Read El otoño del patriarca Online
Authors: Gabriel García Márquez
a la gloria de los altares por los méritos propios de su vocación de sacrificio y su modestia ejemplar, tanto que él no fundaba su solicitud en los aspavientos públicos de que la estrella polar se movía en el sentido del cortejo fúnebre y los instrumentos de cuerda se tocaban solos dentro de los armarios cuando sentían pasar el cadáver sino que la fundaba en la virtud de esta sábana que desplegó a toda vela en el esplendor de agosto para que el nuncio viera lo que en efecto vio impreso en la textura del lino, vio la imagen de su madre Bendición Alvarado sin trazas de vejez ni estragos de peste acostada de perfil con la mano en el corazón, sintió en los dedos la humedad del sudor eterno, aspiró la fragancia de flores vivas en medio del escándalo de los pájaros alborotados por el soplo del prodigio, ya ve qué maravilla, padre, decía él, mostrando la sábana al derecho y al revés, hasta los pájaros la conocen, pero el nuncio estaba absorto en el lienzo con una atención incisiva que había sido capaz de descubrir impurezas de ceniza volcánica en la materia trabajada por los grandes maestros de la cristiandad, había conocido las grietas de un carácter y hasta las dudas de una fe por la intensidad de un color, había padecido el éxtasis de la redondez de la tierra tendido bocarriba bajo la cúpula de una capilla solitaria de una ciudad irreal donde el tiempo no transcurría sino que flotaba, hasta que tuvo valor para apartar los ojos de la sábana al cabo de una contemplación profunda y dictaminó con un tono dulce pero irreparable que el cuerpo estampado en el lino no era un recurso de la Divina Providencia para darnos una prueba más de su misericordia infinita, ni eso ni mucho menos, excelencia, era la obra de un pintor muy diestro en las buenas y en las malas artes que había abusado de la grandeza de corazón de su excelencia, porque aquello no era óleo sino pintura doméstica de la más indigna, sapolín de pintar ventanas, excelencia, debajo del aroma de las resinas naturales que habían disuelto en la pintura quedaba todavía el relente bastardo de la trementina, quedaban costras de yeso, quedaba una humedad persistente que no era el sudor del último escalofrío de la muerte como le habían hecho creer a él sino la humedad de artificio del lino saturado de aceite de linaza y escondido en lugares oscuros, créame que lo lamento, concluyó el nuncio con un pesar legítimo, pero no acertó a decir más ante el anciano granítico que lo observaba sin parpadear desde la hamaca, que lo había escuchado desde el limo de sus lúgubres silencios asiáticos sin mover siquiera la boca para contradecirlo a pesar de que nadie conocía mejor que él la verdad del prodigio secreto de la sábana en que yo mismo te envolví con mis propias manos, madre, yo me asusté con el primer silencio de tu muerte que fue como si el mundo hubiera amanecido en el fondo del mar, yo vi el milagro, carajo, pero a pesar de su certidumbre no interrumpió el veredicto del nuncio, apenas parpadeó dos veces sin cerrar los ojos como las iguanas, apenas sonrió, está bien, padre, suspiró al fin, será como usted dice, pero le advierto que usted carga con el peso de sus palabras, se lo repito letra por letra para que no lo olvide en el resto de su larga vida que usted carga con el peso de sus palabras, padre, yo no respondo. El mundo permaneció en un sopor durante aquella semana de malos presagios en que él no se levantó de la hamaca ni para comer, se espantaba con el abanico a los pájaros amaestrados que se le paraban en el cuerpo, se espantaba los lamparones de luz de las trinitarias creyendo que eran pájaros amaestrados, no recibió a nadie, no dio una orden, pero la fuerza pública se mantuvo impasible cuando las turbas de fanáticos a sueldo asaltaron el palacio de la Nunciatura Apostólica, saquearon el museo de reliquias históricas, sorprendieron al nuncio haciendo la siesta a la intemperie en el remanso del jardín interior, lo sacaron desnudo a la calle, se le cagaron encima mi general, imagínese, pero él no se movió de la hamaca, ni siquiera parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que al nuncio lo estaban paseando en un