La joven le cuenta que su naufragio ha sido sentimental. Está tratando de mantenerse a flote. Él sabe de qué le habla. También él está naufragando, piensa. Mejor dicho, hace mucho que naufragó. Si ella supiera, piensa. Pero no se anima a contarle su historia. Dos náufragos son. Ella con su vergüenza por la falta del premolar y él con su sobretodo. Dos vergüenzas que se encuentran. La coincidencia viene a probar que sus destinos tenían que encontrarse. Estaba escrito. Pero dónde estaba escrito, se pregunta. En el cielo, se responde. Imagina el cielo como un gran ministerio con reparticiones infinitas en las que se clasifica y ordena en expedientes el destino de las almas. Algún escribiente celestial detectó la afinidad entre dos expedientes, el de la secretaria y el suyo. Lo único que cabe esperar es que la clasificación no responda a uno de esos errores habituales en la burocracia, como los que él puede cometer en la oficina, un desliz rutinario que para el involucrado en el expediente puede ser el principio de un sinfín de trastornos.
Se reprocha estas divagaciones. Tiene que ingeniárselas lo más pronto que pueda para transmitirle a la joven que esta noche lo ha encendido. Tiene también que aguardar a que ella termine el relato de su desengaño amoroso, el naufragio, como lo denomina. Corazón roto, dice la joven. Y también: promesas quebradas, esperanzas marchitas, reconciliaciones provisorias, parches inútiles. El llanto la agita. A él sus estremecimientos le parecen encantadores, no menos que sus accesos de hipo, unos espasmos de nena acongojada. Aun cuando ella exagere con su arrebato lacrimógeno, él debe admitir que, a pesar de las lágrimas, los mocos, los pañuelos de papel, ella sufre. Envidia al sujeto que la hace sufrir, que no debe ser otro, vuelve a pensar, que el compañero. Y al pensarlo se siente un necio: cómo no pudo ver antes que ese tipo, si lo observa desde un punto de vista femenino, puede ser atractivo. Porque las mujeres pueden ver atractivo a un tipo despreciable. Tiene que ser el compañero quien la llamó las dos veces esta noche.
El oficinista no sabe qué sentir: si una sensación de triunfo en tanto la joven se resiste a esos llamados o una congoja por la tristeza que a ella la estremece. Dolido, le pide a la secretaria que le cuente todo si eso la alivia. Que lo considere un amigo. No hay como un amigo cuando la soledad arrincona. Que no lo tome por un compañero, le aclara. Él es un amigo. Ella se seca las lágrimas. Si él le jura guardar el secreto, ella le confesará quién es ese hombre. Él le dice que es una tumba.
El jefe, le contesta ella.
Se queda mudo, quieto, mirándola a los ojos. Piensa en el jefe. La calvicie sebosa del jefe, los pelos en las orejas del jefe, las cejas espesas del jefe, la nariz picada de viruela del jefe, el aliento ácido del jefe. También: sus camisas impecables, las corbatas chillonas, el estómago prominente y el pantalón con tiradores. Y el anillo: no puede olvidarse ahora del anillo del jefe, imponente, con un relieve que parece un sello. No puede olvidar: los zapatos del jefe, negros, lustradísimos, con suela de goma. Al jefe le gusta desplazarse sigiloso, lograr que sus subordinados teman su aparición.
Se pregunta cómo pudo ella enredarse con un tipo de esa calaña. Fue embaucada, piensa. Con la misma astucia que el jefe usa sus zapatos con suela de goma, debe haber tendido una celada a la joven, haciéndose el bondadoso. El jefe la engatusó con ese modo entre paternal y fatuo de quien se sabe poderoso. Le debe haber insinuado un ascenso.
No puede quitar los ojos del contestador telefónico. Así que fue el jefe quien la llamó dos veces esta noche. Antes, cuando venían en el taxi, al celular. Ahora, a su domicilio.
La decoración que hasta recién le parecía propia de un gusto sensible a la belleza ahora se le antoja vulgar y chabacana. No sería raro que haya sido el jefe quien le regaló esos ositos de peluche. Ese osito barrigón de corbata, por ejemplo. Se siente un idiota. Le cuesta escucharla. Preferiría no haberse enterado: el jefe está casado, pero a ella no le importó porque el jefe le parecía un buen hombre. A él lo daña este relato. Debería marcharse ya mismo.
Tiene ganas de escapar, extraviarse en la noche de una vez y para siempre. De una vez, de una vez por todas, y para siempre. Pero no puede. Compungido, le da a la joven otro pañuelito de papel. Están otra vez tan cerca, los dos en el mismo sillón, él con un brazo estirado en el respaldo. Ella echa atrás la cabeza y se recuesta en su brazo. Tiene un perfume suave la joven. No quiere pensar, le dice. Está tan confundida. Entonces, por fin, él se anima a besarla y ella, como en un desmayo, se abandona al beso que es torpe y caliente. Él no cierra los ojos. Ella sí los cierra, pero, en la prolongación del beso, vuelve a abrirlos y los ojos de ambos se miran.
