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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (24 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—¡No puedo soportarlo! —jadeó Khardan.

—¡Lo sé! —dijo Mateo hundiendo sus uñas en la carne del nómada—. ¡Pero no hay nada que puedas hacer! Ibn Jad mantiene sumisos a los ghuls, pero a duras penas. ¡Interfiere y nos matarás a todos!

Arrancándose de un tirón de los brazos de Mateo, Khardan perdió el equilibrio, tropezó y cayó de rodillas. No se levantó, sino que permaneció acurrucado en el suelo, sudando y tiritando y exhalando dolorosos sollozos.

Los gritos cesaron de repente. Mateo cerró los ojos y sintió que el alivio le aflojaba el cuerpo. Unos pasos crujieron en la arena cerca de él y levanto rápidamente la mirada. Auda ibn Jad se erguía a su lado mirando fijamente a Khardan. El califa lanzó un estremecido suspiro y, restregándose la boca con una mano, alzó la cabeza. Su rostro estaba blanco y sus labios aparecían teñidos con un verdor de indisposición. Unos ojos oscuros inyectados en sangre, ensombrecidos por el horror de lo que acababan de contemplar, se alzaron para mirar al Paladín Negro.

—¿Qué clase de monstruo eres tú? —preguntó Khardan con la voz enronquecida.

—La clase en que tú te vas a convertir —respondió Auda ibn Jad.

Capítulo 6

Fue una suerte para Mateo que tuviese que preocuparse de otros durante la travesía por el mar de Kurdin en aquel navio conducido por demonios, o habría podido sucumbir a la locura. Apenas habían puesto pie a bordo cuando los ghuls regresaron de su festín. De nuevo bajo la apariencia de apuestos jóvenes, con sus cuerpos manchados de sangre, volvieron a ocupar sus puestos, unos junto a los remos, abajo; otros sobre la cubierta, y otros arriba, con el cordaje. Una palabra de Auda ibn Jad puso las negras velas en movimiento. El ancla se levó, los ghuls se pusieron a la obra con los remos, los vientos de tormenta comenzaron a aullar, los relámpagos estallaron y el barco se abrió camino a través de las espumosas aguas en dirección a la isla de Galos.

Khardan no había hablado una palabra desde la extraña respuesta de Ibn Jad en la orilla de la playa. Se había dejado remolcar rudamente a bordo sin la menor resistencia. Los
goums
, según las órdenes de Kiber, amarraron al nómada a un poste y lo dejaron allí. Derrumbado contra el poste, Khardan miraba a su alrededor con ojos apagados y deslustrados.

Pensando que la presencia de Zohra podría sacar al califa del estupor en que se había sumido, Mateo cogió el inanimado cuerpo de Zohra y lo tendió sobre la cubierta cerca de donde estaba su esposo, atado al mástil. Empapado hasta los huesos por la lluvia y el agua del mar que rompía contra la balanceante cubierta, el joven brujo hizo lo que pudo por mantener a Zohra caliente y seca, cubriéndola con una lona y cobijándola entre las altas vasijas de marfil y el resto del cargamento que los
goums
habían asegurado lo mejor que habían podido sobre la resbaladiza cubierta. Khardan ni siquiera movió los ojos para mirar al cuerpo inconsciente de su mujer.

Una vez que hubo hecho cuanto podía por Zohra, Mateo se colocó entre dos baúles de madera labrada para evitar deslizarse de un lado a otro con el violento bamboleo de la nave. Calado, desdichado y muy asustado, el joven levantó la mirada hacia el estupefacto Khardan con un sentimiento de amarga cólera.

«¡No puede hacerme esto a mí!, —pensó Mateo tiritando de frío y de miedo—. Él es el fuerte. Él es el guerrero. Se supone que él ha de protegernos a nosotros.
Lo
necesito ahora. ¡No puede hacerme esto!»

