Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
Mi padre atribuía su baja forma al nerviosismo por la boda y todo lo que ello conllevaba, incluida la confraternización con el clero y la búsqueda de un restaurante o merendero en el que organizar el banquete, pero a mí me daba en la nariz que aquella melancolía tenía raíces más profundas. Me estaba debatiendo entre contarle lo sucedido aquella mañana y mostrarle el libro o esperar a un momento más propicio cuando le vi aparecer por la puerta arrastrando un semblante que no hubiera desentonado en un velatorio. Al verme esbozó una sonrisa débil y esgrimió un saludo militar.
—Dichosos los ojos, Fermín. Ya pensaba que no vendría.
—Me ha entretenido don Federico al pasar frente a la relojería con no sé qué chisme de que alguien había visto esta mañana al señor Sempere por la calle Puertaferrisa muy apañado y con rumbo desconocido. Don Federico y la boba de la Merceditas querían saber si se había echado una querida, que ahora se ve que eso da tono entre los comerciantes del barrio, y si la zagala es cupletera, pues todavía más.
—¿Y usted qué le ha contestado?
—Que su señor padre, en su viudedad ejemplar, ha revertido a un estado de virginidad primigenio que tiene intrigadísima a la comunidad científica y que le ha granjeado un expediente de precanonización exprés en el arzobispado. Yo la vida privada del señor Sempere no la comento con propios ni extraños porque no le incumbe a nadie más que a él. Y a quien intenta venirme con verdulerías le suelto un soplamocos y santas pascuas.
—Es usted un caballero de los de antes, Fermín.
—El que es de los de antes es su padre, Daniel. Porque, entre nosotros y que no salga de estas cuatro paredes, la verdad es que no le vendría mal echar una canita al aire de vez en cuando. Desde que no vendemos una escoba se pasa los días emparedado en la trastienda con ese libro egipcio de los muertos.
—Es el libro de contabilidad —corregí.
—Lo que sea. Y la verdad es que hace días que estoy pensando que tendríamos que llevárnoslo al Molino y luego de picos pardos porque, aunque el prócer para estos menesteres es más soso que una paella de berzas, creo yo que un encontronazo con una moza prieta y con buena circulación le iba a espabilar el tuétano —dijo Fermín.
—Mire quién fue a hablar. La alegría de la huerta. Si quiere que le diga la verdad, el que me preocupa es usted —protesté—. Hace días que parece una cucaracha metida en una gabardina.
—Pues mire usted, Daniel, símil certero el que me propone, porque aunque la cucaracha no tiene el palmito farandulero que requieren los cánones frívolos de esta sociedad bobalicona que nos ha tocado en suerte, tanto el infausto artrópodo como un servidor se caracterizan por un inigualable instinto de supervivencia, la voracidad desmedida y una libido leonina que no merma ni bajo condiciones de altísima radiación.
—Discutir con usted es imposible, Fermín.
—Es que el mío es un temple dialéctico y predispuesto a tocar la pera al menor asomo de falacia o papanatada, amigo mío, pero su padre es una florecilla tierna y delicada y creo que ha llegado la hora de tomar cartas en el asunto antes de que se fosilice del todo.
—¿Y qué cartas son ésas, Fermín? —cortó la voz de mi padre a nuestra espalda—. No me diga que me va a montar una merienda con la Rociíto.
Nos volvimos como dos colegiales sorprendidos con las manos en la masa. Mi padre, con escasos visos de florecilla tierna, nos observaba con severidad desde la puerta.
—¿
Y
usted cómo sabe de la Rociíto? —murmuró Fermín, atónito.
Tan pronto como mi padre saboreó el susto que nos había dado, sonrió afablemente y nos guiñó un ojo.
—Me estaré fosilizando, pero todavía tengo el oído fino. El oído y la cabeza. Por eso he decidido que algo había que hacer para revitalizar el negocio —anunció—. Lo del Molino puede esperar.
Sólo entonces nos percatamos de que mi padre venía cargado con dos bolsas de considerable tamaño y una caja grande envuelta en papel de embalar y atada con cordel grueso.
—No me digas que vienes de atracar el banco de la esquina —pregunté.
—Los bancos los trato de evitar siempre que puedo, porque como bien dice Fermín normalmente son ellos los que te atracan a ti. De donde vengo es del mercado de Santa Lucía.
Fermín y yo intercambiamos una mirada de desconcierto.
—¿No me vais a ayudar? Esto pesa como un muerto.
Procedimos a descargar el contenido de las bolsas sobre el mostrador mientras mi padre deshacía el envoltorio de la caja. Las bolsas estaban repletas de pequeños objetos protegidos en papel de embalar. Fermín desenvolvió uno de ellos y se quedó mirando el contenido sin comprender.
—¿Y eso qué es? —pregunté.
—Yo diría que se trata de un jumento adulto a escala uno cien —respondió Fermín.
—¿El qué?
