El Niño Judio (17 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: El Niño Judio
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—... descendí hasta las raíces de los montes, quedé encerrado en la tierra como en una mazmorra. Mas tú sacaste mi vida de la fosa, OH, Señor mi Dios.

Cerré los ojos mientras lo decíamos:

—Cuando mi alma desfallecía me acordé del Señor; y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo...

Pensé en el Templo. No en la muchedumbre ni en aquel hombre agonizante, sino en la reluciente gran mole de piedra, con todo su oro, en las canciones de los fieles elevándose como si fueran olas, como las olas que yo había visto solaparse en el mar, una y otra y otra mientras nuestro barco estaba anclado, olas sin fin...

Tan absorto estaba en mis pensamientos, tan metido en recordar las olas lamiendo el barco, los cánticos que subían y bajaban, que cuando alcé la vista me di cuenta de que todos habían seguido adelante con el relato.

Jonás hizo lo que el Señor le ordenaba. Fue a la «gran ciudad de Nínive» y exclamó: «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!»

—¡Todo el mundo creía en el Señor! —exclamó José, enarcando las cejas—. Ayunaron todos, se vistieron de arpillera desde el más rico hasta el más pobre. ¡El propio rey se levantó de su trono y se cubrió de arpillera y se sentó encima de cenizas! Tendió las manos como si dijera: «Mirad.» ¡El rey! —repitió, y nosotros asentimos—. Se hizo saber a la población que nadie, fuese hombre o animal, debía probar ni un solo bocado o beber una sola gota de agua. Y todos, hombres y bestias, tenían que ir cubiertos de arpillera y clamar al Señor.

Hizo una pausa. Luego se enderezó antes de preguntar: —¿Quién puede saber si el Señor se arrepentirá de su ira?

—Hizo un gesto con las manos como invitándonos a responder.

—Y el Señor se arrepintió de su ira —dijimos todos—, ¡y Nínive se congració con el Señor!

José hizo una pausa y luego preguntó:

—Pero ¿quién se sentía mal? ¿Quién estaba enojado? ¿Quién salió hecho una furia de la ciudad?

—¡Jonás! —exclamamos.

—« ¿No era precisamente esto lo que yo sabía que iba a pasar?», gritó Jonás. «¡Cuando yo estaba en mi país! ¿No fue por eso que huí en un barco a Tarsis?»

Mientras nos reíamos, José levantó la mano como hacía siempre para pedir paciencia, y entonces impostó la voz del profeta:

—«Yo sabía que eras un Dios clemente, misericordioso y poco propenso a la ira, un Dios de gran bondad, ¿no es cierto?»

Todos asentimos con la cabeza. José continuó.

—«¡Pues bien! —dijo, mientras Jonás se erguía lleno de orgullo—. ¡Quítame la vida!, ¡quítamela!

—Levantó las manos—. ¡Antes prefiero morir que seguir viviendo!»

Risas generalizadas.

—Jonás se sentó allí mismo, junto a las puertas de la ciudad, tan cansado y furioso estaba. Construyó un refugio con lo que pudo y se sentó allí a la sombra, pensando: qué puede pasar, qué puede pasar todavía...

»Y el Señor tuvo un plan. El Señor hizo que una gran enredadera creciese del suelo y protegiera a Jonás mientras estuviese allí sentado, cariacontecido, y la sombra de aquella enredadera lo puso muy contento.

»Y así transcurrió la noche y el profeta durmió bajo aquella enredadera... Y ¿quién sabe?, puede que los vientos del desierto no fueran tan fríos allí debajo. ¿Qué os parece?

»Pero antes de que llegara la mañana el Señor hizo un gusano, sí, un gusano malo que se comió la enredadera, y la planta se marchitó.

José hizo una pausa y levantó un dedo.

—Y el sol salió y el Señor envió un viento recio, sí, lo sabemos, envió un viento recio contra Jonás, y el sol le daba en la cabeza. ¡Jonás se desmayó! En efecto, el profeta se desmayó con el calor y el viento. ¿Y qué fue lo que dijo?

Todos reímos, pero esperamos a quejose levantara las manos al cielo y exclamara con la voz de Jonás:

—«Quiero morir, Señor. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!»

