El nombre de la bestia (39 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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—¡Butrus! ¿Estás bien? —dijo Aisha arrodillándose junto a él y levantándole la cabeza.

—El… hombro. Me ha dado en el hombro. No será nada.

—¿Puedes levantarte?

Con la ayuda de Aisha, Butrus se puso en pie.

—¿Te lo ha atravesado?

—No lo sé —respondió Butrus con una mueca de dolor—. Me parece que no.

Aisha le pasó con mucho cuidado la mano por el hombro. No se notaba orificio de salida. La bala debía de haberse quedado dentro. Detrás de ellos, varios motores se ponían en marcha; broncas voces daban órdenes; se oían gritos y carreras.

Aisha se despojó de la blanca túnica de
muhtasib
y luego ayudó a Butrus a quitarse la suya. Le cogió el subfusil y echó a andar dejando que Butrus se apoyase en su brazo. Se adentraron tras Michael en el callejón. No podían correr hacia ningún otro lado. Les flanqueaban altas fachadas y puertas cerradas que imposibilitaban su huida, pero siguieron corriendo, apremiados por los pasos de sus perseguidores.

—¡Nos van a cortar el paso en la bocacalle! —gritó Aisha.

Iban por el callejón perpendicular a Kamal Sidqi, un pasaje lo suficientemente ancho para permitir el paso de vehículos. Apenas se había extinguido la voz de Aisha cuando vieron un destello luminoso en la oscuridad, delante de ellos, y oyeron roncar una tanqueta detrás.

Al llegar a la esquina, Michael se arrimó a la pared de la derecha y se asomó. Al hacerse de nuevo hacia atrás, Aisha estaba ya junto a él.

—¡Rápido! —gritó Michael tirando de Butrus.

Aisha se adelantó unos metros, hasta la entrada de un callejón mucho más estrecho que el anterior.

—¡Por aquí! —les gritó.

Se adentraron los tres por la calleja, rápidamente pero caminando de puntillas, procurando, más que avanzar con velocidad, no ser oídos. Seguían oyendo gritos tras ellos.

La calleja era muy sinuosa y conducía a un verdadero laberinto de estrechísimas calles y pasajes. De pronto se encontraron atrapados en un callejón sin salida que terminaba en un muro de tres metros de alto. Cuando se disponían a retroceder, oyeron los pasos de sus perseguidores muy cerca. No debían de estar a más de doscientos o trescientos metros.

—No hay alternativa —dijo Michael—. Ayúdame.

Aisha le ayudó a encaramarse hasta lo alto del muro. Michael se sentó a horcajadas en el borde e, inclinándose cuanto pudo, asió a Butrus del brazo sano y tiró de él hasta lograr hacerle saltar al otro lado. Los pasos sonaban ya casi encima de ellos. Aisha alzó los brazos. Al sentir ambos el contacto de sus manos se quedaron un instante como paralizados. Michael reaccionó en seguida y tiró de ella, aupándola. Justo en aquel momento asomaron luces de linternas por la entrada del callejón. Michael se deslizó por el muro y llegó al suelo sin apenas hacer ruido. Contuvieron el aliento.

Los pasos se detuvieron y luego les oyeron alejarse. El silencio era agobiante; la oscuridad, total. Ni una luz se veía, ni un movimiento. Una rata rozó los pies de Aisha, que se sobresaltó. Era del tamaño de un conejo, con una larga cola. Se agacharon y se arrimaron a la pared todo lo que pudieron, procurando no hacer ruido al respirar, atentos a la menor señal de sus perseguidores. Pero el silencio se podía cortar, como si aquel muro fuese la frontera con otro mundo.

Al cabo de cinco minutos se decidieron a adentrarse en aquel otro pasaje. Desnudas paredes se alzaban a ambos lados, como si cruzasen por un desfiladero. Pasó otra rata, y otra más. Siguieron por el tortuoso laberinto, lleno de recodos caóticos. Era extraño. No había ni rastro de
muhtasibin
por allí. El silencio era sepulcral en toda aquella zona. No veían luces en las ventanas ni oían voces. Tampoco les llegaba el amortiguado clamor de radios y televisores tras las puertas.

La luna asomó tras una nube, proyectando sobre la ciudad una luz mortecina que les permitió ver viejos y agrietados muros, casas en ruinas, hogares abandonados. Era como si hubiesen dejado muy atrás El Cairo, a toda la humanidad, y se adentrasen en un lugar aislado, destrozado, en un siniestro jardín extramuros, en una ciudad de los muertos. Unos diez metros delante de ellos, una larga hilera de grises siluetas se escabulló bajo la tenue luz de la luna.

—¿Dónde estamos? —preguntó Michael, pese a que conocía bien El Cairo.

Nunca, ni siquiera en sus pesadillas, había pisado un lugar como aquél, ni sabía que existiese.

Aisha guardó silencio. Lentamente, con suma aprensión, había empezado a comprender. Miró en derredor: las ratas, los ruinosos muros, los trapos que alfombraban el suelo despidiendo un hedor nauseabundo. Y lo comprendió.