burro por las calles del comercio bajo un chaparrón de lavazas de cocina que le vaciaban desde los balcones, le gritaban mano pancha, miss vaticano, dejad que los niños vengan a mí, y sólo cuando lo abandonaron medio muerto en el muladar del mercado público él se incorporó de la hamaca apartándose los pájaros a manotadas, apareció en la sala de audiencias apartando a manotadas las telarañas del duelo con el brazal de luto y los ojos abotagados de mal dormir, y entonces dio la orden de que pusieran al nuncio en una balsa de náufrago con provisiones para tres días y lo dejaran al garete en la ruta de los cruceros de Europa para que todo el mundo sepa cómo terminan los forasteros que levantan la mano contra la majestad de la patria, y que hasta el papa aprenda desde ahora y para siempre que podrá ser muy papa en Roma con su anillo al dedo en su poltrona de oro, pero que aquí yo soy el que soy yo, carajo, pollerones de mierda. Fue un recurso eficaz, pues antes del fin de aquel año se instauró el proceso de canonización de su madre Bendición Alvarado cuyo cuerpo incorrupto fue expuesto a la veneración pública en la nave mayor de la basílica primada, cantaron gloria en los altares, se derogó el estado de guerra que él había proclamado contra la Santa Sede, viva la paz, gritaban las muchedumbres en la Plaza de Armas, viva Dios, gritaban, mientras él recibía en audiencia solemne al auditor de la Sagrada Congregación del Rito y promotor y postulador de la fe, monseñor Demetrio Aldous, conocido como el eritreno, a quien se había encomendado la misión de escudriñar la vida de Bendición Alvarado hasta que no quedara ni el menor rastro de duda en la evidencia de su santidad, hasta donde usted quiera, padre, le dijo él, reteniendo su mano entre la suya, pues había experimentado una confianza inmediata en aquel abisinio cetrino que amaba la vida por encima de todas las cosas, comía huevos de iguana, mi general, le encantaban las peleas de gallo, el humor de las mulatas, la cumbia, como a nosotros mi general, la misma vaina, así que las puertas mejor guardadas se abrieron sin reservas por orden suya para que el escrutinio del abogado del diablo no encontrara tropiezos de ninguna índole, porque nada había oculto como nada había invisible en su desmesurado reino de pesadumbre que no fuera una prueba irrefutable de que su madre de mi alma Bendición Alvarado estaba predestinada a la gloria de los altares, la patria es suya, padre, ahí la tiene, y ahí la tuvo, por supuesto, la tropa armada impuso el orden en el palacio de la Nunciatura Apostólica frente al cual amanecían las filas incontables de lazarinos restaurados que vinieron a mostrar la piel recién nacida sobre las llagas, los antiguos inválidos de San Vito vinieron a ensartar agujas ante los incrédulos, vinieron a mostrar su fortuna los que se habían enriquecido en la ruleta porque Bendición Alvarado les revelaba los números en el sueño, los que tuvieron noticias de sus perdidos, los que encontraron a sus ahogados, los que nada habían tenido y ahora lo tenían todo, vinieron, desfilaron sin tregua por la ardiente oficina decorada con los arcabuces de matar caníbales y las tortugas prehistóricas de Sir Walter Raleigh donde el eritreno incansable escuchaba a todos sin preguntar, sin intervenir, ensopado en sudor, ajeno a la peste de humanidad en descomposición que se iba acumulando en la oficina enrarecida por el humo de sus cigarros de los más ordinarios, tomaba notas minuciosas de las declaraciones de los testigos y los hacía firmar aquí, con el nombre completo, o con una cruz, o como usted mi general con la huella del dedo, como fuera, pero firmaban, entraba el siguiente, igual que el anterior, yo estaba tísico, padre, decía, yo estaba tísico, escribía el eritreno, y ahora oiga cómo canto, yo era impotente, padre, y ahora míreme cómo ando todo el día, yo era impotente, escribía con tinta indeleble para que su escritura rigurosa estuviera a salvo de enmiendas hasta el término de la humanidad, yo tenía un animal vivo dentro de la barriga, padre, yo tenia un animal vivo, escribía sin piedad, intoxicado de café cerrero, envenenado del tabaco rancio del cigarro que encendía con el cabo del anterior, despechugado