El pájaro pintado (4 page)

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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: El pájaro pintado
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Yo vivía en la choza de Marta, esperando que mis padres vinieran a buscarme de un día a otro, de un momento a otro. Llorar no mejoraba las cosas, y Marta era indiferente a mis pucheros.

Era vieja y estaba siempre doblada en dos, como si quisiera partirse por la mitad pero no pudiese. Su pelo largo, que jamás peinaba, se había anudado en innumerables y espesas sortijas imposibles de desenmarañar. Las llamaban greñas. En ellas se alojaban fuerzas malignas, que las retorcían y producían lentamente la senilidad.

Cojeaba de un lado a otro, apoyándose sobre una estaca nudosa, farfullando en un idioma que yo no entendía muy bien. Su pequeño rostro mustio estaba cubierto por una red de arrugas, y su piel tenía un color marrón rojizo semejante al de una manzana que ha pasado demasiado tiempo en el horno. Su cuerpo marchito temblaba constantemente como si lo sacudiera un viento interior, y los dedos de sus manos huesudas, con las articulaciones deformadas por la enfermedad, se agitaban incesantemente mientras la cabeza se mecía en todas direcciones sobre el extremo del largo pescuezo descarnado.

Veía mal. Escudriñaba la luz a través de pequeñas ranuras embutidas debajo de las pobladas cejas. Sus párpados parecían los surcos de un terreno profundamente roturado. De las comisuras de sus ojos siempre manaban lágrimas, que corrían por su cara a lo largo de nítidos canales hasta unirse a los hilos viscosos que colgaban de su nariz y a la saliva espumosa que le chorreaba de los labios. Parecía un hongo viejo, de color gris verdoso, totalmente podrido y a la espera de que una última ráfaga de viento dispersara el polvo seco y negro de su interior.

Al principio la temía y cerraba los ojos cada vez que se acercaba. Lo único que percibía entonces era el hedor de su cuerpo. Siempre dormía vestida. Según ella, las ropas eran la mejor defensa contra la amenaza de las múltiples enfermedades que el aire fresco podía introducir en la habitación. Para proteger la salud, afirmaba, había que bañarse solamente dos veces por año, en Navidad y Pascua, y aun entonces muy superficialmente y sin desvestirse. Sólo utilizaba el agua caliente para reducir los infinitos callos, juanetes y uñeros de sus pies nudosos. Esa era la razón por la que los humedecía una o dos veces por semana.

A menudo me acariciaba el pelo con sus manos viejas, trémulas, que tanto se parecían a rastrillos. Me invitaba a jugar en el corral y a trabar amistad con los animales de la casa.

Al fin comprendí que éstos eran menos peligrosos de lo que parecían. Recordé las historias sobre ellos que mi niñera me leía de un libro ilustrado. Estos animales tenían su propia vida, sus amores y conflictos, y entablaban discusiones en su propio lenguaje.

Las gallinas se apretujaban en el gallinero, y se abrían paso violentamente para alcanzar el grano que yo les arrojaba. Algunas paseaban en parejas, otras picoteaban a las más débiles y se daban baños solitarios en los charcos después de la lluvia o desplegaban vanidosamente las plumas sobre sus huevos y se adormecían rápidamente.

En el corral sucedían cosas extrañas. Los polluelos amarillos y negros salían del cascarón, y parecían, a su vez, huevecillos vivientes montados sobre finas patas. En una oportunidad un palomo solitario se sumó a la bandada. Fue recibido con visible disgusto. Cuando se posó, con un revuelo de plumas y polvo en medio de las gallinas, éstas huyeron asustadas. Cuando empezó a cortejarlas, zureando guturalmente al aproximarse a ellas con paso saltarín, guardaron las distancias y le miraron con desdén. Si se acercaba demasiado, siempre escapaban cloqueando.

