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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (31 page)

BOOK: El pájaro pintado
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El pánico se apoderaba de la aldea. Las familias de los muertos sollozaban desesperadamente y arrastraban los cuerpos por las manos y los pies en dirección a sus chozas y sus graneros. Los niños y los ancianos, ajenos a lo que sucedía, corrían sin rumbo fijo. Al cabo de pocos momentos desaparecían todos. Incluso se cerraban los postigos.

Mitka examinó nuevamente la aldea. No debía quedar nadie fuera de las casas porque su inspección se prolongó bastante. De pronto dejó a un lado los prismáticos y cogió el fusil.

Eso me intrigó. Quizá se trataba de un joven que se deslizaba entre las casas, procurando eludir al francotirador para volver apresuradamente a su choza. Como ignoraba de dónde provenían las balas, se detenía de tiempo en tiempo y miraba en torno. Cuando estaba llegando a una hilera de rosales silvestres, Mitka disparó nuevamente.

El hombre se detenía como si lo hubieran clavado al suelo. Doblaba una rodilla, procuraba doblar la otra y después se desplomaba sencillamente entre los rosales. Las ramas espinosas se estremecían, inquietas. Mitka se apoyó sobre el fusil y descansó. Todos los campesinos estaban en sus casas y ninguno se aventuraba a salir.

¡Cómo envidiaba a Mitka! De pronto comprendí lo que uno de los soldados había dicho al discutir su personalidad. El título de ser humano, había afirmado, es enaltecedor. El hombre encierra dentro de sí su propia guerra, que debe librar, salga triunfador o perdedor, personalmente… y también encierra dentro de sí su propia justicia, que sólo él puede administrar. Ahora
Mitka el Cuclillo
había vengado la muerte de sus amigos, indiferente a la opinión ajena, arriesgando su posición elevada en el regimiento y su condición de Héroe de la Unión Soviética. Si no hubiera podido vengarlos, ¿para qué habrían servido todos esos días dedicados a entrenarse en el arte del francotirador, en la maestría del ojo, la mano y la respiración? ¿De qué habría valido el rango de Héroe, respetado y venerado por docenas de millones, si él mismo no se hubiera juzgado digno de ostentarlo?

Había aún otro elemento en la venganza de Mitka. El hombre, aunque sea muy popular y admirado, vive esencialmente consigo mismo. Si no está en paz con su propia conciencia, si se siente acosado por algo que no hizo pero que podría haber hecho para salvaguardar su propia imagen de sí mismo, se asemeja al «desdichado Demonio, espíritu del exilio, que vuela muy alto sobre el mundo pecaminoso».

También entendí algo más. Había muchos senderos y muchos repechos que conducían a la cumbre. Pero también se podía llegar allí solo, como mucho con la ayuda de un amigo, tal como Mitka y yo habíamos trepado al árbol. Esa era una cumbre distinta, desvinculada de la marcha de las masas trabajadoras.

Mitka me pasó los prismáticos, con una sonrisa afable. Yo escudriñé ávidamente la aldea, pero no vi nada excepto casas herméticamente cerradas. Aquí y allá se paseaba una gallina o un pavo. Me disponía a devolverle los prismáticos cuando entre las chozas apareció un perro de enormes dimensiones. Movió la cola y se rascó la oreja con la pata trasera. Recordé a
Judas
. Hacía precisamente eso mientras me miraba con saña, en tanto yo colgaba de los ganchos.

Toqué el brazo de Mitka, señalando la aldea con la cabeza. Pensó que quería indicarle que había gente en movimiento, y se concentró en la mira telescópica. Al no ver a nadie volvió los ojos hacia mí, extrañado. Le expliqué por señas que quería que matara al perro. Se mostró sorprendido y se negó. Yo insistí. Se negó nuevamente, con expresión de reproche.

