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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (52 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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No hubo respuesta.

—¡Neidelman, por Dios, escúcheme! —gritó Hatch—. ¡Nos va a matar a todos con esa espada!

—No —le respondió la voz desde abajo—. Lo haré con la pistola.

Hatch se puso rápidamente de pie. La voz estaba ahora cerca, muy cerca. Cuatro metros, o menos. El joven fue por el túnel hasta donde estaban Bonterre y Clay.

—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha.

—Estará aquí en unos segundos. No va a detenerse.

Y Hatch se dio cuenta mientras hablaba de que no podían hacer nada. No había escapatoria. Dentro de un momento Neidelman entraría en el túnel espada en mano. Y todos morirían.

—¿Y no hay manera de pararlo? —preguntó Bonterre.

Le respondió Clay.

—Sí —dijo con voz clara y firme—. Sí, hay una manera.

Hatch lo miró. La expresión del cadavérico rostro de Clay no era solamente triunfal, sino también espiritual, extática, beatífica.

—Pero… —comenzó a decir Hatch, pero Clay ya había pasado a su lado y se alejaba con la linterna en la mano. Y Hatch adivinó de inmediato las intenciones del pastor.

—¡No lo haga! —gritó, agarrándolo de la manga—. ¡Es un suicidio! ¡La espada lo matará!

—Sí, moriré, pero antes habré hecho lo que me proponía cuando vine a la isla.

Clay se soltó de un tirón y corrió a la 'entrada del túnel. Esquivó el cadáver de Rankin, cruzó el puente que llevaba a la escalera, y comenzó a descender. Y en un segundo ya no se le vio más.

61

Clay descendió la escalera peldaño a peldaño, y se detuvo para recuperar fuerzas. De las profundidades del Pozo de Agua llegaba un rugido ensordecedor: el ruido de los túneles que se derrumbaban y del agua, que penetraba con caótica violencia anegándolo todo. Una ráfaga de aire húmedo le agitó el cuello de la camisa.

El pastor apuntó la linterna hacia abajo. El sistema de ventilación había dejado de funcionar junto con los generadores, y el aire era poco menos que irrespirable. La humedad se condensaba en los puntales de la estructura metálica, mojados de agua y sucios con la tierra caída en los desprendimientos causados por los continuos temblores. El rayo de luz se abrió paso en la bruma y le permitió ver la silueta de Neidelman, unos tres metros más abajo.

El capitán subía trabajosamente la escalera, agarrándose a cada peldaño con las dos manos antes de remontarse hasta el siguiente, el rostro desfigurado por el esfuerzo. Clay vio el brillo de la enjoyada empuñadura de la espada en el arnés negro de Neidelman.

—Muy bien, muy bien —graznó Neidelman cuando vio la luz—. Et lux in tenebris lucet. La luz brilla en la oscuridad, sí. ¿Por qué no me sorprende ver que el buen pastor ha participado en esta conspiración? —Una tos desgarradora le impidió seguir hablando, y el capitán se agarró con las dos manos a la escalera para resistir otro violento temblor de tierra.

—Arroje la espada —lo incitó Clay.

Neidelman, en respuesta, se llevó la mano a la cintura y sacó la pistola. Clay se agazapó contra las vigas laterales de la estructura metálica para esquivar el disparo.

—Salga de mi camino —graznó Neidelman.

Clay sabía que no podía enfrentarse a Neidelman en aquellos estrechos peldaños; tenía que encontrar un lugar donde pudiera mantener mejor el equilibrio. Inspeccionó rápidamente la estructura metálica a la luz de la linterna. Un poco más abajo, al nivel de los treinta y tres metros de profundidad, había un larguero de refuerzo. Guardó la linterna en el bolsillo y descendió lentamente en la oscuridad. La escalera vibraba ahora con más fuerza. Clay sabía que Neidelman, con la pistola en la mano, no podía seguir subiendo. Pero también sabía que los temblores venían en oleadas, y que tan pronto como la escalera dejara de moverse, Neidelman volvería a disparar.

