El Niño Judio (24 page)

Read El Niño Judio Online

Authors: Anne Rice

BOOK: El Niño Judio
12.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Varias mujeres del pueblo venían a hablar con mi madre y verla trabajar en su telar. Y su número aumentó cuando empezó a tejer en el patio, al aire libre. Tenía más amigas. Los parientes que no habían venido todavía a vernos, lo hacían ahora con frecuencia.

Pasado aquel verano seguían yendo a verla, y las chicas jóvenes que no estaban cuidando niños pequeños acudían para acunar a los bebés sobre sus rodillas. Esto era bueno para mi madre, porque ella era muy aprensiva. En un pueblo como Nazaret, las mujeres están al corriente de todo. Cómo, no lo sé, pero así ocurre y así ocurría entonces. Y mi madre sin duda sabía del interrogatorio al que fue sometido José cuando me llevaron a la sinagoga. Y tenía aprensión por ello.

Yo lo sabía porque me conocía hasta el más pequeño gesto de su cara, sus movimientos de ojos y labios, y me daba cuenta. Veía su temor ante las otras mujeres. Los hombres no la preocupaban, porque ningún hombre iba a mirarla o dirigirse a ella, ni importunarla de manera alguna. Un hombre no hablaba con una mujer casada salvo que fuese un pariente muy próximo, e incluso en tal caso nunca a solas, salvo que fuese su hermano. De modo que mi madre no temía a los hombres, pero ¿a las mujeres? Sí, las había temido hasta los días del telar, cuando acudían para aprender de ella.

Todos estos pensamientos acerca del temor de mi madre no los hice yo conscientes hasta que la cosa cambió; ella siempre había sido de talante apocado. Por eso me alegré mucho del cambio que experimentó.

Y se me ocurrió algo más, un pensamiento secreto, uno más de los que no podía revelar a nadie: mi madre era inocente. Tenía que serlo. De lo contrario, habría tenido miedo de los hombres, ¿no? Pero a los hombres no los temía. Como tampoco temía ir por agua al arroyo, ni ir de vez en cuando a Séforis para vender la ropa que tejía. Sus ojos eran más inocentes aún que los de la pequeña Salomé. Sí, no me equivocaba.

La vieja Sara ya no estaba en condiciones de hacer trabajo de filigrana —ni de ninguna clase— con una aguja o en el telar, pero enseñaba a las muchachas a hacer bordados y a menudo las veía allí juntas, charlando y riendo y contando historias, con mi madre muy cerca.

Martillear y pulir y ensamblar y coser y tejer: el patio era un hervidero de actividad. Y luego los gritos y lloros y risas de los niños, bebés gateando por el suelo, el establo donde los hombres atendían a los burros que transportaban nuestras cosas hasta Séforis, los chicos mayores entrando y saliendo con haces de heno, uno o dos de nosotros frotando incrustaciones de oro en un nuevo diván de banquete (un hombre nos había encargado ocho), la lumbre de cocinar sobre el brasero y después las esteras extendidas en el suelo de piedra cuando comíamos, todos allí reunidos rezando y procurando que los más pequeños callaran un momento para poder dar gracias al Señor; todo esto, sumado, da una imagen de lo que fue ese primer año en Nazaret, un año que quedó grabado en mi memoria durante los muchos que todavía iba a vivir allí.

«A buen resguardo», había dicho José. Yo estaba «a buen resguardo». Pero de qué, no quiso decirlo, y yo no podía preguntar. Pero estaba felizmente escondido. Y cuando pensaba en eso y en las extrañas palabras de Cleofás —que algún día yo habría de dar las respuestas—, me sentía como si fuera otro; me palpaba el cuerpo y después dejaba de pensar en ello.

Mi aprendizaje iba muy bien.

Aprendía nuevas palabras, palabras que había oído y dicho pero cuyo significado sólo conocía ahora, la mayor parte proveniente de los Salmos. «Que los campos sean gozosos, sí, gozosos, y que los árboles del monte se regocijen. Escribid una canción gozosa al Señor; cantad alabanzas.»