Permanecimos callados, escuchando el débil susurro del follaje. Mitka volvió a otear la aldea, y después plegó el trípode y desmontó la mira telescópica. Empezamos a bajar lentamente. A veces Mitka dejaba escapar un gemido de dolor mientras colgaba de los brazos buscando un punto de apoyo con los pies.

Sepultó los casquillos usados bajo el musgo y borró todo rastro de nuestra presencia. Después nos encaminamos hacia el campamento, desde donde nos llegaba el ruido de los motores que probaban los mecánicos. Entramos sin llamar la atención.

Por la tarde, cuando los otros hombres estaban ocupados, Mitka limpió rápidamente el fusil y la mira y los guardó en sus fundas.

Esa noche volvió a estar apacible y alegre como antes. Con voz sentimental, entonó baladas sobre los encantos de Odessa, sobre los artilleros que, con mil baterías, vengaban a las madres que habían perdido a sus hijos en la guerra. Los soldados, junto a nosotros, formaban el coro, con voces claras y potentes. Desde la aldea llegaba el apagado e incesante tañido de las campanas que tocaban a muerto.

18

Tardé varios días en reconciliarme con la idea de dejar a Gavrila, Mitka y todos mis otros amigos del regimiento. Pero Gavrila me explicó con mucho énfasis que la guerra llegaba a su fin, que mi país había sido totalmente liberado de los alemanes y que, según estipulaban las normas, los niños perdidos debían ser enviados a centros especiales donde permanecerían hasta que se verificara si sus padres aún vivían.

Mientras me decía todo esto le miraba a la cara y retenía las lágrimas. Gavrila también estaba incómodo. Yo sabía que él y Mitka habían discutido mi futuro, y que si hubiera habido alguna otra solución la habrían hallado.

Gavrila me prometió que si ningún pariente me reclamaba tres meses después de que hubiera llegado el fin de la guerra, él se ocuparía personalmente de mí y me enviaría a una escuela donde me enseñarían de nuevo a hablar. Me exhortó a ser valiente, entretanto, y a recordar todo lo que había aprendido de él y a leer todos los días
Pravda
, el periódico soviético.

Recibí un bolso lleno de regalos de los soldados y de libros de Gavrila y Mitka, y me vistieron con un uniforme del ejército soviético especialmente confeccionado por el sastre del regimiento. En uno de los bolsillos encontré una pequeña pistola de madera, con el retrato de Stalin a un lado y el de Lenin al otro.

Había llegado la hora de la partida. Yo me iría con el sargento Yuri, que tenía que ocuparse de unos trámites militares en la ciudad donde se había establecido el centro para niños extraviados. Esta ciudad industrial, la mayor del país, era la misma donde había vivido antes de la guerra.

Gavrila se aseguró de que yo llevaba todas mis cosas conmigo y de que mi expediente personal estaba en orden. En él había reunido toda la información que le había dado acerca de mi nombre y mi anterior lugar de residencia, y todos los detalles que recordaba acerca de mis padres, mi ciudad natal, y nuestros parientes y amigos.

El chófer puso en marcha el motor. Mitka me palmeó el hombro y me instó a mantener en alto el honor del ejército rojo. Gavrila me abrazó calurosamente y los otros me estrecharon la mano por turno como si fuera un adulto. Tenía ganas de llorar pero conservé una expresión adusta y apretada como la bota de un soldado.

Partimos rumbo a la estación. El tren estaba atestado de soldados y civiles. Se detenía a menudo al encontrarse con señales averiadas, reanudaba la marcha y volvía a detenerse entre una estación y otra. Dejamos atrás ciudades arrasadas por las bombas, aldeas desiertas, coches, tanques, cañones y aviones abandonados. A estos últimos les habían arrancado el material de las alas y la cola. En muchas estaciones la población andrajosa corría a lo largo de las vías, mendigando cigarrillos y víveres, en tanto que los niños semidesnudos miraban el tren, boquiabiertos. Tardamos dos días en alcanzar el punto de destino.

