El planeta misterioso (3 page)

BOOK: El planeta misterioso
9.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

— ¿Qué te hace pensar que soy un esclavo? —preguntó Anakin en el tono más afable que podía emplear sin parecer todavía más vulnerable.

Los faldones nasales del tallador de sangre se unieron para formar una impresionante hoja carnosa delante de su cara.

—Le compraste tus alas a un lemmer que se lesionó. Las he reconocido. O alguien se las compró para ti: algún apostador sin escrúpulos, diría yo, que te ha inscrito en esta carrera para que tu presencia deje en buen lugar a otro.

— ¿A ti, quizá? —dijo Anakin, y enseguida lamentó haberse permitido la satisfacción de contestarle.

El tallador de sangre hendió el aire con un ala doblada y Anakin se agachó justo a tiempo. La brisa le levantó los cabellos. Ni siquiera el peso de sus propias alas le impidió asumir rápidamente una postura defensiva, tal como le había enseñado Obi-Wan, al tiempo que se preparaba para el próximo movimiento.

El hedor se intensificó de repente. Anakin percibió la presencia del naplouseano justo detrás de él.

— ¿Un duelo antes de una carrera? ¿Necesitaremos quizá una holocámara aquí, para divertir a nuestros leales seguidores?

El tallador de sangre consiguió parecer totalmente inocente, echando las aletas nasales hacia atrás mientras su rostro adoptaba una expresión de leve sorpresa.

* * *

El largo pasillo curvo que corría alrededor del pozo estaba lleno de vieja maquinaria oxidada y equipo cubierto de suciedad llevado allí hacía siglos por dotaciones de mantenimiento que llevaban mucho tiempo muertas: había viejos trineos de lanzamiento, contenedores vacíos lo bastante grandes para que pudieras estar de pie dentro de ellos, y los rieles de plastiacero deslustrado que en un lejano pasado los habían guiado en su camino hacia los túneles de carga inferiores.

Y fue dentro de aquel amasijo de restos donde Obi-Wan descubrió una floreciente actividad comercial centrada en los objetos relacionados con las carreras.

— ¡La carrera está a punto de empezar! —gritó un rechoncho muchachito todavía más joven que Anakin. Robusto, intrépido
y
casi increíblemente sucio, bastaba con verlo para saber que venía de otro mundo y que había nacido en un planeta de elevada gravedad—. ¿Alguna apuesta para el Saludador? ¡Cincuenta a uno máximo, y volveréis a casa ricos!

—Busco a un joven corredor humano —dijo Obi-Wan, inclinándose ante él—. Delgado, cabellos de un rubio castaño bastante cortos y un poco mayor que tú.

— ¿Apuestas por él? —preguntó el robusto muchacho con el rostro fruncido en una mueca de concentración, porque su vida estaba guiada únicamente por el dinero.

«Tanta distorsión... —pensó Obi-Wan—. Ni siquiera Qui-Gon podría salvar a todos los niños.»

—Apostaré, pero antes quiero echarle un vistazo —dijo, moviendo la mano de manera casi imperceptible como si se dispusiera a hacer algún truco de magia—. Para poder observar sus habilidades como corredor, ya sabes.

El muchacho siguió su mano con los ojos, pero ningún pañuelo surgió de la nada.

—Ve a ver al Saludador —dijo con una sonrisita burlona—. El te dirá lo que quieres saber. ¡Date prisa! ¡La carrera empezará dentro de unos segundos!

Obi-Wan estaba seguro de que podía percibir la presencia de Anakin no muy lejos de allí, en algún lugar de aquel nivel. Y también podía notar que el muchacho se estaba preparando para algo que le exigiría un gran esfuerzo, pero no sabía si para un combate o para la competición.

— ¿Y dónde puedo comprar unas alas de carrera? —preguntó, sabiendo que no había tiempo para andarse, con rodeos.

— ¿Tú, un corredor? —El robusto muchacho prorrumpió en carcajadas—. ¡El Saludador! ¡Él también vende alas!

* * *

Algo andaba mal. Anakin hubiese tenido que percibir cualquier anomalía hacía un buen rato, pero se había concentrado en prepararse para la carrera y de pronto debía enfrentarse a algo que no tenía nada que ver con ella.

Un cómplice había avisado al señor del túnel de que el androide de mantenimiento acababa de bajar al siguiente nivel, y eso hizo que dejara de prestar atención a Anakin. En ese mismo instante, el tallador de sangre sacó un brazo de la correa de un ala
y
metió la mano en su túnica.

Aquello no tenía ningún sentido. De pronto Anakin comprendió que la misión principal del tallador de sangre no era participar en la carrera.

«Sabe que fui un esclavo. Sabe quién soy, y eso significa que sabe de dónde vengo.»

El tallador de sangre sacó de su túnica un cuchillo rotatorio. Su brazo pareció proyectarse hacia adelante, con todas las articulaciones alineándose de pronto para doblarse después hacia atrás formando una U.

— ¡Padawan! —siseó, y las puntas rotatorias de las tres hojas relucieron como una hermosa gema.

