El nombre de la bestia (19 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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Michael Hunt le dio la espalda al mar y empezó a caminar lentamente de vuelta a casa, azotado por un viento cortante. Apenas quedaba luz. En lo alto de los minaretes parpadeaban lucecitas, faros de la inminente noche. El
adhan
susurraba por las calles. Se veían grupos y personas solas que se dirigían cansinamente a rezar. Mujeres con velo pasaban apresuradamente frente a él. Comenzaba el ramadán. A la ciudad le aguardaba un mes de ayuno, tiempo de penitencia y renuncias, desde el momento en que pudiera distinguirse un hilo negro de uno blanco.

De pronto, las calles le parecieron inefablemente tristes: las fachadas sin pintar, el pavimento levantado, las oficinas cerradas. Sólo el verano podía devolverle la vida a la ciudad, y el verano parecía más lejano que nunca. Decidió ir a Taha's. Pasaría la noche tomando café y luego volvería a llamar a Aisha. Estaba cada vez más preocupado por ella.

La había telefoneado varias veces a lo largo de los últimos días, pero nadie había contestado y ella no se había puesto en contacto con él. También la había llamado al museo, pero le habían dicho que estaba cerrado por obras. El departamento de Megdi en la universidad parecía haber desaparecido.

Taha's era un sórdido café del barrio de Karmus donde le permitían hacer y recibir llamadas telefónicas. En los viejos tiempos, en vida del padre de Taha, fue un nido de intelectuales y homosexuales, griegos y armenios en su mayoría, además de algún que otro escandinavo y aves de paso de rostro macilento. Lawrence Durrell soñó con su heroína Justine como un extinto haz de luna reflejado en los cristales de sus ventanales. En sus mesas de mármol se sentaba Cavafis a tomar una taza tras otra de amargo
qahwa sada
mientras escribía cansados poemas en pequeñas fichas de papel griego. Taha's era el «oscuro café» adonde iba el poeta con su amigo, ya muerto: «Un cuchillo en su corazón Era el oscuro café al que Ellos solían ir juntos».

Ahora, Taha's era una triste y remota tasca a la que se llegaba por calles casi impracticables, donde los viejos jugaban al
backgammon
en silencio, o leían arrugados ejemplares del
Al-Jumhuriyya
, o fumaban tabaco barato con las
shishas
, o escupían lo poco que quedaba de sus endebles y tristes vidas. En primavera y en otoño, en invierno y en verano, un lento ventilador de pesadas aspas giraba pacientemente en la viciada atmósfera del café.

Michael fue allí por primera vez cuando tenía doce años; un muchachito solitario que llegaba demasiado tarde para saborear la grandeza de la ciudad. Taha le brindó su amistad, le enseñó la jerga del árabe
bahri
y le presentó a los pocos habituales del café que quedaban. Juntos pasearon por las oscuras calles de una ciudad en la que no quedaban más que gestos al atardecer y enfermizos y redundantes silencios. Cinco años después, Taha le brindó la oportunidad de acostarse por primera vez con una mujer, una chica de Tanta de ojos negros, menudos y alertados pechos, pequeñas cicatrices blancas que cruzaban su espalda y una lengua que se movía como un pez en su boca. Ahora Taha estaba viejo, viejo como su ciudad, como su café. Viejo, artrítico y vulnerable.

—Han preguntado por ti —le dijo el anciano dejándole una taza de café caliente en la mesa.

Michael enarcó las cejas. Se preguntaba hasta qué punto le conocía Taha, qué sabía de su antigua profesión. Algo, aunque no mucho. Taha era, al igual que tantos otros, parte de la falsa urdimbre que Michael tejió a lo largo de muchos años.

—Se fue un poco mosqueado. Le dije que se equivocaba, que yo no había oído hablar nunca de ti. Pero volverá.

Michael sabía lo que le quería decir. ¿Cómo iba a mentir con los tiempos que corrían, con gente como aquélla? Conocían al viejo, su pasado, el pasado de su padre, la atormentada historia de un café para hombres solitarios. Nadie estaba seguro ahora; no se podía confiar en nadie, ni siquiera en los viejos amigos.

—¿Hay ahora alguien aquí de quien deba desconfiar? —le preguntó Michael mirando en derredor.

—Son todos tipos legales —dijo Taha negando con la cabeza—. Puedes estar tranquilo.

Michael asintió, aunque ambos sabían que no podían estar del todo seguros. Si había dinero de por medio —que era lo más probable—, cualquiera de los «tipos legales» de Taha podía caer en la tentación.

Estuvieron un rato sentados, charlando: dos egipcios, uno joven y el otro mayor, hablando de los viejos tiempos. Si quienes habían preguntado por él buscaban a un inglés, se llevarían un chasco.