—Un borrico, asno o pollino, entrañable cuadrúpedo solípedo que con duende y aplomo puntea los paisajes de esta España nuestra, pero en miniatura, como los trenecillos de juguete esos que venden en Casa Palau —explicó Fermín.
—Es un burro de arcilla, una figurita para el belén —aclaró mi padre.
—¿Qué belén?
Por toda respuesta mi padre se limitó a abrir la caja de cartón y a extraer un monumental pesebre con luces que acababa de adquirir y que, intuí, pretendía colocar en el escaparate de la librería a modo de reclamo navideño. Fermín, entretanto, había ya desembalado varios bueyes, camellos, cerdos, patos, monarcas de oriente, unas palmeras, un san José y una Virgen María.
—Sucumbir al yugo del nacionalcatolicismo y sus subrepticias técnicas de adoctrinamiento mediante el despliegue de figuritas y leyendas turroneras no me parece la solución —sentenció Fermín.
—No diga bobadas, Fermín, que ésta es una tradición bonita y a la gente le gusta ver belenes por Navidad —cortó mi padre—. A la librería le faltaba la chispa de color y alegría que piden estas fechas. Eche un vistazo a todas las tiendas del barrio y verá que nosotros, en comparación, parecemos las pompas fúnebres. Ande, écheme una mano y lo montaremos en el escaparate. Y quite de la mesa todos esos tomos de la desamortización de Mendizábal, que asustan al más pintado.
—Acabáramos —murmuró Fermín.
Entre los tres conseguimos aupar el pesebre y poner las figuritas en posición. Fermín colaboraba de mala gana, frunciendo el ceño y buscando cualquier excusa para manifestar su objeción al proyecto.
—Señor Sempere, no es por faltar, pero este niño Jesús es tres veces más grande que su padre putativo y casi no cabe en la cuna.
—No pasa nada. Se les habían acabado los más pequeños.
—Pues a mí me da que al lado de la Virgen parece uno de esos luchadores japoneses con problemas de sobrepeso que llevan el pelo engominado y los calzoncillos ceñidos a la regatera.
—Se llaman luchadores de sumo —dije.
—Esos mismos —convino Fermín.
Mi padre suspiró, negando para sí.
—Y además mire esos ojos que tiene. Si parece que esté poseído.
—Ande, Fermín, cállese de una vez y enchufe el belén —ordenó mi padre, tendiéndole el cable.
Fermín, en uno de sus alardes de malabarista, consiguió escurrirse bajo la mesa que sostenía el pesebre y alcanzar el enchufe que quedaba en un extremo del mostrador.
—Y se hizo la luz —proclamó mi padre, contemplando entusiasmado el nuevo y resplandeciente belén de Sempere e Hijos.
»Renovarse o morir —añadió complacido.
—Morir —murmuró Fermín por lo bajo.
No había pasado ni un minuto del alumbramiento oficial cuando una madre que llevaba de la mano a tres niños se detuvo frente al escaparate a admirar el pesebre y, tras un instante de duda, se aventuró a entrar en la librería.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Tienen ustedes cuentos sobre las vidas de los santos?
—Por supuesto —respondió mi padre—. Permítame mostrarle la Colección Jesusín de mi Vida, que estoy seguro de que va a encantar a sus niños. Profusamente ilustrados y con prólogo de don José María Pemán, ahí es nada.
—Ay, qué bien. La verdad es que cuesta tanto encontrar hoy por hoy libros con un mensaje positivo, de esos que te hacen sentir a gusto, y sin tantos crímenes y muertes y ese tipo de cosas que no hay quien entienda… ¿No le parece?
Fermín puso los ojos en blanco. Estaba por abrir la boca cuando le retuve y lo arrastré lejos de la clienta.
—Diga usted que sí —convino mi padre mirándome por el rabillo del ojo e insinuándome con el gesto que mantuviese a Fermín maniatado y amordazado porque aquella venta no la íbamos a perder por nada del mundo.
Empujé a Fermín hasta la trastienda y me aseguré de que la cortina quedaba echada para dejar a mi padre lidiar con la operación con tranquilidad.
—Fermín, no sé qué mosca le habrá picado pero, aunque ya sé que a usted esto de los belenes no le convence y yo se lo respeto, si resulta que un niño Jesús tamaño apisonadora y cuatro marranos de arcilla le levantan el ánimo a mi padre y además nos meten clientes en la librería, le voy a pedir que aparque el púlpito existencialista y ponga cara de que está encantado, al menos en horario comercial.
Fermín suspiró y asintió, avergonzado.
—Si no es eso, amigo Daniel —dijo—. Perdóneme usted. Yo por hacer feliz a su padre y salvar la librería si hace falta hago el camino de Santiago en traje de luces.
—Basta con que le diga a mi padre que lo del belén le parece una buena idea y le siga la corriente.
Fermín asintió.
—Faltaría más. Luego le pediré disculpas al señor Sempere por mi salida de tono y como acto de contrición contribuiré con una figurita al belén para demostrar que a espíritu navideño no me ganan ni los grandes almacenes. Tengo un amigo en la clandestinidad que hace unos
caganers
de doña Carmen Polo de Franco con un acabado tan realista que pone la piel de gallina.
