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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (39 page)

BOOK: El poder del perro
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—Ya te tengo, cabronazo —dice Art—. Y esta vez, nadie impedirá que caigas en mis garras.

Tío ha estado cambiando de residencia cada pocos días, moviéndose entre su docena de apartamentos y pisos de Guadalajara. Si es resultado del temor a ser detenido, o, como afirman los rumores, de haber estado fumando su propio producto, Tío está cada vez más paranoico.

Con motivo, piensa Art. Lleva tres días vigilando a Tío. Mucho tiempo para estar en el mismo lugar. Es probable que esta tarde se traslade.

Eso cree él.

Art tiene planes al respecto.

Pero hay que hacerlo bien.

Su gobierno ha prometido al gobierno mexicano que se hará con discreción. Sobre todo, no habrá daños colaterales. Y Art tienes que desaparecer lo antes posible. Tiene que parecer una operación mexicana desde el primer momento, un triunfo de los
federales
.

Lo que queráis, piensa Art.

Me da igual, Tío, mientras acabes en la celda de una cárcel.

Se acuclilla junto a la ventana y vuelve a mirar. La recompensa de mi Travesía del Desierto, como llama al espantoso período 87-89, cuando se abrió paso entre el campo de minas de las investigaciones, esperó sudando la acusación de perjurio que nunca llegó, vio que un presidente abandonaba el cargo y su vicepresidente (el mismo hombre que había dirigido la guerra secreta contra los sandinistas) le sustituía. Mi Travesía del Desierto, recuerda Art, trasladado de un trabajo administrativo a otro mientras su matrimonio agonizaba, mientras Althea y él se retiraban a habitaciones separadas y vidas separadas, mientras Althea solicitaba por fin el divorcio y él luchaba a cada paso del camino.

Incluso ahora, piensa Art, un fajo de papeles del divorcio continúan sin firmar sobre la mesa de la cocina de su pequeño apartamento en el centro de San Diego.

—Nunca permitiré que te lleves a mis hijos.

Por fin llegó la paz.

No para los Keller, sino para Nicaragua.

Se celebraron elecciones, los sandinistas fueron barridos, la guerra secreta llegó a su fin, y unos cinco minutos después Art fue a ver a John Hobbs para reclamar su recompensa.

La destrucción de todos los hombres implicados en el asesinato de Ernie Hidalgo.

La operación limpieza de la lista: Ramón Mette, Quito Fuentes, el doctor Álvarez, Güero Méndez.

Raúl Barrera.

Adán Barrera.

Y Miguel Ángel Barrera.

Tío.

Sea cual sea la opinión de Art sobre el presidente, John Hobbs, el coronel Scott Craig y Sal Scachi han demostrado ser hombres de palabra. Concedieron carta blanca a Art Keller y toda la colaboración posible. No se apartó ni un milímetro de su objetivo.

—Como resultado —había dicho Hobbs—, tenemos una embajada quemada en Honduras y una batalla en marcha por los derechos civiles, y nuestras relaciones diplomáticas con México están por los suelos. Para llevar la metáfora al límite, al Estado le encantaría celebrar un auto de fe contigo de protagonista, al cual Justicia aportaría los malvaviscos.

—Pero estoy seguro de contar con el pleno apoyo de la Casa Blanca y el presidente.

Una forma de recordar a Hobbs que, antes de que el actual presidente ocupara la Casa Blanca, estaba muy ocupado financiando a la Contra con cocaína, de modo que basta de chorradas acerca del «Estado» y la «Justicia».

La extorsión funcionó: Art recibió permiso para cazar a Tío.

No fue fácil arreglarlo.

Negociaciones al más alto nivel, en las que Art ni siquiera participó.

Hobbs fue a Los Pinos, la residencia del presidente, para hacer el trato: la detención de Miguel Ángel Barrera eliminaría un obstáculo fundamental para la aprobación del TLCAN.

El TLCAN es la clave, la clave absolutamente esencial de la modernización de México. Con ella, México puede dar el salto al nuevo siglo. Sin ella, la economía se estancará y derrumbará, y el país seguirá siendo otro país del Tercer Mundo más, anclado en la pobreza.

Por lo tanto, entregarán a Barrera como parte del trato.

Pero hay otra condición más preocupante: esa será la última detención. Esto salda las cuentas del asesinato de Hidalgo. Art Keller no podrá volver a entrar en el país nunca más. Detendrá a Barrera, pero no a Adán, ni a Raúl ni a Güero Méndez.

De acuerdo, piensa Art.

Tengo planes para ellos.

Pero antes, Tío.

Art vigila y espera.

El problema estriba en los tres guardaespaldas de Tío (otra vez Cerbero, piensa Art, el inevitable perro guardián de tres cabezas), armados con pistolas ametralladoras de 9 milímetros, AK-47 y granadas de mano. Y dispuestos a utilizarlas.

