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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (10 page)

BOOK: El ojo de fuego
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Reconocidos de nuevo, Gaillard y Von Neuman salieron del Land Rover y se lo entregaron a un guarda para que lo aparcase. Sólo la limusina de Kurata o los coches de aquellos que iban con él podían continuar subiendo hasta lo alto. Posteriormente, los guardas les escoltaron hasta un sedán Mitsubishi y les abrieron las puertas traseras. Las puertas reforzadas y blindadas, con sus verdosos y gruesos cristales a prueba de balas se cerraron con seguro cuando entraron en el interior. Unos cristales idénticos separaban el compartimiento de los pasajeros del que ocupaba el conductor.

—Aquí dentro no hay manecillas —Von Neuman señaló las puertas mientras el coche aceleraba.


Herr
Kurata es un hombre muy cauteloso —replicó Sheila.

Von Neuman asintió con la cabeza en señal de aprobación.

De pronto salieron de la arboleda y allí, surgiendo en la distancia, se alzaba la residencia de Kurata, un palacio de madera de tres plantas parecido a Kinkaju-ji, el Templo de oro, con sus tejados elegantemente curvados y galerías con barandillas que rodeaban cada planta. Y también como el Templo de oro, la mayor parte de la mansión de Kurata estaba rodeada por tres lados por un lago de montaña ubicado entre densos árboles y escarpadas colinas. La estructura, que contaba con una antigüedad de setecientos cincuenta años y había sido construida por los ancestros de Kurata, se había deteriorado hasta que el imperio de los negocios de Kurata le permitió restaurarla y devolverle su belleza original.

—La finca de Kurata está diseñada según el estilo Shinden a lo largo de los tres lados de una gran «U», con un inmenso vestíbulo principal al fondo de la «U», abajo, al lado del lago —explicó Gaillard—. Los otros dos lados son edificios largos y estrechos y las paredes que se extienden desde el lago hasta casi la entrada de la carretera pública. El espacio interior está repleto de riachuelos, estanques, esculturas y jardines. Y, aunque aparentemente se parezca al Templo de oro, es fácilmente seis o siete veces mayor. También es un monumento nacional que se abre al público en vacaciones —continuó Sheila, mientras el Mitsubishi recorría el sinuoso camino. Forma parte del mito que cultiva Kurata: «yo te pertenezco, tú me perteneces».

—¡Cielos! —Von Neuman señalaba por las ventanillas algo que había visto en el exterior.

—¿Qué son esas criaturas que parecen lagartos gigantes? ¡Son grandes como un caimán!

Sheila sonrió.

—Son dragones de Komodo —dijo ella—. Naturales de las islas que están cerca de Okinawa y casi extinguidos. Sucede que el microclima de la finca de Kurata es idóneo para ellos, así que Kurata se ganó el corazón de los del movimiento verde implantando una colonia en sus terrenos, completada con científicos que controlan la colonia, cuidadores de zoológico que hacen que los dragones estén a gusto y un continuo flujo de animales vivos: corderos, cabras, bueyes, para alimentarlos.

—¿Y supongo que también es un refuerzo para la seguridad? —dijo Von Neuman.

Sheila sonrió y asintió con la cabeza.

Finalmente, el Mitsubishi se detuvo súbitamente en una pequeña zona de aparcamiento, en el acantilado que se alzaba en vertical, en la base de la mansión de Kurata. Después de liberarlos del coche, el conductor los acompañó rodeando una gran roca lisa, artísticamente dispuesta, que bloqueaba la línea de visión a un ascensor colocado dentro de la misma roca. Abrió con llave las puertas y luego las cerró tras ellos, después de que entrasen en él.