La oscuridad había desaparecido; los incendios también. Y aunque la gente hablaba de los chicos que se habían sumado a la rebelión, y aunque de vez en cuando una mujer se desgañitaba de pena al tener noticias de un hijo perdido, nuestra vida estaba llena de cosas agradables.

A la última luz de la tarde, subía y bajaba cuestas entre los árboles hasta que perdía de vista Nazaret. Encontré flores tan dulces que me llevé algunas a casa para plantarlas allí. Y en casa, el olor dulzón de las virutas y el del aceite con que untábamos la madera; el omnipresente olor del pan horneándose y el aroma de la salsa que nos recibía a nuestro regreso.

Bebíamos buen vino del mercado de Séforis. Comíamos deliciosos melones y pepinos de nuestro propio huerto.

En la sinagoga aprendíamos las Escrituras batiendo palmas, bailando y cantando. La escuela era un poco más difícil, pues los maestros nos hacían redactar cartas en nuestras tablillas, y repetir lo que no hacíamos bien. Pero incluso esto era agradable, y el tiempo pasaba volando.

Los hombres empezaron a recolectar la aceituna, batían las ramas de los olivares con sus largas varas y recogían los frutos. La prensa estaba siempre en funcionamiento, y a mí me gustaba pasar por allí para ver cómo los hombres extraían aquel aceite que olía tan bien.

Las mujeres de la casa aplastaban aceitunas en una prensa pequeña para conseguir el mejor aceite de cocina.

Las uvas de nuestro huerto estaban maduras, y también los higos, de los que teníamos todos los que queríamos y más, para secar, hacer tartas, o comer tal cual. Eran tantos los últimos higos del patio y el huerto, que el sobrante lo vendimos en el mercado al pie de la colina.

La uva que no consumíamos la poníamos a secar; no se hacía vino con ella pues en la zona no había viñedos, todo era trigo y cebada y pasto para las ovejas, y los bosques que tanto me gustaban.

El aire empezó a refrescar y llegaron las primeras lluvias, muy abundantes. Tronaba con fuerza sobre los tejados, y todo el mundo ofrecía plegarias en acción de gracias. Las cisternas de la casa se llenaron, y se cambió el agua del mikvah.

El rabino Jacimus, el más estricto de los fariseos, nos dijo en la sinagoga que el agua que ahora iba a parar al mikvah estaba viva, y que eso era lo que demandaba el Señor, que nos purificásemos con agua viva. Debíamos rogar que las lluvias fueran suficientes, no sólo para los campos y arroyos sino para que las cisternas estuvieran llenas y nuestro mikvah también.

El rabino Sherebiah no estuvo del todo de acuerdo con Jacimus y empezaron a citar a los sabios sobre este particular y a discutir, y finalmente el anciano rabino nos pidió que ofreciéramos oraciones de acción de gracias por que las ventanas del cielo se hubieran abierto, lo que permitiría empezar a plantar muy pronto los campos.

Durante la cena, mientras la lluvia repiqueteaba en los tejados, hablamos del rabino Jacimus y de aquel asunto del agua viva. Era algo que a Santiago y a mí nos inquietaba un poco.

Habíamos llegado a Nazaret después de las lluvias, y el mikvah estaba vacío entonces. Lo habíamos reparado, llenándolo después con agua de la cisterna, agua que había estado en reposo durante mucho tiempo. Pero era agua de lluvia, ¿ verdad? ¿ Se podía considerar «viva» la que usamos para llenar por primera vez el mikvah?

—Si no es agua viva —dijo Santiago—, entonces quiere decir que no quedamos limpios después del mikvah.

—Pero nos bañamos a menudo en el arroyo, ¿no? —dijo Cleofás—. Y el mikvah tiene un agujerito en el fondo a fin de que el agua esté en constante movimiento. Cuando la lluvia llenó la cisterna, era agua viva. Sigue viva, no os preocupéis más.

—Pero el rabino Jacimus dice que con eso no basta —insistió Santiago—. ¿Por qué?

