Authors: Matilde Asensi
Mi abuela llegó puntual del hospital mientras yo daba sorbos al té y disfrutaba en el jardín de la incipiente mañana. Por su forma de taconear, de resoplar y de hablar con Magdalena y Sergi mientras avanzaba inexorablemente hacia donde yo me encontraba, adiviné que traía el humor revuelto y el disco duro bloqueado.
Entró como un huracán en el jardín, todavía quitándose la gruesa chaqueta que le gustaba ponerse por la noche en el hospital. Su cara alterada cambió al verme y esbozó una cariñosa sonrisa mezclada aún con un redoble de suspiros entrecortados.
—¡Debí de quedarme muy a gusto el día que traje a tu madre al mundo! —fue lo primero que dijo mientras tomaba asiento a mi lado y me pasaba la mano por la peluda mejilla a modo de saludo.
—No deberías tomarla en serio, abuela —exclamé mientras me desperezaba levantando los brazos hacia el cielo, espléndidamente azul. Estaba comprobado que, en cuanto mi madre y mi abuela pasaban juntas un par de días, comenzaba la tercera guerra mundial. En esta ocasión el inicio de las hostilidades había sufrido un cierto retraso porque apenas se habían visto, pero, al final, y como era de esperar, la oportunidad se había dado en uno de los breves encuentros para el relevo—. Ya sabes cómo es.
—¡Por eso mismo lo digo! ¿Cómo pude tener una hija tan tonta, Señor...? Reconozco que su padre era un poco tarambana, pero siempre tuvo la cabeza en su sitio. ¿A quién habrá salido esta niña...? ¡Si supieras la de veces que me lo he preguntado!
La niña, como ella decía, había sobrepasado ya la frontera de los sesenta.
—¿Qué tal la noche? —le pregunté para cambiar de tema.
Mi abuela bajó la mirada hacia la tetera y arregló con pena la esquina de mi servilleta.
—Daniel ha estado muy inquieto —me contestó—. No ha parado de hablar.
Nos quedamos en silencio, contemplando el paso discreto de Sergi junto a las adelfas.
—¿Quieres tomar algo? —le pregunté.
—Un vaso de leche caliente.
—¿Desnatada?
—¡Quita, por Dios, valiente agua sucia! No, leche entera, la de toda la vida.
No tenía que molestarme en pedirla. El sistema retransmitiría la orden a Magdalena en cualquier parte de la casa en que ésta pudiera encontrarse.
—Pues anoche estaba muy tranquilo —comenté, recordando mi breve visita.
—Anoche, sí —asintió, ahuecándose con las manos el pelo aplastado con un gesto de cansancio—, pero, luego, no sé qué le pasó que no hubo forma de hacerle dormir ni con las pastillas esas que le dan. Ha sido terrible.
—¿Se movía? —quise saber, esperanzado.
—No, no se movía —murmuró mi abuela tristemente—. Estaba obsesionado con su entierro. Quería que le amortajáramos y le sepultáramos. Menos mal que, cuando le expliqué que esas cosas ya no se llevan y que ahora se incinera a los muertos, no insistió más. ¿Por qué tendrá esa manía tan rara?
—Es el síndrome de Cotard, abuela.
Ella hizo un rictus extraño con la boca y me miró, rechazando mis palabras con suaves negaciones de cabeza.
—Dime una cosa, Arnauet —vaciló—. Eso que Lola, Marc y tú estáis haciendo, está relacionado con Daniel, ¿verdad?
Un rayo de sol se acercó lentamente hacia mi taza y, de repente, saltó desde allí hasta mis ojos con un destello. Estrechando los párpados, asentí. Ella volvió a suspirar.
—¿Serviría de algo que te contase lo que dice tu hermano por las noches o sería una tontería?
¡Qué mujer más lista e intuitiva! Siempre conseguía sorprenderme. Sonreí mientras me retiraba el pelo de la cara.
—Cuéntame, genio. —Y me incliné para darle un beso estruendoso en la frente. Ella manoteó en el aire para apartarme, pero ni siquiera me rozó.
—Te lo contaré con la condición de que me dejes fumar un cigarrillo sin amargarme la vida.
—¡Abuela, por favor! —protesté—. ¡A tu edad ya no deberías hacer estas cosas!