Bajó dos escalones más y advirtió que las vibraciones se hacían más suaves. En el exterior hubo un relámpago, y su tenue reflejo le permitió ver a Neidelman que subía trabajosamente, sosteniéndose con una sola mano, hacia el larguero de refuerzo. El equilibrio del capitán era muy precario. Clay bajó otro peldaño y, con la fuerza que le daba la desesperación, pateó la mano de Neidelman. Se oyó un grito y un ruido metálico, y la pistola cayó a las tinieblas.

Clay se deslizó hasta el larguero, y sus pies resbalaron en el áspero metal del estrecho soporte. Neidelman, que colgaba debajo, aulló furioso, y con una inesperada exhibición de energía, consiguió encaramarse al angosto andamio. Clay, parapetado detrás de la escalera, sacó la linterna e iluminó al capitán.

El despiadado haz de luz reveló que Neidelman tenía el rostro sucio de sudor y polvo, la tez muy pálida y los ojos hundidos. Parecía haberse consumido, como si su cuerpo sólo se mantuviera en pie gracias a su fuerza de voluntad. Cuando desenvainó la espada, la mano le temblaba.

Clay se quedó mirándola con una mezcla de terror y admiración. La empuñadura era de una belleza asombrosa, cuajada de piedras preciosas. Pero la hoja era un feo trozo de metal corroído y deforme, con manchas de color púrpura.

—Hágase a un lado, reverendo —graznó el capitán—. No voy a desperdiciar mis fuerzas con usted. Quiero a Hatch.

—Hatch no es su enemigo.

—¿Él le ha enviado para que me lo diga? —dijo Neidelman, tosiendo—. Yo había conseguido vencer a Macallan, pero cometí el error de no valorar en su justa medida la perfidia de Hatch. Ahora comprendo por qué quería a su amigo Truitt en el equipo de excavadores. Y me imagino que la protesta que organizó usted era un ardid para distraer mi atención. —Neidelman miró a Clay con ojos llameantes.

—Usted ya es hombre muerto —le respondió Clay con calma—. Ambos lo somos. Ya no puede salvar su cuerpo, pero tal vez aún pueda salvar su alma. Esa espada es un arma del diablo. Arrójela a las tinieblas, de donde ha venido.

—¿Un arma del demonio, dice? —le respondió Neidelman—. Hatch me ha impedido rescatar el tesoro, pero aún tengo lo que más deseaba. Me he pasado los mejores años de mi vida trabajando para obtenerla.

—Y ahora es el instrumento de su muerte —le replicó Clay.

—No, pero puede que sea el instrumento de la suya. Se lo digo por última vez, reverendo. Apártese.

—No —dijo Clay, agarrado al andamio.

—¡Entonces, muera! —gritó Neidelman, y levantó la pesada hoja para golpearle en la cabeza.

62

Hatch tiró el radiómetro, que ya no funcionaba, y escudriñó la oscuridad. Primero se oyeron las voces; luego se vio la luz de la linterna de Clay, iluminando el esqueleto metálico de la escalera; y casi de inmediato el estallido de un disparo, que destacó claro y definido por encima del cavernoso rugido de las profundidades. Hatch esperó; experimentaba la agonía de la incertidumbre y por un instante tuvo la tentación de acercarse a la entrada del túnel y espiar por encima de la barrera de rocas. Pero sabía que incluso un segundo de exposición a la espada de San Miguel significaba una muerte segura.

Se dio la vuelta y miró a Bonterre. Percibió la tensión en el cuerpo de la joven, y oyó su respiración fatigosa.

De pronto, les llegó el fragor de una furiosa pelea. Se oyó el ruido del metal contra el metal, un grito horrible —¿de quién sería?—, seguido por unas palabras ininteligibles y sofocadas; después otro fuerte golpe y un ruido metálico. Luego se oyó un terrible grito de dolor y desesperación que fue alejándose hasta morir en el fragor del Pozo de Agua.

