué nos trae a estas películas de blancos?

Pasaron toda la película quejándose.

El acomodador las iluminaba con su linterna y las amenazaba con la dirección.

Yo les suplicaba.

—Niñas. Guardad silencio, por favor. Que viene la dirección.

Ellas sacaron un cántico:

Que viene la dirción

Que viene la dirción

Jai jo de dadi o

Que viene la dirción.

Dijeron que la dirección les podía besar el culo, y eso sublevó al acomodador.

—Está bien —dijo—. Se acabó. Se acabó. Como no os comportéis, os vais fuera, efe u e erre a.

—Ay, hombre. Si sabe escribir y todo. Está bien. Nos callamos. Cuando terminó la película y se encendieron las luces, ninguna se movió.

—Muy bien —dije—. Vámonos. Ya ha terminado.

—Ya sabemos que ha terminado. No somos ciegas.

—Ahora tenéis que volver a vuestras casas.

Dijeron que se quedaban. Querían ver de nuevo esa película de blancos.

Les dije que yo me marcha a.

—Vale, márchese.

Dejaron de hacerme caso para esperar el segundo pase de
Un mes de abstinencia,
esa película de blancos tan aburrida.

A la semana siguiente, las veintinueve chicas dijeron:

—¿Es eso lo único que vamos a hacer? ¿No va a haber más salidas? ¿Nos vamos a pasar todos los días aquí sentadas hablando de nombres y haciéndonos escribir usted esas cosas que pone en la pizarra? ¿Eso es todo?

Recibí en mi casillero una nota que me avisaba de una salida de nuestros alumnos para asistir a una representación universitaria de
Hamlet
en Long Island. Tiré la nota a la papelera. Veintinueve chicas capaces de ver dos pases seguidos de
Un mes de abstinencia
no podrían apreciar
Hamlet.

Al día siguiente, más preguntas.

—¿Por qué todas las demás clases van a hacer una gran salida a ver una obra de teatro?

—Bueno, es una obra de Shakespeare.

—¿Sí? ¿Y qué?

¿Cómo iba a decirles la verdad, que esperaba tan poco de ellas que creía que no entenderían ni una palabra de Shakespeare? Les dije que la obra era difícil de entender y que me había parecido que no les gustaría.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué trata esa obra tan difícil?

—Se titula
Hamlet.
Trata de un príncipe que vuelve a su casa y descubre que su padre ha muerto y que su madre ya está casada con el hermano de su padre.

—Yo sé lo que pasó —dijo Serena.

—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —exclaman las demás.

—Que el hermano que se casó con la madre quiere matar al príncipe, ¿verdad?

—Sí, pero eso pasa después.

Serena me echó esa mirada que quería decir que estaba procurando tener paciencia conmigo.

—Claro que pasa después. Todo pasa después. Si todo pasara al principio, no quedaría nada para que pasara después.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Donna.

—No te importa. Estoy hablando del príncipe con el profesor. Aquello amenazaba con terminar en pelea. Tenía que cortarlo.

—Hamlet se enfadó porque su madre se había casado con su tío —dije.

—Caray —dijeron.

—Hamlet creyó que su tío había matado a su padre.

—¿No lo había dicho yo? —dijo Serena—. ¿Para qué digo yo las cosas si las va a decir usted también? Todavía no sabemos por qué no vamos a ir a ver esa obra de teatro. Los chicos blancos van a ir a verla sólo porque ese príncipe es blanco.

—Está bien. Veré si podemos ir con las demás clases.

Hicieron fila para subir al autobús. A la gente que pasaba por la calle y a los automovilistas les decían que iban a Long Island a ver una obra de teatro que trataba de una mujer que se casa con el hermano de su marido muerto. Los chicos puertorriqueños me preguntaron si podían sentarse a mi lado. No querían hacerlo con esas chicas que estaban locas y hablaban sin parar de sexo y de todo.
En cuanto el autobús arrancó, las chicas empezaron a abrir bolsas y compartir sus almuerzos. Acordaron entre susurros que la que diera al conductor en la cabeza con un trozo de pan se llevaría un premio. Cada una pondría diez centavos, y la ganadora se llevaría dos dólares y ochenta centavos. Pero el conductor las vigilaba por el retrovisor, y les dijo:

—Intentadlo. Adelante, intentadlo, y vuestro culito negro saldrá de este autobús.

Las chicas dijeron «anda ya» con ese tono de valor descarado. No podían decir otra cosa, porque el conductor era negro y sabían que con él no había bromas.

En la universidad, un hombre provisto de un megáfono había anunciado que los profesores debían mantener juntas sus clases. El director adjunto de mi instituto me dijo que confiaban en mí para que mantuviera el orden en mi clase. Dijo que esa clase tenía fama.

Las conduje al auditorio y me quedé en el pasillo mientras ellas se daban empujones y empellones y se disputaban los asientos. Los chicos puertorriqueños me preguntaron si podían sentarse aparte. Cuando Serena los llamó Espik e Hispán, a las chicas les dio un ataque de risa floja que no se les pasó hasta que apareció el fantasma del padre de Hamlet y aterrorizó a todos. El fantasma iba sobre zancos cubiertos de tela negra, y las chicas decían «ooh» y «aah».

Cuando el foco que lo iluminaba se apagó y el fantasma salió de escena, Claudia, que estaba sentada a mi lado, dijo en voz alta:

—Ah, qué majo es. ¿Adónde va? ¿Va a volver, profesor?

—Sí, va a volver —dije, avergonzado por los chistidos a media voz de los miembros serios del público.

Claudia aplaudía cada vez que aparecía el fantasma y se lamentaba cuando se marchaba.

—Me parece que es muy majo. Quiero que vuelva —decía. Cuando terminó la obra y los actores salieron a saludar y no se veía al fantasma, se puso de pie y gritó al escenario:

—¿Dónde está el fantasma? Quiero al fantasma. ¿Dónde está ese fantasma?

Las otras veintiocho también se levantaron y pidieron al fantasma, hasta que un actor salió del escenario y el fantasma volvió a aparecer al momento. Las veintinueve aplaudieron y vitorearon y decían que querían salir con él.

El fantasma se quitó el sombrero y la capa negra para mostrar que no era más que un alumno universitario corriente al que tampoco había que dar tanta importancia. Las veintinueve se quedaron boquiabiertas y se quejaron de que toda la obra era un engaño, sobre todo aquel fantasma de mentira que estaba allí delante, y prometieron que no volverían a ver una obra de teatro de mentira como aquélla, aunque tuvieran que quedarse sentadas en clase con ese señor McCourt y su ortografía y demás, aunque todas las demás clases del instituto fueran al teatro.

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