—Con un corderito o un rey Baltasar va que se mata.
—A sus órdenes, Daniel. Ahora, si le parece, haré algo útil y me pondré a abrir las cajas del lote de la viuda Recasens, que llevan ahí una semana criando polvo.
—¿Le echo una mano?
—No se preocupe. Usted a lo suyo.
Le observé dirigirse al almacén, que quedaba al fondo de la trastienda, y enfundarse la bata azul de faena.
—Fermín —empecé.
Se volvió a mirarme, solícito. Dudé un instante.
—Hoy ha pasado una cosa que quería contarle.
—Usted dirá.
—No sé muy bien cómo explicarlo, la verdad. Ha venido alguien preguntando por usted.
—¿Era guapa? —preguntó Fermín intentando fingir un aire de broma que no conseguía ocultar la sombra de inquietud en sus ojos.
—Era un caballero. Bastante cascado y un tanto extraño, a decir verdad.
—¿Ha dejado un nombre? —preguntó Fermín.
Negué.
—No. Pero ha dejado esto para usted.
Fermín frunció el ceño. Le tendí el libro que el visitante había adquirido un par de horas antes. Fermín lo aceptó y examinó la portada sin comprender.
—Pero ¿éste no es el Dumas que teníamos en la vitrina a siete duros?
Asentí.
—Ábralo por la primera página.
Fermín hizo lo que le pedía. Al leer la dedicatoria le invadió una súbita palidez y tragó saliva. Cerró los ojos un instante y luego me miró en silencio. Me pareció que había envejecido cinco años en cinco segundos.
—Cuando se ha ido de aquí le he seguido —dije—. Lleva una semana viviendo en un
meublé
de mala muerte en la calle Hospital, frente a la fonda Europa, y por lo que he podido averiguar utiliza un nombre falso; el de usted, en realidad: Fermín Romero de Torres. He sabido por uno de los escribientes de la Virreina que hizo copiar una carta en la que aludía a una gran cantidad de dinero. ¿Le suena a usted algo de todo esto?
Fermín se iba encogiendo como si cada palabra de aquella historia fuese un palazo en la cabeza.
—Daniel, es muy importante que no vuelva a seguir usted a ese individuo ni hable con él. No haga nada. Manténgase alejado. Es muy peligroso.
—¿Quién es ese hombre, Fermín?
Fermín cerró el libro y lo ocultó tras unas cajas en uno de los estantes. Oteando en dirección a la tienda y asegurándose de que mi padre seguía ocupado con la clienta y no nos podía oír, se me acercó y me habló en voz muy baja.
—Por favor, no le cuente nada de esto a su padre ni a nadie.
—Fermín…
—Hágame ese favor. Se lo pido por nuestra amistad.
—Pero, Fermín.
—Por favor, Daniel. Aquí no. Confíe en mí.
Asentí a regañadientes y le mostré el billete de cien con el que el extraño me había pagado. No hizo falta que le explicase de dónde había salido.
—Ese dinero está maldito, Daniel. Déselo a las monjas de la caridad o a un pobre que vea por la calle. O, mejor aún, quémelo.
Sin decir nada más procedió a quitarse la bata y a enfundarse su gabardina deshilachada y a calzarse una boina sobre aquella cabeza de cerilla que parecía una paellera fundida esbozada por Dalí.
—¿Se va ya?
—Dígale a su padre que me ha surgido un imprevisto. ¿Me hará ese favor?
—Claro, pero…
—Ahora no puedo explicárselo, Daniel.
Se agarró el estómago con una mano como si se le hubiesen anudado las tripas y empezó a gesticular con la otra como si quisiera atrapar palabras al vuelo que no conseguía que le aflorasen a los labios.
—Fermín, a lo mejor si me lo cuenta puedo ayudarle…
Fermín dudó un instante, pero luego negó en silencio y salió al vestíbulo. Lo seguí hasta el portal y lo vi partir bajo la llovizna, apenas un hombrecillo cargando con el mundo a hombros mientras la noche, más negra que nunca, se desplomaba sobre Barcelona.
E
s un hecho científicamente comprobado que cualquier infante de pocos meses de vida sabe detectar con instinto infalible ese momento exacto de la madrugada en que sus padres han conseguido conciliar el sueño para elevar el llanto y evitar así que puedan descansar más de treinta minutos seguidos.
Aquélla, como casi todas las madrugadas, el pequeño Julián se despertó a eso de las tres de la mañana y no dudó en anunciar su vigilia a pleno pulmón. Abrí los ojos y me volví. A mi lado, Bea, reluciente de penumbra, se agitó con aquel despertar lento que permitía contemplar el dibujo de su cuerpo bajo las sábanas y murmuró algo incomprensible. Resistí el impulso natural de besarle el cuello y liberarla de aquel interminable camisón blindado que mi suegro, seguramente aposta, le había regalado por su cumpleaños y que no conseguía que se perdiera en la colada ni con malas artes.