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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (21 page)

BOOK: El oro del rey
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Resignado, olvidó el alcázar y volvió sobre sus pasos. Encontró una espalda, tal vez la del mismo hombre que lo había esquivado antes; así que le hundió la daga en los riñones, movió la muñeca para que la hoja describiera dentro un círculo con el máximo destrozo posible, y la sacó mientras el otro caía al suelo aullando como un condenado. Un tiro a bocajarro lo deslumbró muy de cerca; y sabiendo que ninguno de los suyos llevaba pistola, cerró contra el sitio de donde venía el resplandor, dando tajos a ciegas. Topó con alguien, fue a trabarse de brazos, y cayó a la cubierta ensangrentada mientras golpeaba al otro con cabezazos en la cara, una y otra vez, hasta que pudo manejar la daga e introducirla entre ambos. Chilló el flamenco al sentirse herido, y escapó a gatas; revolvióse Alatriste, y un cuerpo le vino encima murmurando en español: «Madre Santísima, Jesús, Madre Santísima». No supo quién era ni tuvo tiempo de averiguarlo. Se desembarazó del caído, poniéndose en pie con la espada en una mano y la daga en la zurda, sintiendo que la oscuridad se volvía roja a su alrededor. Los hombres gritaban de forma espantosa y era imposible dar tres pasos por la cubierta sin resbalar en la sangre.

Cling, clang. Todo parecía transcurrir tan despacio que le sorprendió que entre cada estocada suya no le colaran diez o doce los otros. Sintió un golpe en la cara, muy fuerte, y la boca se le llenó con el gusto metálico y familiar de la sangre. Alzó la espada con la guarda hasta la frente para descargar un tajo de revés contra un rostro cercano: una mancha muy pálida, borrosa, que se desvaneció con un alarido. El flujo y reflujo de la lucha llevaban de nuevo a Alatriste hasta la escala del alcázar, donde había más luz. Entonces comprobó que entre la axila y el codo del brazo izquierdo sostenía la espada arrebatada a alguien, hacía siglos. La dejó caer, revolviéndose a punta de daga porque creía tener enemigos detrás, y en ese instante, cuando iba a dar un contragolpe con la toledana, reconoció el rostro barbudo y feroz de Bartolo Cagafuego, que daba tajos a todas partes sin conocer a nadie, echando espumarajos por la boca. Giró Alatriste en otra dirección, buscando adversarios, justo a tiempo para hacer frente a una pica de abordaje cuya moharra le buscaba la cara. Esquivó, paró, tajó y luego clavó, haciéndose daño en los dedos cuando, al ir a fondo, la punta de la toledana se detuvo en seco con un chasquido, topando en hueso. Retiró el codo para liberar el arma, y al dar un paso atrás tropezó con unos rollos de cordaje y fue a dar de espaldas contra la escalera. Cloc. Ay. Creyó que se había roto el espinazo allí mismo. Alguien le asestaba ahora golpes con la culata de un arcabuz, así que hurtó la cabeza, agachándose. Dio con otro, e incapaz de saber si era amigo o enemigo, dudó, acuchilló y dejó de acuchillar, por si acaso.La espalda le dolía mucho; quiso gemir, para aliviarse —gemir largo, entre dientes, era buena forma de engañar el dolor, desahogándolo—, pero de su garganta no brotó sonido alguno. La cabeza le zumbaba, seguía notando sangre dentro de la boca, y los dedos estaban entumecidos de apretar espada y daga. Por un momento lo invadió el deseo de saltar por la borda. Ya estoy, pensó desolado, demasiado viejo para soportar esto.

Descansó lo preciso para recobrar aliento, y volvió resignado a la pelea. Aquí mueres, se dijo. Y en ese instante, cuando se hallaba al pie de la escala y en el círculo de luz del fanal, alguien gritó su nombre. Lo hizo con una exclamación que era al mismo tiempo de rencor y de sorpresa. Desconcertado, Alatriste se volvió hacia aquella voz, la espada por delante. Y entonces hizo un esfuerzo para tragar saliva y sangre, incrédulo. Que me crucifiquen en el Gólgota, pensó, si no tengo delante a Gualterio Malatesta.