Atrajo a Michael hacia sí con ternura. La luz de la luna hacía resplandecer su rostro y le daba un brillo sobrenatural. Sus ojos no parecían sus ojos. Era un extraño a quien había tratado de amar. Lo besó con los ojos cerrados, primero con suavidad y luego con avidez, olvidándose de todo.

Butrus les observaba desde las sombras. Le latía el corazón con fuerza y le dolía mucho el hombro, pero no quiso dejar de mirar. También él lo había comprendido: dónde estaban, lo que iban a encontrar conforme se adentrasen en aquella desolada región. Lo comprendió, pero al ver a Michael y a Aisha abrazados no le importó lo más mínimo. Ya nada importaba porque sabía que nunca saldrían de allí con vida.

Capítulo
L

E
l muro se prolongaba en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Cada día era más largo y más alto. Tenía un metro veinte de grosor y, cuando estuviese terminado, tendría diecisiete metros de altura y más de dos mil kilómetros de longitud. Todo el Egipto pagano le serviría de alimento: las pirámides y las tumbas; los templos y los obeliscos; las ruinas de los siglos; la piedra y el ladrillo; el sudor de los difuntos y la sangre de los vivos.

Brigadas de peones habían excavado, con palas y con sus propias manos, una zanja en la arena, afirmando a ambos lados con tablas la tierra extraída. Luego habían llenado la zanja con cemento y piedras acarreadas desde el-Lisht y Maidum. Otras brigadas se habían encargado de alisar el tosco cemento, trabajando día y noche. A lo largo de la frontera seguían echando cimientos sin descanso. Los camiones que portaban las piedras, descargaban y salían de inmediato a buscar un nuevo cargamento.

Y sobre los cimientos iban levantando el muro. Inexpertas manos colocaban ladrillo tras ladrillo, uniéndolos con espesa argamasa preparada allí mismo. El agua era transportada en grandes camiones cisterna. Sin dar respiro al ejército de improvisados albañiles, los camiones cisterna llegaban continuamente desde sus bases, situadas a orillas del río, y dejaban su carga en las enormes hondonadas utilizadas a modo de morteros para mezclar los ingredientes de la argamasa.

Unos potentes focos iluminaban durante toda la noche el muro para que el trabajo no tuviera que interrumpirse. Quienes trabajaban durante el día trataban de dormir unas pocas horas en precarias tiendas; pero era un descanso perturbado por el crudo frío del desierto y el zumbido de los generadores eléctricos. Se trabajaba ya en un frente de más de ochocientos kilómetros, levantando simultáneamente ochenta secciones distintas de muro.

Se producían muertes a diario. Algunas por puro agotamiento. Otras por insolación, caídas o la peste. Los muertos quedaban allí donde caían o eran retirados del muro y abandonados en pleno desierto. Los demás estaban moribundos. Al principio, la construcción del muro avanzaba lentamente, pero luego fueron llegando autocares atestados de voluntarios procedentes de las ciudades y del campo. Las explotaciones agrícolas se estaban quedando vacías, porque los
muhtasibin
recorrían los pueblos urgiendo a todos los mayores de doce años a ir en peregrinación hasta el muro.

Nadie les obligaba a trabajar. Estaban enardecidos, arrebatados por un pánico apremiante al ver la inusitada rapidez con que se propagaba la peste. Trabajaban hasta caer extenuados y, si lograban volver a ponerse en pie, seguían trabajando. Nadie se lamentaba.

Tom Holly llegó al muro poco después de la medianoche del día 29. Había viajado lentamente a través del desierto libio, a pie durante gran parte del trayecto, para no atraer la atención de nadie. Sabía que debían de andar buscándole al recordar los numerosos viajes que hizo por la región antes de terminar sus estudios en la universidad.

La luna vestía de blanco la áspera superficie de los desportillados ladrillos y la chapucera argamasa. Aquella sección del muro hacía tiempo que estaba terminada. El silencio era absoluto. No había centinelas, ni perros, ni alarmas. ¿De qué habrían servido? El muro no lo habían levantado para protegerse de potenciales invasores, como al principio se dijo, sino como baluarte contra el infestado viento que llegaba de Occidente.

El muro no era tan difícil de escalar como parecía. Tenía muchas grietas y protuberancias. Como en un sueño, semivelado por la luz de la luna, Tom se encaramó ágilmente hasta el borde y saltó al otro lado. Ni qué decir tiene que no le iba a resultar tan fácil saltar de nuevo y volver por donde había venido, pero era plenamente consciente de que, por el mero hecho de cruzar el muro, se comprometía hasta el final.

VII

¿van a bajar conmigo hasta el seol
?

Job, 17,16

Capítulo
LI

E
l Cairo estaba diezmado, rodeado de pirámides de muertos. El río, atestado de cadáveres, dividía la gran ciudad en dos partes desiguales, siniestros anexos de sus letales aguas. En las calles desiertas, los perros se arrastraban buscando cobijo en los portales. Tras las puertas cerradas a cal y canto, los moribundos se estremecían de frío y ardían de fiebre.