Un día, mientras el palomo intentaba congraciarse como de costumbre con las gallinas y los polluelos, una pequeña figura negra bajó del interior de las nubes. Las aves huyeron chillando hacia el cobertizo y el gallinero. La bola negra cayó como una piedra sobre el grupo. Sólo el palomo no tenía dónde esconderse. Aun antes de que pudiera desplegar las alas, un pájaro poderoso, de pico ganchudo, lo aplastó contra el suelo y lo atacó. Las plumas del palomo estaban salpicadas de sangre. Marta salió corriendo de la choza, blandiendo una estaca, pero el halcón se remontó elegantemente, transportando en el pico el cuerpo fláccido del palomo.

Marta criaba una serpiente en un jardincito especial de piedra, cuidadosamente cercado. El reptil se deslizaba sinuosamente entre las hojas, haciendo flamear la lengua bífida como si fuera un estandarte en una parada militar. Parecía muy indiferente al mundo, y nunca supe si se había fijado en mí.

En una oportunidad la serpiente se ocultó debajo del musgo de su madriguera y permaneció mucho tiempo allí, sin comer ni beber, sumida en extraños misterios de los que incluso Marta prefería no hablar. Cuando por fin emergió, su cabeza brillaba como una ciruela aceitada. A continuación asistí a un espectáculo increíble. La serpiente se inmovilizó, hasta que su cuerpo enroscado sólo se vio recorrido por estremecimientos muy débiles. Luego se arrastró plácidamente fuera de su piel, con un aspecto repentinamente más esbelto y rejuvenecido. No volvió a agitar la lengua, sino que pareció esperar que la nueva piel se endureciera. Se había despojado totalmente de la antigua, semitraslúcida, sobre la que se paseaban moscas irrespetuosas. Marta tomó la piel con veneración y la escondió en un lugar secreto. Un pellejo como ese tenía valiosas propiedades terapéuticas, pero dijo que yo era demasiado joven para entender su naturaleza.

Marta y yo habíamos asistido con asombro a la transformación. Me explicó que el alma humana desecha el cuerpo de forma muy similar y luego se remonta a los pies de Dios. Después del largo viaje Dios la recoge con Sus cálidas manos, la resucita con Su aliento, y la convierte en un ángel celestial o la arroja al infierno para que el fuego la torture eternamente. Una ardillita roja visitaba frecuentemente la choza. Después de comer bailaba en el corral, sacudiendo la cola, emitiendo agudos chillidos, revolcándose, brincando y aterrorizando a las gallinas y palomas. La ardilla venía a buscarme todos los días, se posaba sobre mi hombro, me besaba las orejas, el cuello y las mejillas, y me rozaba suavemente el pelo. Después de jugar desaparecía, internándose en el bosque después de atravesar el campo.

Un día oí voces y corrí a la loma próxima a la casa. Oculto entre los matorrales, vi con horror cómo unos chicos de la aldea perseguían a mi ardilla por el prado. Esta corría frenéticamente, tratando de alcanzar la protección del bosque. Los muchachos arrojaban piedras a su paso, para cortarle la retirada. La ardilla perdió fuerzas y sus saltos se acortaron y se hicieron más lentos. Por fin los chicos la atraparon, pero siguió resistiéndose y mordiendo valientemente. Luego los chicos, inclinados sobre el animal, lo rociaron con el líquido que llevaban en una lata. Convencido de que iba a suceder algo horrible, busqué desesperadamente un medio para salvar a mi amiguita. Pero era demasiado tarde.

Uno de los muchachos extrajo un leño incandescente de la lata que llevaba colgada del hombro y se lo acercó a la ardilla. A continuación la lanzó al suelo, donde se inflamó instantáneamente. Brincó con un chillido que me cortó la respiración, como si quisiera escapar del fuego. Las llamas la cubrieron y sólo la cola peluda se agitó brevemente. El cuerpecito humeante rodó por el suelo y no tardó en quedar inmóvil. Los chicos lo miraban, riendo y tanteándolo con una vara. Muerta mi amiga, ya no tenía a quién esperar por la mañana. Le conté a Marta lo que había sucedido, pero no pareció entenderlo. Farfulló algo, rezó y arrojó su hechizo secreto sobre la casa para alejar la muerte que, según decía, rondaba por allí y trataba de entrar.

