Le sorprendió el hecho de lo bien dispuestos que se mostraron tanto silvanestis como qualinestis en buscar el liderazgo en Alhana, antaño una exiliada, una elfa oscura. Su sorpresa terminó cuando la escuchó explicar su plan a grandes rasgos. Conocía las tierras montañosas por las que debían marchar, ya que allí se habían ocultado ella y sus fuerzas durante muchos años. Conocía cada camino, cada trocha, cada cueva. Conocía la guerra, con sus privaciones y sus horrores.
Ningún comandante silvanesti poseía unos conocimientos tan amplios de los territorios que tenían que atravesar, de las fuerzas que quizá tendrían que combatir, y, al poco tiempo, hasta el más contumaz de ellos defirió en la mayor experiencia de Alhana y le juraron lealtad. Incluso
La Leona,
que dirigiría a los Elfos Salvajes, estaba impresionada.
El plan de Alhana para la marcha era brillante. Los elfos viajarían hacia el norte, entrando en Blode, la tierra de sus enemigos los ogros. Esto podría parecer un verdadero disparate, pero, muchos años antes, Porthios había descubierto que el macizo de las montañas Khalkist se dividía en dos, ocultando entre los altos picos una serie de valles y desfiladeros enclavados en el centro. Avanzando por los valles, los elfos aprovecharían las montañas para guardarse los flancos. La ruta sería larga y ardua, pero el ejército elfo viajaría ligero de carga y rápidamente. Confiaban en haber atravesado Blode sin percances antes de que los ogros se dieran cuentan de que estaban allí.
A diferencia de los ejércitos humanos, que debían transportar las forjas de los herreros y llevar carretas cargadas hasta los topes con suministros, los elfos no utilizaban coraza ni cotas de malla ni cargaban con escudos o espadas pesadas, sino que dependían de arcos y flechas y hacían buen uso de la destreza por la que eran conocidos los arqueros elfos. En consecuencia, el ejército elfo podía cubrir distancias mayores en menos tiempo que uno humano. Tendrían que viajar deprisa, pues al cabo de unas pocas semanas las nieves del invierno empezarían a caer en las montañas y cerrarían los pasos.
Por mucho que admirara el plan de batalla de Alhana, cada fibra de su ser le gritaba a Gilthas que era un error. Como Samar había dicho, no deberían marchar dejando atrás al enemigo con el control de la ciudad. Gilthas empezó a sentirse tan descorazonado y tan frustrado que supo que tendría que dejar de asistir a las reuniones. Con todo, hacía falta que alguien representara a los qualinestis. Así pues, buscó el concurso del hombre que había sido su amigo durante muchos años, un hombre que, junto con su mujer, le ayudó a superar la terrible depresión que lo había abatido.
—Planchet —dijo Gilthas una mañana, temprano—. Te exonero de tu puesto a mi servicio.
—¡Majestad! —Planchet lo miró fijamente, estupefacto y desolado—. ¿He hecho o dicho algo para incurrir en vuestro desagrado? Si es así, lo siento muchísimo...
—No, amigo mío —lo tranquilizó Gilthas mientras le dedicaba una sonrisa que le brotó del corazón, no un simple gesto diplomático. Pasó el brazo sobre los hombros del elfo que llevaba a su lado tanto tiempo—. Y no hagas objeciones al uso de esa palabra. Digo «amigo» y lo digo en serio. Digo asesor y mentor, y eso también lo digo en serio. Digo padre y consejero, y asimismo lo digo de corazón. Has sido todo eso para mí, Planchet. No exagero cuando afirmo que hoy no me encontraría aquí de no ser por tu fortaleza y tu sabia guía.
—Majestad —protestó Planchet con voz enronquecida—. No merezco tales elogios. Sólo he sido el jardinero. Vuestro es el árbol que ha crecido fuerte y alto...
—... gracias a tu esmerado cuidado.
—¿Y por esa razón he de abandonar a vuestra majestad? —preguntó quedamente Planchet.
—Sí, porque ha llegado el momento de que cuides y protejas a otros. Los qualinestis necesitan un líder militar. Nuestro pueblo clama por marchar a Sanction. Debes ser su general.
La Leona
dirige a los kalanestis, y tú conducirás a los qualinestis. ¿Harás esto por mí?
Planchet vaciló, inquieto.
—Planchet, el prefecto Palthainon está ya intentando abrirse paso hacia esa posición. Si te nombro a ti, rezongará y se quejará, pero no podrá impedírmelo. No sabe nada de asuntos militares, y tú eres un veterano con años de experiencia. Les caes bien a los silvanestis, y confían en ti. Por favor, por el bien de nuestro pueblo, haz esto por mí.
—Sí, majestad —respondió al punto el elfo mayor—. Por supuesto. Os doy las gracias por la confianza que me demostráis e intentaré ser merecedor de ella. Sé que vuestra majestad no está a favor de este curso de acción, pero yo creo que es el correcto. Una vez hayamos derrotado a Takhisis y la hayamos expulsado del mundo, la sombra de sus negras alas desaparecerá, la luz brillará sobre nosotros y expulsaremos al enemigo de nuestras tierras.
