Así que hice lo que me pedía. Saqué el coche del aparcamiento de Metro-Dade y me metí por Turnpike, que me condujo hacia el sur, a la parte de Tamiami Trail que alberga el motel Cacique y a varios centenares de hermanos y hermanas de éste. A su modo es el paraíso. Sobre todo si eres una cucaracha. Filas interminables de edificios que se las apañan para brillar y acumular polvo al mismo tiempo. Neones relucientes sobre estructuras antiguas, escuálidas y putrefactas. Si no vas allí de noche, no vas nunca. Porque contemplar este tipo de lugares a la luz del día es ver la letra pequeña de nuestro pobre contrato con la vida.
Todas las ciudades importantes tienen una zona como ésta. Si un enano calvo en un estado avanzado de lepra quiere acostarse con un canguro y un coro de adolescentes, seguro que hallará el camino hasta aquí y alquilará una habitación. Cuando haya terminado, tal vez lleve a todo el grupo al bar de al lado, a tomar una taza de café cubano y un sándwich «medianoche». A nadie le importará, siempre y cuando deje propina.
Deborah había pasado mucho tiempo por allí últimamente. Lo afirma ella, no yo. Parecía un lugar ideal para ir si eres poli y deseas aumentar las probabilidades estadísticas de atrapar a alguien haciendo algo realmente malo.
Deborah no lo veía así. Quizá porque estaba en la brigada antivicio. Una chica atractiva que está en la brigada antivicio en Tamiami Trail suele acabar haciendo de anzuelo: en la calle, casi desnuda, para atrapar a hombres que anden a la caza de sexo. Deborah lo odiaba. La prostitución sólo le interesaba desde una perspectiva sociológica. No creía que cazar a esos tipos fuera luchar de verdad contra el crimen. Y, aunque eso sólo lo sabía yo, también odiaba todo lo que daba mayor énfasis a su feminidad y realzaba su exuberante figura. Quería ser poli; no era culpa suya que su aspecto recordara más al de la chica de las páginas centrales de una revista masculina.
Y mientras entraba en el aparcamiento que unía al Cacique con su vecino, el Café Cubano de Tito, observé que aquel día su ropa realzaba su exuberante figura más que nunca. Llevaba un top ajustado color rosa neón, shorts elásticos, medias negras de red y tacones de aguja. Todo directamente sacado de la tienda de disfraces para Putas de Hollywood en 3D.
Hace unos años llegó a oídos de alguien de la brigada antivicio que los chulos se reían de ellos por la calle. Según parece, los polis de antivicio, mayoritariamente hombres, escogían el atuendo para las agentes que debían actuar de señuelo. Dicha elección de vestuario mostraba muchas cosas sobre las perversiones sexuales de la policía, pero no se parecía mucho a lo que lleva una puta. De modo que cualquiera podía adivinar cuál de aquellas chicas nuevas llevaba una placa y un revólver en el bolso.
Tras ese soplo, los polis de antivicio empezaron a insistir en que las chicas que fueran de incógnito eligieran su propio uniforme de trabajo. Al fin y al cabo, los trapos son cosa de chicas, ¿no?
Tal vez de la mayoría de chicas, sí. Pero no en el caso de Deborah. La única prenda en la que siempre se ha sentido cómoda son los téjanos. Deberían haber visto lo que quería ponerse para el baile de graduación. Y ahora mismo: la verdad es que nunca había visto a una mujer guapa vestida con un traje tan provocativo que resultara menos atractiva sexualmente que Deb.
Pero destacaba. Estaba controlando a la multitud, con la placa colgando del top ajustado. Resultaba más visible que el medio kilómetro de cinta amarilla que delimitaba el lugar, más que los tres coches patrulla aparcados con las luces centelleando. El ajustado top rosa sofocaba cualquier otra luz.