Todas las vías eran utilizadas por los transportes militares, los vagones de la Cruz Roja y los furgones abiertos cargados de equipos para el ejército. En los andenes se aglomeraban multitudes de soldados soviéticos y exprisioneros vestidos con uniformes diversos, que se codeaban con lisiados claudicantes, civiles harapientos y ciegos que tanteaban las baldosas con sus bastones. Aquí y allá las enfermeras guiaban a individuos escuálidos vestidos con trajes a rayas, y al verlos los soldados callaban súbitamente: eran las personas que se habían salvado de los hornos, y volvían a la vida desde los campos de concentración.

Apreté la mano de Yuri y miré los rostros grises de esos seres, cuyos ojos ardientes y afiebrados brillaban como fragmentos de cristal roto entre las cenizas de un fuego agonizante.

Cerca de nosotros, una locomotora empujó un vagón reluciente hasta el centro de la estación. Se apeó una delegación militar extranjera, con uniformes y medallas de vivos colores. Una guardia de honor se alineó rápidamente y una banda militar interpretó los acordes de un himno. Los oficiales elegantemente uniformados y los hombres con los trajes a rayas de los campos de concentración se cruzaron en el andén angosto, separados por muy poca distancia.

Sobre el edificio de la estación principal flameaban nuevas banderas y los altavoces difundían una música estridente, interrumpida a intervalos por roncos discursos y aclamaciones. Yuri consultó su reloj. Nos encaminamos hacia la salida.

Uno de los chóferes militares se brindó a llevarnos al orfanato. Las calles de la ciudad estaban abarrotadas de convoyes y soldados, y en las aceras pululaba una multitud. El orfanato ocupaba varios edificios viejos en una calle lateral. Incontables niños miraban desde las ventanas.

Pasamos una hora en el vestíbulo. Yuri leía un periódico y yo fingía indiferencia. Finalmente apareció la directora y nos dio la bienvenida, cogiendo el cartapacio con mis documentos que le tendía Yuri. La mujer firmó unos papeles, se los entregó a Yuri, y apoyó la mano sobre mi hombro. Yo la aparté enérgicamente. Las charreteras de un uniforme no eran el lugar apropiado para una mano de mujer.

Llegó el momento de la despedida. Yuri simuló estar de buen humor. Bromeó, enderezó el quepis que yo tenía encasquetado sobre la cabeza, y apretó el cordel que ceñía los libros con las dedicatorias de Mitka y Gavrila, que llevaba debajo del brazo. Nos abrazamos como dos hombres, mientras la directora permanecía a un lado.

Apreté la estrella roja adherida al bolsillo izquierdo de la pechera. Era un obsequio de Gavrila y tenía grabado el perfil de Lenin. Ahora pensaba que esa estrella, que guiaba a millones de trabajadores de todo el mundo rumbo a su meta, también me traería buena suerte. Seguí a la directora.

En nuestro trayecto por los corredores atestados pasamos frente a las puertas abiertas de las aulas, donde se dictaban las clases. Aquí y allá los niños reñían y gritaban. Algunos, al ver mi uniforme, me señalaron con el dedo y se echaron a reír. Les volví la espalda. Otros me arrojaron el corazón de una manzana, pero lo esquivé y le pegó a la directora.

Durante los primeros días no me dejaron en paz. La directora quería que renunciara a mi uniforme y que usara las ropas civiles que la Cruz Roja Internacional enviaba para los niños. Casi le pegué a una enfermera en la cabeza cuando intentó quitarme el uniforme. Dormía con la chaqueta y los pantalones doblados debajo del colchón para que estuvieran más seguros.

Al cabo de un tiempo el uniforme mugriento empezó a oler mal, pero seguí negándome a entregarlo aunque sólo fuera por un día. La directora, enfadada por ese acto de insubordinación, llamó a dos enfermeras y les ordenó que me lo quitaran por la fuerza. Un enjambre de niños regocijados presenció la batalla.