—¡A mi edad, precisamente, es cuando puedo hacerlas!
Y, sin mediar más palabras, extrajo del bolso una preciosa pitillera de piel y sacó un cigarrillo de boquilla dorada.
—Los jóvenes de ahora no tenéis ni idea de lo que es bueno.
—No me evangelices.
—¿Acaso estoy hablando de religión? ¡Hablo de disfrutar! Además, si vas a darme la tabarra, me voy a mi habitación y en paz. No te cuento nada de lo que dice Daniel.
Me tragué mis protestas y, con la frente fruncida para dejar patente mi disgusto, la vi exhalar la primera nube de humo. Lo curioso es que había empezado a fumar muy tarde, cerca de los sesenta años, influida por sus locas amigas, y no había comida ni celebración en la que no sacara, al final, su pitillera.
—Mariona me ha explicado que esas palabras raras que dice son de un lenguaje en el que estaba trabajando para la universidad —empezó, reclinándose en el sillón de mimbre—. Quechua, me dijo, o aymara. No está segura. No me pidas que te las repita porque no sería capaz. Pero también habla mucho de una cámara que hay debajo de una pirámide, sobre todo cuando está más nervioso. Entonces habla de esa cámara y dice que allí está escondido el lenguaje original.
Me incorporé de golpe, apoyando los codos sobre la mesa y la miré fijamente.
—¿Y qué dice de ese lenguaje original?
Mi abuela pareció sorprenderse por mi reacción, pero en seguida volvió a perder la mirada en los arbustos que nos rodeaban.
—Habla mucho de eso, pero yo creía que eran tonterías, la verdad. En fin, lo que repite a menudo es que el lenguaje original está formado por unos sonidos raros que tienen propiedades naturales, o algo parecido —dilató las fosas nasales y apretó los labios intentando ahogar discretamente un bostezo—. También dice que esos sonidos están en la cámara, que la cámara está debajo de una pirámide y, me ha parecido entender aunque no me hagas mucho caso, que la pirámide tiene una puerta encima. —Suspiró con desolación—. ¡Qué triste, Dios mío! ¡Mi pobre nieto Dani! ¿Tú crees que se curará?
Magdalena apareció por las puertas que daban al salón con una bandeja en la mano sobre la que descansaba un platillo con un vaso de leche. Tras ella, enmarcándola como una sombra gigantesca, venía
Jabba
y, a su lado,
Proxi
, vestida con unos vaqueros elásticos que hacían parecer sus largas piernas mucho más interminables y estilizadas. Ambos lucían el pelo extrañamente acharolado, como si se hubieran echado litros de gel fijador y, como
Jabba
lo tenía muy rojo y
Proxi
muy negro, el contraste resultaba, cuando menos, curioso.
—¡Buenos días, buenos días! —exclamó
Jabba
, dejándose caer, pictórico y expansivo, en uno de los sillones de mimbre, que crujió como si fuera a despanzurrarse. Menos mal que era recio y que tenía buenos y mullidos almohadones de lona—. ¡Es fantástico no tener que ir a trabajar!
Proxi
se situó entre mi abuela y yo, dándole la espalda al sol, sin dejar de mirar, asombrada, el cigarrillo que aquélla fumaba y del que se desprendía el humo en suaves volutas.
—¿Llegas ahora del hospital, Eulalia? —le preguntó. Mi abuela dibujó una sonrisa desfallecida.
—Ahora mismo, pero, si no os importa, me voy a dormir. —Fue poniéndose lentamente en pie, como si el cuerpo le pesara una tonelada—. Sé que es una descortesía marcharme justo cuando acabáis de llegar, pero me encuentro muy cansada. Daniel ha pasado mala noche. Tú se lo cuentas, ¿de acuerdo, Arnauet?
—No te preocupes, abuela. Que descanses.
—Descansa, Eulalia —le deseó
Proxi
.
—Buenas noches, niños —murmuró mi adormilada antepasada llevándose con ella el vaso de leche y los restos de su dosis de alquitrán y nicotina.
—¿Queréis desayunar? —les pregunté a aquellos dos una vez que mi abuela hubo desaparecido en el interior de la casa.
—No, gracias,
Root
. Venimos servidos —me explicó
Proxi
—. Además, no tendrías comida suficiente para ofrecerle a este troglodita. Se lo come todo por las mañanas.