Hatch estaba en cuclillas, inmóvil, como hipnotizado por los horribles ruidos. A continuación se oyeron otros: una respiración agitada, una mano que golpeaba una superficie metálica, un jadeo de esfuerzo. El haz de luz de una linterna se paseó por el muro cerca de ellos, y luego se detuvo en la entrada del túnel.

Alguien subía lentamente.

Hatch se puso en guardia, mientras consideraba rápidamente qué hacer. Se dió cuenta de que sólo había un camino a seguir: si Clay había fracasado, alguien debía encargarse de detener a Neidelman. Y decidió que ese alguien era él.

Se dio cuenta de que Bonterre se preparaba para actuar, y que la joven había pensado lo mismo que él.

—Ni se te ocurra —le dijo.


Ferme-la
! —exclamó ella—. No permitiré que tú…

Hatch, medio corriendo y medio tropezando, avanzó rápidamente hacia la entrada del túnel antes de que Bonterre pudiera ponerse de pie. Se detuvo al borde del pozo, y oyó los pasos de la joven que se le acercaba. Saltó al puente metálico, listo para agarrar a Neidelman y lanzarlo al insondable abismo que se abría a sus pies.

Pero a menos de un metro, Clay, jadeando y con un profundo corte en un pómulo, subía laboriosamente la escalera.

El pastor, muy fatigado, se aferró al peldaño siguiente. Hatch se agachó y lo subió a la plataforma en el momento en que llegaba Bonterre. Y juntos lo ayudaron a entrar en el túnel.

Clay estaba callado, inclinado hacia adelante, la cabeza colgando y los brazos apoyados en los muslos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Hatch.

Clay lo miró.

—He logrado apoderarme de la espada —dijo con una expresión ausente—, y la he arrojado al pozo.

—¿Y Neidelman?

—El… él decidió ir tras ella.

Se hizo un profundo silencio.

—Usted ha salvado nuestras vidas —dijo Hatch—.

Dios mío, tiene que… —Hizo una pausa y respiró hondo—. Le llevaremos a un hospital…

Clay hizo un gesto para que no siguiera hablando.

—Por favor, doctor, haga más digna mi muerte diciéndome la verdad.

Hatch lo miró un instante en silencio.

—La medicina no puede hacer nada por usted, excepto aliviarle el dolor.

—Querría que hubiera una manera de pagarle su sacrificio —dijo Bonterre con un nudo en la garganta.

Clay la miró con una extraña sonrisa, entre melancólica y eufórica.

—Yo sabía muy bien lo que hacía. Y no ha sido un sacrificio, sino un don del cielo.

El pastor miró a Hatch.

—Quiero pedirle un favor —dijo—. ¿Puede llevarme a Stormhaven? Me gustaría despedirme de Claree.

—Haré todo lo que pueda por complacerlo —murmuró Hatch apartando la vista.

Ya era tiempo de partir. salieron del túnel y cruzaron la endeble pasarela que llevaba a la estructura de titanio. Hatch ayudó a Bonterre a subir a la escalera y se quedó mirándola cuando la joven comenzó a subir. En ese instante un relámpago surcó el cielo e iluminó Orthanc, la torre de observación, casi invisible en medio de la maraña de vigas y puntales.

—¡Ahora suba usted! —le gritó Hatch a Clay.

El pastor le dio la linterna, y luego comenzó a subir la escalera. Hatch lo miró un momento, y luego se inclinó sobre el borde del andamio y dirigió el haz de luz de la linterna hacia abajo. Tenía miedo de lo que iba a ver, pero la espada —y Neidelman— habían desaparecido. Sólo se veía un manto de bruma que cubría las turbulencias del abismo.

Se produjo otra violenta sacudida, y Hatch regresó a la escalera y empezó a subir. Muy pronto alcanzó a Clay; el pastor estaba agarrado a un peldaño y respiraba con dificultad. Otra gran ola sacudió la escalera, los travesaños metálicos se estremecieron, y el pozo se llenó con los ruidos que hacían los puntales que se deformaban y se desprendían de la estructura.

