El problema de la bala (13 page)

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Authors: Jaime Rubio Hancock

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BOOK: El problema de la bala
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»Pero que seas mi hijo y te quiera no te da derecho a tratarme de esa forma tan regulera. Fuiste muy egoísta cuando te disparaste. Dejaste toda la habitación perdida y además te mataste del todo, dejándome sin hijo. Encima te dejaste pillar en lugar de huir, y ahora te han condenado a muerte, con lo que encima me vas a dejar sin hijo dos veces, y aún suerte que eres hijo único. Llegas a ser gemelos y me quedo sin cuatro hijos. La próxima vez que hagas algo así, podrías al menos preguntar y tenernos en consideración a tu padre y a mí, aunque ahora nos vayamos a divorciar. Si tenías problemas, nos lo podrías haber dicho y algo hubiéramos pensado, pero no hagas más estas cosas porque luego lo pasamos mal todos, no sólo tú, que ya sería bastante malo. Podrías haber tenido al menos un poco de consideración. Con lo que te hemos cuidado y querido. Con la de veces que te he limpiado el culo.

»Aunque no hay mal que por bien no venga, que ya lo dicen, y al menos esto me ha servido para conocer a mi celador. Yo a tu padre le quiero, pero follar, follábamos ya más bien poco o nada, y esto es una alegría para el cuerpo, que a mi edad igual ya es la última y no es cuestión de ir desaprovechando estas cosas, que luego te sacrificas como yo hice contigo y lo único que consigues es que la gente se suicide sin tenerte en cuenta ni agradecerte nada de nada.

»Ah, sí. Feliz Navidad.

»Tu madre que te quiere.

Dobló la hoja, la volvió a guardar en el sobre y me la puso en el bolsillo de la camisa, detrás de mi mano izquierda.

Se fue después de darme dos besos, y me volvieron a llevar a mi celda. No le comenté que hacía un par de días había recibido una postal de mi padre, desde Barcelona. En ella explicaba brevemente que había decidido recorrer las tiendas especializadas en postales de la ciudad, con la intención de encontrar alguna de Brasil. “A tu madre no le pienso enviar ninguna —escribía—. Así sabrá lo que se sufre”.

EL ABOGADO BIENVENIDO BAJÓ DEL...

EL ABOGADO BIENVENIDO BAJÓ DEL coche que le había regalado el presidente de un club de fútbol para el que trabajó. Era el mismo que el de Roca, sólo que de un gris menos brillante, ya que se trataba de un modelo tres meses más antiguo, y eso se notaba: ni siquiera tenía el localizador de minas antipersona.

Faltaba poco para que comenzara la vista y las escaleras del edificio estaban repletas de becarios que nada más verle, se abalanzaron sobre él, grabadora en mano. Excepto uno de ellos, que por una terrible confusión había acudido allí con la grapadora.

—¿Tiene esperanzas?

—¿Confía en la justicia?

—Si tal y como dicen las casas de apuestas, fracasa en el Tribunal Supremo, ¿cree que su cliente podrá obtener un indulto real?

El letrado se limitó a ahuyentarles haciendo muecas y agitando los brazos, después de explicarles que el indulto real se había suprimido en 1765 y que no quería decir lo que pensaba sobre el rey, ya que era delito decir cualquier cosa sobre el monarca que no sirviera para apoyar su proceso de canonización.

Bienvenido atravesó con andares sorprendentemente seguros el pasillo que llevaba a la sala de lo penal del Tribunal Supremo. Sí, se sentía confiado. Ilusionado, incluso. Llevaba el juicio muy bien preparado. Más que nada porque como me había comentado, había sobornado a ocho de los nueve jueces.

—Con el noveno no he podido hablar todavía porque es nuevo —me había explicado—: se estrena con tu juicio. Se ve que uno se murió el otro día por una blenorragia que le contagió su nuera. Aún no sé quién es el nuevo, ni lo he mirado, pero según todas las apuestas, será una persona con una amplia experiencia y reconocido historial en el mundo de la judicatura. Es decir, algún imbécil moribundo que habrán nombrado los dos partidos políticos que mandan en el parlamento para que les chupe las pollas. Pero bah, es el novato. Con los otros yo creo que ya lo tenemos hecho.

Aparte de eso, había preparado lo que iba a ser su exposición. Más que nada, por cumplir con el protocolo.