Pencho Bullas murió a mi lado. El murciano estaba batiéndose a cuchilladas con un flamenco, y de pronto el otro le pegó un pistoletazo en la cabeza, tan de cerca que se la arrancó de quijada arriba, plaf, rociándome con los fragmentos. De cualquier modo, antes siquiera de que el flamenco bajara la pistola, yo le había pasado el filo de mi espada por el cuello, muy rápido y seco y apretando fuerte, y el adversario se fue encima de Bullas gorgoteando en su lengua. Hice molinetes alrededor para mantener lejos a quien pretendiera acercarse. La escala del alcázar distaba demasiado para alcanzarla, así que procuré lo que todos: mantenerme vivo el tiempo necesario para que Sebastián Copons nos sacara de allí. Ya no me quedaba resuello para pronunciar el nombre de Angélica ni el de Cristo bendito: reservaba todo el aliento para mi pellejo. Durante un buen rato esquivé estocadas y golpes, devolviendo cuantos pude. A veces, entre la confusión del asalto, creía ver de lejos al capitán Alatriste; pero mis intentos por acercarme resultaron inútiles. Había demasiada gente matándose entre él y yo.

Los nuestros aguantaban el tipo con mucho oficio, peleando con la resolución profesional de quien lo pone todo a la sota de espadas; pero los del galeón eran más de los que esperábamos, y poco a poco nos empujaban hacia la borda por la que habíamos subido. Al menos, me dije, yo sé nadar. El suelo estaba lleno de cuerpos inmóviles o que se arrastraban entre quejidos, haciéndonos tropezar a cada paso. Y empecé a tener miedo. Un miedo que no era exactamente a la muerte —morir es un trámite, había dicho Nicasio Ganzúa en la cárcel de Sevilla—, sino a la vergüenza. A la mutilación, a la derrota y al fracaso.

Alguien atacó. No parecía grande y rubio como la mayor parte de los flamencos, sino cetrino y barbudo. Tiróme varios tajos con los filos, a modo de mandobles, con muy escasa fortuna; pero yo no perdí la cabeza, sino que reparé bien, asenté los pies con buena destreza, y al tercer o cuarto viaje en que el otro apartó el brazo, le entré por los pechos con la rapidez de un gamo, hasta la guarnición misma. Casi choqué con su cara al hacerlo —sentí su aliento en la mía—, fuime con él al suelo sin soltar el puño, y oí quebrarse en su espalda, contra las tablas de cubierta, la hoja de mi toledana. Allí, tal como estaba, le di cinco o seis buenas puñaladas en la barriga. A las primeras me sorprendió oírlo gritar en español, y por un momento pensé que me había equivocado, y que acababa de despachar a un camarada. Pero la luz del combés alumbró a medias un rostro desconocido. Había españoles a bordo, comprendí. Y por el aspecto y el coleto de aquel pájaro, gente de armas.

Me incorporé, confuso. Eso alteraba la situación, pardiez, y no para mejorarla. Quise pensar en lo que significaba; pero el hervor de la refriega era demasiado intenso como para darle vueltas al caletre. Busqué un arma mejor que mi daga, y di con un alfanje de abordaje: hoja ancha, corta, y enorme cazoleta en la empuñadura. Su peso en la mano diome cumplido consuelo. A diferencia de la espada, de filos más sutiles y punta necesaria para herir, aquél permitía abrirse camino a tajos. Así lo hice, chaf, chaf, impresionado yo mismo del chasquido que producía al golpear. Acabé junto a un pequeño grupo formado por el mulato Campuzano, que peleaba con la frente abierta por una brecha sangrante, y el Caballero de Illescas, quien ya se batía con poca resolución, agotado, buscando a ojos vistas un hueco para tirarse al mar.

