El principe de las mentiras (24 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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De vez en cuando, uno de los Falsos trataba de poner fin a su tortura eterna arrojándose al Slith. La desdichada alma no tardaba en descubrir que nada escapaba al Reino de los Muertos sin la aprobación de Cyric. En este mismo momento, una docena de esas sombras flotaba sobre las aguas negras. Las criaturas que acechaban en el foso les habían arrancado los brazos y las piernas y habían dejado los torsos agonizantes meciéndose sobre la superficie fangosa. Cada tantos meses, Jergal ordenaba que se recogiese a esas almas del Slith para someterlas a más tortura personal.

Gwydion observaba a una de esas almas atormentadas que pasaba flotando a su lado. Estaba de pie en la orilla opuesta a las murallas de diamante donde se había reunido parte de la multitud para presenciar las ejecuciones. Aunque él y Perdix habían tratado de encontrar un lugar lo más lejos posible del Slith, la presión de los engendros y de las sombras había hecho que estuvieran cada vez más cerca del foso. Ahora se encontraban a un par de pasos de las aguas malolientes.

Cansado por fin de ser pisoteado por la multitud, Perdix flexionó las alas coriáceas y se elevó en el aire.

—Vaya, probablemente Af estará admirando el trabajo de las cadenas —comentó sin dirigirse a nadie en particular—. Tal vez diciéndole por lo bajo al pobre desgraciado que esté junto a él que él ya estaba aquí cuando forjaron esas condenadas cosas.

Gwydion miró al otro lado del río a su antiguo captor y se estremeció. Para decidir qué engendros debían ser ejecutados, el senescal de Cyric había utilizado una lógica apabullante: los condenados serían ejecutados por orden alfabético. Esa decisión había colocado a Af muy cerca de la línea de salida.

La corpulenta criatura colgaba cabeza abajo a un lado de una gigantesca balanza. Estaba sujeto de una docena de maneras diferentes a un enorme disco de obsidiana. Las cadenas enlazaban la piedra a otra idéntica, y las dos sobresalían verticalmente sobre las negras aguas, balanceándose sobre un punto de apoyo de hierro empotrado en la pared de diamante. La sangre y la suciedad ocultaban las facciones lobunas de Af, y la mayor parte de sus piernas de araña habían sido cercenadas por los esqueletos. La única señal de que todavía vivía era un estremecimiento ocasional de sus largos muelles tentaculares. El engendro de cuerpo equino encadenado al otro lado de la balanza estaba totalmente inmóvil.

—¿Cómo puedes observar esto, Perdix? —preguntó Gwydion.

—¿Crees que me molesta? —replicó el pequeño engendro mirando a la sombra con su único ojo azul—. Nunca me cayó muy bien Af. La nuestra era una amistad fruto de la costumbre. Aquí no se conoce otra cosa.

A pesar de su aparente valentía, la preocupación se reflejaba en los rasgos inhumanos de Perdix, en el nerviosismo con que movía las alas. Pero no era preocupación por Af. El engendro alado se veía a sí mismo atado a la piedra, vapuleado y ensangrentado esperando que la balanza se inclinara y lo dejara caer en el olvido prometido por el cenagoso Slith. Mirando en derredor a los demás engendros reunidos sobre la orilla, Gwydion vio en todos ellos el mismo miedo mal disimulado. También acechaba el descontento entre la silenciosa muchedumbre. Los fieles de Cyric se sentían traicionados, y sus ojos entornados y puños cerrados anunciaban su rabia como un grito de batalla antes de una sangrienta escaramuza.

Gwydion sonrió para sus adentros y volvió su atención a las demás sombras dispersas entre los monstruosos engendros. En sus rostros vio expresiones vacías o gestos ceñudos de aceptación. Sólo en unos cuantos advirtió Gwydion una desesperada alegría ante el sufrimiento de sus torturadores. Esa chispa de vida le dio esperanzas. Los otros también podrían llegar a despojarse de ese manto de impotencia si encontraban al líder adecuado o un ejemplo digno de seguirse.

El repetido son de un gong de hierro llamó la atención de Gwydion hacia el complicado artilugio que mantenía a Af suspendido sobre el río. Un esqueleto especialmente alto vestido con una túnica samita desenrolló un pergamino y empezó a leer con voz ronca.

—Puesto que los engendros del Reino de los Muertos todavía no han consumado la sagrada búsqueda del alma de Kelemvor Lyonsbane, lord Cyric condena a estos prisioneros a ser destruidos. Sepan todos cuanto esto escuchan que todos los engendros compartirán su desdichado destino si no se encuentra el alma del renegado.

Nadie de los allí reunidos prestó demasiada atención a la abierta advertencia. El mismo anuncio se repetía en todas las ejecuciones, en cada uno de las dos docenas de sitios a lo largo de la orilla del Slith y frente a la cueva de la Serpiente Nocturna. La repetición había restado eficacia a la amenaza, del mismo modo que había quitado parte del horror a las inquietantes ejecuciones.