como un boga mi general, qué cura tan macho, sí señor, decía él, muy macho, a cada quien lo suyo, trabajando sin tregua, sin comer nada para no perder el tiempo hasta bien entrada la noche, pero aun entonces no se daba al descanso sino que aparecía recién bañado en las fondas del muelle con la sotana de lienzo remendada con parches cuadrados, llegaba muerto de hambre, se sentaba en el largo mesón de tablas a compartir el sancocho de bocachico con los estibadores, descuartizaba el pescado con los dedos, trituraba hasta los huesos con aquellos dientes luciferinos que tenían su propia lumbre en la oscuridad, se tomaba la sopa por el borde del plato como los coralibes mi general, si usted lo viera, confundido con el paraco humano de los veleros astrosos que zarpaban cargados de marimondas y guineo verde, cargados de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, padre, para Santiago de los Caballeros que ni siquiera tiene mar para llegar, padre, para las islas más bellas y más tristes del mundo con que seguíamos soñando hasta los primeros resplandores del alba, padre, acuérdese qué distintos nos quedábamos cuando las goletas se iban, acuérdese del loro que adivinaba el porvenir en la casa de Matilde Arenales, las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa, el viento de tiburones, los tambores remotos, la vida, padre, la cabrona vida, muchachos, porque habla como nosotros mi general, como si hubiera nacido en el barrio de las peleas de perro, jugaba a la pelota en la playa, aprendió a tocar el acordeón mejor que los vallenatos, cantaba mejor que ellos, aprendió la lengua florida de los vaporinos, les llamaba gallo en latín, se emborrachaba con ellos en los tugurios de maricas del mercado, se peleó con uno de ellos porque habló mal de Dios, se fajaron a trompadas mi general, qué hacemos, y él ordenó que nadie los separe, les hicieron rueda, ganó, ganó el cura mi general, yo lo sabía, dijo él, complacido, es un macho, y menos frívolo de lo que todo el mundo se imaginaba, pues en aquellas noches turbulentas averiguó tantas verdades como en las jornadas agotadoras del palacio de la Nunciatura Apostólica, muchas más que en la tenebrosa mansión de los suburbios que había explorado sin permiso una tarde de lluvias grandes en que creyó burlar la vigilancia insomne de los servicios de la seguridad presidencial, la escudriñó hasta el último resquicio ensopado por la lluvia interior de las goteras del techo, atrapado por los tremedales de malanga y las camelias venenosas de los dormitorios espléndidos que Bendición Alvarado abandonaba a la felicidad de sus sirvientas, porque era buena, padre, era humilde, las ponía a dormir en sábanas de percal mientras ella dormía sobre la estera pelada en un camastro de cuartel, las dejaba vestirse con sus ropas de domingo de primera dama, se perfumaban con sus sales de baño, retozaban desnudas con los ordenanzas en las espumas de colores de las bañeras de peltre con patas de león, vivían como reinas mientras a ella se le iba la vida pintorreteando pájaros, cocinando sus mazamorras de legumbres en el anafe de leña y cultivando plantas de botica para las emergencias de los vecinos que la despertaban a medianoche con que tengo un espasmo de vientre, señora, y ella les daba a masticar semillas de mastuerzo, que al ahijado tiene el ojo torcido, y ella le daba un vermífugo de epazote, que me voy a morir, señora, pero no se morían porque ella tenía la salud en la mano, era una santa viva, padre, andaba en su propio espacio de pureza por aquella mansión de placer donde había llovido sin piedad desde que se la llevaron a la fuerza para la casa presidencial, llovía sobre los lotos del piano, sobre la mesa de alabastro del comedor suntuoso que Bendición Alvarado no utilizó nunca porque es como sentarse a comer en un altar, imagínese, padre, qué presentimiento de santa, pero a pesar de los testimonios febriles de los vecinos el abogado del diablo encontró más vestigios de timidez que de humildad entre los escombros, encontró más pruebas de pobreza de espíritu que de abnegación entre los Neptunos de ébano y los pedazos de demonios nativos y ángeles militares que flotaban en el manglar de las antiguas