—Después de pensarlo mucho, he decidido que vamos a centrarnos en el problema de la bala. Vamos a insistir en que nadie realizó ningún tipo de pruebas con el proyectil que se cayó de tu cabeza, que tú también, vaya un sitio para ocultar pruebas. Diremos que igual te la metiste jugando. Podría colar. Al fin y al cabo, sólo Dios y tú sabéis si realmente esa bala te mató. Podrías decírmelo, por cierto: soy tu abogado y ya sabes que no le pienso contar a nadie ni una sola palabra de lo que me expliques. A no ser que la oferta sea muy buena, claro. Piensa que si los abogados quebrantamos el secreto profesional, nos arriesgamos a que el colegio de abogados nos deje una semana sin postre. Pero bueno, ya veo que no estás interesado. En todo caso, el tema consiste en sembrar la duda. Siembra dudas y recogerás... Er... No sé... ¿Dudas grandes? ¿Cuál es la planta de la duda? ¿El dudero? Por cierto, tus padres se están retrasando con el último pago. Se van pasando la pelota el uno al otro y entre que el uno no habla más que de postales y la otra, de pollas, no veo un duro. Tu padre ya ni coge el teléfono. Ahora todas las comunicaciones las tenemos que hacer vía postal. No, en serio, me van a volver loco. Como si esto lo hiciera por amor al arte. O a la justicia. No, señor. Lo hago porque me lo debo a mí mismo. En serio, ya contaba con ese dinero por ir a juicio y en fin, creo que ya te he comentado que no he sido muy prudente con mis gastos. El otro día los estábamos repasando mi mujer, el gato y yo y habrá que hacer recortes, porque últimamente no dejamos de tirar el dinero. Admito que por ejemplo los trajes le quedan bien al gato, pero ¿realmente necesita tres trajes hechos a mano? ¿Y ocho camisas? Mi mujer le tiene demasiado cariño a ese bicho. Pero jaja, yo también parezco tonto... Jaja... Ponerme celoso de un gato...

Cuando Bienvenido entró en la sala donde tendría lugar la vista, perdió momentáneamente algo de su seguridad. La magnificencia de aquel antiguo almacén de patatas, con su olor a tubérculo y a tierra húmeda, le sobrecogió. Tanto es así que vio unos cordones desatados y los abrochó, sin importarle que fueran los del zapato de un alguacil, que agradeció el detalle, eso sí. Tras resoplar media docena de veces, se acercó a la mesa en la que me habían dejado unos señores y se dejó caer en la silla de al lado.

—¿Qué tal? ¿Nervioso? No te preocupes, es normal. Yo no estoy nervioso porque soy un genio de la práctica del Derecho, pero si no, también lo estaría. Por cierto, tu padre tampoco vendrá. Ha comenzado la Feria de la Postal de Coleccionista y no hay quien le saque de allí. Mira, ya entran.

Se refería a los magistrados, que se sentaron frente a una enorme mesa que había sobre una tarima y que dejaba ver unos bustos cuyas togas apenas cubrían unos cuerpos huesudos y dejaban al descubierto unas manos llenas de manchas y unas cabezas sordas y casi completamente calvas, incluidas las de las mujeres. Eso respecto a los ocho habituales y ya sobornados por Bienvenido. Porque para el nuevo fichaje, el parlamento había decidido incluir sangre joven en la institución. Frente a una media de edad de ochenta y siete años, se decidió optar por un juez prácticamente adolescente, que ni siquiera había llegado a la setentena, si bien es cierto que no le faltaba mucho. Alguien dinámico y resolutivo, alguien que aún podía caminar más de doscientos metros seguidos sin que le crujiera la cadera, alguien que de hecho no hacía mucho había dado más de un salto sobre la mesa para celebrar algún que otro veredicto.

Cuando Bienvenido le vio, se puso blanco, se le revolvió el estómago, se agarró a mi clavícula, estando a punto de arrancarla, se le cayó todo el pelo de golpe y se le desataron no sólo sus zapatos sino también los del alguacil al que se los había atado.

Aquel era el juez Lucas Lozano.

Bienvenido arrancó a llorar, cayó de rodillas, se arrancó las orejas y se rasgó las vestiduras.
[32]
Fue el agradecido alguacil de los cordones el que le ayudó a ponerse en pie y le tranquilizó con algunas palabras amables, mientras los jueces le miraban así: ¬¬, y el fiscal le miraba así: xD

—Ánimo, señor de los zapatos —le dijo el alguacil—, que me han llegado rumores de que ocho de los nueve jueces son suyos.

—Pero es mi... Es mi archinémesis...

—Ea, ea. Hay que pensar en positivo: ocho sobre nueve es el ochenta y ocho coma ochenta y ocho periodo por ciento.

Mi abogado se sorbió los mocos y acabó de ponerse en pie, tambaleándose e intentando hacer algo con los jirones de la camisa, que le dejaban la peluda y blanducha barriga al descubierto. Se pegó las orejas con saliva e intentó llevarse a la cabeza algo del pelo que se le había caído.

El juez Lozano apenas guardaba un recuerdo borroso de Bienvenido. Es más, seguro que si hubiera venido con otro caso, ni le hubiera reconocido. Pero de mí sí se acordaba. Si Bienvenido hubiera escuchado la radio esa mañana, le hubiera oído hablar de “ese chulito insolente al que condené a morir en la silla eléctrica y que ahora viene a pedirme perdón. ¡A mí! ¡Pues ahora ya es tarde!”
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Cuando todo el mundo recobró la calma, un martillazo del presidente del tribunal dio comienzo al juicio. Que se tuvo que suspender inmediatamente y durante media hora porque el señor presidente del tribunal se había hecho daño en la muñeca, al darle con una contundencia quizás exagerada para su edad, ahí, como si sólo tuviera setenta y ocho años. Después de aplicar algo de hielo y un buen vendaje compresor, el mismo presidente se levantó la mascarilla y suspiró hacia un micrófono, dando por iniciado el juicio y permitiendo así que la defensa comenzara con sus alegaciones.

