El principe de las mentiras (32 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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—¿Ah, sí? —fue la cortante respuesta de Oghma, que intentaba en vano ocultar su furia contra el dios de la Muerte.

Cyric hizo un gesto desdeñoso.

—Eres rancio y te falta sentido del humor. Todos tus servidores huyeron al verme llegar. Todos salvo una pelmaza. Dicho sea de paso, trató de impedir que me sentara aquí y la envié a los Nueve Infiernos.

—Lo sé —farfulló el Encuadernador—. He oído sus gritos.

—No te preocupes. Volverá tarde o temprano, a menos que se le cruce en el camino uno de los baatezu mayores. Menuda ralea esos baatezu. —Cyric adoptó una expresión de fingida preocupación—. No hubiera sido tan duro, pero me pone fuera de mí que un lacayo no aplique la etiqueta divina...

—¿Como lo de sentarse en un asiento que no le pertenece? —retrucó Oghma. El retumbo de su voz multitonal se había endurecido hasta sonar como el entrechocar de aceros.

—He dicho lacayo, no superior —lo corrigió Cyric, pero ni se movió—. Por favor, Encuadernador, siéntate. Resulta triste que tus poderes de más edad se cansen con tanta facilidad.

—Por el momento, sólo estoy cansado de ti —le espetó Oghma. Pasó al lado del señor de los Muertos, se echó atrás la capucha dejando ver su agraciada cara oscura, y se sentó en su trono—. ¿Tienes algo que tratar conmigo o has venido sólo para importunarme?

Cyric se sentó en el borde del escritorio. Su guerrera color carmesí y el capote de terciopelo hacían que desentonara en el ambiente silencioso y solemne de la sala del trono-biblioteca como un bufón en un funeral.

—Vengo en busca de conocimiento, Encuadernador.

—Tendrás que ser más específico.

—Tienes que proporcionarme la solución a un antiguo problema —demandó el Príncipe de las Mentiras mientras jugaba con una pluma que había encima de la mesa. Al desgaire, mojó la pluma en un tintero y escribió una obscenidad en un folio de versos sagrados—. Me hubiera gustado venir antes. Por fortuna, el juicio me recordó que el conocimiento mágico pasa también por tus manos.

Oghma borró lo escrito con un movimiento de la mano.

—No te hagas el tonto conmigo, Cyric. Te conozco demasiado.

—Tú lo sabes todo, ¿no es así? —El dios de la Muerte dejó la pluma—. Bien, quiero saber cómo puedo encontrar el alma de Kelemvor Lyonsbane.

La risa de Oghma resonó en toda la sala. Las carcajadas ahogaron los fúnebres sonidos que llegaban desde la antecámara, donde bardos y sacerdotes entonaban cánticos al conocimiento perdido.

—¿Y por qué, en nombre de Ao, debería ayudarte? —dijo por fin el Encuadernador.

Cyric imitó la sonrisa de Oghma.

—Esta hermosa biblioteca está abierta a todos, ¿no es así? Eso fue lo que dijiste en el juicio.

—Eso dije. —La alegría desapareció de la voz de Oghma. El Encuadernador se puso de pie y su fría mirada quedó fija en los ojos sin vida del dios de la Muerte.

—Entonces no tienes más remedio que darme la información que necesito, a menos, por supuesto, que puedas decirme dónde está oculto Kelemvor. —Cyric se inclinó hacia adelante—. ¿Figura en tus libros ese dato tan trivial?

—No —respondió Oghma—. Y no dispongo de conocimiento alguno que pueda garantizar su descubrimiento.

—Buena jugada, Encuadernador, tratar de rechazar mi petición sin negarte a hacerlo. —El Príncipe de las Mentiras abarcó con un gesto indeterminado los volúmenes que llenaban las estanterías de la sala—. Pero yo no pido garantías. Sólo quiero que me des el tomo que pueda revelarme la mejor manera de encontrar al alma errante.

El dios del Conocimiento tendió las manos hacia adelante con las palmas hacia arriba y en ellas apareció un libro enorme. El pergamino, más antiguo que las pirámides de la antigua Multhorand, había empezado a amarillear mucho antes de que Cormyr coronara a su primer rey. Las páginas crujieron y se resquebrajaron cuando Oghma lo abrió.

—Puedes leer estas páginas, pero no las toques.

Cyric pasó la vista por las líneas de abigarrada escritura mágica escrita por un dios del Mal llamado Gargauth que hacía tiempo había sido olvidado. El texto críptico aludía a batallas primordiales entre los poderes mayores y extraños seres incluso más poderosos que Ao. En medio de esta extraña historia estaban los preparativos necesarios para que un encantamiento se abriera camino a través de todas las barreras divinas y penetrara todos los engaños de los dioses. Las palabras eran de difícil lectura porque el encantamiento había sido escrito en caligrafía invertida y la tinta gris se extendía como sombras a través del texto principal escrito en letras más oscuras. Sin embargo, Cyric enfocó una pequeña parte de su mente en la tarea y pronto consiguió hacerse con el conocimiento.