Estaba a un lado del aparcamiento, manteniendo a una creciente multitud alejada de los técnicos de laboratorio que husmeaban en torno al contenedor de basura de la cafetería. Me alegré de que no me hubieran asignado el caso. El hedor se extendía más allá de los límites del aparcamiento y se metía por la ventanilla del coche: una fetidez oscura de desechos de borra de café cubano, mezclada con fruta pasada y carne rancia de cerdo.
El poli que había a la entrada del aparcamiento era alguien a quien conocía. Me hizo señas para que entrara y me abrí paso hasta él.
—Deb —dije mientras pasaba entre la gente—. Bonito traje. No deja mucho para la imaginación, ¿no crees?
—Vete a la mierda —dijo ella, y enrojeció. Toda una visión en un poli adulto—. Han encontrado a otra puta. Al menos creen que lo es. No resulta fácil saberlo con lo que queda de ella.
—Es la tercera en los últimos cinco meses —dije.
—La quinta —corrigió Deb—. Hubo dos más en Broward. —Sacudió la cabeza—. Y esos idiotas siguen empeñados en decir que oficialmente no hay conexión.
—Implicaría un montón de trabajo burocrático —dije, con ganas de ser útil. Deb me lanzó una mirada desdeñosa.
—¿Y qué me dices de un poco de trabajo policial básico, joder? Hasta un imbécil podría ver que esas muertes están relacionadas —exclamó con un leve estremecimiento.
La miré, atónito. Era una poli, hija de un poli. Las cosas no la molestaban. Cuando era novata y los tíos más antiguos le gastaban bromas —mostrándole los cuerpos descompuestos que aparecen todos los días por Miami— para hacerle vomitar la comida, ella ni siquiera parpadeaba. No había espectáculo que la impresionara: lo había visto todo. Y ahí estaba, con su pasado, con su nuevo top.
Pero este crimen la hacía estremecer.
Interesante
.
—Éste es especial, ¿no? —pregunté.
—Éste cae en mi campo de actuación, por las putas. —Me señaló con un dedo—. Y eso quiere decir que tengo la oportunidad de meterme en él, destacar y forzar de una vez el traslado a la brigada de Homicidios.
Le brindé mi sonrisa de felicidad.
—¿Ambiciosa, Deborah?
—Por supuesto —dijo ella—. Quiero salir de antivicio y de este traje sexy. Quiero entrar en Homicidios, Dexter, y éste podría ser el billete. Con un poco de suerte… —Hizo una pausa. Y después dijo algo totalmente alucinante—. Por favor, Dex, ayúdame. Odio todo esto.
—¿Por favor, Deborah? ¿Me estás pidiendo por favor? ¿Sabes lo nervioso que eso me pone?
—Corta el rollo, Dex.
—Pero Deborah, de verdad…
—Que cortes, te he dicho. ¿Me ayudarás o no?
Cuando se ponía así, con ese inusual e inaudito
por favor
flotando en el aire, ¿qué otra cosa podía decirle?
—Claro que sí, Deb. Ya lo sabes.
Me miró con dureza, retirando el por favor.
—No lo sé, Dex. Contigo nunca se sabe.
—Claro que voy a ayudarte, Deb —repetí, intentando sonar ofendido. Y fingiendo muy bien la pose de alguien con la dignidad ofendida, me dirigí al contenedor, rodeado por el resto de ratas de laboratorio.
Camilla Figg estaba arrastrándose entre la basura en busca de huellas dactilares. Era una mujer robusta de unos treinta y cinco años y pelo corto, que nunca se había mostrado muy receptiva a mis más volátiles y encantadores halagos. Pero en cuanto me vio, se puso de rodillas, enrojeció, y vio cómo me alejaba sin decir nada. Siempre hacía lo mismo: me miraba y se ruborizaba.
Sentado sobre una caja de cartón de leche volcada en el extremo más alejado del contenedor estaba Vince Masuoka, hurgando en un montón de desperdicios. Era medio japonés y solía bromear con que de esa mitad había sacado su corta estatura. Bueno, él decía que era broma.