«Pero ¿qué es lo que le pasa?», se preguntó lleno de resentimiento. Aquélla había sido una escena espantosa, pero él había estado en numerosas batallas anteriormente. Seguro que había tenido que ver cosas tan horribles como aquélla. Seguro que sí…

El recuerdo de Juan arrodillado en la arena, la espada de Kiber brillando a la luz del sol, la sangre caliente salpicando sobre los hábitos de Mateo y la cabeza con ojos exánimes rodando por la arena asaltó de pronto a Mateo. Las lágrimas lo cegaron. Abatido, dejó caer la cabeza y apretó los puños.

—¡Tengo miedo! ¡Te necesito! ¡Se suponía que tú eras el fuerte, no yo! Si yo puedo afrontar este… este horror, ¿por qué tú no?

Si Mateo hubiese sido más viejo y capaz de pensar racionalmente, habría podido contestar él mismo a su desesperada pregunta. Él
no
había visto a los ghuls atacar y devorar a los indefensos esclavos. Khardan sí; y, aunque para Mateo no había una gran diferencia entre clavarle a un hombre una espada en las entrañas y hundirle unos colmillos en el cuello, la mente y el corazón del guerrero reaccionaba distintamente ante estas dos situaciones. La primera era una muerte limpia, con honor. La segunda… una muerte horripilante perpetrada por criaturas del mal, criaturas mágicas.

Mágicas. Si Mateo hubiese considerado esto, ahí estaba la clave, en la magia… Una clave que abría la caja de los más íntimos temores de Khardan y los dejaba libres para aterrorizar y apoderarse de su mente.

Para el nómada, la magia era un don de mujeres, un instrumento utilizado para acallar a los bebés que estaban echando dientes, para calmar a los caballos durante una tormenta de arena, para hacer la tienda bien firme contra el viento y la lluvia o para curar a enfermos y heridos. O también estaba la magia de los inmortales, que era la magia de los dioses…, la magia de los
'efreets
de Akhran, que hacía que la tierra temblase y los vientos rugiesen; las milagrosas idas y venidas de los djinn de Akhran. Ésta era la magia que Khardan entendía, del mismo modo que entendía la salida del sol, la caída de la lluvia o el desplazamiento de las dunas.

La terrorífica magia maligna que Khardan acababa de presenciar estaba más allá de su comprensión. Su horror impactaba en su mente como el frío acero, desmoronando su razón, derramando su valor como si fuese sangre. Los ghuls eran para Khardan criaturas imaginarias del
meddah
, seres gobernados por Sul que podían tomar cualquier forma humana pero que gustaban de transformarse particularmente en jóvenes y hermosas mujeres. Errando perdidos y solos por el desierto, engatusaban a los viajeros poco precavidos solicitando su ayuda y después mataban a sus salvadores y los devoraban.

Para Mateo, los ghuls eran una forma de demonio que se estudiaba en los libros de texto. Él conocía los diversos medios por los que se los podía controlar. Sabía que, por todos los servicios que rendían a los vivos, aquellos inmortales exigían siempre un pago y éste había de hacerse bajo la forma que ellos constantemente anhelaban: carne humana fresca y caliente. La magia de los ghuls, la tormenta, el mar, el encantamiento que lo había mantenido dormido durante dos meses, todo esto era conocido para Mateo, y comprensible.

Pero, en aquel momento, no se hallaba en condiciones de considerar todas estas cosas de un modo racional. Khardan se estaba hundiendo con gran rapidez, y el joven brujo tenía que encontrar algún medio de hacerlo volver en sí. Si él hubiese sido más fuerte, si hubiese sido Majiid o Saiyad o cualquiera de los hombres de Khardan, habría atizado al califa un puñetazo en la mandíbula, pues era bien conocido que el derramamiento de sangre aclaraba el cerebro. Mateo lo consideró. Se imaginó a sí mismo golpeando a Khardan y desechó la idea con un resignado movimiento de cabeza. Su golpe habría tenido la fuerza de una muchacha que abofeteara a un pretendiente demasiado ansioso. Así que cargó con la única arma que le quedaba.

—¡Al parecer, deberíamos haberte dejado con las ropas de mujer! —azuzó Mateo con amargura, lo bastante alto como para llegar a oídos de Khardan por encima del aporreo de la lluvia, el aullido del viento y la negrura que lo engullía.