salas de baile, y en cambio no encontró el menor rastro de ese otro dios difícil, uno y trino, que lo había mandado desde las ardientes llanuras de Abisinia a buscar la verdad donde no había estado nunca, porque no encontró nada mi general, lo que se dice nada, qué vaina. Sin embargo, monseñor Demetrio Aldous no se conformó con el escrutinio de la ciudad sino que se trepó a lomo de mula por los limbos glaciales del páramo tratando de encontrar las semillas de la santidad de Bendición Alvarado donde su imagen no estuviera todavía pervertida por el resplandor del poder, surgía de entre la niebla envuelto en una manta de salteador y con unas botas de siete leguas como una aparición satánica que al principio suscitaba el miedo y después el asombro y por último la curiosidad de los cachacos que nunca habían visto un ser humano de aquel color, pero el astuto eritreno los incitaba a que lo tocaran pana convencerlos de que no soltaba alquitrán, les mostraba los dientes en las tinieblas, se emborrachaba con ellos comiendo queso de mano y bebiendo chicha en la misma totuma para ganarse su confianza en las tiendas lúgubres de las veredas donde en los albores de otros siglos habían conocido una pajarera de solemnidad agobiada por la carga de disparate de los huacales de pollitos pintados de ruiseñores, tucanes de oro, guacharacas disfrazadas de pavorreales para engañar montunos en los domingos fúnebres de las ferias del páramo, se sentaba ahí, padre, en la resolana de los fogones, esperando que alguien le hiciera la caridad de acostarse con ella en los pellejos de melaza de la trastienda, para comer, padre, no más que para comer, porque nadie era tan montuno para comprarle aquellos mamarrachos de pacotilla que se desteñían con las primeras lluvias y se desbarataban al caminar, sólo ella era tan cándida, padre, santa bendición de los pájaros, o de los páramos, como uno quiera, pues nadie sabía a ciencia cierta cuál era su nombre de entonces ni cuándo empezó a llamarse Bendición Alvarado que no debía de ser su nombre de origen porque no es nombre de estos rumbos sino de gente de mar, qué vaina, hasta eso lo
había averiguado el resbaladizo fiscal de Satanás que todo lo descubría y lo desentrañaba a pesar de los sicarios de la seguridad presidencial que le enredaban los hilos de la verdad y le ponían estorbos invisibles, cómo le parece, mi general, habrá que venadearlo en un despeñadero, habrá que resbalarle la mula, pero él lo impidió con la orden personal de vigilarlo pero preservando su integridad física repito preservando integridad física permitiendo absoluta libertad todas facilidades cumplimiento su misión por mandato inapelable desta autoridad máxima obedézcase cúmplase, firmado, yo, e insistió, yo mismo, consciente de que con aquella determinación asumía el riesgo terrible de conocer la imagen verídica de su madre Bendición Alvarado en los tiempos prohibidos en que todavía era joven, era lánguida, andaba envuelta en harapos, descalza, y tenía que comer por el bajo vientre, pero era bella, padre, y era tan cándida que completaba los loros más baratos con colas de gallos finos para hacerlos pasar por guacamayas, reparaba gallinas baldadas con plumas de abanicos de pavos para venderlas como aves del paraíso, nadie se lo creía, por supuesto, nadie caía por inocente en los orzuelos de la pajarera solitaria que susurraba entre la niebla de los mercados dominicales a ver quién dijo uno y se la lleva gratis, pues todo el mundo la recordaba en el páramo por su ingenuidad y su pobreza, y sin embargo parecía imposible demostrar su identidad porque en los archivos del monasterio donde la habían bautizado no se encontró la hoja de su acta de nacimiento y en cambio se encontraron tres distintas del hijo y en todas era él tres veces distinto, tres veces concebido en tres ocasiones distintas, tres veces parido mal por la gracia de los artífices de la historia patria que habían embrollado los hilos de la realidad para que nadie pudiera descifrar el secreto de su origen, el misterio oculto que sólo el eritreno consiguió rastrear apartando los numerosos engaños superpuestos, pues lo había vislumbrado, mi general, lo tenía al alcance de la mano cuando sonó el disparo