El esqueleto señaló a los dos demonios descarnados con un movimiento de la mano. Valiéndose de unas enormes mazas, de un golpe quitaron los soportes de las enormes balanzas. Los discos de piedra empezaron a balancearse perezosamente de adelante atrás, acercándose más con cada balanceo a las aceitosas y turbias aguas del río. Af trató de desplazar el peso de su cuerpo para que el otro engendro, que seguía silencioso e inmóvil, cayera primero al agua. Sus esfuerzos arrancaron unas sonrisas sardónicas a los esqueletos y aceleraron la inclinación de la balanza.

Como estaba atado cabeza abajo, la cabeza lobuna de Af fue la primera en hundirse bajo la superficie de las aguas cuando el disco de piedra golpeó el río. Entonces la balanza se inclinó en el otro sentido y el bestial engendro se elevó por los aires gritando. El agua oscura chorreaba por su cara, borrándole el color como si fuera una capa de pintura. El gris acerado desapareció de su piel, y el color rojo, de sus ojos. La melena listada y las escamas color carmesí de los hombros palidecieron hasta volverse blancas.

Cada vez que los engendros se hundían en las cenagosas aguas, el río les iba robando la inmortalidad. Los gritos de Af no eran más que quejidos después de la tercera inmersión; el otro engendro sólo gritó una vez, como si la tortura lo hubiera despertado. Tras unos instantes, la carne de las dos criaturas desapareció por completo. Sus marchitos huesos blancos fueron engullidos rápidamente por los seres que se movían bajo la superficie del foso.

Mientras la reunión empezaba a disolverse y todos volvían a la necrópolis para reanudar la búsqueda de Kelemvor, Gwydion tocó a Perdix en una pierna.

—¿Ha habido alguna revuelta en la Ciudad de la Lucha? —preguntó.

—Por supuesto que sí —dijo el engendro asomando la fina lengua por encima de los puntiagudos dientes—. Se producían con la misma regularidad que el tictac de un reloj cuando Cyric se hizo cargo. Ninguna duraba demasiado tiempo; no eran más que trifulcas encarnizadas pero breves. —Se alzó un poco más en el aire y señaló con un gesto a la inquieta multitud—. Con la chusma con la que tiene que habérselas Cyric aquí abajo, ¿qué se puede esperar?

Un engendro que tenía la cabeza y parte superior del cuerpo de una mantis, quiso golpear a Perdix con uno de sus potentes brazos.

—¿Chusma? Mira quién habla.

Con agilidad, Perdix esquivó el ataque y voló hasta el extremo de un mástil de metal alto y retorcido. Su brillante piel amarilla resaltaba contra el cielo color bermellón dándole el aspecto de una gárgola reluciente.

—Algunos de mis compañeros están un poco celosos de la estima en que me tiene nuestro señor —declaró el engendro de alas de murciélago—. Cuando Cyric se convirtió en dios, yo todavía era un mortal. Realmente llegué al borde del agotamiento para demostrar mi devoción. Maté, robé, causé todo el alboroto que pude, llegué a acabar yo solo con toda una patrulla de Dragones Púrpura antes de que me cortaran el brazo con el que manejaba la espada. —Sonrió melancólicamente—. Fui uno de los primeros engendros creados por Cyric.

Gwydion se recostó contra el poste y observó a la criatura con cabeza de mantis. Se incorporó a la multitud sobre sus lentas patas de zarigüeya gigante.

—¿Y qué me dices de los demás engendros? —preguntó la sombra—. ¿No son fieles de Cyric?

Perdix chasqueó la lengua con desdén.

—A la mayoría la heredó con las demás posesiones. Solían adorar a Myrkul, pero se convirtieron cuando Cyric lo reemplazó. —Con sorprendente agilidad, bajó por el mástil valiéndose de las manos—. Mira, gusano —continuó Perdix manteniéndose justo encima del oído de Gwydion—: si esperas que haya una revuelta, puedes irte olvidando. Los engendros que no aceptaron someterse a Cyric lo intentaron, y todos ellos acabaron en el fondo del pantano que hay al otro lado del castillo, y te diré que ese lugar hace que el Slith parezca un arroyo cantarín de las Moonshaes.

El gentío se había dispersado, pero muchos de los engendros y de las sombras que todavía andaban cerca del río se habían detenido a escuchar la conversación. Gwydion sentía los ojos de las almas indefensas y de los poderosos súbditos de Cyric fijos en él. Podía sentir la tensión en el aire ante la mera idea de desafiar al señor de los Muertos. Pero si Perdix estaba en lo cierto, hasta los engendros podían volverse contra el Príncipe de las Mentiras.

—La Serpiente Nocturna dice que había dos cosas a las que temía Cyric —se aventuró a decir Gwydion en voz alta—: a una revuelta en la Ciudad de la Lucha y a la sombra de Kelemvor Lyonsbane. —Se volvió de espaldas a Perdix para estudiar a la multitud—. Supongo que vosotros, engendros, no querréis acabar como esos otros, ahogados en el Slith, destruidos para siempre. ¿Y vosotras, sombras, estáis contentas de ser torturadas para satisfacer los caprichos de Cyric? Si nos rebelamos, Kelemvor saldrá de su escondite y se pondrá al frente de la rebelión. Él es el único que puede hacer frente al tirano. ¿Por qué creéis que Cyric
está
tan desesperado por encontrarlo?