Una espada enemiga relució ante mí. Alcé el alfanje para desviar el golpe, y aún no había acabado el movimiento cuando, con súbita sensación de pánico, comprendí el error. Pero ya era tarde: en ese instante, por abajo y hacia el costado, algo punzante y metálico perforó el coleto, adentrándose en la carne; y me estremecí hasta la médula cuando sentí el acero deslizarse, rechinando, entre los huesos de mis costillas.

Todo encajaba, pensó fugazmente Diego Alatriste mientras se ponía en guardia. El oro, Luis de Alquézar, la presencia de Gualterio Malatesta en Sevilla y luego allí, a bordo del galeón flamenco. El italiano escoltaba el cargamento, y por eso habían encontrado una resistencia tan inesperada a bordo del
Niklaasbergen
: la mayor parte de los que les hacían frente no eran marineros sino mercenarios españoles, como ellos. En realidad, aquella era una escabechina entre perros de la misma jauría.

No tuvo tiempo de meditar nada más, porque tras la sorpresa inicial —a Malatesta se le veía tan desconcertado como lo estaba él mismo— el italiano ya le venía encima, negro y amenazador, con la espada por delante. De pronto al capitán se le esfumó la fatiga como por ensalmo. Nada tonifica tanto los humores de la sangre como el viejo odio; y el suyo ardió como era debido, bien reavivado y candente. De modo que el deseo de matar resultó más poderoso que el instinto de supervivencia. Alatriste fue incluso más rápido que su adversario, porque cuando llegó la primera estocada, él ya se había afirmado, desviándola con un golpe seco, y la punta de su espada llegó a una pulgada del rostro del otro, que se fue dando traspiés para evitarla. Esa vez, advirtió el capitán yéndole encima, al muy hideputa se le habían quitado las ganas de silbar
tirurí-ta-ta
o alguna otra maldita cosa.

Antes de que se rehiciera el italiano, Alatriste metió pies acosándolo muy de cerca, con los medios de la espada y el tiento de la vizcaína, de manera que a Malatesta no le quedó otra que retroceder, buscando espacio para dar su herida. Chocaron de nuevo, bien recio, bajo la misma escala del alcázar, y siguieron luego de cerca con las dagas y golpeándose con las guarniciones de las toledanas hasta la obencadura de la otra borda. Entonces el italiano dio contra el cascabel de uno de los cañones de bronce que allí estaban, desequilibrándose, y Alatriste gozó viéndole el miedo en los ojos cuando él se volvió de medio lado, le tiró de zurda y luego de diestra, a punta y a revés, con la mala suerte de que en ese último tajo se le volvió al capitán la espada de plano. Aquello bastó al otro para lanzar una exclamación de alegría feroz; y con la eficacia de una serpiente dio tan recia cuchillada, que si Alatriste no llega a saltar atrás, del todo descompuesto, allí mismo habría entregado el ánima.

—Qué pequeño es el mundo —murmuró Malatesta, entrecortado el aliento.

Aún parecía sorprendido de ver allí al viejo enemigo. Por su parte el capitán no dijo nada, limitándose a afirmar de nuevo los pies, muy en guardia. Se quedaron así estudiándose, espadas y dagas en las manos, encorvados y dispuestos a arremeter. En torno continuaba la refriega, y la gente de Alatriste seguía llevando la peor parte. Malatesta echó un vistazo.

—Esta vez pierdes, capitán… Era demasiado ambicioso el mordisco.

Sonreía el italiano con mucho aplomo, negro como la Parca, la luz sucia del fanal ahondándole las cicatrices y las marcas de viruela en la cara.

—Espero —añadió— que no hayas traído al rapaz a este escabeche.