inmenso que seguía repercutiendo en los espinazos grises y las cañadas profundas de la cordillera y se oyó el interminable aullido de pavor de la mula desbarrancada que iba cayendo en un vértigo sin fondo desde la cumbre de las nieves perpetuas a través de los climas sucesivos e instantáneos de los cromos de ciencias naturales del precipicio y el nacimiento exiguo de las grandes aguas navegables y las cornisas escarpadas por donde se trepaban a lomo de indio con sus herbarios secretos los doctores sabios de la expedición botánica, y las mesetas de magnolias silvestres donde pacían las ovejas de tibia lana que nos proporcionaban sustento generoso y abrigo y buen ejemplo y las mansiones de los cafetales con sus guirnaldas de papel en los balcones solitarios y sus enfermos interminables y el fragor perpetuo de los ríos turbulentos de los límites arcifinios donde empezaba el calor y había al atardecer unas ráfagas pestilentes de muerto viejo muerto a traición muerto solo en las plantaciones de cacao de grandes hojas persistentes y flores encarnadas y frutos de baya cuyas semillas se usaban como principal ingrediente del chocolate y el sol inmóvil y el polvo ardiente y la cucúrbita pepo y la cucúrbita melo y las vacas flacas y tristes del departamento del atlántico en la única escuela de caridad a doscientas leguas a la redonda y la exhalación de la mula todavía viva que se despanzurró con una explosión de guanábana suculenta entre las matas de guineo y las gallinitas espantadas del fondo del abismo, carajo, lo venadearon, mi general, lo habían cazado con un rifle de tigre en el desfiladero del Ánima Sola a pesar del amparo de mi autoridad, hijos de puta, a pesar de mis telegramas terminantes, carajo, pero ahora van a saber quién es quién, roncaba, masticaba espuma de hiel no tanto por la rabia de la desobediencia como por la certeza de que algo grande le ocultaban si se habían atrevido a contrariar las centellas de su poder, vigilaba el aliento de quienes lo informaban porque sabía que sólo quien conociera la verdad tendría valor para mentirle, escudriñaba las intenciones secretas del alto mando para ver cuál de ellos era el traidor, tú a quien saqué de la nada, tú a quien puse a dormir en cama de oro después de haberte encontrado por los suelos, tú a quien salvé la vida, tú a quien compré por más dinero que a cualquiera, todos ustedes, hijos de mala madre, pues sólo uno de ellos podía atreverse a deshonrar un telegrama firmado con mi nombre y refrendado con el lacre del anillo de su poder, de modo que asumió el mando personal de la operación de rescate con la orden irrepetible de que en un plazo máximo de cuarentiocho horas lo encuentren vivo y me lo traen y si lo encuentran muerto me lo traen vivo y si no lo encuentran me lo traen, una orden tan inequívoca y temible que antes del plazo previsto le vinieron con la novedad mi general de que lo habían encontrado en los matorrales del precipicio con las heridas cauterizadas por las flores de oro de los frailejones, más vivo que nosotros, mi general, sano y salvo por la virtud de su madre Bendición Alvarado que una vez más daba muestras de su clemencia y su poder en la propia persona de quien había tratado de perjudicar su memoria, lo bajaron por trochas de indios en una hamaca colgada de un palo con una escolta de granaderos y precedido por un alguacil de a caballo que tocaba un cencerro de misa mayor para que todo el mundo supiera que esto es asunto del que manda, lo pusieron en el dormitorio de invitados de honor de la casa presidencial bajo la responsabilidad inmediata del ministro de la salud hasta que pudo dar término final al terrible expediente escrito de su puño y letra y refrendado con sus iniciales en la margen derecha de cada uno de los trescientos cincuenta folios de cada uno de los estos siete volúmenes que firmo con mi nombre y mi rúbrica y garantizo con mi sello a los catorce días del mes de abril de este año de gracia de Nuestro Señor, yo, Demetrio Aldous, auditor de la Sagrada Congregación del Rito, postulador y promotor de la fe, por mandato de la Constitución Inmensa y para esplendor de la justicia de los hombres en la tierra y mayor gloria de Dios en los cielos afirmo