Marta enfermó. La aquejaba un dolor agudo bajo las costillas, allí donde el corazón palpita eternamente enjaulado. Me explicó que Dios o el Diablo había enviado una enfermedad para destruir otro ser y poner fin, así, a su estancia en la Tierra. Yo no entendía por qué Marta no se despojaba de su piel como la serpiente y reanudaba la vida.

Cuando se lo sugerí se encolerizó y me maldijo por ser un asqueroso blasfemo gitano, pariente del Diablo. Dijo que la enfermedad ataca al ser humano cuando éste menos lo espera. Puede estar sentada detrás de ti en una carreta, o puede saltarte sobre los hombros cuando te inclinas para recoger bayas en el bosque, o puede reptar fuera de las aguas cuando atraviesas el río en un bote. La enfermedad se infiltra en el cuerpo subrepticia y taimadamente, a través del aire, del agua, o del contacto con un animal u otra persona, o incluso —al decir esto me miró con desconfianza— a través de un par de ojos negros engarzados junto a una nariz ganchuda. Esos ojos, conocidos por el nombre de ojos gitanos o de bruja, pueden producir la invalidez, la peste o la muerte. Por ello me prohibió que mirara directamente sus ojos y los de los animales domésticos. Me ordenó que si alguna vez miraba accidentalmente sus ojos o los de un animal, escupiera en seguida tres veces y me santiguara.

A menudo se enfurecía cuando la masa que sobaba para el pan se agriaba. Me acusaba de haberla hechizado y me dejaba dos días sin pan, para castigarme. Con el afán de complacer a Marta y no mirarla a los ojos, caminaba por la choza con los míos cerrados, tropezando con los muebles y volcando cubos, y afuera pisoteaba los macizos de flores, llevándome todo por delante como una Polilla enceguecida por un resplandor súbito. Mientras tanto, Marta recogía plumones de oca y los dispersaba sobre las brasas. El humo que desprendían lo aventaba por toda la habitación, entonando sortilegios para exorcizar el maleficio. Finalmente anunciaba que había conjurado el mal de ojo. Y tenía razón, porque la hornada siguiente siempre producía buen pan.

Marta no sucumbió a su enfermedad y su dolor. Libraba una batalla constante, astuta, contra ellos. Cuando los dolores empezaban a atormentarla, cogía un trozo de carne cruda, lo reducía a un picadillo fino, y lo colocaba en una vasija de barro. Luego vertía en su interior el agua extraída de un pozo antes del amanecer. La vasija la enterraba a mucha profundidad en un rincón de la choza. Gracias a este procedimiento, los dolores se mitigaban durante algunos días, según afirmaba, hasta que se descomponía la carne. Pero después, cuando reaparecían los dolores, repetía la trabajosa operación.

Marta nunca bebía líquidos ni sonreía en mi presencia. Pensaba que si lo hacía, yo podría contarle los dientes, y cada diente contado restaría un año de su vida. En verdad no le quedaban muchos dientes. Pero yo comprendía que a su edad cada año era muy valioso.

Yo procuraba beber y comer sin mostrar los dientes, y hacía la prueba de contemplar mi propia imagen en el espejo negro azulado del pozo, sonriéndome a mí mismo con la boca cerrada.

Nunca permitía que levantara del suelo sus cabellos caídos. Era archisabido que bastaba que un ojo maléfico mirara un solo cabello caído para producir un intenso dolor de garganta.