Michael estuvo haciendo tiempo allí hasta la hora de cerrar, a las diez. Antes de marcharse volvió a llamar a Megdi, pero nadie cogía el teléfono. Al salir, las calles estaban casi desiertas. La gente se acostaría temprano para levantarse antes del alba y llenar el estómago antes del día de ayuno que les aguardaba. Una gélida brisa impregnaba el aire. Le hubiese gustado seguir en un confortable hotel, pero había dejado el Cecil para pasar inadvertido y se había instalado en una sórdida habitación del Muharram Bey, que dejó por otra, aún más sórdida, en una casa situada entre la vía del tren y el canal de Mahmudiyya. Era muy poco confortable. Cuando estaba en la cama oía pasar los trenes, un desolador ruido que le despertaba en plena noche y que persistía hasta el amanecer.

Todo estaba en calma. El duro invierno se ensañaba con calles y callejas. Los tranvías habían dejado de oírse a primeras horas de la noche. El viento no era más que un quedo murmullo entre los edificios.

Llevaba un rato oyendo pasos detrás de él, cada vez más cercanos. No se volvió ni aceleró el paso. Siguió a su ritmo, atento al primer cruce. Unos metros más adelante había un callejón a la derecha y un gran charco de agua en la esquina. Michael torció por allí y se arrimó a la pared, expectante. Los pasos se oían cada vez con más claridad. Contuvo el aliento. Un tren de carga pasó con su metálico estrépito, que se convirtió en un agudo chirrido de frenos al llegar a la cerrada curva de al-Jabbari.

Un hombre asomó por la esquina, cortando el charco. Se detuvo y miró a su alrededor, como desorientado. Entonces, a Michael ya no le cupo duda alguna de que le seguían. Aguardó, dispuesto a atacar.

—¿El señor Hunt? ¿Está usted ahí, señor Hunt?

La voz le resultaba familiar, aunque no acababa de reconocerla.

—Tengo un mensaje para usted, señor Hunt. ¿Está usted ahí?

—¿Quién es? —preguntó Michael sin salir de la sombra.

—Mahmud, del hotel. He estado tratando de localizarle.

Michael suspiró con alivio. Había sobornado a uno de los empleados del Cecil para que le dejase en el Taha's los mensajes que recibiera. Le había pagado lo suficiente para garantizarse una inquebrantable lealtad. Michael asomó entonces y Mahmud se sobresaltó.

—Le he seguido desde el Taha's, señor Hunt. He llegado al café justo cuando usted salía. Camina usted muy de prisa.

—¿Qué pasa, Mahmud?

—Ha llegado esto para usted esta tarde de El Cairo —repuso Mahmud tendiéndole un sobre arrugado—. Se ha retrasado.

Michael cogió el sobre. Dio unos pasos hasta una farola. El sobre iba dirigido a él, al Cecil. Lo habían echado al correo en El Cairo hacía dos semanas. La letra del sobre era de Aisha.

Capítulo
XXIII

E
l tren con destino a EI Cairo entró en la estación de Sidi Gabr con casi una hora de retraso. Había decidido ir temprano, con un lento tren que, normalmente, salía de la estación Misr de Alejandría a las seis y diez. Debía haber llegado a la estación de Sidi Gabr unos minutos después, pero aquella mañana todo el tráfico entre Alejandría y la capital iba con retraso. No lo habían anunciado, pero los pasajeros lo sabían. Susurros, caras de resignación, gente que se encogía de hombros. La situación parecía clara. Algo pasaba. Alguien, en alguna parte, debía de estar temblando.

Lo que Aisha decía en su carta le había alarmado y, a sabiendas de que era una imprudencia, decidió volver a El Cairo de inmediato. Durante las largas horas que aguardó en la estación, más de una vez le pasó por la cabeza desistir del viaje. En El Cairo le conocían y sería un blanco perfecto para Abu Musa y sus hombres, si es que aún seguían actuando. Y, conociendo a Abu Musa, a Michael no le cabían muchas dudas de que aún andaba por allí.

El cielo estaba de un gris plomizo y lloviznaba. Allí, donde el mar se cernía sobre la costa como una sombra y África no parecía sino un efecto óptico frente al curvo horizonte, llovía todos los inviernos; una lluvia persistente y fría que caía con la crudeza de otro mundo. Michael se estremeció, encogiendo los hombros como para hurtarse al frío. La Guerra del Golfo, que había tenido lugar hacía ocho años, pasaba factura: además de los cambios climáticos que venían produciéndose, los largos meses de continua humareda a causa de los pozos de petróleo incendiados, habían alterado gravemente el ecosistema de la región. Era el segundo invierno en que esto se notaba de manera especial. Tal vez a partir de entonces todos los inviernos fuesen iguales.

Llevaba un raído traje gris con manchas de grasa en las solapas, muy distinto del que llevaba en Alejandría. Su documentación iba a nombre de Yunis Zuhdi, con residencia en el barrio obrero de Shubra, licenciado por la Universidad de El Cairo y profesor particular de idiomas; un culto perdedor que enseñaba a una generación ávida de aprender, integrada por quienes, probablemente, serían perdedores como él. Llevaba unas gafas sin graduar y fumaba unos cigarrillos nacionales baratos que le hacían toser. Una barba entrecana de tres días cubría su barbilla.