Estorbado por la masa de las alas, Anakin no pudo moverse lo bastante deprisa para esquivar del todo el ataque. El muchacho se inclinó hacia un lado y el cuchillo no logró hundirse en su cara, pero una hoja le arañó la muñeca y las otras dos chocaron con el soporte principal izquierdo. Una oleada de dolor subió por el brazo de Anakin. Rápido como una serpiente, el tallador de sangre echó el brazo hacia atrás
y
se preparó para asestar una segunda cuchillada.

Anakin no tenía elección.

Impulsándose hacia la boca del túnel con una veloz patada, resbaló por la pendiente de la plataforma y desplegó las alas de carrera hasta su máxima envergadura.

El tallador de sangre lo siguió sin vacilar.

— ¡Todavía no corréis! —gruñó el encargado del túnel, y una espesa vaharada de hedor surgió del túnel, dejando a los otros participantes presa de las náuseas.

* * *

Obi-Wan sólo dispuso de unos segundos para hacerse una idea de cómo funcionaba el nuevo equipo que acababa de comprar. Se echó las alas al hombro y corrió por el largo túnel, con los soportes colgantes arañando el techo entre estridentes tintineos metálicos. Esperaba que aquél fuera el túnel desde el que partirían los corredores, pero cuando llegó al final de él, se encontró solo en la plataforma y su mirada atravesó el vasto espacio en forma de lente del pozo entre dos escudos de aceleración.

Las alas recién adquiridas no eran de su tamaño. Afortunadamente eran más grandes, no más pequeñas, y el Saludador no le había timado todo lo que hubiera podido llegar a hacerlo, ya que le había vendido unas alas diseñadas para un bípedo provisto de dos brazos. Obi-Wan se ciñó las correas del tórax dejándolas todo lo apretadas que permitían las hebillas y luego tensó las sujeciones de los brazos hasta que los soportes amenazaron con doblarse. En cuanto a si las alas estaban cargadas y aprovisionadas de combustible, no lo supo hasta que hubo alzado una pequeña copa óptica transparente y se la puso encima del ojo.

Las líneas rojas y azules que aparecieron en su campo de visión mostraban un cuarto de carga en el pequeño depósito de combustible. Apenas lo suficiente para una caída controlada.

Morir en una estúpida carrera de un pozo de basura, atrapado en unas viejas alas de carrera, no era el destino que Obi-Wan había esperado tener como un Jedi.

Volvió la mirada hacia la izquierda y vio una sección de pared desnuda, y después se volvió hacia la derecha y se agarró a una barra metálica partida para inclinarse hacia fuera. Las alas estuvieron a punto de hacerle perder el equilibrio, y por un instante Obi-Wan permaneció precariamente agarrado a la barra. Recuperando el equilibrio entre un ominoso chasquido de sus alas de carrera, Obi-Wan vio a Anakin de pie en la plataforma del túnel, a unos cincuenta metros a su derecha. Había llegado con el tiempo justo de presenciar la confusión de extremidades y el destello de un arma.

Obi-Wan saltó al vacío en el mismo instante en que Anakin caía o saltaba, y apenas tuvo tiempo de ver cómo un tallador de sangre, el atacante de Anakin, se lanzaba tras él.

Sus alas se desplegaron prácticamente sin ningún esfuerzo consciente por parte de Obi-Wan, y los diminutos motores de sus puntas tosieron y cobraron vida con un estridente zumbido. Los sensores de los soportes buscaron los intensos campos tractores que permeaban el espacio entre los enormes escudos curvos. Por sí solas las alas no hubieran podido sostener a un muchacho, y mucho menos a un hombre, pero usando los campos residuales que emanaban de los agujeros del acelerador, un corredor podía ejecutar toda clase de acrobacias aéreas.

La primera maniobra que Obi-Wan logró dominar, no obstante, fue la de caer en picado.

Casi trescientos metros.

* * *

La confusión y el dolor de Anakin se transformaron rápidamente en una claridad mental que llevaba unos cuantos años sin experimentar: tres, para ser exactos, desde su última carrera de módulos en Tatooine, la última ocasión en que había estado tan cerca de la muerte.

Necesitó casi tres segundos para adoptar la postura correcta, con los pies ligeramente inclinados hacia abajo, las alas dobladas junto a su costado y la cabeza echada hacia atrás por encima del soporte. Era como zambullirse en una inmensa piscina. Después, poco a poco, las alas parecieron desplegarse sin ninguna intervención consciente por su parte. Los motores tosieron y jadearon hasta acabar emitiendo un agudo zumbido que hacía pensar en la llamada de dos grandes insectos. Anakin sintió cómo los sensores giraban delante de las yemas de sus dedos, y percibió la tenue señal vibratoria en las palmas de sus manos indicadora de que un campo en gradiente estaba disponible.

No había llegado a caer cien metros. Las alas, extendidas hasta su envergadura máxima de cinco brazos, temblaban y vibraban como seres vivos conforme capturaban el aire y los campos, y cuando los motores respondieron a los sutiles tirones de sus brazos, Anakin por fin pudo controlar su equipo..., ¡y se elevó!