Me deshice de las torpes mujeres y salí corriendo a la calle. Allí, abordé a cuatro soldados soviéticos que se paseaban tranquilamente. Les hice señas para indicarles que era mudo. Entonces me dieron una hoja de papel sobre la cual escribí que era hijo de un oficial soviético que estaba en el frente, y que esperaba a mi padre en el orfanato. A continuación agregué, cuidando el lenguaje, que la directora era hija de un terrateniente, que aborrecía al ejército rojo, y que ella, junto con las enfermeras a las que explotaba, me pegaban todos los días porque vestía de uniforme.

Tal como esperaba, mi mensaje indignó a los jóvenes soldados. Me siguieron al interior del edificio, y mientras uno de ellos rompía sistemáticamente los jarrones de la oficina alfombrada de la directora, los otros perseguían a las enfermeras, abofeteándolas y pellizcándoles las posaderas. Las mujeres asustadas chillaban y gritaban.

A partir de entonces el personal no volvió a importunarme. Incluso las maestras hacían caso omiso de mi negativa a aprender a leer y escribir en mi lengua materna. Escribí con tiza en la pizarra que mi lengua era el ruso, idioma de un país donde no existía la explotación de las mayorías y donde las maestras no perseguían a los alumnos.

Sobre mi cama colgaba un gran calendario, en el que tachaba cada día con lápiz rojo. Ignoraba cuántos faltaban para que terminara la guerra que se seguía librando contra Alemania, pero confiaba en que el ejército rojo hacía todo lo posible por acelerar el desenlace.

Diariamente me escabullía del orfanato y compraba un ejemplar de
Pravda
con el dinero que me había dado Gavrila. Leía de prisa todas las noticias acerca de las últimas victorias y estudiaba con atención los nuevos retratos de Stalin. Me sentía reconfortado. Stalin parecía sano y joven. Todo marchaba bien. La guerra terminaría pronto.

Un día me llamaron para un examen médico. Me negué a dejar el uniforme fuera del despacho y me revisaron con mi ropa debajo del brazo. Después del examen me entrevistó una especie de comisión social. Uno de sus miembros, un hombre ya anciano, leyó escrupulosamente todos mis papeles. Se acercó a mí con actitud cordial. Pronunció mi nombre y me preguntó si tenía alguna idea acerca del lugar al que habían planeado encaminarse mis padres después de dejarme. Fingí no entender. Alguien tradujo la pregunta al ruso, y agregó que el hombre parecía creer que había conocido a mis padres antes de la guerra. Escribí displicentemente sobre una pizarra que mis padres habían muerto, víctimas de una bomba. Los miembros de la comisión me miraron con recelo. Los saludé con un ademán rígido y salí del cuarto. El hombre de las preguntas me había inquietado.

En el orfanato había quinientos niños. Estábamos divididos en grupos y las clases las dictaban en unas aulas pequeñas y sórdidas. Muchos de los varones y las niñas estaban lisiados y se comportaban en una forma muy extraña. Las aulas estaban abarrotadas, y escaseaban los pupitres y las pizarras. Yo me sentaba junto a un niño que tenía aproximadamente mi edad y que murmuraba sin cesar: «¿Dónde está mi papá, dónde está mi papá?». Miraba en torno como si esperase que su padre saliera de debajo de un pupitre y le palmeara la frente cubierta de sudor. Justo detrás de nosotros se sentaba una niña que había perdido todos los dedos en una explosión. Miraba los de los otros niños, que se movían como gusanos. Al descubrir sus miradas escondían rápidamente las manos, como si sus ojos los asustaran. Más lejos había un niño al que le faltaban parte de la mandíbula y del brazo. Sus compañeros debían darle de comer, y de su cuerpo se desprendía un olor de herida gangrenada. También había varios niños que sufrían parálisis parciales.

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