Quizá fue el recuerdo de todo ello lo que le sacó de su ensimismamiento en cuanto entró en el salón donde se celebraba la recepción. Reconoció a varios funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores y a varios diplomáticos de países árabes, entre los que se encontraban algunos egipcios. Había también una buena provisión de catedráticos de universidades europeas y de Oriente Próximo, y un par cuya procedencia americana era evidente. Tal como Michael vio anunciado en el vestíbulo, el seminario versaba sobre «Las pétreas tumbas Amarna de Huya y Meryre II», tema del que Michael no sabía absolutamente nada.
Mientras trataba de conseguir una copa de un pésimo vino búlgaro del bufé, le abordó un catedrático japonés medio calvo que acababa de despedirse de dos daneses, un italiano y un estudiante que preparaba el doctorado en Milwaukee. Llevaba unas gafas de concha que parecían de una óptica especializada en artículos de la Segunda Guerra Mundial. El japonés asió a Michael fuertemente del brazo.
—Doctor Jurgens comete grave error, ¿no cree? Ignora mi ponencia sobre muro occidental tumba de Huya. Inscripción pared fechada año doce, de acuerdo. Pero inscripción tiene nombre Re - Aten y debe ser fechada segunda mitad año ocho. Y hay que tener en cuenta también pintura seis hijas en pared oriental tumba Meryre. En tumba de Huya hay sólo cuatro hijas, pero…
—Perdone, pero voy a tener que rescatar al profesor Hunt de sus manos.
Nunca le había sonado a Michael tan bien la voz de Tom Holly.
—Me has salvado la vida, Tom —dijo Michael suspirando, tras despedirse ambos del japonés.
Se abrieron paso entre grupos de entusiastas arqueólogos. El japonés paseaba la mirada en derredor en busca de otra víctima. Michael llevaba un vaso en una mano y un pinchito de piña y queso cheddar en la otra. Tom le condujo hábilmente hacia un claro del vestíbulo.
—Lo siento muchísimo, Michael. Me fue imposible asistir al entierro. Surgió algo inesperado a última hora y no me pude librar. Ya sabes cómo son estas cosas.
—No importa, Tom. La verdad es que no te esperaba.
—Pero recibiríais la corona, ¿no?
—¿La corona? Ah, sí. Los lirios. Muy acertado. A mi madre le gustó mucho.
—¿Está bien?
—Bueno…, de momento lo sobrelleva. Pero temo su reacción posterior. Tenía una fuerte dependencia de mi padre. No era sólo una cuestión de compañía; fue todo su mundo después de dejar Egipto. Era un camino sin retorno. Por lo menos, al llegar a Inglaterra. Quizá después, en los setenta, podía verse de otro modo, pero ya era demasiado tarde. Y ahora desde luego lo es.
—Yo no le aconsejaría que regresase, Michael.
—Ella no piensa realmente…
—Te lo digo en serio, Michael, créeme. Se lo van a poner muy difícil a los coptos, mucho. ¿De verdad le gustó la corona?
Michael ladeó la cabeza.
—No creo que se haya enterado de nada. Le he leído tu tarjeta; se las he leído todas. Pero no creo que las haya memorizado, aunque no había muchas. Ya las verá después.
—Gracias, Michael. Gracias por venir. Siento haberte tenido que pedir que vinieses esta noche.
—Si quieres que te sea franco, me he alegrado de tener una excusa para largarme.
—¿Carol? —dijo Tom frunciendo el entrecejo—. No se habrá presentado, ¿verdad?
—Ya lo creo que sí —repuso Michael asintiendo con la cabeza.
—Lamentable. Hubiese hecho mejor no apareciendo, pero Carol nunca ha tenido mucho tacto.
—Está embarazada, Tom. Quiere que le conceda el divorcio.
Tom trató de asimilar la noticia con calma. Conoció a Carol poco después de que Michael y ella empezasen a salir. Al principio sintió celos del éxito de su amigo con una mujer tan atractiva y refinada. Tardó en descubrir la realidad.
—¿Y se lo vas a conceder?
—¡Divorciarme de ella? Ya sabes que eso es imposible, Tom.
—¿De verdad? Yo me lo pensaría, Michael, me lo pensaría muy en serio. Podría ser lo mejor que hayas hecho en tu vida.
—Me dijiste que querías presentarme a una persona —dijo Michael cambiando de tema—. ¿Ha llegado?
Tom paseó la mirada en derredor, impaciente.
—Por aquí, Michael. Allí, en el rincón, junto a aquella planta.
Junto a una palmera de interior, ya en las postrimerías de un lento declive que era evidente que a nadie preocupaba, un grupo de profesores árabes hablaba a voz en grito. El tema, tal como Michael advirtió al acercarse, no era la arqueología, sino la política; en concreto, la amenaza que representaban los fundamentalistas para las libertades. Eran tres hombres y una mujer; en aquellos momentos, ella le replicaba enérgicamente a uno de sus colegas.
