El pequeño vampiro (14 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

BOOK: El pequeño vampiro
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—¡Para usted! —dijo Rüdiger, tendiéndole un ramo a la madre.

—Gracias —murmuró ella examinando las ramas, que, a todas luces, habían sido arrancadas de un seto.

—Bonito, ¿no? —dijo Anna—. ¡En nuestra casa hay muchísimo!

—¡Pssst! —siseó Rüdiger dirigiéndole una mirada colérica.

También Anton reconoció las ramas: ¡procedían de los setos de boj del cementerio!

—Las voy a colocar en agua —dijo la madre desapareciendo en la cocina.

—¿Dónde está Anton? —dijo el padre.

—Aquí —contestó Anton, que había observado a prudente distancia cómo se desarrollaba la escena.

—¡Anton! —exclamó Anna poniéndose colorada—. ¿Cómo estás?

—¿Yo, yo...? Bien —dijo Anton, poniéndose también colorado.

—Hola, Anton —dijo Rüdiger dándole la mano, que el otro sintió flaca y huesuda..., ¡como la mano de un esqueleto! ¡Era la primera vez que Anton cogía la mano de un vampiro, y un poco sí que se estremeció!

En general, los vampiros parecían mucho más extraños e inquietos que de costumbre, y Anton se dio cuenta de que tenían que haber venido a su casa directamente desde sus ataúdes..., ¡y eso significaba que aún no habían podido comer absolutamente nada! ¡Rüdiger tenía un aspecto auténticamente débil y demacrado!

—¿No... no tenéis hambre? —dijo cauteloso Anton.

—Sí —dijo Rüdiger—, bastante...

—¡Entonces entrad! —dijo el padre, esbozando una sonrisa—. Todo está preparado... Espero que os gusten los bocaditos de queso y el zumo de manzana —añadió mientras abría la marcha.

—¿Tenéis también leche? —susurró Anna.

Anton asintió.

Los padres habían puesto la mesa con la vajilla de porcelana, velas y servilletas...

¡Sólo la visita no iba a estar acorde con tanto lujo!

Eso mismo pareció pensar Anna, pues puso una cara compungida y dio unos pasos, insegura, alrededor de la mesa.

—¡Qué bonito! —dijo—. En casa nunca es así.

—¡Pssst! —bufó el vampiro.

—¿Por qué no puedo decirlo —exclamó— si es verdad? Nosotros siempre comemos fuera, ¿sabe usted? —se dirigió al padre.

—¿De veras? —dijo la madre, que entraba en ese instante con el ramo de boj.

Había cortado las ramas que eran de desigual longitud y las había colocado en un florero.

—Comer siempre fuera es muy caro —dijo.

—¡Oh, no, es muy barato! —contestó el vampiro, sin poder reprimir una carcajada que dejó al descubierto durante un momento sus afilados dientes de vampiro. Entonces se tapó rápidamente la boca con la mano.

—¡Estas ramas tienen un olor extraño —dijo el padre—. ¿No queréis que abramos una ventana?

—¡No! Mejor no —dijo la madre—, o vendrán las polillas.

—¿Polillas? —se rió Rüdiger—. ¡Pero si son dulces animalitos!

—¡Ag! —exclamó la madre.

—O murciélagos. ¡Tienen unas caras tan monas!

—¡Brrr! —dijo la madre, agitándose.

—¡O vampiros! —se rió irónicamente Anna, pero esto fue demasiado para Rüdiger, que estalló en carcajadas. Como al mismo tiempo tenía que taparse la boca con la mano, le faltó aire al poco tiempo, y empezó a jadear horriblemente.

—¿Te encuentras mal? —preguntó la madre; Rüdiger tosía cada vez más.

—¡Espera! —dijo la madre.

Corrió a la cocina y regresó con un vaso de agua.

—¡Aquí tienes, bébetelo! ¡Te sentará bien!

Rüdiger gemía con tanta fuerza que ni siquiera se dio cuenta de que la madre le ponía el vaso en los labios. Pero apenas ella le había hecho beber las primeras gotas cuando dio un respingo y salió corriendo al pasillo, bufando.

—¡Pobrecito! —exclamó la madre corriendo tras él.

Anna miró a Anton y se rió.

—Bueno —dijo—, agua con el estómago vacío...

En ese momento regresó la madre.

—Está en el baño —dijo susurrando—. Se ha encerrado.

—¿Encerrado? —preguntó el padre.

—Sí. Y se le oye jadear terriblemente.

Con toda tranquilidad dijo Anna:

—Sólo está algo hambriento.

—¿Hambriento?

La madre puso cara de no entender nada.

—¿Es que no ha comido nada? —le preguntó el padre.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Y tú tampoco has comido? ¡Aquí tienes, Anna!

Le alcanzó la bandeja con los bocaditos de queso y Anna cogió vacilante dos bocaditos y los colocó en su plato.

—¡Pero come! —la animó.

—No..., no me gusta el pan —murmuró.

—¿Qué? —se rió él—. Bueno, pues entonces cómete sólo el queso.