y demuestro que ésta es la única verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, excelencia, aquí la tiene. Allí estaba, en efecto, cautiva en siete biblias lacradas, tan ineludible y brutal que sólo un hombre inmune a los hechizos de la gloria y ajeno a los intereses de su poder se atrevió a exponerla en carne viva ante el anciano impasible que lo escuchó sin parpadear abanicándose en el mecedor de mimbre, que apenas suspiraba después de cada revelación mortal, que apenas decía ajá cada vez que veía encenderse la luz de la verdad, ajá, repetía, espantando con el sombrero las moscas de abril alborotadas por las sobras del almuerzo, tragando verdades enteras, amargas, verdades como brasas que le quedaban ardiendo en las tinieblas del corazón, pues todo había sido una farsa, excelencia, un aparato de farándula que él mismo montó sin proponérselo cuando decidió que el cadáver de su madre fuera expuesto a la veneración pública en un catafalco de hielo mucho antes de que nadie pensara en los méritos de tu santidad y sólo por desmentir la maledicencia de que estabas podrida antes de morir, un engaño de circo en el cual él mismo había incurrido sin saberlo desde que le vinieron con la novedad mi general de que su madre Bendición Alvarado estaba haciendo milagros y había ordenado que llevaran el cuerpo en procesión magnifica hasta los rincones más ignotos de su vasto país sin estatuas para que nadie se quedara sin conocer el premio a tus virtudes después de tantos años de mortificaciones estériles, después de tantos pájaros pintados sin ningún beneficio, madre, después de tanto amor sin gracia, aunque nunca se me hubiera ocurrido pensar que aquella orden se había de convertir en la patraña de los falsos hidrópicos a quienes les pagaban para que se desaguaran en público, le habían pagado doscientos pesos a un falso muerto que se salió de la sepultura y apareció caminando de rodillas entre la muchedumbre espantada con el sudario en piltrafas y la boca llena de tierra, le habían pagado ochenta pesos a una gitana que fingió parir en plena calle un engendro de dos cabezas como castigo por haber dicho que los milagros eran un negocio del gobierno, y eso eran, no había un solo testimonio que no fuera pagado con dinero, una confabulación de ignominia que sin embargo no había sido tramada por sus aduladores con el propósito inocente de complacerlo como lo supuso monseñor Demetrio Aldous en sus primeros escrutinios, no, excelencia, era un sucio negocio de sus prosélitos, el más escandaloso y sacrílego de cuantos había proliferado a la sombra de su poder, pues quienes inventaban los milagros y compraban los testimonios de mentiras eran los mismos secuaces de su régimen que fabricaban y vendían las reliquias del vestido de novia muerta de su madre Bendición Alvarado, ajá, los mismos que imprimían las estampitas y acuñaban las medallas con su retrato de reina, ajá, los que se habían enriquecido con los rizos de su cabello, ajá, con los frasquitos de agua de su costado, ajá, con los sudarios de diagonal donde pintaban con sapolín de puertas el tierno cuerpo de doncella dormida de perfil con la mano en el corazón y que eran despachados por yardas en las trastiendas de los bazares de los hindúes, un infundio descomunal sustentado en el supuesto de que el cadáver continuaba incorrupto ante los ojos ávidos de la muchedumbre interminable que desfilaba por la nave mayor de la catedral, cuando la verdad era bien distinta, excelencia, era que el cuerpo de su madre no estaba conservado por sus virtudes ni por los remiendos de parafina y los engaños de cosméticos que él había decidido por simple soberbia filial sino que estaba disecado mediante las peores artes de taxidermia igual que los animales póstumos de los museos de ciencias como él lo comprobó con mis propias manos, madre, destapé la urna de cristal cuyos emblemas funerarios se desbarataban con el aliento, te quité la corona de azahares del cráneo enmohecido cuyos duros cabellos de crines de potranca habían sido arrancados de raíz hebra por hebra para venderlos como reliquias, te saqué de entre los filamentos de revenidas piltrafas de novia y los residuos áridos y los atardeceres difíciles del salitre