—No puedo más —jadeó Clay—. Vaya usted delante.

—Coja la linterna —dijo Hatch—, y páseme el brazo alrededor del cuello.

Clay negó con la cabeza.

—¡Vamos, agárrese fuerte!

Hatch siguió subiendo y arrastró consigo al pastor, peldaño a peldaño. Bonterre los miraba desde arriba con expresión preocupada.

—¡Sigue, sigue! —la apremió Hatch, y continuó subiendo lentamente. Llegó al andamio de los quince metros y no se atrevió a detenerse para descansar. Arriba ya se veía la boca del Pozo de Agua, negra contra el gris del cielo. Hatch continuaba subiendo, a pesar de la protesta de sus músculos, y arrastraba consigo a Clay.

Después la escalera volvió a sacudirse, y una ráfaga de aire y de espuma los golpeó desde abajo. Una pieza de la estructura metálica se desprendió con un agudo chirrido. Hatch veía que el encofrado comenzaba a agrietarse. Clay, a su lado, luchaba para continuar agarrado a la escalera.

Hatch reemprendió el ascenso; el miedo y la adrenalina le daban nuevas fuerzas. Bonterre encabezaba la marcha unos peldaños más arriba.

Los peldaños de la escalera se hicieron más resbaladizos. Allí, cerca de la superficie, el tumulto del pozo que se derrumbaba se mezclaba con los aullidos de la tormenta. La lluvia empezó a golpearles en la cara. Hubo un violento temblor que parecía ascender de las profundidades del pozo, y se soltaron numerosos soportes de la escalera, que comenzó a balancearse.

—¡Deprisa! —gritó Hatch, empujando a Bonterre hacia arriba. Y cuando la seguía, vio horrorizado que los pernos a lo largo de la columna central de la escalera comenzaban a desprenderse como la cremallera de una chaqueta. Otro gran temblor y los pernos de sujeción de Orthanc comenzaron a torcerse encima de sus cabezas. Se oyó un estallido, y una de las grandes ventanas de observación se hizo mil pedazos, y los cristales llovieron dentro del pozo.

—¡Cuidado! —gritó Hatch, y cerró los ojos. Sintió que el mundo comenzaba a inclinarse, y cuando los abrió, vio que la escalera se doblaba sobre sí misma. Toda la estructura descendió casi un metro con una sacudida que le puso a Hatch el corazón en la garganta. Clay estuvo a punto de caer, y sus pies quedaron colgando en el vacío.

—¡Vamos al encofrado! —gritó Hatch.

Sosteniendo a Clay, avanzó cautelosamente, palmo a palmo, a lo largo de un par de vigas. Bonterre lo siguió. Hatch cogió a Clay por la cintura y lo subió hasta un perno de sujeción, y de ahí hasta el antiguo encofrado de madera que sostenía las paredes del pozo.

—¿Puede seguir solo? —le preguntó.

Clay asintió con la cabeza.

Hatch trepó detrás del pastor, agarrándose a las resbaladizas y medio deshechas vigas de madera. Un trozo del encofrado cedió bajo sus pies, luego otro, y Hatch permaneció un instante suspendido sobre el abismo hasta que encontró una viga donde apoyar los pies. Estiró los brazos y se cogió a la base de la plataforma construida en torno a la boca del pozo, y con la ayuda de Bonterre, consiguió subir al pastor hasta la plataforma, y desde allí se arrastraron hasta el terraplén cubierto de hierba.

Hatch se puso de pie. Hacia el sur se veía que la marea comenzaba a subir, y el agua entraba por una brecha abierta en el dique. Unas grandes nubes cargadas de agua se desplazaban por el cielo y cubrían la luna. El mar estaba muy revuelto, y las olas habían llevado la línea de espuma más allá de los arrecifes, hasta donde llegaba la mirada.

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