—¿Lo crees realmente, Planchet? —preguntó Gilthas en un tono serio—. Albergo mis dudas. Puede que derrotemos a Takhisis, pero no acabaremos con aquello que la hace fuerte: la oscuridad en el corazón de los hombres. En consecuencia, creo que lo sensato sería que expulsáramos al enemigo que ocupa nuestras naciones, que reafirmáramos nuestro dominio y después saliéramos al mundo.
Planchet guardó silencio, aparentemente azorado.
—Di lo que piensas, amigo mío —lo animó Gilthas, sonriendo—. Ahora eres mi general, y tienes obligación de decírmelo si estoy equivocado.
—Sólo diré una cosa, majestad. Es este tipo de política aislacionista la que causó tanto daño a los elfos en el pasado, ocasionando que incluso aquellos que podrían haber sido nuestros aliados desconfiaran de nosotros y nos malinterpretaran. Si combatimos junto a los humanos en esta batalla, les demostraremos que formamos parte de un mundo más grande. Nos ganaremos su respeto e incluso quizá su amistad.
—En otras palabras —apunto Gilthas con una sonrisa maliciosa—, siempre he sido yo el que languidecía en la cama y escribía poesías.
—No, majestad —protestó Planchet, escandalizado—. En ningún momento quise decir...
—Sé lo que quisiste decir, querido amigo, y confío en que tengas razón. Bien, tu presencia se requerirá en la próxima conferencia militar que se celebrará en breve. Le he comunicado a Alhana Starbreeze mi decisión de nombrarte general, y ella lo aprueba. Sean cuales sean las decisiones que tomes, lo harás en mi nombre.
—Agradezco vuestra confianza, majestad —repitió Planchet—. Pero ¿qué haréis vos? ¿Marcharéis con nosotros u os quedaréis?
—No soy guerrero, como muy bien sabes, querido amigo. La poca destreza que tengo con la espada te la debo a ti. Algunos de los nuestros no pueden viajar, los que tienen niños a los que cuidar, los enfermos y los ancianos. Estoy planteándome quedarme con ellos.
—Sin embargo, majestad, pensad que el prefecto Palthainon marcha con nosotros. Considerad que intentará ganarse la confianza de Alhana. Exigirá tomar parte en cualquier negociación con los humanos, una raza que detesta y desprecia.
—Sí —convino Gilthas, con aire cansado—. Lo sé. Será mejor que te vayas ya, Planchet. La reunión dará comienzo pronto, y Alhana exige que todos sean puntuales.
—Sí, majestad. —Planchet lanzó una última mirada preocupada a su joven rey y se marchó.
* * *
En menos tiempo de lo que nadie habría imaginado, los elfos estuvieron preparados para emprender la marcha. Dejaron una fuerza como milicia local que se encargaría de proteger a los que no podían realizar el largo viaje al norte, pero era reducida, ya que su mejor defensa era la propia tierra; los árboles que amaban los elfos los cobijarían, los animales los advertirían y llevarían sus mensajes, las cavernas los ocultarían.
Dejaron atrás otra pequeña fuerza para mantener la ilusión de que un ejército elfo tenía rodeada la ciudad de Silvanost. Esta tropa hizo tan bien su trabajo que el general Dogah, encerrado tras las murallas de una ciudad que había llegado a odiar, no tenía la más remota idea de que su enemigo había partido. Los caballeros negros continuaron prisioneros dentro de su propia victoria y maldijeron a Mina por haberlos abandonado a su suerte.
Los Kirath se quedaron guardando las fronteras. Habían recorrido la gris desolación dejada por el escudo durante mucho tiempo y ahora se regocijaban al ver pequeños brotes irguiéndose desafiantes a través del polvo y la putrefacción gris. Los Kirath interpretaron aquello como una señal esperanzadora para su tierra y su pueblo, que casi se habían marchitado y muerto, primero bajo el escudo, y después bajo la bota aplastante de los caballeros negros.
Gilthas había decidido quedarse. Dos días antes de la marcha, Kiryn fue en su busca.
Al ver la expresión preocupada del otro elfo, Gilthas suspiró para sus adentros.
—He oído que planeáis quedaros en Silvanesti —dijo Kiryn—. Creo que deberíais cambiar de opinión y venir con nosotros.
—¿Por qué?
—Para salvaguardar los intereses de vuestro pueblo.
Gilthas no dijo nada, y le dirigió una mirada interrogativa que hizo que Kiryn enrojeciera.
—Esta información me la dieron confidencialmente —dijo.
—No quiero que rompas ninguna promesa. No me gustan los espías.
—No prometí nada. Creo que Samar quería que os lo contara —explicó Kiryn—. Supongo que sabéis que marcharemos a través de las montañas Khalkist, pero ¿sabéis de qué manera planeamos entrar en Sanction?
—Apenas conozco ese territorio... —empezó Gilthas.
—Nos aliaremos con los enanos oscuros. Nuestro ejército pasará por sus túneles. Se les pagará bien.
—¿Con qué?
Kiryn observó fijamente el suelo del bosque tapizado de hojas.
—Con el dinero que trajisteis de Qualinesti.