El ascensor emergió en lo alto, dentro de una pequeña glorieta en un bosquecillo de castaños. Dos japoneses, ambos vestidos con trajes de negocios, estaban frente a ellos cuando las puertas se abrieron. Uno era mayor, de mediana estatura y por el ligero bulto de una pistolera bajo el brazo, obviamente era un guardia de seguridad. El otro era mucho más joven, musculoso, atlético y alto, incluso para los estándares occidentales. El joven alargó la mano, primero a Sheila saludándola con un «Bienvenida», y luego a Von Neuman con un
«Wilkommen
». Cuando Sheila estrechó la mano cálida y firme del joven, pareció sentir casi electricidad en su apretón. Se encontró con su mirada y se sorprendió cuando de pronto empezó a sentir calor y a excitarse.

—Soy Akira Sugawara.

—Gaillard. Sheila Gaillard —dijo de forma abrupta y, luego, rápidamente rompió el contacto visual y retiró la mano que él estrechaba. El aumento de los latidos de su corazón primero la asustó y luego la hizo rabiar. Enojada por la pérdida de control, luchó para recuperar la confortable frialdad de hielo de su interior que gobernaba su vida y la conducía al éxito. «El calor es malo», se dijo a sí misma. «Las emociones hacen perder el control; te desvían del objetivo. Pueden hacer que te maten». Aunque se esforzó en recuperar la compostura, Sheila admitió que aquel atractivo y alto japonés era, sin lugar a dudas, un material genético muy deseable.

Por la lectura de su dossier, Sugawara sabía que Gaillard era una extraña pero efectiva parte del aparato de seguridad de su tío, su función pivotaba continuamente en unas formas que permanecían vagas y poco específicas. Pero incluso sabiendo esto, no estaba preparado para su extraña reacción a un simple apretón de manos. Procuró no demostrarlo en el rostro y en la voz mientras estrechaba la mano a Von Neuman.

—Les llevaré a reunirse con mi tío; está esperando su visita —dijo al fin.

Sugawara los escoltó desde la glorieta, seguidos por el guarda de más edad. Instantes después, penetraron en un paisaje que se parecía un poco al nativo Kioto de Kurata, trasplantado al Nuevo mundo. Con frecuencia, él se refería a ello como una isla de civilización rodeada por salvajes.

Sugawara les guió por un largo sendero de piedra que subía ligeramente colina arriba bajo un elegante túnel de arces. Una gruesa pared de caña, contenida por una verja de entramado de bambú, recorría ambos lados. A cada lado del camino de piedra había un pasamanos también de bambú.

La sencilla estructura de una planta se alzaba en la parte más elevada del sendero.

—Es una réplica de una famosa casa de té de Kioto —dijo Gaillard a Von Neuman en alemán.

—Le ruego que me disculpe —dijo Sugawara, también en alemán pero con un ligero acento—. Para ser precisos es una réplica fiel de Koto-in, un subtemplo de Daitoku-ji. El original fue construido en 1601 por Hosokawa Sansai, un señor de la época feudal que se dedicaba al té y, en consecuencia, construyó una sala de té en ese subtemplo.

Von Neuman y Gaillard intercambiaron miradas silenciosas.

Gaillard dijo:

—Gracias.

Sugawara le correspondió con una inclinación. Sheila intentó ocultar el enojo que sentía, causado por el indeseable calor que las palabras del joven generaban en la parte baja de su vientre.

Rodearon la réplica del subtemplo y bajaron por un sendero que se estrechaba en zigzag y que los condujo a través de lo que parecía una impenetrable pared de bambú. Minutos después, llegaron a lo que sólo podría llamarse un mundo verde, una panorámica que se extendía ensombrecida por los árboles y alfombrada casi completamente de musgo hasta llegar a un pequeño estanque rodeado por árboles inclinados sobre su perímetro y una exuberante vegetación. Un pequeño arroyo bajaba desde el estanque, emitiendo sonidos relajantes entre las piedras. La luz del sol se filtraba entre el denso dosel de hojas y lanzaba una luz verdosa al ya casi mundo verde.