Al anochecer, Marta se sentaba junto a la estufa, cabeceando y musitando plegarias. Yo me sentaba cerca de ella, pensando en mis padres. Recordaba mis juguetes, que ahora probablemente pertenecían a otros niños. Mi enorme osito con ojos de cristal, el avión de hélices giratorias con pasajeros cuyas caras se veían a través de las ventanillas, el pequeño tanque de marcha pausada y el camión de bomberos con su escalera extensible.

Súbitamente, a medida que las imágenes se tornaban más nítidas, más reales, la choza de Marta se entibiaba. Veía a mi madre sentada al piano. Oía la letra de sus canciones. Recordaba el miedo que había experimentado antes de una operación de apéndice, cuando tenía apenas cuatro años, los suelos refulgentes del hospital, la mascarilla de gas que los médicos me colocaron sobre el rostro y que ni siquiera me dio tiempo de contar hasta diez.

Pero el pasado se trocaba rápidamente en una fantasía semejante a una de las fábulas increíbles de mi vieja niñera. Me pregunté si alguna vez volvería a reunirme con mis padres. ¿Sabían que no debían beber ni sonreír nunca en presencia de artífices de maleficios que podrían contarles los dientes? Recordaba la sonrisa ancha y plácida de mi padre y empezaba a inquietarme. Mostraba tantos dientes que si un aojador llegaba a contarlos, seguramente no tardaría en morir.

Una mañana, cuando desperté, la choza estaba fría. El fuego de la estufa se había apagado y Marta seguía sentada en el centro de la estancia, con sus muchas faldas recogidas y los pies descalzos metidos en un cubo lleno de agua.

Le hablé pero no respondió. Le hice cosquillas en la mano fría, rígida, pero sus dedos nudosos no se movieron. La mano colgaba del brazo de la silla como ropa mojada de un tendedero en un día sereno. Cuando le levanté la cabeza, sus ojos aguachentos parecían estar mirándome fijamente. Sólo una vez en mi vida había visto ojos como esos, cuando el río arrojó los cuerpos de peces muertos. Llegué a la conclusión de que Marta iba a sufrir un cambio de piel, y que a ella, como a la serpiente, no había que molestarla en ese trance. Aunque poco seguro de mis actos, procuré ser paciente.

Estábamos a fines de otoño. El viento quebraba las ramitas frágiles. Arrancaba las últimas hojas arrugadas y las remontaba al cielo. Las gallinas descansaban como búhos sobre sus perchas, somnolientas y reprimidas, abriendo con renuencia un ojo cada vez. Hacía frío y yo no sabía encender el fuego. Todos mis esfuerzos por entablar conversación con Marta fracasaron. Seguía sentada, inmóvil, mirando fijamente algo que a mí se me escapaba.

Puesto que no tenía otra cosa que hacer me dormí nuevamente, convencido de que cuando despertara Marta estaría correteando por la cocina, susurrando sus lúgubres salmos. Pero cuando desperté, al caer la noche, seguía remojándose los pies. Yo tenía hambre y me asustaba la oscuridad.

Resolví encender el quinqué. Empecé a buscar las cerillas que Marta tenía bien escondidas. Bajé cuidadosamente la lámpara del estante, pero resbaló en mi mano y derramó un poco de petróleo sobre el suelo.

Las cerillas no querían encenderse. Cuando por fin ardió una, se rompió y cayó al suelo, en el charco de petróleo. Al principio la llama se detuvo allí, despidiendo una voluta de humo azul. Pero después se propagó audazmente por el centro de la habitación.

Ya no reinaba la oscuridad, y veía claramente a Marta. Ella parecía ajena a lo que sucedía. Aparentemente, no le importaba la llama, que había avanzado hasta la pared y trepaba por las patas de su silla de mimbre.

Tampoco hacía frío. Ahora la llama estaba próxima al cubo donde Marta se remojaba los pies. Debía de sentir el calor, pero no se inmutaba. Me admiraba su resistencia. Después de permanecer allí sentada toda la noche y todo el día, aún no se movía.

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