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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (41 page)

BOOK: El orígen del mal
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Milosz levantó el brazo. Su mano enguantada parecía liviana.

—No hagáis caso de la decoración. Mi clientela adora la exageración…

Volokine se acercó con una sonrisa. Recuperaba la sangre fría.

—Hola, Milosz. Menuda velada nos ofreces esta noche…

—Veladas temáticas. Eso siempre funciona.

Volokine se dio la vuelta hacia Kasdan, que parecía pasmado, luego volvió al dueño de la casa.

—Mi colega y yo nos preguntábamos… cuál es el tema de esta noche…

—«Los enemigos de la Navidad.» Eso que no se les dice nunca a los niños.

Milosz lanzó una sonora carcajada. Su voz, sus palabras, su risa, todo parecía salir de una gran caverna. El acento español resaltaba aún más sus modulaciones de bajo.

—Te presento a Lionel Kasdan, comandante de la Criminal. Estamos en plena investigación y…

—Compadres, tengo la impresión de que sois la guinda de mi pastel…

—¿Qué guinda? ¿Qué pastel?

El monstruo alzó sus dos brazos cubiertos por amplias mangas como si fuera un Gandalf diabólico.

—Si no me equivoco, habéis venido a hablar de mi tierna infancia.

—Queremos interrogarte sobre Hans-Werner Hartmann.

Milosz juntó sus manos en actitud de oración y luego las agitó como si se dispusiera a lanzar unos dados.

—¡Qué tiempos aquellos!

—Me alegro de que te lo tomes así. Así no tenemos que representar el papel de polis amenazantes.

—Nadie amenaza a Milosz. Si Milosz quiere hablar, habla. Es lo que hay.

—Entendido. Entonces, somos todo oídos.

—¿Estás seguro de que no olvidas nada?

Volo pensó en dinero. Pero ese tío no tenía nada que ver con un mísero chivato de la poli que vive al día.

—Si quieres que yo hable —prosiguió el gurú—, primero has de hablar tú. A Milosz hay que contárselo todo. ¿A qué se debe esa investigación? El cadáver de Hans-Werner Hartmann debe de estar criando malvas desde hace siglos.

—Wilhelm Goetz —dijo el ruso—, ¿te dice algo?

—Claro que sí. El perrito faldero de Hartmann. El director de las voces celestiales.

—¿Lo conociste… personalmente?

—Canté bajo su batuta, pequeño. En todos los sentidos.

—¿Sabías que vivía en París?

—Siempre lo supe, sí.

—¿Por qué?

—Es cliente habitual de mi club —dijo, sonriendo—. Una justa compensación. En París… ¡él es el que canta bajo mi vara! Completamente enganchado al dolor.

—Goetz fue asesinado hace cuatro días.

Ninguna reacción; luego, un suspiro irónico.

—Que el diablo lo acoja en su seno.

Volokine se pasó el índice por el cuello de la camisa. Se aflojó la corbata. El calor era insoportable. La corpulencia de Milosz, pesada y negra, acrecentaba la sensación opresiva del lugar.

—¿Quién crees que podría habérselo cargado?

—Ese hombre tuvo una vida larga y atormentada. El móvil se encuentra en ese pasado.

—Eso creemos.

—Por eso preguntáis sobre Hartmann.

—Nos han dicho que viviste en la Colonia Asunción. ¿Es cierto?

—¿Quién os ha dicho eso?

—El general La Bruyère.

—Otro buen cliente. Lo creía muerto.

—Digamos que, en cierto modo, lo está.

Volokine buscaba las palabras para formular la primera pregunta, pero Milosz abrió sus grandes labios de cetáceo.

—Lo mejor será que os cuente la historia. Toda la historia.

El ruso lanzó una mirada alrededor. No había donde sentarse, ni siquiera un sillón. Los visitantes del amo y señor SM debían llegar a cuatro patas, con un collar de perro alrededor del cuello. Volokine metió las manos en los bolsillos. Kasdan permanecía inmóvil. Como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza.

—Llegué a la Colonia en 1968. Tenía diez años. Venía de un pueblito cercano a Temuco, al pie de la cordillera. Hartmann ofrecía alimentación y estudios a todos los que aceptaban ayudar en el campo, trabajar en las minas, formar parte de su coro. Nos enseñaba costumbres germánicas, música, alemán…

—¿Cómo era la vida en la Colonia?

—Especial, compadre. Muy especial. Para empezar, el tiempo se había detenido en los años treinta. Hablo de los miembros del núcleo duro. No de los extranjeros como nosotros. Las mujeres llevaban trenzas y vestían ropa tradicional. Los hombres, pantalón corto de piel. Cualquiera habría dicho que estábamos en Baviera.

—¿Qué idioma hablaban?

—Con nosotros, español. Entre ellos, alemán.
Wie
Sie
befehlen,
mein
Herr!
¡Como usted ordene, señor! Pero, cuidado: la Colonia no era una secta nazi. En absoluto. Digamos que tenían cosas en común. Me acuerdo: por todos lados ondeaban banderas, estandartes. Con un símbolo curioso: una silueta oblicua, alargada, con reminiscencias del águila nazi. Era como si sobre nosotros pesara la sombra de un ideal. A la vez cristiano y maléfico.