Para asegurarse de ir sentado, llevaba aguardando en el andén desde las dos. Notaba el calor corporal, el agobio de la gente por todos lados. Como una hormiga en el centro de un hormiguero, observaba el denso trajín. El húmedo aire transportaba un rumor en el que se confundían muchas voces, unas agudas y otras graves, como un zumbido de insectos.

Familias enteras se arracimaban en desordenados grupos; niños precariamente abrigados, con las piernas al aire, en brazos o a hombros de sus cansados progenitores. Los vendedores ambulantes de comida se abrían paso tímidamente entre el clamor; el penetrante olor de los bocadillos d
e fitir
y
ta miyya
era una verdadera agresión al aire de la madrugada. Aún no había amanecido y el ayuno no había comenzado. A un par de metros de donde Michael se encontraba, un muchacho tenía instalado un tenderete de reparación de calzado. Más allá, un mendigo sin piernas se arrastraba lúgubremente entre un bosque de piernas, propulsando su delgado tronco con sus poderosos brazos. Cerca del borde del andén, un enjuto
fellah
estaba sentado sobre una jaula de alambre llena de codornices: un proveedor de restaurantes amenazados de cierre.

Una gaviota recorrió volando las vías, con sus grises plumas impregnadas de sal. Michael alzó la vista, atraído por el aleteo en aquel frío cielo. Olía el mar, el purpúreo mar, en el viento y en la gélida lluvia.

Al fin llegó el tren, tirado por una enorme locomotora diesel húngara, una Maghari que debería haber sido retirada de la circulación hacía años. Los coches ya iban atestados de pasajeros que habían subido en la estación Misr. Los compartimientos de tercera clase iban casi llenos.

Mujeres con cestas se mezclaban con hombres que portaban sacos o herramientas. Todo el mundo parecía llevar algo. Michael se sintió con las manos vacías, casi desnudo, pero no llevar bolsa le permitía moverse con mayor libertad para abrirse paso. Milagrosamente, encontró un hueco en uno de los bancos de madera, entre un cajón lleno de polluelos y un viejo con tos de tísico. Se oía un transistor, el sonsonete de un
oud
.

El tren salió de la estación con veinte minutos de retraso. Sólo la mitad de quienes aguardaban en el andén lograron subir. Algunos se habían encaramado al techo, otros iban precariamente colgados de los marcos de las ventanillas, y varios peligrosamente cerca de las ruedas. Michael se recostó en el asiento, exhausto, tratando de echar una cabezada, de aislarse del ruido y el hedor. Iba dormitando, a merced del traqueteo del tren, que le sobresaltaba con su brusca marcha, y de la tos del tísico. Pero estaba tan agotado tras varias noches sin pegar ojo que terminó por quedarse dormido, aunque con visible desasosiego.

Al despertar, el tren se había detenido. El siseo del vapor que impregnaba el aire parecía llegar desde un nido de furiosas víboras. La lluvia había cesado. Ya no se oía el transistor. Michael no llevaba reloj y no sabía qué hora era. La luz había cambiado, pero parecía que estaban aún en las primeras horas de la mañana. Miró a su alrededor. En el compartimento, unos hablaban en susurros y otros guardaban un extraño mutismo. Se miraban con ojos asustados y luego desviaban la mirada. Se oían voces procedentes del exterior, órdenes ininteligibles. No se habían detenido en la estación, sino en pleno campo, aunque desde donde Michael se encontraba apenas se veía.

Se levantó y se acercó a la ventanilla de su izquierda. Una blanca bruma velaba los cultivos de algodón. Los que viajaban en el techo y colgados de las ventanillas se arracimaban junto al tren. Michael se fijó en un hombre alto que llevaba un blanco
thawh
y estiraba las piernas junto a la vía. Blandía un largo palo con contera de hierro que utilizaba para mantener a los pasajeros en fila. A uno y otro lado de los vagones, en el límite de los sembrados, los soldados apuntaban nerviosamente al tren. Al hombre del palo se le unió otro, vestido también con un
thawh
blanco. Más allá de los campos se entreveía un curso de agua tras la bruma. Debía de ser un canal de riego o el Rosetta, uno de los brazos del Nilo.

La Policía Religiosa les había obligado a detenerse. Era la recién creada
shurta diniyya
o
muhtasibin
, un cuerpo formado en parte a imagen y semejanza de los antiguos «guardianes de la moralidad pública» islámicos, y en parte según el modelo de la infame
muta-wiin
saudí. En el corto tiempo transcurrido desde su fundación, se había ganado una siniestra fama que iba de boca en boca y que la hacía temible para todos.

Los
muhtasibin
habían jurado imponer el tradicional precepto religioso de «ordenar el bien y prohibir el mal». Como los puritanos de todas partes, volcaban casi todas sus energías en el último término de la ecuación. Para actuar, basaban su autoridad no en la limitada legislación del nuevo Parlamento islámico, sino en las
fatwas
de un reducido grupo de teólogos de la universidad de Al-Azhar. Sus consignas eran tan omnipresentes como crueles.

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