En el centro del arroyo, unos treinta o treinta y cinco metros más allá, estaba Tokutaro Kurata, de pie, con una tela blanca, larga y suelta, al estilo tradicional, enroscada en sus rodillas y atada con un nudo para que no se empapase en el agua. Salpicaduras de agua cubrían la tela. Sostenía una piedra irregular del tamaño de una pelota de baloncesto y miraba alrededor del lecho del río, con la cabeza inclinada, como si escuchase música.

—Shhh…; —Sugawara se detuvo y alzó los brazos. Todos permanecieron en silencio mientras Kurata colocaba la piedra en el arroyo, retrocedía, escuchaba, luego la recogía de nuevo e intentaba otra posición. De vez en cuando los gruñidos de los dragones de Komodo se filtraban ligeramente, resonando a través del silencio. Siguió haciendo lo mismo durante más de media hora hasta que Kurata, finalmente, movió la cabeza en señal de aprobación a sí mismo, se dio la vuelta y reparó en la presencia de sus visitantes. Kurata indicó con un movimiento de cabeza que se reuniría con sus invitados en el sencillo banco de madera situado un poco más arriba de donde se encontraba.

Kurata subió la colina, deteniéndose en varias ocasiones para escuchar el arroyo. Por fin saludó a Gaillard y Von Neuman, despidió al viejo guarda y se sentó en el banco.

—Por favor, siéntense —se dirigió a ellos.

Mientras andaban, el viejo guarda inclinó la cabeza un instante y se llevó la mano al discreto auricular. Enseguida puso la mano en el hombro de Sugawara y dijo en voz baja:

—¿Sugawara-
sama
?


Hai
.

—Seguridad informa que el señor Rycroft ha llegado.

—Domo.

Después de que se unieran a Kurata, el anciano estadista permaneció inmóvil durante varios minutos, escuchando los sonidos del agua que gorgojeaba sobre las rocas.

—En este lugar hay cuarenta y una variedades de musgo —hizo una pausa—. En Kioto se encuentra el jardín de musgo
Kokedera
, en Saiho-ji, que tiene cuarenta y dos variedades. Aquí crecerían más variedades, pero cultivarlas todas sería demasiado presuntuoso por mi parte —sonrió; luego hizo una nueva pausa.

En el silencio, los sonidos del arroyo parecían pronunciar palabras que casi podían entenderse.

—El Saiho-ji fue diseñado en 1339 por un sacerdote zen que creía que el musgo simboliza el aspecto intemporal de la naturaleza y la transitoria esencia del hombre —miró a lo lejos y recorrió con la vista su jardín—. Al final, el musgo cubre las piedras labradas y todos los objetos hechos por el hombre, convirtiendo en nada todas esas creaciones.

Kurata miró de nuevo a las dos personas que se sentaban con él, buscando comprensión pero, para su satisfacción, no encontró ninguna. Las mentes occidentales eran incapaces de apreciar la belleza en la muerte final de todos nosotros. Sin embargo, no dejó traslucir su desdén. Aquellas criaturas inferiores tenían una utilidad, incluso el
kurambo
. Eran herramientas en sus manos, troncos que se debían serrar y modelar para sus creaciones.

Finalmente, miró a Sugawara y preguntó:

—¿Dónde está el señor Rycroft?

—Me han informado de que ya había llegado al primer punto de control de seguridad, justo antes de que la señorita Gaillard y el señor Von Neuman llegasen al ascensor.

Kurata asintió evasivamente. Luego dijo a Gaillard y Von Neuman:

—Éste es mi nuevo ayudante, Akira Sugawara, el hijo mayor de mi hermana mayor. Ha recibido educación en la Universidad de Stanford, en California, y ahora, afortunadamente para mí, él lo sabe todo.

Kurata se echó a reír y su sobrino se inclinó profundamente. Al parecer, esto era una fuente usual de diversión entre los dos.

Kurata se puso serio de nuevo y dijo:

—Por favor traten con Akira como si fuese yo mismo. Él actúa con mi autoridad, sus jóvenes ojos, sus oídos, su mente brillante y su dinámico cuerpo cumplen con lo que mi desgastado cuerpo y sentidos ya no pueden. No tengo hijos propios y deseo que un día él desarrolle el espíritu correcto para seguir mis pasos.