—Sí basta —intervino José—, pero él es fariseo y los fariseos son muy concienzudos. Debéis entenderlo: ellos piensan que esmerándose mucho en todos los aspectos de la vida estarán más a salvo de transgredir la Ley.

—Pero no pueden decir que nuestro mikvah no es puro —repuso tío Alfeo—. Las mujeres lo utilizan...

—Mirad —dijo José—. Imaginaos dos senderos en la cima de una montaña. Uno cerca del borde y el otro más apartado. Este último es más seguro. Ese es el camino de los fariseos: estar lejos del borde del precipicio, lejos de caer en el pecado, por eso el rabino Jacimus cree en sus costumbres.

—Pero las costumbres no son leyes —objetó Alfeo—. Los fariseos afirman que todas estas cosas son leyes.

—Sherebiah nos dijo que era la Ley de Moisés —intervino tímidamente Santiago—, que Moisés recibió unas leyes no escritas que se fueron transmitiendo a través de los sabios.

José se encogió de hombros.

—Lo hacemos lo mejor que podemos. Y ahora han llegado las lluvias. ¿Qué pasa con el mikvah} ¡Pues que está lleno de agua dulce! —exclamó levantando las manos y sonrió.

Todos nos reímos, pero no del rabino. Nos reímos como siempre hacíamos al hablar de cuestiones para las que no parecía haber una respuesta clara.

El rabino Jacimus era severo en sus cosas pero era un hombre afable, un hombre sabio, y me contaba historias maravillosas. Esas historias hacían referencia a nuestra realidad, y había veces en que nada me gustaba más que esas historias. Pero empezaba a comprender algo de importancia capital: todas esas historias formaban parte de una mayor, la historia de quiénes éramos, de nuestra identidad como pueblo. Nunca lo había visto tan claro, y ahora me emocionaba.

A menudo en la escuela y a veces en la sinagoga, el rabino Berejaiah se erguía sobre sus piernas pese a que le temblaban, levantaba los brazos y, elevando los ojos, exclamaba:

—Decidme, niños, ¿quiénes somos?

Y entonces entonábamos con él:

—Somos el pueblo de Abraham e Isaac. Fuimos a Egipto en los tiempos de José. Allí nos convertimos en esclavos. Egipto se convirtió en la fragua y allí sufrimos. Pero el Señor nos había redimido, el Señor alzó a Moisés para que nos guiara, y el Señor nos salvó dividiendo las aguas del mar Rojo y conduciéndonos a la Tierra Prometida.

»El Señor entregó la Ley a Moisés en el Sinaí. Y nosotros somos un pueblo santo, un pueblo de sacerdotes, un pueblo fiel a los mandamientos. Somos un pueblo de grandes reyes: Saúl, David, Salomón, Josué.

»Pero Israel pecó a ojos del Señor. Y el Señor envió a Nabucodonosor de Babilonia para que asolara Jerusalén e incluso la propia casa del Señor.

»Pero nuestro Señor es reacio a la ira y constante en su amor, y es todo misericordia, y nos envió un redentor para que pusiera fin a la cautividad, y ése fue Ciro el Grande, y volvimos ala Tierra Prometida y reconstruimos el Templo. Mirad siempre hacia el Templo, pues cada día el sumo sacerdote ofrece un sacrificio por el pueblo de Israel al Señor de las Alturas. Los judíos están desperdigados por todo el mundo, son un pueblo santo, fiel a la Ley de Moisés y al Señor, un pueblo que mira hacia el Templo y que no conoce otros dioses que el Señor.

»Oye, OH, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno. »Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma y con todas tus fuerzas.

»Y estas palabras, que yo hoy te impongo, estarán en tu corazón. Y las enseñarás con afán a tus hijos, y hablarás de ello cuando estés en tu casa y cuando vayas por los caminos y cuando te acuestes y cuando te levantes.

No era imprescindible estar en el Templo para observar las fiestas sagradas. Los judíos repartidos por todo el mundo las observaban escrupulosamente.