—Siguen siendo nuestra más firme esperanza de librarnos del lastre del colonialismo —decía él—. Los nasseristas se quedaron a medio camino. En los últimos diez años nos hemos atado a Occidente más que nunca. Si aspiramos a una auténtica independencia, debemos adoptar medidas radicales. Los del Yama'at son los únicos que tienen un programa claro. Tendremos que jugárnosla con ellos. De lo contrario…
—Para usted es fácil decirlo —le interrumpió ella—. Si fuese mujer lo vería de otro modo. No se enfrenta a la posibilidad de que todo aquello por lo que ha trabajado, todo lo que ha logrado, quede reducido a la nada de un plumazo por una legislación retrógrada.
Mientras ella hablaba, uno de los del grupo se echó hacia atrás, recostándose en una mesa y Michael la vio entonces con claridad. Se quedó como paralizado; todo el salón se transformó en la imagen congelada de una película y las voces se extinguieron. No sólo le daba la impresión de que no podía respirar, sino que no parecía importarle seguir respirando. Las sombras de los asistentes, el humo de los cigarrillos, los ademanes, las muecas, las risas, el entrechocar de las copas y el tenue roce de las servilletas de papel, todo cesó. O así se lo pareció a él. Se tocó el velo del paladar con la punta de la lengua, un leve roce, y luego se quedó boquiabierto. Sólo veía su cara, el movimiento de sus labios. Y no oía más que su voz.
Ella alzó la vista y reparó en él, que enrojeció. Estaba seguro de que le leía el pensamiento. Se sintió como si estuviese desnudo en medio del salón. Luego, ella desvió la mirada y siguió hablando.
—No van a obligarte a llevar velo —dijo ella—, ni a que te quedes en casa a cuidar de los niños y hacer la comida. Pero ¿qué sucederá con mujeres como yo? Yo…
—Doctora Manfaluti… —le dijo Tom en árabe—. Perdone que la interrumpa, pero quiero presentarle a Michael Hunt, de la Universidad Americana de El Cairo. Quizá recuerde que le hablé de él hace unos días.
Ella se volvió hacia Tom enarcando las cejas. Pero al reparar en que era él sonrió abiertamente.
—Señor Holly, al final lo ha conseguido —dijo en inglés—. No sabe cuánto me alegro. Lo siento —añadió dirigiéndose hacia los colegas con quienes había estado hablando—, pero tengo que hablar con el señor Holly. Quizá luego podamos continuar la conversación.
Ya libre de sus colegas, la doctora le tendió la mano a Tom y se la estrechó efusivamente.
—Gracias por rescatarme —le susurró—. No hay nada que deteste más que a esos conspicuos liberales que apoyan a los fanáticos religiosos sólo porque creen que les conviene. Es increíble que no hayan aprendido la lección después de lo sucedido en Irán.
Estaban ya en un claro aparte, a salvo de oídos extraños.
—Le presento a Michael Hunt, doctora Manfaluti. Michael, Aisha Manfaluti.
Ella sonrió y le tendió la mano. No era tan bonita como Carol. No era tan esbelta ni tan alta; no iba tan perfumada ni tan bien vestida. No se parecía a Carol en nada, se dijo Michael, pensando que podría pasarse horas mirándola sin parpadear ni volver la cabeza. Notó el tacto de su mano. Ella le miraba a los ojos, un poco divertida, le pareció.
—He oído hablar mucho de usted, señor Hunt.
—¿Ah, sí? Dios sabe lo que le habrá contado Tom. Pero no le haga caso, es un mentiroso contumaz.
—¿Tom? Ah, se refiere al señor Holly. Pues me ha contado muy poco, ¿verdad? —dijo, sonriéndole a Tom—. Pero he oído hablar mucho de usted a amigos de la Universidad Americana. Tengo allí a mis espías. Conocerá a Riaz Wahba, ¿no?
Michael asintió con la cabeza.
—¿Y a Nabil Faraj?
—Sí, claro. Están en Sociología. Hemos compartido algunos cursos —respondió Michael, reparando, con una convulsión interior que le retrotrajo a la adolescencia, como si fuese la primera vez que miraba a una mujer, en que ella no había retirado la mano.
—¿Está realizando alguna investigación aquí, señor Hunt? —preguntó la doctora, retirando la mano lentamente y produciéndole como una sacudida eléctrica con su roce.
Michael miró entonces a Tom.
—Perdona, Michael. Aún no he tenido ocasión de comentarle…
—Se refiere a que ha muerto mi padre. He venido a Inglaterra para el entierro. Ha sido esta mañana.
El rostro de Aisha se ensombreció. No como se hubiese ensombrecido el de Carol, con fingida aflicción, sino con la mayor naturalidad, como si fuesen buenos amigos desde hace tiempo. Casi, le pareció a él, como si la conociese de toda la vida.
—Lo siento muchísimo. No quería…
—No tiene por qué excusarse. Ahora ya ha pasado todo. Era… Nunca nos llevamos muy bien —dijo Michael, desconcertado por expresarse de aquel modo ante alguien que acababa de conocer.
—Aun así, estas cosas nunca resultan fáciles.
—No, desde luego —admitió él.
Ella se apartó con la mano un mechón de pelo. Michael se fijó en el anillo que llevaba y sintió un escalofrío.