—Por supuesto —dijo Gaillard.

—Bien —dijo Kurata.

—Estaré muy ocupado con muchos temas los próximos días, por lo tanto, delegaré este vínculo a Akira.

Kurata permaneció sentado un momento, escuchando la música del arroyo.

—Sin embargo —dijo Kurata finalmente, centrándose en Gaillard—, debe de preguntarse por qué he insistido tanto en que asista a esta rápida reunión.

—Tras sus acciones siempre hay sabiduría, Kurata-
sama
—contestó.

Él aprobó con la cabeza. Justo entonces llegaron voces que provenían de la dirección de la réplica de Koto-in. El tono autoritario de Rycroft se podía escuchar con toda claridad. Momentos después, el nuevo presidente de GenIntron llegó dando grandes zancadas, furioso, claramente familiarizado con el sendero. Dos de los guardas trajeados de Kurata lo flanqueaban.

—Siento llegar tarde —dijo mientras se aproximaba. Aún lucía un vendaje en el rostro—. He tenido que interrumpir investigaciones muy críticas. Luego, los idiotas del aeropuerto han tenido que buscar en cada maldito hilo de mi maleta. Su cultivado acento británico era inconfundiblemente nasal.

Kurata alzó un poco las cejas. Sugawara luchó para reprimir una sonrisa cuando miró los vendajes de la cara de Rycroft.

—Nos alegra que pueda unirse a nosotros —dijo Kurata sin alterarse—. Por favor, siéntese. Estaba a punto de empezar.

Rycroft miró incómodo a su alrededor y escogió un banco de piedra vacío lo más cerca de Kurata que pudo.

—Se trata de la señorita Blackwood —empezó Kurata.

—No comprendo —interrumpió Rycroft—. Me ocupé de ese tema con contundencia. Ella es una persona insignificante.

—¡Silencio, Edward! No vuelva a interrumpirme —lo reprendió Kurata con severidad.

Rycroft abrió la boca pero luego se lo pensó mejor y dejó que su rostro formase una máscara que se repartía a partes iguales entre fruncimiento y mohín.

Kurata miró a Sheila Gaillard.

—Originalmente la llamé a usted porque la señorita Blackwood exhibió un…; comportamiento extremo —miró el rostro vendado de Rycroft—, cuando fue informada por el doctor Rycroft que ella ya no tenía acceso a sus cuentas del laboratorio o las de la investigación.

Gaillard miró a Rycroft y alzó las cejas interrogativamente; Rycroft la miró fijamente en silencio.

—La señorita Blackwood es una mujer brillante y con muchos recursos, cuyo comportamiento de aquel día demostró con claridad que también puede ser impredecible. Aunque quisiera continuar aprovechándome de sus habilidades, mi llamada original era para asegurarme que usted está completamente informada sobre ella en caso de que fuera necesaria alguna intervención.

Kurata hizo un gesto con la cabeza a Sugawara, que sacó un sobre y se lo entregó a Gaillard.

—Éste es el informe que he preparado para usted sobre Lara Blackwood —dijo Sugawara.

—Ha logrado éxito gracias a los atributos mencionados por Kurata-
sama
y, aunque realmente no la he visto, todos los datos disponibles confirman que tiene una presencia física imponente, ya que es alta, atlética y está en forma. «Y bella», pensó para sí, al recordar los cientos de cautivadoras fotografías de ella, muchas unidas a los periódicos y los artículos de revistas, que había leído para componer su perfil. Pero las grabaciones de vídeo eran las más persuasivas. Éstas mostraban no sólo a una mujer bella e inquietante, sino además con fuerza y carácter. Era alta como la mayoría de hombres y fuerte, pero sin embargo contaba con un considerable y femenino atractivo sexual que lo atraía e intrigaba.

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