Consulta la hora, está dispuesto a marcharse. Ella, con voz temblorosa, le pide que no se vaya, que no quiere quedarse sola, que sola tiene miedo. Que no la malinterprete. Tiene que enfrentarse con la soledad. Y la soledad se le ha vuelto aterradora. Si él se marcha ahora ella no sabe qué va a hacer. Que por favor se quede. Al menos hasta que ella se duerma.
Él se pregunta cómo será más tarde, en la mañana, cuando se encuentren en la oficina. Se pregunta cómo dirigirse al jefe. También se pregunta cómo actuará la joven, si el jefe se dará cuenta de que entre sus subordinados surgió una intimidad. Mejor no pensar, como dice ella. Porque le toma la mano y lo conduce a su dormitorio. En la mesa de luz hay unas velitas prendidas, un incienso.
Esto no puede estar pasándole a él. Es demasiado bueno. Es a otro al que ella lleva a su cama. Será más fácil si piensa que es otro. Quizá no tiene que idealizar la escena siguiente: un hombre y una mujer, indagándose en la penumbra, tocándose, desprendiéndose de la ropa, y, a la vez, cada uno, sacándole al otro una prenda, los dedos que liberan un botón, bajan un cierre, una caricia entre la ropa interior, un bretel, un pezón, un cierre relámpago, el glande, un elástico, el clítoris. Él tiene las manos húmedas y frías. Se disculpa. Son los nervios, le susurra ella. También ella tiene las manos frías. Y los pies. Helados tiene los pies. La circulación, explica. Siempre tiene los pies helados.
Se supone que él, todo un hombre, debería tomar la delantera, y no, como está ocurriendo, que sea ella quien lo guíe. Si ella, con su juventud, dicta las reglas, es porque tiene experiencia. No es tan candorosa como ha supuesto. Una vez más fue ingenuo. La boca pulposa, los dientes afilados que lo mordisquean, la sensualidad que ella le contagia lo hacen recapacitar: las veces que debe haber repetido con otros estas maniobras. Terminará trabándose si no para de pensar. Quizá sus presunciones acerca de la joven se deben a su propio miedo a no funcionar. Por qué no pensar que la urgencia de la joven responde a una necesidad postergada. Pasión, por qué no.
El virus. Acordarse del virus lo paraliza. Millones de enfermos con el virus en todo el planeta. Al pensar en el virus se ablanda. No obstante, si menciona el riesgo del virus quedará como un caballero. Con la joven a horcajadas, jadeando, se las ingenia para preguntarle si tiene preservativos. Si él desconfía, le contesta ella, los preservativos están en la mesa de luz. Él no es ningún calavera, le aclara. Si lo fuera andaría por la vida con preservativos encima. Que no dé tantas vueltas, le dice ella. Quiere sentirlo. Él piensa que si ella tiene los preservativos en la mesita de luz, tan al alcance, es porque los debe haber usado con el jefe. Para no quedar embarazada, piensa él. Aunque cabe también otra posibilidad: que ella los use para protegerse de la promiscuidad del jefe. No le cabe duda de que la joven no debe ser la única que se tira el jefe. Pero, si tiene en cuenta la actitud de la joven esta noche, por qué no pensar que, además del jefe, tiene otros amantes. Se da cuenta de que si continúa con estas conjeturas arruinará la noche.
No le importa morir entre sus piernas.
Madrugada. El oficinista se adentra en la bruma de la madrugada. Los pasos rengos. Se alza las solapas del sobretodo. Un farol, su sombra, los charcos. Es demasiado tarde. O demasiado temprano. A esta hora de la madrugada, los subtes pasan espaciados. Debería volver cuanto antes a su hogar.
A sus compañeros les comenta que su hogar y su familia representan todo un valor en estos tiempos de crisis moral. Se refiere a la mujer y los hijos, sus seres queridos, herederos de una buena educación, cifrada en el sacrificio y el afecto. Se deleita hablando de su hogar y su familia. El hogar es un departamento alquilado en las inmediaciones de una terminal suburbana, un tres ambientes contrafrente, penumbroso, estrecho y hediondo. El clima familiar que describe en la oficina no tiene nada que ver con la verdad. Su mujer, una mole con facciones equinas, es una tipa agria y despótica, y sus hijos una cría de obesos malcriados.
Le exigen electrodomésticos, ropa de moda, zapatillas astronáuticas, un auto, viajes. Los muy desagradecidos deberían contentarse con que su sueldo alcance para que puedan irse a la cama atragantados, con los estómagos reventando de hamburguesas, salchichas, papas fritas y gaseosas. Le cuesta a veces distinguir a unos de otros. Todos tan parecidos a su madre. Cada vez más parecidos. A menudo imagina que los liquida.
A todos menos al viejito, el único que se diferencia de esa masa chillona, ese chico albino, pálido, con un ojo blanco, la cara cruzada por unas venitas azules, consumido, con su esqueleto que parece conformado por alambres en vez de huesos. Siempre encorvado, mirando desde abajo, este hijo suyo, el más enfermizo. Con su timidez extrema, el viejito anda siempre calladito cubriéndose de una zurra que pueda lloverle. Al oficinista no se le escapa que, de la cría, este chico enclenque es quien más se le parece. Como su padre, el viejito padece una renguera.