Los vivos permanecían sentados en silencio, mirándose en manchados y resquebrajados espejos para detectar los primeros síntomas de su propia muerte.

La luna se había ocultado tras negros nubarrones, llevándose con ella su tenue luz. Lloviznaba. El cielo parecía hecho jirones de un color violáceo.

Era como si la noche no fuese a terminar jamás.

Estaban sentados en el vestíbulo de un edificio abandonado, muy juntos, protegiéndose del frío y la oscuridad. Aisha apoyaba la cabeza en el hombro de Michael.

Su enmarañada y húmeda melena caía sobre su pecho. Tenía los ojos cerrados. Se imaginaba con él, de nuevo en casa, a salvo en su apartamento, o lejos de allí, en Francia o en Inglaterra. En cualquier lugar menos en Egipto; en cualquier parte salvo en El Cairo, en aquel espantoso lugar.

Trataba de no oír el agobiante silencio, pero la rodeaba por todas partes, como si se ahogase en un mar implacable. Las medias palabras que ella y Michael habían intercambiado desde su reencuentro eran casi peor que nada.

Butrus estaba al otro lado del vestíbulo, protegiéndose la herida del hombro con la mano, medio dormido, apenas consciente del lacerante dolor.

Aisha le había vendado la herida lo mejor que había podido, pero no hacía falta ser médico para ver que pronto necesitaría los cuidados de uno. Se movía inquieto, en un duermevela atormentado por el dolor y el anhelo frustrado. Despierto era aún peor.

No se habían atrevido a subir a ningún piso. Aisha tena una linterna que le había arrebatado a uno de los
muhtasibin
que mataron. La utilizó para alumbrarse el camino, pero al cabo de un rato la apagó. Una vez que sus ojos se habituaron a la oscuridad, la linterna no servía más que para revelar un panorama de ruinas y suciedad.

El polvo lo invadía todo: los alféizares, los portales, las escaleras. Había ratas por todas partes. Ratas enormes, de cola rosada y ojos brillantes.

Habían abierto galerías en las paredes de los edificios, dejando visibles huellas en la gris alfombra de polvo. No se asustaban, como si estuviesen muy acostumbradas a la presencia humana. Los descarnados muertos se pudrían por todas partes.

Aisha abrió al fin los ojos y parpadeó en la oscuridad. Sus sueños se habían terminado. Era ya inútil aferrarse a ellos.

—¿Me oyes? —preguntó.

—Sí. Te oigo.

¿No sería mejor dejarle en la ignorancia, dejar que estuviese en paz por lo menos unas horas, hasta que a la salida del sol lo descubriera por sí mismo? Pero él le había pedido que se lo dijese y, después de estar tanto tiempo separados, no se veía con fuerzas de ocultarle nada.

—Lo han tapiado —balbuceó—. Todo un sector de la ciudad. Creíamos que era sólo uno de los muchos rumores que circulaba por El Cairo. Ya sabes cómo son estas cosas. No le di ningún crédito. No imaginé que pudieran ser tan imbéciles.

—No entiendo ni media palabra —dijo él—. ¿Qué es lo que han tapiado?

Ella vaciló antes de contestar, pero luego se lo soltó de corrido.

—La peste —le dijo—. Lo han tapiado por la peste. Al principio se declaró en una zona, sólo en un sector, en Bulaq. Nadie sabe por qué. Por las ratas, probablemente. De haber seguido la epidemia el curso tradicional, hubiese penetrado por la región del mar Negro. La
Pasteurella pestis
es endémica entre los roedores de la estepa. Ratas infestadas debieron de llegar hasta aquí, invadiendo el subsuelo, alimentándose y contagiando la enfermedad a sus vecinos humanos. Sea como fuere, empezó a haber muchos muertos, la mayoría en este barrio. De manera que alguien se dijo: «¿Por qué no imponemos una cuarentena? ¿Por qué no rodeamos Bulaq con un muro y que se queden allí con la peste? Nadie podrá entrar ni salir. La mitad de la población del barrio es copta, o sea que, de paso, nos la quitamos de en medio. De todos modos, la mayoría va a morir. A los demás, Dios los salvará si es ésa su voluntad. Sólo quedarán unos cuantos casos aislados en el resto de la ciudad». Eso pensaron, convencidos de que podrían contener la epidemia, de que Dios les ayudaría a levantar muros contra la infección. Se equivocaban, por supuesto, pero eso no les impidió amurallar el barrio. Trazaron un rectángulo casi perfecto: la Comiche queda al oeste y parte de al-Sabtiyya al norte; después baja por al-Qulali hasta la avenida Seis de Uktubir, por todo el oeste de al-Gala, sin interceptar la vía del ferrocarril; y el lado noroeste discurre paralelamente a la avenida Veintiséis de Yuliyu, sin incluir, naturalmente, el edificio de la radiotelevisión. Levantaron muros en todas las calles y sellaron todas las puertas y ventanas que dan al exterior.

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