—¿Qué tal si les dejo solos? —dijo Tom—. Tendría que hablar un momento con otras personas. Luego nos vemos, Michael. Tomaremos una copa. No te dejes hechizar demasiado por la doctora Manfaluti. Tenemos que hablar del otro asunto, cuando puedas.
Antes de que Michael pudiera impedírselo, Tom se alejó y los dejó solos. Michael reparó en que ella no estaba tomando nada.
—¿Le traigo una copa? —le preguntó—. ¿Vino? También hay zumos.
—Muy amable. Sí, gracias. Pero zumo no, por favor. Lo ponen pensando en el alma de los creyentes y yo he venido a Londres huyendo de todo eso. Vino blanco, por favor.
Él se abrió paso hasta el bufé y regresó con una copa y un envase de cartón en cuya etiqueta ponía: «Blanco seco francés».
—Debe de ser puro aguarrás.
—Como siempre —dijo ella cogiendo la copa—. Es parte del encanto. El precio que pagamos los profesores universitarios por nuestros privilegios. Gracias.
—¿Qué privilegios?
—Pues éste no sabe a aguarrás —dijo ella sonriendo tras tomar un sorbo—. Más bien a gasolina —añadió mirándole—. Y bien, señor Hunt, ¿para qué quería verme?
—¿Qué para qué…? ¿Le ha dicho Tom que yo quería verla?
—¿Ha hecho mal? —dijo ella asintiendo con la cabeza, un poco desconcertada.
—Pues no sé. A mí me ha dicho que quería presentarme a una persona.
—Ya. Tendrá sus razones. Por supuesto, debe de conocer a Tom, ¿no?
—¿A Tom? Es un viejo amigo. Nos conocimos en los cursos de árabe en Shamlan. Trabaja… para no sé qué departamento de la Administración.
—Tom Holly trabaja para el Servicio de Inteligencia Británico —dijo ella riendo—. ¿No irá a decirme que no lo sabía?
—Bueno, yo… —dijo Michael ruborizándose.
—Dejémoslo en que usted lo sospechaba ——dijo ella riendo de nuevo.
Era la risa más encantadora que había oído. Le pareció increíble que a su edad, ya más que otoñal, y en aquellos momentos, pudiera sentirse tan arrebatado por la risa de una mujer. Que en un día tan luctuoso pudiese vibrar de aquella manera.
Ella no insistió en el tema de Tom y de su profesión. Daba la impresión de que Michael era para ella una persona totalmente transparente. Mientras él hablaba de sí mismo, le pareció captar cierta timidez al referirse al pasado y dejó que la conversación se diluyera en otras cuestiones.
Durante gran parte de la velada, hablaron de la situación política en Egipto y en Oriente Próximo en general. En seguida descubrió que ella era una apasionada defensora de la libertad, de los derechos de la mujer y de las minorías religiosas, aunque sin el menor apego a los convencionalismos de lo que consideraba falsa moralidad de los líderes religiosos y los grupos extremistas.
—Para ser una arqueóloga muestra un peligroso interés por el presente —dijo Michael en tono de broma.
—Es lo único que importa. Sólo estudio el pasado por la luz que pueda arrojar sobre las cosas aquí y ahora. Por lo demás, no me interesa en absoluto. Egipto es un país de tumbas. Supongo que habrá visitado la Ciudad de los Muertos de El Cairo. Los pobres viven realmente en tumbas porque no tienen otro cobijo. Tenemos que acabar con todo esto.
—Debería usted dedicarse a la política —dijo él—. Creo que Egipto podría soportar algunas parlamentarias más.
La expresión del rostro de Aisha cambió bruscamente y, por primera vez, desvió la mirada.
—Perdone… ¿He dicho algo inconveniente?
Ella negó con la cabeza, pero mirando al suelo.
—No —musitó, alzando la vista y sonriendo—. Qué va. Pero… me ha recordado algo.
Cuanto más hablaban, más atrapado se sentía él. Era, tal como dijo Holly después, una mujer cautivadora. Se le quedaba grabado cada uno de sus gestos, cada una de sus expresiones, sus sonrisas y sus muecas; no perdía detalle de ninguno de sus movimientos. Pero, cada vez que veía el anillo en su mano, se le hacía un nudo en el estómago. La próxima vez que la viese en El Cairo sería con su esposo. Iría de la mano de su marido, le sonreiría delicadamente y le diría a Michael con su cautivadora sonrisa cuánto se amaban. No debía verlo de otro modo ni por un instante, porque en El Cairo no sólo era imprudente albergar ciertos sentimientos: era realmente peligroso.
La recepción tocaba a su fin. Los asistentes se iban marchando, solos o en grupo. En pocos minutos, el salón quedaría vacío y también él tendría que marcharse. Tom Holly estaba sentado, solo, aguardando a Michael.
—Ha sido un gran placer conocerla —dijo éste.
—No, no diga eso —le reprendió ella—. Es lo que se dice siempre en estos casos cuando llega el momento de despedirse, pero en realidad, no se siente. No es más que una manera de hablar.
—Pero es que me ha encantado conocerla. Muchísimo, de verdad.
—Bueno, entonces tendremos que volver a vernos en El Cairo.