El planeta misterioso (29 page)

BOOK: El planeta misterioso
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— ¡Uf! —exclamó Anakin cuando pudo volver a respirar—. ¡Eso ha sido increíblemente feroz!

—Uf—asintió Obi-Wan.

Un deleite primigenio que no dejaba cabida a nada más se adueñó de Anakin. No podía pensar en nada que no fuera la nave sekotana. Obi-Wan pudo verlo en los ojos del muchacho mientras flotaban por encima de las líneas iridiscentes del interior de la nave. Los tonos verdes, rojos y azules relucían como una capa de rubí y esmalte mineral de color esmeralda, y sin embargo no se limitaban a ser un resplandor muerto, sino que también aportaban una palpitante cualidad de la luz que significaba juventud y vida.

— ¡Qué feroz! —gritó Anakin con aprobación—. ¡Está aquí! No puedo creer que realmente esté aquí.

—No parece terminada —observó Obi-Wan.

Un fugaz fruncimiento de ceño ensombreció el semblante de Anakin.

—Ya sólo faltan unos cuantos detalles de nada —dijo—. Después volará. ¿Y has visto ese núcleo de hiperimpulsión? ¡Me muero de ganas de averiguar que le han hecho y cómo lo han modificado!

41

L
a primera señal de que algo podía ir mal llegó bajo la forma de un estremecimiento mecánico del E-5 de Raith Sienar. El androide de combate centinela montaba guardia en un rincón del camarote del comandante, con sus sentidos pendientes de todas las conexiones de entrada instaladas en él.

Sienar entró en la zona de visualización envuelto en un albornoz ceñido a la cintura, preguntándose a qué venían todos aquellos suaves zumbidos y chasquidos.

—Descanso —le ordenó al androide cuando vio que estaba teniendo dificultades.

El androide adoptó una posición de espera, aliviando con ello una parte de la tensión que hacía vibrar sus miembros. A pesar de ello, siguió siendo una lamentable masa de metal tembloroso.

Sienar fue al dormitorio en busca de las maletas de sus efectos personales y cogió un pequeño analizador holográfico. El detector no pudo encontrar ningún problema en los mecanismos externos del androide. Aun así, cada vez que el E-5 hacía otro intento de volver a adoptar una postura activa, toda su estructura metálica crujía y tintineaba como una vieja campanilla de hierro enfrentada a una fuerte brisa.

—Autoanálisis —ordenó Sienar—. ¿Qué ocurre?

El androide respondió con una serie de zumbidos y gemidos demasiado estridentes y veloces para que el instrumento de Sienar pudiera entenderlos.

—Repite el análisis.

El androide se apresuró a obedecer la orden y el analizador volvió a fracasar. Era como si el androide estuviera hablando un lenguaje totalmente distinto, lo cual era prácticamente imposible. Nadie lo había manipulado, y Sienar lo había programado personalmente. Además de ser todo un experto en dichas tarcas, Sienar también era un buen ingeniero.

Además poseía un cierto sexto sentido para todo lo que estaba relacionado con las naves, y la súbita serie de pequeñas vibraciones que percibió a través de las suelas de sus zapatillas le pareció inequívocamente extraña y fuera de lugar. Antes de que pudiera solicitar un informe del puente, la imagen del capitán Kett apareció en el centro de la zona de visualización, de tamaño natural y teñida por las tonalidades rojas de la alarma.

—Comandante, cinco androides de combate han salido inesperadamente del hangar de armamentos. ¿Ordenó un ejercicio de preparación... sin comunicármelo?

—No he dado tal orden.

Kett pareció escuchar a alguien. Se volvió hacia Sienar —al que seguía sin poder ver, ya que Sienar había tapado los proyectores de su sala para la noche—, y siguió hablando, la voz temblorosa a causa de la ira.

—Señor, detección pasiva (de hecho, tenemos un avistamiento visual) informa de que cinco cazas estelares androides han salido de la escotilla de carga de estribor del
Almirante Korvin
y están siguiendo una trayectoria directa hacia Zonama Sekot. Ya he desactivado a los otros androides y enviado a mis ingenieros al hangar de armamento. Ninguno más escapará.

Sienar fue digiriendo todo aquello como si Kett se hubiera limitado a anunciarle un cambio en el menú de mañana. Sin decir nada, y dejando que la imagen de Kett flotara sobre el suelo de la cabina entre tenues parpadeos luminosos, Sienar se volvió lentamente hacia el E-5.

— ¿Instaló mi programa en todos los cazas estelares? —le preguntó al capitán.

—Seguí sus órdenes al pie de la letra, comandante.

Los labios de Sienar se fruncieron en una breve maldición silenciosa. Había subestimado a Tarkin. Estaba claro que Tarkin había modificado los androides —a todos ellos— mediante bloques de subcódigo ocultos que contenían programas especiales. Sienar no se había molestado en buscarlos, y había creído que ciertas cosas eran exactamente lo que parecían ser.

¿Quién había jugado con quién?

—Destruya los cazas estelares —dijo, tratando de conservar la calma.