En una revista de viajes y divulgación científica ha leído un artículo acerca del hallazgo en el sur de un cráneo prehumano de dieciséis millones de años. Se calcula que el cráneo corresponde a una subespecie de mono del tamaño de un gato pero cabezón, sorprendentemente cabezón, dato que, según la revista, lleva a suponer la dimensión extraordinaria de su cerebro. El vivir en los árboles impidió a este monito caminar erguido. El oficinista no puede mirar al viejito sin acordarse de ese mono. El viejito es también la excepción que le inspira, al revés de sus hermanos de la cría, un sentimiento distinto a la repulsión: el viejito le da lástima. Más que su hijo el viejito es un compañero de celda. Cada vez que piensa en el viejito siente una rabia impotente. Le hubiera gustado que al menos uno de sus hijos, uno solo, fuera diferente. No un superhombre, piensa, pero al menos alguien normal. Lo que no es demasiado pedir. Quizá hay un mal en su sangre. Y ese mal la vuelve inferior. El viejito es el ejemplo.
Si lo llama el viejito es porque no hay otro calificativo que le cuadre más justo al pobre pibe. Lo angustia no pensar en el viejito todo el tiempo. Es que no se puede pensar en las víctimas todo el tiempo si uno quiere seguir viviendo, se dice.
Unos ladridos a lo lejos. Perros clonados. Las avenidas y las calles desiertas. Corre hacia el subte. Los ladridos se acercan. Odia correr. Por la renguera odia correr. La boca del subte. Los perros lo persiguen. Los ladridos bajan las escaleras. Por suerte viene un tren. Las puertas se abren. Y se cierran antes de que la jauría pueda subir.
Hasta su domicilio tiene un viaje de cuarenta minutos. Congelado, en uno de los últimos asientos, se frota las manos para entrar en calor. Al volver a su departamento precisará un argumento verosímil para explicar por qué vuelve de la oficina a esta hora. Puede inventar una coartada: que fue detenido por un operativo. Se huele los dedos: el olor de la joven. Todo su cuerpo debe oler a ella. Apenas llegue se encerrará en el baño. Que su mujer no lo sorprenda duchándose a esta hora.
El subte disminuye la velocidad. Mientras baja, elige las frases que dirá. Camina hablando solo. Al llegar al edificio se paraliza. Tiene la boca seca. Antes de entrar escucha una explosión distante. Al final de la calle puede verse la elevación de unas llamas. Otro atentado.
El ascensor no funciona. Sube por la escalera. Antes de entrar al departamento espera que se normalice su respiración. A oscuras entra. Como un nene que después de una travesura se achica ante la inminencia del castigo. La oscuridad tibia huele a frito, tabaco, ropa sucia, y pretendiendo aplacar este tufo compacto, el eucalipto que hierve en una jarra de aluminio sobre un calefactor. Le gustaría quedarse con el perfume de la secretaria en todo el cuerpo. Pero le conviene ser prudente. Imagina a la mujer furiosa encabezando la cría de obesos, todos avanzando entre los escritorios, hacia la joven. Se ducha apurado. Se viste otra vez. Envuelto en el vapor, abre el ventanuco y espera que el baño se ventile.
Pasa una toalla por el espejo empañado. Abatido, se mira en el espejo. Palidez, ojos vidriosos. Empieza a afeitarse. Y se corta. En el cuello. Unas gotas de sangre caen en el lavabo. Frente al espejo, se observa sangrar. Las gotas de sangre en la pileta son un mensaje. Si fuera capaz de liquidar la familia, piensa. La sangre lo alienta. Al fin de cuentas, qué esperan los suyos de la vida. Un auto, electrodomésticos, zapatillas de marca, juguetes electrónicos, audios, televisores gigantes. El destino no puede ser ni un lavaplatos automático ni un jean. Comprará veneno, una sierra mecánica y manos a la obra. Pero el plan presenta varios obstáculos, desde qué veneno emplear y dónde comprarlo hasta la precisión carnicera con que deberá seccionar los cadáveres, la limpieza rigurosa de la cocina, el departamento entero, cargar los restos en bolsas de residuos, repartirlos, lo que conllevará un ir y venir esquivando controles militares. No quiere imaginarse de aquí para allá con las bolsas cargando los pedazos. Parques, basurales, excavaciones de obras, galpones abandonados, el puerto. Debería encontrar una explicación para la desaparición misteriosa de su familia. Menos problemática, se le ocurre, sería una pérdida de gas. Esta clase de muerte será menos dolorosa para todos y, además, sencilla de justificar. Vuelve tarde de la oficina, huele el gas, comprueba que todos están muertos y, por fin, después de abrir las ventanas, telefonea a la asistencia pública, a la policía. En cualquiera de estas dos opciones, ya sea la del veneno, ya sea la del gas, dejar al viejito con vida representaría un estorbo. Lamenta incluir al viejito.