—Le enseñaré este libro a lady Mystra ahora mismo —dijo Oghma cerrando el libro con suavidad—. Puede que ella encuentre el alma de Kelemvor antes que tú.

Cyric saltó al suelo presa de gran excitación.

—Adelante, Encuadernador, pero sabes tan bien como yo que ella no obligará a sus fieles a hacer los sacrificios humanos que requiere el encantamiento, mientras que yo estoy totalmente dispuesto... —Y con un florido movimiento de su capa, el Príncipe de las Mentiras desapareció.

Con el diario de Gargauth bajo el brazo, Oghma se dispuso a viajar a través de los planos. No obstante, antes hizo una pausa y reconsideró si era prudente tentar a la diosa de la Magia con tan peligroso conocimiento. Ella había demostrado que era capaz de poner en peligro el equilibrio persiguiendo a Cyric. ¿Qué no podría hacer para salvar a su amado?

Oghma suspiró. La señora de los Misterios estaba ahora mismo respondiendo a esa pregunta en los salones de la infernal morada de Máscara.

A pesar de las dudas que lo corroían, el dios del Conocimiento decidió mostrarle el libro. Después de todo, no era su función proteger a Mystra.

Especialmente de sí misma.

* * *

La segunda encarnación de Oghma llegó a la Morada de las Sombras en el instante mismo en que descubrió la presencia de Cyric en su trono. El fastidio provocado por la impertinencia del dios de la Muerte invadió al Encuadernador proyectando una gran sombra sobre el estado de ánimo de todas sus personalidades. No obstante, el ultraje de Cyric apenas afectó a la encarnación que esperaba a la puerta del dominio de Máscara. Desde el comienzo, sus pensamientos habían sido de lo más sombríos.

En la parte más oscura del Hades, lejos de la Ciudad de la Lucha, se extendían los suburbios tortuosos de la Morada de las Sombras. La ciudad, un lugar dedicado al robo, deambulaba por el desarbolado plano. Las murallas que la rodeaban no eran demasiado altas ni parecían demasiado bien guardadas. Sin embargo, mientras Oghma permanecía ante la entrada principal que daba acceso a los estrechos callejones esperando a que uno de los heraldos de Máscara le permitiese entrar, tuvo la incómoda sensación de que unos ojos que no podía ver lo estaban vigilando. De haber escudriñado en busca de los vigilantes, sin duda podría haberlos encontrado, pero eso equivalía a jugar al engaño y a la intriga tan practicados en ese lugar. En lugar de ello, se cruzó de brazos y fijó la mirada al frente, hacia los yermos infinitos que separaban los dominios de Máscara y los de Cyric.

Después de un rato, el señor de las Sombras apareció ante Oghma con Mystra a su lado.

—No me sorprende encontraros juntos —murmuró el dios del Conocimiento.

Máscara tendió a Oghma una mano enguantada, pero el Encuadernador siguió con los brazos cruzados.

—Has llegado antes de lo que pensaba —observó satisfecho el señor de las Sombras—. Incluso llegaste desde el Pabellón antes que nosotros, claro que nosotros teníamos un paquete que transportar a Nirvana...

—Sois unos necios —les soltó Oghma—. Vuestro complot juvenil le hadado a Cyric...

—Todo lo que Cyric pueda haber ganado hoy son regalos del resto del panteón —lo interrumpió Mystra—. Todavía le estaría vedado el uso del tejido de no haber exigido otra cosa el Círculo. Tú y todos los demás poderes mayores sois unos cobardes, Encuadernador.

—El juicio no era contra Cyric. Era contra ti y sobre la forma en que habías sobrepasado las atribuciones de la diosa de la Magia. Cyric lo entendió así. Ésa fue la razón principal por la que convocó al Círculo. Tu castigo volvería a inclinar la balanza en su favor. —Oghma señaló a Máscara con un gesto—. Y no pienses ni por un instante que este intrigante no estaba tratando de engañarte, de ponerte en contra de Cyric.

—¿Y qué ganaría yo con eso? —preguntó Máscara con fingida inocencia—. Di que...

Oghma hizo un gesto desdeñoso y muy poco elegante.

—Precisamente lo que conseguiste, una alianza. Ahora que Mystra ha quedado fuera del Círculo no tiene a quién recurrir.

—Reconozco la duplicidad de Máscara —dijo Mystra fríamente—. Después de todo, yo veo las verdaderas motivaciones de todos. Ése es el pequeño secreto con el que esperabas que me encontrara, ¿verdad?

Rápidamente, Máscara se colocó entre los dos, pasándoles un brazo por encima de los hombros.

—Venga, venga. Todos tenemos algo que ganar en una alianza, incluso tú, lord Oghma. Hablemos de esto en mi palacio, donde podamos estar seguros de que nuestro mutuo enemigo no pueda oírnos.

Los condujo a través de la entrada a los callejones de la Morada de las Sombras. Las calles eran estrechas y el empedrado estaba resbaladizo por la niebla que se cernía sobre la ciudad. Edificios de negras fachadas se alzaban a ambos lados, y sus plantas superiores se acercaban hasta casi tocarse. En algunos puntos se veían jirones de cielo, pero éstos revelaban un perpetuo crepúsculo, precisamente en ese momento de oscurecimiento en que las sombras son más alargadas.