—Eso revelará nuestra presencia, comandante.

—Si no los destruimos, los cazas se encargarán de revelar nuestra presencia por nosotros. No quiero que haya unidades incontroladas actuando ahí fuera.

—Sí, señor.

Kett hendió el aire con una mano. Otra vibración recorrió el casco de la nave: las baterías turboláser acababan de entrar en acción contra objetivos cercanos.

—Hemos interceptado a uno de los cinco —dijo Kett—. Los otros están fuera de nuestro radio de alcance. Enviaré...

—No. Espere. Barra todo el sistema con sensores activos, capitán Kett. Infórmeme inmediatamente de los resultados.

—Sí, señor.

Sienar desenfundó su pistola láser y fue hacia el tembloroso E-5 con cierta inquietud. Se preguntó si los subcódigos de Tarkin incluirían órdenes de asesinar. A decir verdad, no obstante, Sienar ni siquiera podía estar seguro de que tales subcódigos existieran..., y necesitaba averiguarlo rápidamente.

—Elimina la integridad de tu blindaje. Desactiva y desconecta todas las fuentes de energía, extinguiéndolas por completo —ordenó al tiempo que emitía un código de autorización mediante su analizador.

El androide obedeció sus instrucciones sin ofrecer ninguna clase de resistencia, lo cual quería decir que cualquier programa presente en un subcódigo no había despojado de todo su control a la inteligencia principal.

Mientras el E-5 se encogía desmadejadamente sobre sí mismo con un tenue aullido lleno de cansancio mecánico, Sienar se puso un respirador y aplicó el haz de su láser al caparazón exterior del androide. Unos minutos después ya había llenado el camarote del comandante de una densa humareda, activando alarmas que ignoró resueltamente.

42

L
os trabajadores del final del valle-factoría ayudaron a Anakin y a Obi-Wan a salir de la nave estelar sekotana que acababan de construir y los llevaron a una plataforma que circundaba la estación de acabado. Estaba amaneciendo, y la oscuridad aún cubría el valle a pesar de que por fin habían salido de debajo del dosel. El resplandor de las estrellas y los gases luminiscentes y la ubicua rueda de fuego rojo y púrpura proyectaban vagas sombras coloreadas sobre la plataforma tenuemente iluminada.

Su nueva nave reposaba sobre una cuna de zarcillos jentari, meciéndose suavemente debido a su veloz creación o quizá —el muchacho no pudo evitar pensarlo— estremeciéndose con su propia energía juvenil.

Anakin nunca había visto una nave más hermosa. El casco del pequeño navío estelar relucía tenuemente con una delicada claridad interior, y retazos de luminosidad oceánica parecían ir y venir bajo su reluciente piel verdosa. Anduvo alrededor de ella por la plataforma, con Obi-Wan junto a él, y juntos contemplaron la nave en cuya creación habían tenido un papel tan sustancial.

—Me pregunto si se sentirá sola —dijo Anakin.

—No puede soportar estar separada de nosotros más de unos minutos —dijo Obi-Wan—. Además, todavía tienen que hacer los últimos...

—Lo sé, lo sé —dijo Anakin—. Sólo me lo preguntaba.

La incapacidad de su maestro para entender a qué se refería le irritaba. La nave llenaba sus ojos y su corazón, hasta tal punto parecía formar parte de él.

Los trabajadores y artesanos de aquel extremo del valle volvían a ser ferroanos, y vestían largas túnicas negras ribeteadas de azul nebular. iban y venían por la plataforma de lámina, sus pies calzados con zapatillas produciendo tenues sonidos entre la oscuridad, y los jóvenes ayudantes —la mayoría de los cuales no tendrían muchos más años que Anakin— dirigían los haces de diminutas linternas eléctricas hacia las partes de la nueva nave que deseaban examinar.

Aquel extremo del valle estaba lleno de columnas de piedra. Casas, el edificio administrativo, cobertizos de ingeniería y almacenes ocupaban otros pilares cercanos, y una densa red de puentes formados por zarcillos vivientes y lámina los conectaban.

Un transporte sobrevoló la plataforma y se posó sobre un pilar de roca a unos cincuenta metros de distancia.

Obi-Wan le dio una palmadita en el hombro a Anakin como intentando decirle que no carecía de sentimientos, que lo entendía, y volvió la mirada hacia el oeste para ver si podía entender toda la otra actividad que habían visto en el valle-factoría.

Un gigantesco proyecto oculto estaba en marcha, de eso no le cabía duda, y probablemente involucrase a todo Zonama Sekot. Los magisters habían conseguido someter a su voluntad a los peculiarmente ordenados organismos interconectados del planeta. Obi-Wan se preguntó si Sekot y los colonizadores de Zonama no compartirían algún interés que exigía una cooperación todavía más extensa y con más labores de construcción.

Anakin apenas podía tenerse en pie. Nunca se había sentido tan cansado, ni siquiera después de una carrera, y por eso sintió un gran alivio cuando pudo reunirse con Obi-Wan en un gran sofá mientras el jefe de los artesanos de aquel extremo del valle-factoría les traía una bandeja con refrescos y un fajo de planos.