Anna sonrió aliviada. Se metió los trocitos de queso en la boca y se los tragó con deleite.

—¿Quieres zumo de manzana? —preguntó la madre.

—No, gracias —dijo—, me da dolor de estómago, ¿sabe usted?

—¿No quieres beber absolutamente nada?

—Sí. Leche.

—Bien —dijo la madre poniéndose en pie—, te traeré un vaso.

Al llegar al pasillo lanzó un grito.

—¡Rüdiger ya no está aquí! —Y Anton oyó cómo corría nerviosa de un lado a otro y abría a empujones todas las puertas.

—Pero... ¿cómo ha salido de la casa?

—Probablemente por la puerta —gruñó el padre.

—¡Entonces tendríamos que haberlo visto! —exclamó ella.

—Quizá no mirábamos en ese momento.

—No —insistió la madre—. ¡Hubiera pasado por delante de la puerta de la sala de estar!

—Entonces habrá salido volando —dijo enfadado el padre.

—¿Quién sabe? —dijo la madre—. La ventana de la habitación de Anton estaba abierta...

—¿Qué? —exclamó Anton.

¡El no había abierto la ventana! Pero, naturalmente, eso no podía admitirlo...

—La... la he dejado yo abierta —dijo rápidamente.

—¡¿Lo ves?! —dijo el padre.

¡Si él supiera! Como casi siempre, su madre tenía razón; sólo que esta vez, desgraciadamente, no iba a saberlo.

—Entonces no le habremos visto —dijo la madre sentándose de nuevo, confundida.

—¿O sabe volar tu hermano? —le preguntó el padre a Anna.

—¡Oh, no! —dijo Anna.

—¡Pues entonces! ¡Qué cosas te imaginas, Melga!

La madre observaba a Anna con una mirada muy particular.

¿Sospecharía algo? Su padre no se daba cuenta de nada, pero ella...

—¿Y mi leche? —preguntó Anna.

—Ah, sí, la leche —dijo la madre—. Anton, ¿eres tan amable?

—Sí —gruñó Anton.

—La leche es muy sana —dijo Anna— y además pone fuerte.

—¡Aquí tienes!

Malhumorado, Anton colocó el vaso lleno ante ella.

—Gracias —sonrió Anna, bebiéndosela de un trago.

Durante un momento nadie dijo nada. Después dijo el padre:

—Así que tú también tienes un disfraz de carnaval.

—Sí —asintió Anna sin la menor timidez.

—¿Y dónde lo celebráis?

—En privado —respondió Anna, que parecía muy segura de sí misma.

Anton le dirigió una mirada de admiración. ¡Ni siquiera a él se le hubiera ocurrido una respuesta mejor!

—A mí me gustaría ver qué aspecto tienes sin disfraz —dijo el padre.

A Anton casi se le para el corazón, pero Anna sólo se encogió de hombros con indiferencia y dijo:

—Casi exactamente igual. Tal vez un poco mejor.

—¿Un poco mejor? —exclamó el padre rompiendo en una sonora carcajada—. ¡Presumida no eres, en absoluto!

—No —dijo Anna.

—¡Y tímida tampoco!

—Sólo a veces —dijo Anna, lanzándole una mirada a Anton.

—¿Y siempre vais juntos de carnaval, tu hermano y tú?

—Sí. Lo hacemos casi todo juntos.

—¿Y no os peleáis nunca?

—Sí —dijo Anna—; en algunas cosas tiene unas opiniones bastante anticuadas.

—Ah, ¿sí? ¿Y en qué cosas?

—Ah, en todas las que se refieren a chicas. Afirma que los chicos son más valientes que las chicas.

—¿Y no lo son? —preguntó el padre.

—¿Cómo dice? —siseó Anna—. ¿Acaso usted también es uno de ésos?

Su rostro se había puesto rojo de indignación.

—Bueno —se defendió el padre—, debes admitir que la mayoría de las chicas prefieren llevar bonitos vestidos a trepar a los árboles y ensuciarse.

—¿Qué? —exclamó Anna—. ¡Eso no es verdad! ¿Por qué llevan las chicas bonita ropa? ¡Porque sus madres se la han puesto! ¿Y por qué no trepan a los árboles? ¡Porque les prohiben mancharse la ropa!

—Cierto —asintió la madre.

—Pero los juguetes... —dijo el padre—. ¡Los chicos juegan con coches y las chicas con muñecas!

—¡Me parece que mi ataúd no cierra bien! —exclamó desarmada Anna—. Usted no tiene ni idea.

—¿Qué dices tú, Anton? —preguntó el padre.

—¿Yo?

Anton vaciló.

—Encuentro estúpidas a las chicas que siempre se ríen y se dejan caer enseguida al suelo cuando juegan a la pelota.

—Y yo encuentro estúpidos a los chicos que dicen siempre que las chicas no pueden jugar al fútbol —declaró Anna.

—¿Tu hermano es uno de ésos? —preguntó la madre.

Anna asintió.

—¡Además, nuestro vampiro primitivo fue una mujer! —dijo ella.