Las palabras de Gwydion se abrieron camino entre los engendros y las sombras. Algunos se sintieron fortalecidos por la perorata subversiva. Otros farfullaron algo sobre la necedad de la sombra mientras miraban inquietos a las paredes blancas del Castillo de los Huesos que se cernía sobre ellos como un hacha enorme. Sin embargo, de todas las almas allí reunidas, sólo Perdix trató de hacer callar a Gwydion.

—Esa clase de arengas va a acabar con nosotros —refunfuñó el engendro entre dientes. Se cogió la cabeza con las manos acabadas en garras—. Ya te dije que Cyric siempre...

Una columna de fuego, tan gruesa como la pierna de un gigante, cayó del cielo y se clavó en el suelo cerca de Gwydion. El golpe sacudió la ciudad entera hasta el Muro de los Infieles. El calor que despedía chamuscó la carne de todos los que estaban cerca e hizo hervir las aguas turbias del Slith junto a la orilla. De la pared de diamante se desprendieron esqueletos que cayeron al agua moviendo desesperadamente los brazos y las lanzas que sostenían al golpear contra el agua, pero uno por uno desaparecieron bajo la cenagosa superficie.

Gwydion el Veloz fue el primero en ponerse de pie y salir corriendo. Miraba por encima del hombro mientras huía, y lo que vio a sus espaldas podía equipararse a cualquiera de las pesadillas que acechaban en la panoplia de horrores de los sueños y espantosas visiones de la Serpiente Nocturna.

En el centro de un círculo de tierra calcinada estaba Cyric envuelto en una capa de fuego sosteniendo a
Godsbane
en actitud combativa. Desde la cara de color carmesí chamuscada por algún horno infernal miraban unos ojos rojos de furia. Los labios replegados en una mueca dejaban ver unos dientes amarillos y retorcidos. Sus manos eran sarmentosas como ramas resecas de tejo, y los brazos, delgados pero con unos músculos que parecían cables de acero.

Con un solo golpe de su espada corta y rosácea, el señor de los Muertos cortó en dos a un aterrorizado engendro. Entonces, como poseído por alguna locura increíble, empezó a aullar a las sombras que encontraba en su camino. Todos lo bastante aterrorizados o necios como para permanecer en su camino caían bajo el filo de
Godsbane
. El brillo de la espada se volvía más intenso a cada golpe, y se iba volviendo tan roja como la sangre recién derramada.

Y lo más aterrador de todo fue que Gwydion vio los ojos cargados de odio de Cyric fijos en él.

La sombra corría frenética por encima de los escombros. Ante sí vislumbraba edificios en ruinas, y entre ellos oscuros y tortuosos callejones. En ningún momento se paró a pensar lo absurdo que era tratar de escapar de un dios. En medio del pánico que lo invadía, la Ciudad de la Lucha se había convertido en el Paseo de Suzail, y Cyric no era sino un adversario en una carrera.

Gwydion se atrevió a echar otro vistazo por encima del hombro. Esperaba encontrar al Príncipe de las Mentiras pisándole los talones, pero su velocidad había dejado a Cyric muy rezagado.

Un fogonazo amarillo le llamó la atención inmediatamente antes de que algo le trabara las piernas. La sombra cayó de cara contra la tierra dura y apelmazada. Se golpeó la frente contra una roca y en su cabeza florecieron destellos coloridos y dolorosos que le nublaron la vista y amortiguaron los gritos y alaridos que llegaban desde la orilla del río. Cuando los puntos brillantes desaparecieron de delante de sus ojos, vio que había sido Perdix quien lo había derribado.

—Lo siento, gusano, pero fuiste advertido —le indicó el engendro—. Además, si te dejara escapar, acabaría cargando yo con la culpa. Cyric siempre se lo hace pagar a alguien.

—Puedes estar seguro —murmuró el Príncipe de las Mentiras cerniéndose de repente sobre el alma cautiva. Con una mano acabada en garra apretó la garganta de Gwydion—. Siempre supe que acabarías causándome problemas. Siempre pasa lo mismo con los que mueren tratando de hacerse los héroes.

Cyric levantó a Gwydion y lo obligó a ponerse de rodillas.

—Llegó la hora de aprovechar tu velocidad para mis propios fines, tío rápido —dijo—. A pesar de todo, tienes que alegrarte, por fin vas a ser armado caballero.

El Príncipe de las Mentiras limpió sobre la sombra la sangre que bañaba a
Godsbane
antes de envainarla.

—Te nombro sir Gwydion, inquisidor de Zhentil Keep y caballero maldito del Hades. Ahora, vamos a por tu armadura...

* * *

—¡Socorro! —gritó una mujer con voz estridente de terror.

—¡Detenedlo! ¡No dejéis que acabe conmigo! —llegó la voz baja y grave de un hombre.

—¡Traicionados! ¡Una vez más hemos sido traicionados por Cyric! —Esta vez fue el amargo quejido de algo inhumano cuyas palabras zumbaban como la alas de una avispa gigante.

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