Había algo ligeramente raro en la brillante sonrisa asiática de Vince. Como si hubiera aprendido a sonreír gracias a un libro de fotos. Nadie se enfadaba con él, ni siquiera cuando contaba los obligados chistes de mal gusto al resto de policías. Tampoco se reía nadie, pero eso no lo detenía. Seguía haciendo todos los gestos rituales correctos, pero siempre parecía falso. Me dije que por eso me gustaba. Otro que fingía ser humano, como yo.
—Bueno, Dexter —dijo Vince sin levantar la cabeza—. ¿Qué te trae por aquí?
—Vine a ver cómo trabajan los expertos de verdad en una atmósfera altamente profesional —dije—. ¿Has visto a alguno?
—Ja, ja —dijo él. Se suponía que era una risa, pero era aún más falsa que su sonrisa—. Debes de pensar que estás en Boston. —Encontró algo y lo sacó a la luz, entrecerrando los ojos—. Ahora en serio, ¿qué haces aquí?
—¿Por qué no iba a venir, Vince? —dije, intentando dar a mi tono una nota de indignación—. Es el lugar de un crimen, ¿no?
—Analizas muestras de sangre —dijo él, tirando al suelo lo que fuera que estuviera mirando y buscando otra cosa.
—Ya lo sé.
Me miró con la mayor y más falsa de sus sonrisas.
—Aquí no hay sangre, Dex.
Eso me desconcertó.
—¿Qué quieres decir?
—No hay sangre: ni aquí ni en los alrededores, Dex. Ni una gota. Lo más raro que hayas visto nunca —dijo él.
Ni una gota. Podía oír esa frase retumbando en mi cabeza, cada vez más fuerte. Ni una gota de esa cosa caliente, pegajosa, sucia y desagradable llamada sangre. No había muestras. Ni manchas. NI SIQUIERA UNA GOTA DE SANGRE.
¿Por qué no se me había ocurrido antes?
Parecía la pieza que faltaba a algo que ignoraba que estuviera incompleto.
No pretendo comprender qué hay entre Dexter y la sangre. Sólo pensar en ella me produce dentera, y, sin embargo, pese a eso, la he convertido en mi carrera, mi objeto de estudio y parte de mi trabajo de verdad. Resulta obvio que hay algo muy profundo ahí, pero me resulta difícil mantener el interés. Soy lo que soy, ¿y no hace una noche perfecta para diseccionar a un asesino de niños?
Pero esto…
—¿Estás bien, Dexter? —preguntó Vince.
—Estoy genial. ¿Cómo lo hace?
—Depende.
Miré a Vince. Tenía la vista fija en unos desechos de borra de café y los esparcía con cuidado con el dedo enfundado en un guante.
—¿De qué depende, Vince?
—De quién sea
él
y de lo que esté haciendo —contestó—. Ja, ja.
Sacudí la cabeza.
—A veces te esfuerzas demasiado para ser inescrutable —dije—. ¿Cómo se libra el asesino de la sangre?
—Es pronto para decirlo. No hemos encontrado ni rastro. Y el cuerpo no está en muy buena forma que digamos, así que resultará difícil encontrar algo.
Eso ya no sonaba tan interesante. A mí me gusta dejar un cuerpo limpio. Sin prisas, sin manchas, sin sangre que chorree. Si el asesino era sólo otro perro despedazando un hueso, ya no me interesaba para nada.
Respiré algo más tranquilo.
—¿Y el cadáver? —pregunté a Vince.
Sacudió la cabeza en dirección a un lugar que quedaba a unos seis metros.
—Allí —dijo—. Con LaGuerta.
—Oh, no. ¿LaGuerta lleva el caso?
Volvió a dedicarme su fingida sonrisa.
—Un asesino con suerte.