—Supongo que tenían normas estrictas.

—No era una escuela de la risa, eso seguro. Vivíamos con total autonomía. Producíamos de todo, salvo la sal y el café. Los hombres y las mujeres no tenían permitido contacto alguno. Hartmann, y solo Hartmann, decidía los matrimonios. Además, las parejas casadas no podían verse durante el día. A veces, ni siquiera durante la noche. La tasa de natalidad estaba estrictamente controlada. En los campos, en las minas, estaba prohibido hablar, silbar o reírse. Estábamos rodeados de guardias con perros que nos vigilaban. Si tuviera que enumerar todas las restricciones, estaríamos aquí hasta mañana.

—Explícanos al menos otras normas. Solo algunas.

—Hartmann consideraba que la civilización moderna era una corrupción. Teníamos prohibido tocar ciertos materiales, como el plástico, el acero inoxidable, el nailon. Tampoco podíamos comer ciertos alimentos ni beber ciertas bebidas, como la Coca-Cola. También estaban prohibidos ciertos gestos, como darse la mano. Se consideraba que esos contactos manchaban. Hartmann apuntaba a una existencia absolutamente pura.

—¿También estaban prohibidas las máquinas modernas?

—No. Hartmann no era tan tonto. La utilización de la electricidad, de los tractores y demás, estaba autorizada. El alemán tenía una propiedad agrícola que debía dar rendimientos, y sabía gestionarla bien. En realidad, había dos zonas. La zona «blanca», sin electricidad y sin la menor fuente de polución, donde se criaban los niños, y la zona electrificada, que comprendía el hospital, el refectorio y todos los espacios agrícolas.

—Una existencia muy similar a la de los amish, ¿no?

—A mediados de los años ochenta, un periodista de
La
Nación
se atrevió a escribir un reportaje sobre la Colonia. Lo tituló «Los amish del Mal», denominación que fue recogida inmediatamente por la revista alemana
Stern.
Bastante acertada. Salvo que Hartmann no se adscribía a ningún padre fundador en particular. Practicaba una especie de sincretismo basado en una línea cristiana muy dura, donde se combinaban ideas anabaptistas, metodistas e incluso budistas. Creo que había hecho un viaje al Tíbet…

—¿A partir de qué momento te aceptaron en la secta propiamente dicha?

—Enseguida. Debido a mi voz. Tenía un don para el canto. Eso parecía una suerte, pero no lo era. Era incluso muy peligroso.

—¿Peligroso?

—En el mundo de Hartmann, las notas desafinadas se pagaban caras.

—¿Quién dirigía el coro? ¿Wilhelm Goetz?

—En aquella época, sí. Más tarde hubo otros…

—¿Era él quien os castigaba?

—A veces. Pero Goetz era más bien bonachón. Repartir las hostias era tarea de los guardianes.

—¿Cómo vivíais? Quiero decir, aparte del trabajo en el campo y en el coro…

—En comunidad. Comíamos juntos. Trabajábamos juntos. Dormíamos juntos. No formábamos una familia en el sentido tradicional del término. Hartmann aplicaba el precepto de Dios a Abraham: «Sepárate de tu país y de tu familia». Nuestro único hogar era la Colonia. Y en alguna medida, hallábamos cierta calidez. Las cosas se complicaban más tarde.

—¿Más tarde?

—En la pubertad, cuando perdíamos nuestras voces angelicales; entonces pasábamos al Agogé.

La palabra evocó en Volokine una vaga reminiscencia.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una palabra griega que pertenece a la tradición de Esparta. En la Antigüedad, a partir de una edad determinada, los niños de esa nación debían abandonar su hogar para ser iniciados en la práctica de la guerra. Eso era lo que ocurría en la Colonia. Combate cuerpo a cuerpo. Manejo de las armas. Pruebas de resistencia. Y siempre, por supuesto, los castigos…

—¿Teníais armas de fuego?

—La Colonia poseía un arsenal. Estaba concebida como una fortaleza. Nadie podía acercarse. Con el paso de los años, vi desfilar todas las innovaciones tecnológicas en materia de seguridad. Hartmann era un paranoico. Esperaba siempre el ataque. Por no hablar del Apocalipsis, con el que nos amenazaba todas las mañanas, todas las noches. Una vida demencial.

El ruso trataba de imaginar el calvario de aquellos niños, perdidos, castigados, viviendo en un mundo en el que el delirio de un solo hombre era la ley. Pensar en eso conseguía que se sintiera enfermo. Siempre la misma historia. La idea de hacer sufrir a los niños tocaba en él una cuerda secreta. Un punto sensible que no estaba dispuesto a sondear.

—Háblanos de los castigos.

—Compadre, esos no son temas para gente de corazón frágil.

—No te preocupes por nosotros. Tú descríbeme lo que sufristeis.

—Esta noche no. No echemos a perder esta hermosa Nochebuena.

—Hemos recorrido tu club. No está mal como aperitivo…

—Mi club es una payasada. Te estoy hablando del sufrimiento, del auténtico.