—Ese dinero no es mío —aclaró secamente Gilthas—. Es la riqueza del pueblo qualinesti, todo lo que queda.
—El prefecto Palthainon se lo ofreció a Alhana, y ella lo aceptó.
—Si protesto, habrá problemas. Mi participación en esa malhadada aventura no cambiará nada.
—No, pero ahora Palthainon, como oficial de alto rango, está al cargo de esos fondos. Si venís vos, los fondos de vuestro pueblo se depositarán en vuestras manos. Puede que os veáis obligado a utilizarlos. Quizá no haya otro modo. Pero la decisión será vuestra.
—De modo que hemos llegado a esto —murmuró Gilthas cuando Kiryn se hubo marchado—. Pagamos a la oscuridad para salvarnos. ¿Hasta donde hemos de hundirnos en ella antes de convertirnos en oscuridad?
El día que la marcha comenzó, los silvanestis abandonaron sus amados bosques con los ojos secos y fijos en el norte. Avanzaron en silencio, sin cantos, sin toques de cuernos, sin redobles de timbales, ya que los caballeros negros no debían enterarse de su partida ni los ogros debían saber de su llegada. Los elfos caminaron bajo las sombras de los árboles para eludir los vigilantes ojos de los Dragones Azules que volaban en círculos sobre sus cabezas.
Cuando cruzaron la frontera de Silvanesti, Gilthas hizo una pausa para mirar atrás, a las ondeantes hojas que parecían lanzar destellos plateados a la luz del sol en un brillante contraste con la línea gris de putrefacción que era la frontera del bosque, el legado del escudo. Estuvo mirando largo rato con la opresiva sensación de que, una vez que cruzara, nunca regresaría.
* * *
Una semana después de que partiera el ejército silvanesti, Rolan, de los Kirath, hacía su patrulla habitual a lo largo de la frontera. Mantuvo la mirada fija en el suelo al reparar, gozoso el corazón, en una pequeña señal de que la naturaleza libraba una batalla contra el mal causado por el escudo.
Aunque la magia mortífera del escudo ya no existía, la destrucción ocasionada por aquella maldad permanecía. Cualquier planta y árbol que el escudo había tocado, moría, de modo que las fronteras de Silvanesti estaban marcadas con una línea gris y sombría de muerte.
En cambio ahora, bajo la gris mortaja de las hojas desecadas y las ramas podridas, Rolan distinguió minúsculos tallos verdes emergiendo triunfantemente del suelo. No supo distinguir qué eran, si briznas de hierba o delicadas flores silvestres o quizá futuros arces de llameantes copas. Tal vez, pensó con una sonrisa, aquéllas eran unas plantas sencillas y humildes, un diente de león, una nébeda o una siempreviva. Rolan lo amaba, fuera lo que fuese. La verde vida en medio de la muerte era un buen augurio de esperanza para él y para su pueblo.
Con cuidado, suavemente, volvió a cubrirlo con la mortaja, en la que ahora pensaba como una manta, para proteger los tiernos tallos de la fuerte luz del sol. Estaba a punto de seguir caminando cuando captó una ráfaga de un olor extraño.
Se puso de pie, alarmado. Husmeó el aire intentando con afán identificar el peculiar hedor. Jamás había olido nada igual: acre, animal. Escuchó sonidos distantes que reconoció como los crujidos de ramas de árbol al romperse, de vegetación chascando al aplastarla. Los sonidos se hicieron más fuertes y más claros, y por encima se escuchó algo más ominoso: el grito de advertencia del halcón, el chillido del tímido conejo, el balido empavorecido del venado al huir.
El horrible hedor animal se volvió intenso, insoportable, vomitivo. Olor a comedores de carne. Rolan desenvainó la espada y se llevó los dedos a los labios para emitir el penetrante silbido que alertaría a su compañero Kirath del peligro.
Tres enormes minotauros emergieron de la fronda. Sus cuernos rompían hojas, sus hachas dejaban heridas en los troncos de los árboles al descargarse con impaciencia para abrir paso entre la maleza que les obstruía el camino. Los minotauros se pararon al ver a Rolan, se lo quedaron mirando, sus oscuros ojos bestiales vacíos de expresión.
El elfo alzó la espada y se dispuso a atacar.
Un hedor bovino lo envolvió. Unos fuertes brazos lo agarraron y Rolan sintió el pinchazo del cuchillo justo debajo de la oreja; un rápido e intenso dolor cuando la hoja se hundió en su garganta de lado a lado...
* * *
El minotauro que había matado al elfo dejó caer el cuerpo en el suelo y limpió la sangre de su daga. Sus compañeros asintieron: otro trabajo bien hecho. Después continuaron a través del bosque, abriendo el paso a los que venían detrás.
Para los cientos que venían detrás. Para los miles.
Las fuerzas de los minotauros cruzaron la frontera pisoteándolo todo. Los barcos minotauros, con sus velas pintadas y sus galeras tripuladas por esclavos, surcaron las aguas del río Thon-Thalas viajando hacia el sur, a la capital, Silvanost, llevando al general Dogah los refuerzos que se le habían prometido.