—¿Daniel ha pasado mala noche? —inquirió
Jabba
con ganas de cambiar rápidamente de tema. La gruesa capa de lípidos que le abrigaba era algo muy íntimo para él. De hecho, su hermano mayor había empezado a llamarle
Jabba
después de ver en
La Guerra de las Galaxias
al enorme y fofo gusano que, con ese nombre, dirigía la mafia intergaláctica y perseguía a Harrison Ford (Han Solo) para cobrar el dinero que éste le debía.
—Ha estado muy inquieto —les expliqué, girando mi asiento hasta quedar en dirección al sol. Era muy agradable sentirlo así, en el jardín de casa, sin tener prisa por bajar al despacho—, pero no ha recuperado el movimiento. Sin embargo, mi abuela me ha contado algunas de las cosas que farfulla mientras delira y me parece que el cerebro de mi hermano no está tan perdido como todos creen.
—¿Qué cosas son ésas? —preguntó
Proxi
, interesada.
—Habla sobre el lenguaje original.
—¡Qué dices! —saltó
Jabba
, acercando su asiento hasta quedar pegado a mí—. ¿Del lenguaje original, del aymara?
—No, él no menciona el aymara. Sólo afirma que hay un lenguaje original que está formado por sonidos naturales. La primera noche que estuvo ingresado comentó algo parecido delante de Ona y de mí, pero, hasta ahora, no había conseguido recordar sus palabras. Daniel dijo textualmente que existía un lenguaje primigenio cuyos sonidos eran inherentes a la naturaleza de los seres vivos y de los objetos.
—¿El aymara? —insistió el grueso gusano mafioso.
—¡Que no, que él no dice nada del aymara! —vociferé, cabreado.
—¡Vale! Pero estoy seguro que se refiere al aymara.
—¿Y de qué más habla?
—¿Estáis bien sentados? Vale, pues dice mi abuela que Daniel no deja de repetir que esos sonidos están escondidos en una cámara, que esa cámara está debajo de una pirámide y que esa pirámide tiene una puerta encima.
Se hizo tal silencio en el jardín que casi podía escucharse, a pesar de las pantallas protectoras, el ahogado ruido del tráfico que subía desde la calle. Como impulsados por un pensamiento común que se materializó en significativos cruces de miradas, sin decir palabra nos pusimos en pie al mismo tiempo y nos dirigimos hacia mi estudio. Había un dibujo hecho a mano por mi hermano que debíamos comprobar, uno en el que se veía una pirámide escalonada de tres pisos con una serpiente cornuda en su interior y que tenía anotada, debajo, la palabra «Cámara». Yo ya sabía, porque lo había visto en el despacho de la doctora Torrent, que esa pirámide no era sino el pedestal sobre el que se apoyaba el Dios de los Báculos de la Puerta del Sol de Tiwanacu, de manera que ya teníamos perfectamente localizada la cámara con la serpiente en el interior de la pirámide; lo único que fallaba era que la puerta no estaba en la cúspide. Por supuesto, podía tratarse de un dibujo simbólico, algo así como un plano, en cuyo caso, debajo de la Puerta del Sol podía encontrarse la mencionada pirámide.
—Bueno... —musitó
Proxi
entre dientes tras examinar el boceto—, creo que las piezas siguen encajando. Debemos liquidar el asunto de las crónicas antes del mediodía.