No es que eso preocupe demasiado a Art. Su equipo también va armado hasta los dientes. Hay veinticinco
agentes federales
especiales con M-16, rifles de mira telescópica y todo el arsenal del SWAT, además de Ramos y su grupo de mercenarios. Pero la orden mexicana fue «No podemos tolerar un tiroteo en las calles de Guadalajara, no puede suceder», y Art está decidido a cumplir su palabra.

Así que están intentando encontrar una oportunidad.

La chica se la proporciona.

La última amante de pelo grasiento de Barrera. No sabe cocinar.

Art ha visto las tres mañanas anteriores cómo los guardaespaldas iban a la
comida
más cercana a comprar el desayuno. Ha escuchado mediante los detectores de sonidos las discusiones, los gritos de la chica, los gruñidos de los hombres mientras salen y vuelven veinte minutos después, alimentados y preparados para un largo día dedicado a custodiar a Miguel Ángel.

Hoy no, piensa Art.

Hoy será un día corto.

—Deberían salir —dice a Ramos.

—No te preocupes.

—Estoy preocupado —dice Art—. ¿Y si a ella le da un repentino ataque de ama de casa?

—¿A esa guarra? —dice Ramos—. Olvídalo. Si fuera mi mujer, me prepararía el desayuno. Se despertaría por la mañana silbando, con ganas de complacerme. La mujer más feliz de México.

Pero él también está nervioso, observa Art. Tiene las mandíbulas cerradas sobre el omnipresente puro, y sus dedos están tamborileando pequeños tatuajes sobre la culata de Esposa, su Uzi.

—Tienen que comer —añade.

Esperemos que sí, piensa Art. Si no, y desperdiciamos la oportunidad, todo el frágil acuerdo con el gobierno mexicano podría venirse abajo. Ya son aliados nerviosos, reticentes. El secretario del Interior y el gobernador de Jalisco se han distanciado literalmente de la operación. Se encuentran a kilómetros de distancia, en alta mar, en una «excursión de buceo» de tres días, para que puedan proclamar su falta de implicación ante la nación y ante los hermanos Barrera supervivientes. Y hay tantas piezas en movimiento en la operación, que tienen que coordinarse, que todo el asunto es depende del factor tiempo.

El grupo
de federales
de Ciudad de México está en su puesto, dispuesto a apoderarse de Barrera. Al mismo tiempo, una unidad especial de tropas del ejército se encuentra apostada en la periferia de la ciudad, dispuesta a avanzar y detener a toda la policía estatal de Jalisco, a su jefe y al gobernador del Estado, hasta que Barrera sea trasladado a México, acusado formalmente y encarcelado.

Es un golpe de Estado del Estado, piensa Art, planeado al segundo, y si este momento pasa, será imposible mantener el secreto un día más. La policía de Jalisco salvará a Barrera, el gobernador aducirá ignorancia y todo se acabará.

De modo que tiene que ser ahora.

Vigila la puerta delantera de la casa.

Dios, por favor, que les entre hambre. Que vayan a desayunar.

Contempla la puerta de la casa como si pudiera obligarla a abrirse.

Tío es adicto al crack.

Enganchado a la pipa.

Es trágico, piensa Adán mientras mira a su tío. Lo que empezó como una farsa para declarar su discapacidad se ha convertido en real, como si Tío interpretara un papel que no puede quitarse de encima. Siempre de complexión delgada, ahora está más flaco que nunca, no come, encadena un cigarrillo tras otro. Cuando no está inhalando humo, lo expulsa tosiendo. Su pelo negro como el azabache es ahora plateado, y su piel tiene un tinte amarillento. Está conectado a un gotero de glucosa que descansa sobre una plataforma con ruedas, y que arrastra detrás de él a todas partes como un perro faldero.

Tiene cincuenta y tres años.

Una joven (Joder, ¿cuál es esta?, ¿la quinta o la sexta después de Pilar?) entra, deja caer su amplio culo sobre la mecedora y enciende el televisor con el mando a distancia. Raúl está asombrado por la falta de respeto, y todavía se queda más estupefacto cuando su tío dice mansamente:


Calor de mi vida
, estamos hablando de negocios.

Calor de mi vida, y una mierda, piensa Adán. La chica (ni siquiera recuerda su nombre) es otra pálida imitación de Pilar Tala-vera Méndez. Con ocho kilos de más, el pelo lacio y grasiento, una cara que se halla a muchas
carnitas
de distancia de ser bonita, pero existe un leve parecido. Adán podría comprender la obsesión con Pilar (Dios, qué belleza), pero con esta
segundera
, no lo entiende. Sobre todo cuando la chica hace un puchero con su boca grasienta y maúlla:

—Siempre estáis hablando de negocios.

—Prepáranos algo de comer —dice Adán.

—No sé cocinar.

Sale anadeando con expresión desdeñosa. Oyen que otro televisor se enciende, a todo volumen, en otra habitación.

—Le gustan los culebrones —explica Tío.

Adán ha guardado silencio hasta el momento, reclinado en la silla sin dejar de mirar a su tío con creciente preocupación. Su evidente mala salud, su debilidad, sus intentos de sustituir a Pilar, intentos tan persistentes como desastrosos. Tío Ángel se está convirtiendo a marchas forzadas en una figura patética, y no obstante aún es el
patrón
del
pasador
.