Bienvenido se puso en pie. Le dio otro de sus ya famosos bajones de tensión escénicos, pero consiguió agarrarse a la mesa y no desplomarse. Cogió sus papelotes y se dirigió a un atril, dejando caer bastantes cabellos por el camino.

—Señorías, creo que la... Bueno, esto... Ehem...

—¿La ehem? —Preguntó uno de los jueces.

—¿De qué habla?

—¿Qué es una ehem?

—Ahora no recuerdo si me toca el Condroitin
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o Probenecid.
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—Letrado, haga el favor de concretar. ¡Nos está haciendo perder el tiempo!

—Y sabe Dios que nos queda bien poco.

—Bienvenido —gruñó Lozano, provocando con su voz otros gruñidos, estos intestinales, en mi abogado—, no empecemos a tocar los cojones y haga el favor de comportarse.

—Que conste en acta —aprovechó el fiscal— que como bien ha hecho notar el narrador, estoy aprovechando la oportunidad para levantarme y pedir que conste en acta que el abogado Bienvenido está empezando a tocar los cojones. ¡Le he visto! ¡Lleva todo el rato haciéndolo!

—Bienvenido, mire que le he avisado.

—Pero si yo...

—Esto es indignante.

—Pero bueno.

—¿Alguno de vosotros tiene Propanolo?
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—Tocarme los cojones a mí.

—Y a mí, ojo.

—A mí me da igual, porque soy mujer, pero me parece muy feo. Además, al intentarlo, supongo que habrá pasado sus dedos cerca de mi entrepierna y en busca de un escroto que no existe. Y eso es muy desagradable. Usted es un depravado repugnante, abogado.

—Se me está acabando el oxígeno...

Bienvenido sacó una toalla que llevaba en el bolsillo del traje, hizo lo que pudo para secarse el sudor que salía expulsado a chorro al más puro estilo de una fuente versallesca e intentó que su voz se abriera paso entre carraspeos y temblores.

—No... Ehm... Perdón, lo que quería decir es que la sentencia de pena de muerte que pesa sobre mi defendido es injusta.

—¿Insinúa usted —le interrumpió entre jadeos el presidente del tribunal, mientras le cambiaban la bombona— que una decisión tomada por nueve hombres y mujeres justos y justas, iguales e igualas, y por un juez que ahora está entre nosotros y a quien usted no ha tenido ni la mínima decencia de enviar un jamón. Disculpe ese punto completamente agramatical. Necesitaba un punto. Para respirar. Sigo: insinúa usted, digo, que esa decisión es injusta?

—Sí. Bueno, no. Vaya, yo con esas palabras no lo diría.

—Que conste en acta —rugió el fiscal— que el abogado defensor está acusando de prevaricación al jurado, a su señoría el juez Lozano y también al Tribunal Supremo.

—¡Y a mí!

—¿Usted quién es?

—Yo nadie, pero siempre he querido salir en una novela.

—Oiga, no moleste.

—Perdón.

—Esto es inaudito.

—¿Y usted quién es?

—No, yo soy uno de los jueces.

—Perdón, perdón. Siga, siga.

—Esto es inaudito.

—Cómo se atreve.

—Vaya cosas de decir.

—Que yo no quería decir eso. Jo. Déjenme hablar. Jo.

—Explíquese de una vez, letrado —le dijo el juez Lozano, no sin señalarle con el índice y mirarle por encima de unas gafas que no llevaba—. Mi honor y mi carrera se están viendo perjudicados por sus sucias palabras.

—Es increíble.

—Qué desfachatez.

—Decir eso del juez Lozano. Con su mujer, que está enferma.

—Y el hijo que perdió en la guerra.

—Sí, siempre ha sido un poco despistado.

Bienvenido se subió los pantalones del traje, que le resbalaban muslo abajo. De tanto sudar, había adelgazado siete kilos en cuarenta segundos, con lo que los pantalones, al igual que todo en la vida y la vida en general, le iban un poco grandes.

—Señoría, por favor, no se preocupe, que yo en realidad...

—No, si quien debe preocuparse es usted.

—Lo que quería decir...

—Que conste en acta que el abogado defensor ya ha dicho eso.

—Oigan, yo quiero salir en una novela.

—Ya ha salido.

—Pero poco.

—¿Le vale una nota al pie al final del capítulo?

—Bueno.

—Pues luego se la escribo.

—Gracias.

—Veo que usted y el espontáneo nos quieren hacer perder el tiempo, señor Bienvenido —dijo el presidente del tribunal, mientras pedía un vaso de agua por gestos para tomarse su Loxomacina.
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—Señorías —volvió a intentar mi abogado, con un hilillo de voz—, mi cliente no merece ser ejecutado.

—¿Y por qué no, so listo?

—Eso, eso, ¿por qué no?

—Yo también quiero agua —dijo una de las juezas, que necesitaba tomar su Ricipaína.
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—Miren...

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