Los tres dioses fueron avanzando por los tortuosos callejones hasta el fantasmagórico castillo que se elevaba en algún lugar de aquel conglomerado urbano. Entre los edificios circulaba una especie de susurro sibilante, una trama de falsos juramentos, votos de amantes infieles y complots traicioneros de secuaces a los que se creía fieles. En las oscuras esquinas resonaba el eco de pasos, el andar sigiloso de los ladrones que se acechaban unos a otros entre las tinieblas. Los únicos ruidos además de éstos eran el agudo entrechocar de dagas o el gorgoteo de una garganta abierta de una cuchillada.

Las antorchas que se consumían a lo largo de las paredes del callejón despedían un olor acre a alquitrán que se mezclaba con la fría niebla. Los escasos sabios que habían visitado el reino de Máscara decían que el desasosegante aroma pretendía reproducir el olor a miedo que despide la víctima de un robo. Para Oghma, era la esencia destilada de la ignorancia, el aliento entrecortado del conocimiento atrapado en intrincadas redes de engaño.

Daba la impresión de que a Máscara ese aire le resultaba estimulante. El señor de las Sombras aspiraba bocanada tras bocanada, aunque parecía que lo hacía más bien para hacerse ver.

—Ah, ¿podéis percibirlos? —dijo gozosamente—. Nos rodean por todas partes.

—¿Quiénes? —murmuró Mystra mirando inquieta por encima del hombro.

—Mis fieles. —Máscara sonrió como un padre orgulloso que hablara de un hijo superdotado—. Esas sombras desvaídas son mis chicas y mis muchachos. Seguro que han pensado una docena de formas de atacarnos antes de que lleguemos al palacio.

La luz de las antorchas bailaba sobre las paredes de los altos edificios, pero no conseguía hacer retroceder a la oscuridad. Los fieles de Máscara acechaban desde muy cerca. El patrono de los Ladrones tenía motivos para estar orgulloso. Oghma y Mystra sólo entreveían atisbos de movimiento, rastros de sombra que parecían fluir con más resolución que los demás.

—¿Y esperas que yo tolere esto? —estalló Oghma antes de hacer surgir una luz mágica que iluminó totalmente el callejón. Las sombras envueltas en tenebrosas capas, muy parecidas a su dios, huyeron del resplandor. Se fundieron con los portales y las ventanas, con las grietas de las paredes y las fisuras que quedaban entre las piedras. Sobre sus dagas se reflejaba la luz mientras huían.

—¡Qué poco tacto! —protestó Máscara. Extendió su capa y atrajo la luz hacia sí, volviendo a sumir el callejón en la oscuridad. Casi de inmediato volvieron a oírse los casi imperceptibles ruidos que hacían los ladrones moviéndose entre las sombras.

—Soy el dios de la Intriga —explicó el señor de las Sombras, cuyos ojos lanzaban destellos rojos detrás de la máscara—. ¿Cómo pensaste que podían ser mis fieles? —inquirió moviendo la cabeza con gesto incrédulo—. No tengas miedo de que te ataquen, si es eso lo que te preocupa. Les he enseñado a no meterse nunca con alguien más poderoso salvo que tengan la posibilidad de salir airosos. No nos atacarán a menos que alguien les haya proporcionado armas capaces de matar a un dios, como las de Cyric.

—Eso es tranquilizador —dijo Mystra. Aunque sabía que la probabilidad de un ataque era sumamente exigua, varias de las facetas de su mente establecieron poderosos encantamientos defensivos por si acaso. No tenía sentido confiar en Máscara, especialmente en su propio campo.

Hicieron en silencio el resto del camino hasta el palacio de Máscara, con ladrones acechantes pisándoles los talones. Por fin, el callejón se abrió en una enorme plaza. La estructura que dominaba la plaza parecía construida sólo de sombra. Las paredes del palacio reverberaban en la perpetua luz crepuscular y las murallas y torres se desdibujaban como el humo en el viento. Los murciélagos batían las alas en el aire por encima del palacio. El sonido de su revoloteo sofocaba el murmullo constante de las intrigas que se urdían en todos los callejones.

—Bienvenido, señor —dijeron al unísono dos voces roncas al acercarse los dioses al castillo.

Oghma había tomado las dos formas imponentes que se alzaban a uno y otro lado de la entrada por casetas de la guardia, pero de repente cambiaron. Con gracia sutil, las criaturas gemelas se apartaron de la pared, desplegaron las colas serpentinas y separaron las enormes alas de los encorvados hombros. Por último, los dragones de sombra abrieron los ojos de color amarillo sulfuroso. Saludaron humildemente al señor del palacio estirando los largos cuellos prácticamente en toda su extensión.

Máscara hizo un gesto de reconocimiento a las bestias y éstas volvieron a ocupar su puesto. Con los ojos cerrados otra vez, y las alas y los miembros plegados a ambos lados del cuerpo, los dragones volvieron a fundirse con la oscuridad más intensa de que estaban hechas las murallas del palacio.

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