Tío se inclina hacia delante.

—¿La has visto? —susurra.

—¿A quién, Tío?

—A ella —dice con voz ronca Tío—. A la
mujer
de Méndez. Pilar.

Güero se había casado con la chica. La conoció cuando ella bajó del avión, recién llegada de su «luna de miel» salvadoreña con Tío, y de hecho se casó con una chica a la que la mayoría de los mexicanos jamás habrían tocado, porque no era virgen y porque era la concubina de Barrera, su
segundera
.

Pero Güero quiere mucho a Pilar Talavera.

—Si, Tío —dice Adán—. La he visto.

Tío asiente. Lanza una mirada veloz hacia la sala de estar, para asegurarse de que la chica sigue mirando la televisión.

—¿Todavía es tan guapa? —susurra.

—No, Tío —miente Adán—. Ahora está gorda. Y fea.

Pero no es verdad.

Es exquisita, piensa Adán. Va al rancho de Méndez en Sinaloa cada mes con su tributo y la ve allí. Ahora es una madre joven, con una hija de tres años y un bebé, y su aspecto es impresionante. La grasa de la adolescencia ha desaparecido, y se ha convertido en una hermosa mujer joven.

Y Tío sigue enamorado de ella.

Adán intenta retomar el hilo de la conversación.

—¿Qué hacemos con Keller?

—¿Qué pasa con él? —pregunta Tío.

—Secuestró a Mette en Honduras —explica Adán—, y ahora ha secuestrado a Álvarez aquí mismo, en Guadalajara. ¿Eres el siguiente?

Es una verdadera preocupación, piensa Adán.

Tío se encoge de hombros.

—Mette se durmió en los laureles, Álvarez se confió demasiado. Yo no soy como ellos. Cambio de casa cada tantos días. La policía de Jalisco me protege. Además, tengo otros amigos.

—¿Te refieres a la CIA? —pregunta Adán—. La guerra de la Contra ha terminado. ¿De qué les sirves ahora?

Porque la lealtad no es una virtud norteamericana, piensa Adán, ni tampoco la memoria a largo plazo. Si no lo sabes, pregúntaselo a Manuel Noriega, de Panamá. También había sido un socio clave en Cerbero, un elemento vital del Trampolín Mexicano, ¿y dónde está ahora? En el mismo lugar que Mette y Álvarez, en una cárcel norteamericana, solo que no fue Art, sino el viejo amigo de Noriega, George Bush, quien le metió dentro. Invadió su país, le secuestró y le encarceló.

Si esperas que los norteamericanos te paguen por tu lealtad, Tío, cuenta con los dedos de una mano. He visto la actuación de Art en la CNN. Hay un precio por su silencio, y ese precio podrías ser tú, podríamos ser todos nosotros.

—No te preocupes,
sobrino
—está diciendo Tío—. Los Pinos es amigo nuestro.

Los Pinos, la residencia del presidente de México.

—¿Por qué es tan amigo? —pregunta Adán.

—Por veinticinco millones de mis dólares —contesta Tío—. Y por otra cosa.

Adán sabe cuál es la «otra cosa».

Que la Federación había ayudado al presidente a robar las elecciones. Hace cuatro años, en el 88, parecía seguro que el candidato de la oposición, el izquierdista Cárdenas, iba a ganar las elecciones y derribar al PRI, que había estado en el poder desde la Revolución de 1917.

Entonces sucedió algo extraño.

Los ordenadores que contaban los votos se pusieron a funcionar mal como por arte de magia.

El secretario de Gobernación apareció en televisión para anunciar encogiéndose de hombros que los ordenadores se habían averiado, y que tardarían varios días en contar los votos y decidir el ganador. Y durante esos días, los cuerpos de los dos interventores de la oposición, encargados de controlar los votos del ordenador, los dos hombres que habrían podido confirmar la verdad, que Cárdenas había ganado con el cincuenta y cinco por ciento de los votos, fueron encontrados en el río.

Cabeza abajo.

Y el secretario de Gobernación salió de nuevo en televisión para anunciar impertérrito que el PRI había ganado las elecciones.

El actual
presidente
juró su cargo y procedió a nacionalizar los bancos, las industrias de telecomunicaciones, los yacimientos petrolíferos, todos los cuales fueron adquiridos a precios inferiores al mercado por los mismos hombres que habían acudido a su cena para recaudar fondos y dejado veinticinco millones de dólares de propina por cabeza sobre la mesa.

Adán sabe que Tío no organizó los asesinatos de los interventores de la oposición —fue García Abrego—, pero Tío habría sido informado y debió de dar su aprobación. Y si bien Abrego es uña y carne con Los Pinos (socio, en realidad, del Recaudador de Impuestos, el hermano del presidente, propietario de una tercera parte de todos los cargamentos de cocaína que Abrego pasa a través de su cártel del Golfo), Tío tiene buenos motivos para creer que Los Pinos cuenta con todos los motivos para serle leal.

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