Todavía no era seguro viajar a Jerusalén, pero nos llegó la noticia de que los combates habían cesado en la ciudad y que el Templo había sido purificado. Al parecer, todo iba bien.

Salimos fuera al amanecer del día de la Expiación, pendientes de los primeros rayos de sol, pues sabíamos que el sumo sacerdote se levantaba al despuntar el alba para iniciar sus ceremonias en el Templo, esos baños que habría de repetir varias veces a lo largo del día.

Oramos con la esperanza de que no hubiera insurrecciones ni dificultades. Porque durante ese día el sumo sacerdote procuraría expiar todos los pecados del pueblo de Israel. Para ello, iría ataviado con sus mejores vestiduras. El rabino Jacimus, sacerdote ungido también, nos había descrito estas prendas sagradas, y nosotros habíamos aprendido cómo eran en las Escrituras:

La larga túnica del sumo sacerdote era azul, iba sujeta por una faja en la cintura, y los bajos ribeteados con borlas y campanillas doradas que tintineaban cuando el sumo sacerdote caminaba. Sobre la túnica llevaba una segunda prenda llamada efod, que tenía mucha filigrana en oro, así como un peto de doce gemas brillantes, una por cada tribu de Israel, de modo que cuando se situara ante el Señor estuviesen allí las Doce Tribus. Y en la cabeza, el sumo sacerdote llevaba un turbante con una corona de oro. Era algo digno de verse.

Pero antes de ponerse estas bellas prendas, estas vestimentas tan ricas como las de un sacerdote pagano, el sumo sacerdote se vestía de lino, puro y blanco, para realizar los sacrificios.

En el día de la Expiación, imponía sus manos sobre el novillo castrado que iba a sacrificar por Israel. E imponía sus manos sobre los dos machos cabríos. Uno de éstos sería sacrificado, y el otro se llevaría consigo al desierto todos los pecados del pueblo de Israel. Era el macho cabrío enviado a Azazel.

¿Y qué era Azazel? Los pequeños queríamos saberlo. Pero de hecho ya lo sabíamos. Azazel era la maldad, eran los demonios, era el mundo «de fuera», el mundo del desierto. Todos sabíamos lo que significaba la palabra desierto, pues todo el pueblo de Israel había cruzado el desierto para llegar a la Tierra Prometida. Y el macho cabrío llevaría los pecados a Azazel en señal de que los pecados de Israel habían sido perdonados por el Señor, y así el mal recuperaría el mal del que nosotros nos habríamos despojado.

Pero el momento más importante era cuando el sumo sacerdote entraba en el sanctasanctórum, el lugar del Templo donde el Señor estaba presente, y al que sólo podía entrar el sumo sacerdote.

Y todo Israel rezaba para que la ira del Señor no cayera sobre el sumo sacerdote, sino que sus plegarias de expiación fueran oídas y que pudiese salir de nuevo ante el pueblo habiendo estado en presencia del Señor.

A media tarde nos congregamos en la sinagoga, donde el rabino leyó el pergamino que el sumo sacerdote estaba leyendo en el Patio de las Mujeres: «Y el día diez del mes séptimo será el día de la expiación... y celebraréis asamblea santa.» El rabino nos explicó lo que el sumo sacerdote estaba diciendo a los fieles en el Templo. «Todo lo que he leído ante vosotros está escrito aquí.»

Oscureció. Estábamos descalzos en el tejado, esperando. Los situados en el punto más alto gritaron que ya podían verse las señales de fuego en los pueblos situados más al sur, que ahora encendían fogatas para divulgar la palabra al norte, el este y el oeste.

Other books

Dragon Age: Last Flight by Liane Merciel
THE BLUE STALKER by BROWN, JEAN AVERY
Carly’s Voice by Arthur Fleischmann
Picture of Innocence by Jacqueline Baird
The Death Cure by James Dashner
Hot Blooded by Lisa Jackson
Elvenbane by Andre Norton
Testament by Nino Ricci
Omega Virus (Book 2): Revisited by Mendonca, D. Manuel