La pulla verbal dio en el blanco.

—¿Qué has dicho? —preguntó Khardan volviendo la cabeza para mirar a Mateo con ojos entumecidos.

—Tu mujer tiene más valor que ninguno de nosotros —continuó Mateo, estirando una mano para enjugar con suavidad el agua que había goteado sobre el magullado rostro de Zohra—. Ella los ha combatido.

—¿Contra qué había que luchar? —preguntó Khardan con una voz hueca mientras su mirada se iba hacia los ghuls, que tripulaban su barco encantado a través de la tempestad—. ¿Demonios? ¡Tú mismo dijiste que no se podía hacer nada contra ellos!

—Y es verdad, pero existen otras formas de combatir.

—¿Cómo? ¿Disfrazándose y huyendo? ¡Eso no es luchar!

—¡Es luchar por sobrevivir! —repuso encolerizado Mateo, poniéndose en pie.

Su pelo rojo, mojado y enmarañado, caía como si fuera sangre sobre sus hombros. La mojada vestimenta se adhería a su delgada figura, mientras los pesados pliegues del empapado tejido mantenían su secreto, ocultando su pecho plano y los flacos muslos que jamás habrían sido tomados por los de una mujer. Su cara estaba pálida y sus ojos verdes centelleaban a la luz de la llama y el relámpago.

—¿Sobrevivir a través de la cobardía?

—¿Como yo? —inquirió sombríamente Mateo.

—¡Como tú! —le gritó Khardan a través del agua que corría a borbotones por su cara—. ¿Por qué me salvasteis? ¡Deberíais haberme dejado morir! ¡A menos —dijo lanzando una dura mirada a Zohra— que vuestra intención fuese seguir humillándome!

—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Eso es en lo único que piensas! —se sorprendió Mateo a sí mismo gritando. Sabía que estaba perdiendo el control. Pudo ver a varios de los
goums
, que se agarraban a las cuerdas para mantenerse en pie, mirar en su dirección; pero se hallaba demasiado enfurecido para hablar con calma—. ¡No te salvamos a ti! ¡Salvamos a tu pueblo! ¡Zohra tuvo una visión mágica del futuro… !

—¡Mágica! —repitió Khardan con una mezcla de furia y sarcasmo.

—¡Sí, mágica! —gritó en respuesta Mateo, y supo que aquello pondría fin al diálogo.

Khardan jamás se dignaría escuchar el relato de la visión de Zohra, y mucho menos a creerlo. Enojado y exasperado, aterrado y solo en su miedo, Mateo se dejó caer sobre la empapada cubierta y se dispuso a dejarse engullir por la desesperación.

—¡Akhran, sálvanos! —clamó Khardan a los cielos, forcejeando contra sus ataduras—. ¡Pukah! ¡Tu amo te necesita! ¡Ven a mí, Pukah!

Mateo ni siquiera se molestó en levantar la cabeza. No tenía demasiada fe en aquel dios de los nómadas, que más parecía un niño megalómano que un padre amante. En cuanto a los djinn, se veía obligado a creer que
eran
seres inmortales enviados por el dios, pero, aparte de eso, no había visto que fuesen de mucha utilidad. Desaparecían en el aire, se convertían en humo y se deslizaban por el cuello de una lámpara, servían té y pasteles cuando llegaban invitados…

¿Realmente esperaba Khardan que su dios lo rescatara? ¿Y cómo? ¿Enviando a aquellos temibles seres llamados
'efreets
para arrancarlos de la cubierta del barco y llevárselos consigo, sanos y salvos, de vuelta al Tel? ¿De verdad esperaba ver a Pukah, con sus pantalones blancos, su turbante y su endiablada sonrisa, engañar a Auda ibn Jad para que los dejase libres?

—¡No hay nadie que pueda ayudarte! —murmuró Mateo con amargura, encorvándose para acurrucarse en lo posible entre el equipaje—. ¡Tu dios no está escuchando!