Obedecimos como corderillos. En tanto que yo retomé los tres tomos de la
Nueva crónica y buen gobierno
,
Jabba
se apoderó de los dos impresionantes volúmenes de los C
omentarios Reales de los Incas
y
Proxi
de
La crónica del Perú de Pedro de Cieza de León y de la Suma y narración de los Incas
, de Juan de Betanzos. Ellos se sentaron en un par de amplios sillones y yo en mi habitual lugar de trabajo, frente a la mesa. En aquel momento podía parecer una estupidez haber conectado tantos ordenadores porque, aunque encendidos, sólo servían para ondear sincronizadamente en sus pantallas el logo de Ker-Central, pero ¿qué otro recurso se le podía haber ocurrido a unos informáticos que se disponían a trabajar duramente enfrentándose a temas extravagantes y desconocidos? Yo, a veces, pensaba que por mis venas no circulaba sangre sino un torrente de bits (pequeñas unidades de información similares a nuestras neuronas) y que mi material físico estaba compuesto por líneas de código. Siempre decía, en broma, que mi cuerpo era el
hardware
, mi mente el
software
y mis órganos sensoriales los periféricos que dejaban entrar y salir los datos. ¿Había existido alguna vez un mundo sin ordenadores? ¿Cómo era la gente antes de poder conectarse a través de la red? ¿En la Edad Media sobrevivían sin teléfono móvil? ¿Los incas no tenían fibra óptica, ni DVD...? ¡Qué extraño era el pasado! Sobre todo porque aquellas personas no habían sido tan diferentes de nosotros. Sin embargo, a pesar de nuestros avances técnicos, el mundo que nos había tocado en suerte era bastante absurdo y nuestra época estaba tan plagada de despropósitos —ataques terroristas, guerras, mentiras políticas, contaminación, explotación, fanatismos religiosos, etc.—, que la gente ya no era capaz de creer que pudieran pasarle cosas extraordinarias. Sin embargo, allí estábamos nosotros para demostrar que sí, que ocurrían de verdad, y ¿qué podíamos hacer sino dejarnos arrastrar por ellas?
Estuve mirando la crónica de Guamán durante toda la mañana, pasando página tras página y recreándome con los dibujos, buscando, con ayuda de los índices, la menor referencia a los collas, los aymaras y Tiwanacu (que, en esta edición venía como Tiauanaco, nombre que sumé a la colección: Tiahuanaku, Tiahuanacu, Tihuanaku, Tiaguanacu y Tiahuanaco), pero ya no encontré más frases subrayadas por mi hermano ni tampoco más datos significativos, aunque sí muchas curiosidades que no tenían nada que ver con nuestra investigación: la descripción minuciosa de las torturas y castigos impuestos a los indios por los gobernadores o la Iglesia era digna del mejor cine de terror y la división social y racial sobrevenida por la aparición de todas las combinaciones posibles de españoles, indios y «negros de Guinea» era increíble.
Pero si yo no encontré nada realmente útil,
Proxi
desechó a Juan de Betanzos con las manos vacías en menos de media hora y
Jabba
apenas tuvo algo más de suerte con Garcilaso de la Vega. El Inca parecía confundir a los aymaras con otro pueblo muy diferente situado en un lugar llamado Apurímac, a mucha distancia del Collao y del lago Titicaca y, de los collas, sólo hablaba para referirse a las derrotas de las que fueron objeto por parte de los incas o para escandalizarse cristianamente de lo muy libres que eran sus mujeres para hacer lo que quisieran con su cuerpo antes de casarse. La información que daba sobre Tiwanacu apenas aportaba datos sobre los edificios y el diseño del lugar, limitándose a hablar sobre las dimensiones megalíticas de los sillares utilizados: «...piedras tan grandes que la mayor admiración que causa es imaginar qué fuerzas humanas pudieron llevarlas donde están siendo, como es verdad, que en muy gran distancia de tierra no hay peñas ni canteras de donde se hubiesen sacado aquellas piedras», «Y lo que más admira son unas grandes portadas de piedra hechas en diferentes lugares. Y muchas de ellas son enterizas, labradas de una sola piedra por todas cuatro partes», «Y estas piedras tan grandes y las portadas son de una pieza, las cuales obras no se alcanza ni se entiende con qué instrumentos o herramientas se pudieran labrar». Después, con toda la flema del mundo, reconocía haber copiado la información de la crónica de Pedro de Cieza de León, en la que
Proxi
estaba trabajando en ese momento. El único dato curioso —o revelador, según se mire— que
Jabba
encontró en Garcilaso, fue una frase entre paréntesis aparecida al principio del libro VII en la que el autor, descendiente de Orejones por parte de su madre, explicaba que los Incas habían mandado que todos los habitantes del imperio aprendiesen por la fuerza la «lengua general», o sea, el quechua, para lo cual pusieron maestros en todas las provincias. Entonces, como si tal cosa, afirma: «(Y es de saber que los Incas tuvieron otra lengua particular que hablaban entre ellos, que no la entendían los demás indios ni les era lícito aprenderla, como lenguaje divino.)»