de la muerte y apenas si pesaba más que un calabazo en el sol y tenías un olor antiguo de fondo de baúl y se sentía dentro de ti un desasosiego febril que parecía el rumor de tu alma y era el tijereteo de las polillas que te carcomieron por dentro, tus miembros se desbarataban solos cuando quise sostenerte en mis brazos porque te habían desocupado las entrañas de todo lo que sostuvo tu cuerpo vivo de madre feliz dormida con la mano en el corazón y te habían vuelto a rellenar con estropajos de modo que no quedaba de cuanto fue tuyo nada más que un cascarón de hojaldres polvorientas que se desmigajó con sólo levantarlo en el aire fosforescente de las luciérnagas de tus huesos y apenas se oyó el ruido de saltos de pulga de los ojos de vidrio en las losas de la iglesia crepuscular, se volvió nada, era un reguero de escombros de madre demolida que los alguaciles recogieron del suelo con una pala para echarlo otra vez de cualquier modo dentro del cajón ante la impavidez monolítica del sátrapa indescifrable cuyos ojos de iguana no dejaron traslucir la menor emoción ni siquiera cuando se quedó a solas en la berlina sin insignias con el único hombre de este mundo que se había atrevido a ponerlo frente al espejo de la verdad, ambos contemplaban a través de la bruma de los visillos las hordas de menesterosos que se reposaban de la tarde cálida en el relente de los portales donde antes se vendían folletines de crímenes atroces y amores sin fortuna y flores carnívoras y frutos inconcebibles que comprometían la voluntad y donde ahora sólo se sentía la bullaranga ensordecedora del baratillo de reliquias falsas de las ropas y el cuerpo de su madre Bendición Alvarado, mientras él padecía la impresión nítida de que monseñor Demetrio Aldous había interferido su pensamiento cuando apartó la vista de las turbas de inválidos y murmuró que a fin de cuentas algo bueno quedaba del rigor de su escrutinio y era la certidumbre de que esta pobre gente quiere a su excelencia como a su propia vida, pues monseñor Demetrio Aldous había vislumbrado la perfidia dentro de la propia casa presidencial, había visto la codicia en la adulación y el servilismo matrero entre quienes medraban al amparo del poder, y había conocido en cambio una nueva forma de amor en las recuas de menesterosos que no esperaban nada de él porque no esperaban nada de nadie y le profesaban una devoción terrestre que se podía coger con las manos y una fidelidad sin ilusiones que ya quisiéramos nosotros para Dios, excelencia, pero él ni siquiera parpadeó ante el asombro de aquella revelación que en otro tiempo le habría fruncido las entrañas, ni siquiera suspiró sino que meditó para sí mismo con una inquietud recóndita que no más eso faltaba, padre, sólo faltaba que nadie me quisiera ahora que usted se va a disfrutar de la gloria de mi infortunio bajo las cúpulas de oro de su mundo falaz mientras él se quedaba con la carga inmerecida de la verdad sin una madre solícita que lo ayudara a sobrellevarla, más solo que la mano izquierda en esta patria que no escogí por mi voluntad sino que me la dieron hecha como usted la ha visto que es como ha sido desde siempre con este sentimiento de irrealidad, con este olor a mierda, con esta gente sin historia que no cree en nada más que en la vida, ésta es la patria que me impusieron sin preguntarme, padre, con cuarenta grados de calor y noventa y ocho de humedad en la sombra capitonada de la berlina presidencial, respirando polvo, atormentado por la perfidia de la potra que hacía un tenue silbido de cafetera en las audiencias, sin nadie con quien perder una partida de dominó, ni nadie a quien creerle la verdad, padre, métase en mi pellejo, pero no lo dijo, apenas suspiró, apenas hizo un parpadeo instantáneo y le suplicó a monseñor Demetrio Aldous que la conversación brutal de aquella tarde se quedara entre nosotros, usted no me ha dicho nada, padre, yo no sé la verdad, prométamelo, y monseñor Demetrio Aldous le prometió que por supuesto su excelencia no conoce la verdad, palabra de hombre. La causa de Bendición Alvarado fue suspendida por insuficiencia de pruebas, y el edicto de Roma se divulgó desde los pulpitos con licencia oficial junto con la determinación del