—¿Cuál es la diferencia?

—El miedo. Aquí todo el mundo aparenta. Todos saben que si levantan la mano, el dolor se detendrá inmediatamente. El verdadero tormento comienza cuando no hay límites, salvo la voluntad de tu verdugo. Ahí sí podemos hablar de sufrimiento.

—¿Eso fue lo que viviste?

—Eso fue lo que vivimos todos en la Colonia.

Volokine no insistió. Tomó un atajo.

—¿En qué situaciones se administraban esos castigos?

—Se castigaba la falta, pero la cosa no quedaba ahí. Las sevicias podían practicarse porque sí. Por sorpresa. En pleno sueño. En cualquier momento. A veces, al volver del campo, Hartmann aparecía de pronto y elegía a algunos de nosotros. Sin decir palabra, nos llevaba a los sótanos de la granja principal. Sabíamos lo que nos esperaba. Inventos de su propia cosecha que implicaban sondas, inyecciones y productos químicos. Hartmann se consideraba a sí mismo un investigador. Un científico. Por supuesto, la parte espiritual estaba siempre presente. Debíamos confesar nuestros pecados. Implorar el perdón y la gracia. Al final del castigo, debíamos besarle la mano. «Dios en el cielo, yo en la tierra.» Él era en esta vida nuestro único amo y señor.

—Torturar a niños no parece muy cristiano —opinó Kasdan con toda la intención.

Milosz soltó una carcajada.

—Compadres, no habéis entendido nada de la filosofía de Hans-Werner Hartmann. A sus ojos, no había nada más cristiano que ese sufrimiento. ¿Nunca oísteis hablar de la mortificación, de la flagelación? Me parece que una pequeña clase de teología no os iría nada mal. Escuchadme, pichones míos, porque esta noche estoy inspirado…

»Para alcanzar la pureza, existe la oración, por supuesto. Pero, sobre todo, existe el sufrimiento. El castigo funciona como un agente purificador. Permite refinar al hombre. Es la clave de todo crecimiento espiritual. Quemar el mal en nosotros. Consumir la parte terrenal. La parte carnal. Hasta convertirse en un alma pura y libre.

»Permitidme que os explique esta alquimia tan particular. En cierto modo, una paradoja. Porque es necesario liberarse del cuerpo, pero al mismo tiempo ese cuerpo es un vehículo, un instrumento de conocimiento… A medida que sufres en tu propia carne, el diálogo con Dios se establece. Te conviertes en mártir de ti mismo. Te conviertes en un elegido. Liberado de ti mismo y del mundo.
Extra
mundumfactus…

Volokine lanzó una mirada estupefacta a Kasdan. El Gato de las Nueve Colas era el último lugar en el mundo en el que habría esperado que le dictaran un curso de teología. Milosz continuaba.

—No pongáis esa cara, amigos míos. Os hablo de sensaciones muy concretas. ¿Nunca os ha llamado la atención que, cuando tenéis hambre, vuestra conciencia se vuelve más aguda? Accedéis a un campo de mayor desarrollo de la conciencia. Hartmann debió de vivir esa experiencia en el Berlín de la posguerra. En plena crisis mística, el hambre acrecentó sus visiones, sus revelaciones… Había encontrado su camino: la oración, el ayuno, las mortificaciones… Esas pruebas abren el alma, compadres. El espíritu se afina, se agudiza, hasta ver a Dios. Los budistas llaman a eso el despertar. Los sufíes musulmanes practican esos ejercicios desde hace siglos.

»Pero entre los cristianos ese camino tiene un modelo preciso: Cristo. El Mesías vino a la tierra en la piel de un hombre. Sufrió, físicamente, para encontrar el sendero de regreso a Su Padre. Su sufrimiento fue el sendero. Él nos enseñó el camino.

»En Asunción, la imitación de Cristo llegó a ser muy concreta. Hartmann se dirigía sobre todo a los niños, de modo que buscaba ejemplos impresionantes. Durante las sesiones de flagelación, utilizaba una madera especial. Se suponía que era la madera original de la Corona de Cristo. Así, los niños, al sufrir, podían identificarse con Jesús. Tal como un niño corriente se identifica con un héroe de la televisión cuando se disfraza.

Volokine y Kasdan se miraron. Si todavía hubieran necesitado un vínculo entre el pasado y el presente, entre la Colonia y los asesinatos actuales, ya lo tenían. Una jodida cuerda bien anudada alrededor de la acacia del Jardin des Plantes…

—¿Sabéis?, todo ese sufrimiento no fue inútil —agregó Milosz con voz aterciopelada—. Asumíamos una misión… cósmica. Redimíamos los pecados de los hombres con nuestros tormentos. A los ojos de Hartmann, nuestra comunidad era absolutamente necesaria. Éramos un foco, una concentración de fe y de dolor que, a su escala, reequilibraba el mundo de los pecadores…

Volokine quería volver a un terreno más concreto.

—Todo eso no nos dice por qué en 1973 la Colonia se convirtió en centro de tortura para los prisioneros políticos —dijo.

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