La copa óptica que le proporcionaba el nivel de combustible y otras lecturas se bamboleaba inútilmente debajo de su barbilla, pero Anakin podía arreglárselas sin ella.

«¡No está mal para alguien que se encontraba tan cerca de la muerte!», pensó. La claridad se convirtió en un torrente de energía que recorrió su pequeño cuerpo. Por un instante Anakin se olvidó de la carrera, el miedo y el dolor en su brazo, y sintió un escalofrío de victoria total sobre la materia, sobre la voluminosa masa de metal y fibra que llevaba a la espalda y sobre el espacio que se extendía entre los gigantescos escudos curvos.

Y, naturalmente, sobre el tallador de sangre que había querido matarlo.

Mirando por el rabillo del ojo, vio lo que creyó podía ser el tallador de sangre girando en el vacío como una hoja que cayera debajo de él y a su izquierda. Vio cómo la figura rozaba la pared del pozo, se precipitaba hacia el fondo, encontraba una corriente de aire y volvía a enderezarse.

Pero aquel infortunado pájaro mecánico no era el tallador de sangre. Con otra punzada de intensa emoción, Anakin vio que su atacante había saltado de la plataforma poco después que él y estaba volando en una trayectoria paralela a la suya, a unos veinte metros a su derecha.

El señor del túnel sin duda ya los habría eliminado de la carrera. «Muy bien, pues que nos elimine», pensó Anakin. Las formalidades de la victoria nunca le habían importado demasiado. Si iba a tener por único contrincante al tallador de sangre que quería matarlo, que así fuera.

El premio sería la supervivencia.

No era peor que una carrera de módulos contra un dug.

* * *

A Obi-Wan no le asustaba morir, pero odiaba todo lo que llevaba implícito aquella clase de muerte: el fallo de la técnica, la falta de elegancia, una cierta impulsividad temeraria que siempre había intentado eliminar de su carácter.

El primer paso para evitar tan lamentable resultado era la relajación. Después del primer roce con la pared, Obi-Wan aflojó todos los músculos de su cuerpo y concentró todos sus sentidos en la tarea de averiguar cómo interaccionaban el aire, los campos tractores y las alas. Tal como le había aconsejado Qui-Gon en una ocasión cuando estaba practicando con una espada de luz, permitió que el equipo le enseñara.

Pero ese proceso podía requerir horas, y Obi-Wan sólo disponía de unos segundos antes de estrellarse contra el escudo inferior. Eso quería decir que tendría que arreglárselas con lo que había aprendido hasta el momento.

Y que debería seguir el ejemplo del aprendiz.

Miró a la derecha y vio que Anakin adoptaba su postura de vuelo. Obi-Wan desplegó las alas y dejó que sus pies descendieran hasta quedar por debajo de su cabeza. Sabía lo suficiente sobre las carreras con alas sustentadoras para percibir las vibraciones en sus palmas y entender lo que implicaban, aferrarse al campo en gradiente más intenso disponible a cada momento y elevarse a través del escudo como una liebre saliendo de su madriguera.

La sensación era deliciosa, pero Obi-Wan la ignoró y se concentró en las más imperceptibles indicaciones de las alas, que llegaban hasta él desde la casi dolorosa presión de las correas estiradas alrededor de su pecho entre cuyo flacido abrazo colgaba. Había conseguido ganar un poco más de tiempo.

El zumbido en sus palmas cesó de repente. Los sensores rotaron ruidosamente, y una vez más volvió a caer. En aquel momento de la carrera, el incremento de la sustentación proporcionado por los motores instalados en las puntas de las alas servía más para controlar que para elevar, pero con las alas extendidas al máximo —y casi arrancándole los brazos de los hombros—, a las punteras de sus botas sólo les faltaron unos cuantos centímetros para rozar el campo.

Y entonces el zumbido que estaba sintiendo en las palmas alcanzó una nueva y frenética intensidad. Obi-Wan vio un agujero de diez metros de diámetro, pasó por encima de él, sintió cómo el campo tractor se reforzaba junto a la abertura siguiente, y se desvió hacia un lado con el tiempo justo de esquivar el rugido ensordecedor de un contenedor de basura.

La turbulencia creada por el paso del contenedor tiró de Obi-Wan hacia arriba como si fuera una mosca atrapada en un remolino del desierto. Ensordecido por el ruido, con las alas estremeciéndose incontrolablemente y las palmas calentadas por el frenético zumbido de los sensores, Obi-Wan pegó las alas a sus costados para huir de la parte más intensa del campo, cayó a una cierta distancia, encontró el campo de gradiente en un punto donde su intensidad era utilizable y volvió a desplegar las alas. El resultado: al menos una ilusión de control.

Other books

Blindsight: Part Two by Leigh, Adriane
Zen Attitude by Sujata Massey
Chilled to the Bone by Quentin Bates
Transient Echoes by J. N. Chaney
All That Glitters by Auston Habershaw
Chris Mitchell by Cast Member Confidential: A Disneyfied Memoir