—¿Cómo? ¿Vuestro vampiro primitivo? —se rió el padre—. ¿Vosotros también os habéis ido civilizando con el tiempo?

A Anton le hirvió la sangre. ¡Anna había metido la pata!

Pero Anna no era tan fácil de desconcertar.

—Quiero decir, naturalmente, nuestro vampiro más antiguo —corrigió—, que es, precisamente, mi abuela. ¡Se llama Klothilde Hermine Sieglinde Charlotte Sabine Vampir von Schlotterstein!

—Un nombre muy sonoro —dijo el padre.

—Sólo que demasiado largo —dijo Anna—, y por eso, precisamente, lo acortamos.

—¡Una chistosa familia la vuestra! —dijo el padre riéndose.

—¿Usted cree? —dijo Anna con gesto ofendido—. ¡La mayoría de los que nos conocen no piensan así!

—¿No? —dijo el padre—. ¿Cómo entonces?

—Eso —habló Anna con soberanía— prefiero no decirlo. Y además ahora me tengo que marchar.

—¿Ya? —preguntó el padre.

—Sí.

Se levantó y alisó su capa.

—Pero volveréis pronto, ¿no? —dijo el padre—. Anton, si no, se pondrá muy triste —añadió.

—¿De veras? —dijo Anna lanzándole a Anton una tierna mirada—. Sí, entonces...

Un rojo oscuro le subió a la cara y, rápidamente, se dio la vuelta y salió al pasillo.

—¡Alto! —exclamó el padre—. ¡Vas en dirección contraria! La puerta de la casa está a la izquierda.

—Ah, vaya —dijo cortada Anna.

¡Guiada por la costumbre, iba a salir volando desde la ventana de Anton! Pero ahora caminó valientemente hasta la puerta de la casa, se despidió y bajó en el ascensor.

Epílogo

—¡Una chica simpática! —dijo el padre cuando estuvieron de nuevo sentados a la mesa—. ¿A ti qué te ha parecido, Helga?

—¿A mí? Yo la he encontrado un poco rara.

—¿Rara? ¿Por qué?

—La cara tan pálida..., la ridícula capa..., la voz...

—¿Y qué te ha parecido Rüdiger? —preguntó.

—¿Rüdiger? ¡Aún peor! Con sus ojos inyectados en sangre y los dedos huesudos...

—Bueno, pero son niños al fin y al cabo —dijo el padre riendo—. ¡Te dejas intimidar muy fácilmente!

—¿Cómo dices? —se rió Anton.

El padre le echó una mirada de reproche.

—¡Tú no digas nada! —dijo—. ¡Al fin y al cabo fuiste el primero en empezar con las pamplinas sobre vampiros!

—¿Yo? —exclamó indignado Anton—. ¡Vampiros ha habido desde la Edad Media!

—Ah, ¿sí? —dijo el padre—. ¿Y cómo sabes tú eso?

—Lo he leído.

—En tus novelas de miedo, ¿no?

—No. En el diccionario.

—Vaya, eso me interesa —dijo la madre—. ¿Viene en nuestro diccionario?

—Nnnn... no —tartamudeó Anton—; en... en el del colegio.

—Pero de todas formas puedo mirar en el nuestro —dijo ella, yendo a la librería.

Sacó un tomo, lo hojeó y luego leyó en voz alta:

—Vampiros: en la creencia popular, muertos vivientes que salen por la noche de sus tumbas para chuparles la sangre a los vivos.

—¡Sí, sí, en la creencia popular! —dijo el padre—. En la creencia popular, hay sin embargo, no sólo vampiros, sino también...

—... brujas, enanos, fantasmas y hadas —dijo Anton, que aún se acordaba muy bien de la primera conversación que había tenido con sus padres sobre vampiros.

—Ya ves que no debes preocuparte en absoluto —prosiguió el padre—, ¿o tienes miedo de los enanos y los fantasmas?

—No —dijo enfadada la madre.

—Y la próxima vez, seguro que Anna y Rüdiger se ponen algo más bonito, ¿no crees, Anton?

—Bueno... —dijo Anton dudándolo.

—En fin..., tampoco tienen por qué volver pronto —dijo la madre.

—¡Seguro que Anton no está de acuerdo con eso! —rió el padre.

—¡Exacto! —exclamó Anton.

Casi se había atragantado con el bocado de queso que se acababa de meter en la boca.

—Y, además, creo que es una guarrada que me queráis prohibir jugar con Anna y Rüdiger.

—No queremos prohibirte absolutamente nada —aclaró la madre—, pero sí que podemos hablar sobre tus amigos, ¿o no podemos?

—Sí —gruñó Anton.

—A mí, de todas maneras, me inquietan —dijo— y si pensara que existen realmente los vampiros... —aquí hizo una pausa y Anton vio cómo se estremecía—, ¡entonces, seguramente, que tendrían la misma pinta que Anna y Rüdiger!

El padre se rió como si su mujer hubiera contado un buen chiste.

—Pero los vampiros no existen —dijo— y por eso ellos no son más que dos niños absolutamente normales que, simplemente, han hurgado demasiado hondo en el baúl de la abuela.

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