«¿Y qué hay de ti? —dijo una voz en el interior de Mateo—. Al menos, este hombre reza; al menos tiene fe. »

«Yo tengo fe —se dijo Mateo a sí mismo recostando agotado la cabeza contra la pared de una cesta y encogiéndose de frío cuando el mar rompía por encima del borde de la cubierta y la inundaba de agua helada. Mateo cerró los ojos, luchando contra la nausea que lo invadía—. Promenthas se encuentra muy lejos de esta tierra. Aquí gobiernan los poderes de la oscuridad… »

Los poderes de la oscuridad…

Mateo se quedó helado, sin atreverse a mover ni un dedo. La idea lo asaltó con tan vivida claridad que parecía tomar forma material sobre la cubierta. Tan poderosa fue la impresión en su mente que el joven brujo abrió los ojos y miró con temor a su alrededor, seguro de que todo el mundo debía de estar mirándolo, adivinando sus pensamientos.

Auda ibn Jad se paseaba por la cubierta delantera con las manos cogidas por detrás de la espalda y los ojos fijos hacia adelante, inmersos en la tormenta. Su cuerpo estaba rígido y sus manos agarradas tan fuertemente entre sí que los nudillos se habían vuelto blancos. Mateo respiró aliviado. El Paladín Negro debía de estar ejerciendo todo su poder para mantener a los ghuls bajo control. No desperdiciaría ni un gramo de él con sus cautivos. ¿Por qué lo iba a hacer?

«No vamos a ninguna parte», pensó sombríamente Mateo. Echó una rápida mirada a los
goums
. Kiber, con una palidez verde en torno a su boca y nariz, se agarraba a las cuerdas, sintiéndose al parecer tan mal como Mateo o peor. Algunos de los otros
goums
estaban también mareados y yacían gimiendo sobre la cubierta. Aquellos que habían escapado al mareo lanzaban recelosas miradas a los ghuls, retrocediendo aterrados cada vez que un marinero se acercaba demasiado. Saciada su hambre, los ghuls se ocupaban en dejar atrás la tormenta.

Indispuesto y abatido, Khardan estaba derrumbado contra el poste. La cabeza del califa colgaba inerte. Había dejado de llamar a su dios. Inconsciente, Zohra era probablemente la persona más afortunada del barco.

Acurrucándose entre el revoltijo de cestas, baúles y las altas vasijas de marfil, Mateo se dobló en dos como si se encontrase agobiado por la indisposición. Por desgracia, el fingimiento se volvió realidad. La náusea, olvidada en su excitación inicial, volvió a subir y lo inundó. Su cuerpo se tornó caliente y después frío. El sudor goteaba por su cara. Jadeando, negándose a rendirse, Mateo cerró los ojos y esperó a que el ataque pasara.

Por fin sintió la náusea aminorar. Metiendo la mano entre los pliegues de su caftán, extrajo una pequeña bolsa que apresuradamente se había atado en torno al fajín de su cintura. Echó una rápida y furtiva ojeada por encima de su hombro y, con dedos temblorosos, abrió la bolsita tirando de la cuerda y volcó con cuidado su contenido sobre su regazo.

Cuando él y Zohra habían abordado a la maga Meryem —que huía del campo de batalla con el hechizado Khardan—, Mateo le había quitado todos los avíos mágicos que pudo encontrar. Rodeado por los soldados, el humo y el fuego del campamento, no se había entretenido en examinarlos y, tras una rápida mirada general, lo echó todo dentro de una bolsa y se escondió ésta entre los pliegues del vestido.

Mateo no dudaba que aquellos objetos tenían el poder de ejecutar magia negra. Adivinaba que Meryem dedicaba su talento al lado oscuro de Sul, puesto que había utilizado su habilidad con las artes arcanas para un intento de asesinato. Mirando los diversos artículos, y sin atreverse a tocarlos siquiera, se sintió de pronto invadido por una fuerte repulsión, sentimiento éste que le caló más profundo que su indisposición. Era el sentimiento que todos los brujos de conciencia experimentan ante la presencia de objetos del mal.

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