Ése era uno de los puntos débiles de Malatesta, consideró Alatriste mientras le tiraba una estocada alta: hablaba demasiado, y eso abría huecos en su defensa. La punta de la espada tocó al italiano en el brazo izquierdo, haciéndole soltar la daga con un juramento. Le fue encima entonces el capitán por ese hueco, fiando en la suya, largando tan atroz puñalada baja que la destrozó al errar y golpearse con el cañón. Por un instante Malatesta y él se miraron muy de cerca, casi abrazados. Después retiraron las espadas con presteza, para ganar espacio y acuchillar el uno antes que el otro; la diferencia fue que, apoyándose con la mano libre —y dolorida— sobre el cañón, el capitán dio al italiano una patada bien bellaca que lo empujó contra la borda y los obenques. En ese momento hubo un fuerte griterío en el combés, a sus espaldas, y el fragor de nuevos aceros se extendió por la cubierta del barco. Alatriste no se volvió, pendiente como estaba de su enemigo; pero en la expresión de éste, de pronto fúnebre y desesperada, pudo leer que Sebastián Copons acababa de abordar el
Niklaasbergen
por la proa. Y para confirmarlo, el italiano abrió la boca soltando una espantosa blasfemia en su lengua materna. Algo sobre el cazzo di Cristo y la sporca Madonna.

Me arrastré mientras oprimía la herida con las manos, hasta apoyar la espalda en unos cabos adujados en el suelo, junto a la borda. Allí desabroché mis ropas buscándome el tajo, que estaba en el costado derecho; pero no pude verlo en la oscuridad. Apenas dolía, salvo en las costillas que el acero había tocado. Sentí cómo la sangre se derramaba dulcemente entre mis dedos, corriéndome cintura abajo, por los muslos, hasta mezclarse con la que ya empapaba las tablas de la cubierta. Debo hacer algo, pensé, o me desangro aquí como un verraco. La idea me hizo desfallecer, y aspiré aire en boqueadas luchando por seguir consciente; un desvanecimiento era el modo más cierto de vaciarme por la herida. Alrededor seguía la pelea, y todos estaban harto ocupados para que yo pidiese ayuda; con el agravante de que podía acudir un enemigo que me rebanase lindamente el pescuezo. Así que resolví cerrar la boca y apañármelas solo. Dejándome caer despacio sobre el costado sano, metí un dedo en la herida para comprobar lo honda que era. No pasaba de dos pulgadas, calculé: el coleto de ante había amortizado de sobra los veinte escudos del precio. Podía respirar bien y el pulmón parecía indemne; pero la sangre seguía fluyendo y me debilitaba cada vez más. Tengo que atajar esto, me dije, o encargar misas. En otro sitio habría bastado un puñado de tierra para formar el coágulo, pero allí no había nada de eso. Ni siquiera un pañuelo limpio. De algún modo había arrastrado mi daga conmigo, porque la tenía entre las piernas. Corté un trozo del faldón de la camisa, y me lo apreté en la herida. Aquello escoció de veras. Dolió muchísimo, y tuve que morderme los labios para no gritar.

Empezaba a perder el sentido. Hice lo que pude, me dije, intentando consolarme antes de caer en el pozo negro que se abría a mis pies. No pensaba en Angélica ni pensaba en nada. Cada vez más débil, apoyé la cabeza en la borda, y entonces me pareció que ésta se movía. Sin duda es mi cabeza que da vueltas, concluí. Pero entonces reparé en que el ruido del combate había amainado allí, que ahora había muchas voces y escándalo algo más lejos en cubierta, hacia el combés y la proa. Algunos hombres me pasaron por encima, casi pateándome en sus prisas, y se arrojaron al agua. Oía sus chapoteos y sus gritos de pánico. Miré hacia arriba, aturdido, y me pareció que alguien había trepado a la gavia de la vela mayor y cortaba los matafiones, porque ésta se desplegó de pronto, cayendo medio hinchada por la brisa. Entonces torcí la boca en una mueca estúpida y feliz. Una mueca que debía de ser una sonrisa, pues comprendí que habíamos vencido, que el grupo de proa había logrado cortar el cabo del ancla, y que el galeón derivaba en la noche, hacia los bancos de arena de San Jacinto.

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