Miré hacia allí. Un pequeño grupo de gente se había congregado en torno a un montón de bolsas de basura.
—No lo veo —dije.
—Allí. En las bolsas. Cada una contiene una parte del cuerpo. Cortó a la víctima a trozos y después las envolvió una por una, como si fueran regalos de Navidad. ¿Habías visto algo así antes?
Claro que sí.
Yo hago lo mismo.
Contemplar el lugar donde se ha cometido un homicidio bajo la brillante luz del sol de Miami tiene algo extraño y cautivador a la vez. Hace que los asesinatos más grotescos parezcan asépticos, un simple montaje. Como si estuvieras en una nueva atracción de Disney World. El Territorio de Dahmer, el carnicero de Milwaukee. Acérquense y juguemos a ver qué hay en la nevera. Tiren la comida sólo en los contenedores señalados.
No es que la visión de cuerpos mutilados me haya molestado nunca, oh no, para nada. Los que están hechos un asco me ofenden un poco, sobre todo si no tienen cuidado con sus fluidos corporales: es repulsivo. Al margen de esto, no me causa más impresión que ver el mostrador de la carnicería. Pero los polis novatos y los transeúntes tienden a vomitar cuando se hallan en el lugar del crimen, y por alguna razón vomitan mucho menos aquí que en el norte. El sol elimina el gusanillo. Limpia las cosas, las deja más pulcras. Quizá por eso me encanta Miami. Por su pulcritud.
Y hacía uno de esos preciosos y cálidos días típicos de aquí. Todos los que llevaban abrigo estaban buscando algún lugar donde colgarlo. Pero en todo el sucio aparcamiento no había ninguno. Sólo había cinco o seis coches y el contenedor de basura. El contenedor estaba incrustado en un rincón, al lado de la cafetería, apoyado en un muro de estuco rosa coronado por una alambrada. La puerta trasera del café daba allí. Una taciturna mujer joven entraba y salía, haciendo su agosto a base de café cubano y pasteles con los polis y el personal técnico. El variado ramillete de policías trajeados que solía rondar por el lugar de un homicidio, ya fuera para llamar la atención, presionar o asegurarse de que sabían lo que sucedía, tenían ahora un elemento más para hacer juegos malabares. Café, una pasta, un abrigo.
Los del laboratorio no llevaban traje. Les iban más las camisas de rayón estilo bolera con dos bolsillos. Yo mismo llevaba una. El motivo que tenía estampado eran unos tamborileros de una ceremonia de vudú y palmeras en un fondo verde lima. Elegante, pero práctica.
Me dirigí a la camisa de rayón más cercana de todas las que rodeaban al cadáver. Pertenecía a Ángel Batista-nada-que-ver, como solía presentarse él mismo. Hola, soy Ángel Batista, nada que ver. Trabajaba en la oficina del forense, y en ese momento estaba agachado al lado de una de las bolsas de basura, contemplando su contenido.
Me uní a él. Estaba ansioso por echar un vistazo al interior de esas bolsas. Si eso había provocado una reacción en Deborah, merecía la pena verlo.
—Ángel —dije, acercándome por un lado—. ¿Qué tenemos ahí?
—¿Qué quieres decir con ese tenemos, chico blanco? —dijo él—. No hay sangre en éste. No tienes nada que hacer con él.
—Eso he oído. —Me agaché a su lado—. ¿Lo hicieron aquí, o sólo dejaron las bolsas?
Sacudió la cabeza.
—No sabría decirte. Vacían el contenedor de basura dos veces por semana. Esto debe de llevar aquí al menos dos días.
Recorrí el aparcamiento con la mirada y luego me centré en la enmohecida fachada del Cacique.
—¿Y qué me dices del motel?
Ángel se encogió de hombros.
—Siguen registrándolo, pero no creo que encuentren nada. Las otras veces se limitó a usar el primer contenedor que tuvo a mano. ¿Eh? —dijo de repente.
—¿Qué?