—Me llamo Fitch —se presentó el ferroano. Era más bajo que los otros y más robusto, y tenía los cabellos muy negros. Su rostro brillaba con fantasmagórica palidez bajo la luz de las estrellas—. Tenéis una nave extraordinaria —añadió con su propia dosis de orgullo—. Dentro de un par de horas mi gente la habrá terminado. Los jentaris han hecho bien su trabajo: no hay costuras ni huecos que llenar, y el interior está prácticamente terminado. Ahora ya sólo falta añadir el instrumental no sekotano habitual, y la nave cumplirá todos los requisitos de la República.

— ¿De dónde habéis sacado el núcleo hiperimpulsor? —preguntó Anakin después de haber apurado su vaso de agua dulce—, ¿Lo habéis fabricado aquí? Nunca había visto un núcleo parecido.

—Disponemos de otras fuentes —dijo Fitch con una sonrisa—. La velocidad de la nave depende en parte de esos núcleos, pero también de la manera en que los conectamos al corazón de la nave..., y a vosotros. Los próximos dos días los pasaréis aprendiendo a manejar la nave. Os alojaréis aquí. No os alejaréis mucho de ella, no durante las próximas cuarenta y ocho horas. Si lo hicierais, la nave moriría: se iría pudriendo de adentro hacia afuera, igual que os ocurriría a vosotros si os sacaran el cerebro del cráneo.

—Pero yo no soy el cerebro de la nave —dijo Anakin—. Puedo sentir cómo ella piensa por sí misma. Todos los compañeros-semilla se han unido y están pensando por sí mismos, ¿verdad?

Fitch miró a Obi-Wan.

—Qué chico tan listo. ¿Va a ser el piloto?

—Será el piloto —confirmó Obi-Wan.

—Tienes razón, muchacho —dijo Fitch—. No eres el cerebro, joven dueño, no en el sentido literal del término. La nave piensa por sí misma, al menos en cierta manera, pero te necesita mientras sea joven y mientras la estamos acabando, porque de lo contrario se sentiría..., digamos que se sentiría un poco confusa. Igual que un bebé, ¿entiendes? Ahora sois sus guardianes.

Fitch se levantó y cruzó la plataforma hasta la cuna, que había elevado un poco a la nueva nave para que pudieran inspeccionar su parte inferior. Los artesanos entraban por la escotilla cargados con equipo familiar para ambos Jedi: comunicaciones subespaciales, compactas cajas de instrucciones para la coordinación con los androides de reparaciones no sekotanos, sistemas de control y mandos remotos necesarios para entrar en órbita alrededor de los planetas con más tráfico, transductores y sistemas de señalización de emergencia, reguladores de hiperimpulsión, paneles de control, dos literas de aceleración para pasajeros, y docenas de pequeños componentes aparentemente no relegados a los compañeros-semilla y los jentaris.

Con la nave elevada a tal altura, por fin podían verla toda ella de un solo vistazo, y la intensa admiración que se adueñó de Obi-Wan no tenía nada que envidiar a la que estaba sintiendo su padawan.

De joven, Obi-Wan se había sentido casi tan fascinado por la maquinaria como Anakin. Él también había construido modelos de naves y soñado con ser piloto, pero con el tiempo y la edad, y bajo la guía de Qui-Gon, había integrado aquellos impulsos en una visión más grande del yo y el deber.

Pero nunca había llegado a perder el sueño. Su yo de los doce años, mantenido a raya desde hacía tanto tiempo por los rigores de ser un Caballero Jedi, se reunió con Anakin encima de aquella plataforma, y juntos, maestro y padawan, anduvieron alrededor de la nave sekotana —su nave— y hablaron en voz baja y llena de admiración.

— ¿Verdad que nunca ha habido una nave más hermosa? —murmuró Anakin con los ojos muy abiertos.

—No cabe duda de que es la más esbelta y elegante que he visto jamás —dijo Obi-Wan.

El casco era ancho y bajo en la quilla, con tres grandes lóbulos como tres lisos guijarros ovalados que hubieran sido unidos y cuidadosamente moldeados. El borde de guía del casco era tan afilado como un cuchillo, y el resplandor interno de la nave aún estaba concentrado allí, haciendo que el filo reluciera con una suave fluorescencia en la penumbra. Los bordes de seguimiento eran menos afilados, y a lo largo de los dos lóbulos posteriores se hallaban interrumpidos por toberas motrices, intercambiadores de calor y conductos de escudo. No había armas. La nave medía unos treinta metros de ancho por veinticinco de largo, y vista desde delante, sus dos lóbulos posteriores formaban un dihedro de unos quince grados.

Cuando estaban a punto de completar su recorrido, dos grandes ventanales se dilataron ante ellos, abriéndose como dos ojos incrustados en rendijas del lóbulo delantero. Un técnico los contempló por uno de ellos y sonrió a los nuevos dueños, alzando un pulgar en señal de aprobación.

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