Volvimos a reír y José esperó unos instantes. Luego compuso un gesto solemne pero sin dejar de sonreír, y habló con la voz pausada del Señor:

—«¿Te parece bien estar tan enojado por la muerte de una enredadera?» «Sí, Señor, me parece bien estar enojado, ¡incluso hasta la muerte!» Entonces el Señor dijo: «Así que te daba pena una enredadera, una enredadera que tú no has plantado, una enredadera que creció de la noche a la mañana y desapareció con la misma rapidez. ¿Y no debería yo salvar a Nínive, esa gran ciudad, sesenta mil habitantes, y a todo ese ganado, y a todas esas personas que ni siquiera distinguen su mano derecha de su mano izquierda?»

Todos sonreímos y asentimos con la cabeza, y, como siempre, la risa avivó nuestro ánimo.

Después, Cleofás nos leyó un poco del Libro de Samuel, la historia de David, de la que nunca nos cansábamos.

Un poco más tarde, mientras los hombres discutían sobre la Ley de Moisés y los profetas, dando vueltas y más vueltas a cosas que se me escapaban, me quedé dormido. Dormimos todos allí mismo, vestidos, mientras la lámpara seguía ardiendo.

El sabbat se prolongaría hasta el atardecer del día siguiente. Después de que todos hubimos comido del pan preparado especialmente, la vieja Sara tomó la palabra. Estaba recostada contra la pared sobre un nido de almohadones y no la habíamos oído hablar en toda la noche.

—¿No hay ya sinagoga en esta ciudad? —dijo—. ¿Ha quedado reducida a cenizas sin yo enterarme?

Nadie dijo nada.

—Ah, entonces, ¿se ha derrumbado?

Nadie dijo nada. Yo no había visto ninguna sinagoga. Sí, había una pero ignoraba dónde estaba.

—¡Responde, sobrino! —dijo Sara—. ¿O es que he perdido el juicio además de la paciencia?

—Sigue ahí—dijo José.

—Entonces lleva a los niños a la sinagoga. Y yo iré también.

José guardó silencio.

Yo nunca había oído a ninguna mujer hablarle así a un hombre, pero ésta era una mujer con muchos, muchísimos cabellos grises. Era la vieja Sara.

José la miró. Ella le sostuvo la mirada y levantó la barbilla.

José se puso de pie y nos indicó que hiciéramos lo mismo.

La familia entera, salvo mi madre, Riba y los más pequeños, que serían un estorbo en la Casa de Oración, nos dirigimos colina arriba.

Aunque yo me había aventurado por los alrededores del pueblo y había ido a ver el manantial, que me pareció muy bonito, no había bajado por la otra vertiente de la colina.

Las casas que había en lo alto eran iguales por fuera, de adobe encalado la mayoría de ellas, pero los patios eran incluso más grandes que el nuestro y las higueras y los olivos, muy viejos. En un portal, dos hermosas mujeres nos sonrieron, iban vestidas con el mejor lino que yo había visto en Nazaret, muy blanco y con ribetes dorados en el borde de los velos. Me gustó mirarlas. Vi un caballo atado en un establo, el primero que veía en Nazaret, y nos cruzamos luego con un hombre sentado a una mesa de escribir, leyendo sus pergaminos al aire libre. Saludó con el brazo a José.

La gente estaba en la calle, nos saludaba al pasar, algunos nos adelantaban porque íbamos despacio, otros venían detrás. No había atisbos de que nadie estuviera trabajando. Todo el mundo observaba el sabbat y se movía con lentitud.

Cuando llegamos a lo alto de la cuesta vi a mi primo Leví y a su padre Jehiel, y por primera vez contemplé su enorme casa con sus bien encajadas puertas y ventanas, sus celosías recién pintadas, y recordé que eran propietarios de gran parte de los terrenos contiguos.

Se pusieron en fila con nosotros. La calle era más serpenteante aquí que en la otra ladera, y cada vez había más personas que llevaban la misma dirección.

Una arboleda se extendía ante nosotros. Seguimos un sendero entre los árboles y allí estaba el manantial, llenando sus dos cuencas abiertas en la roca mientras el agua fluía y saltaba risco abajo.

La mayor de las cuencas estaba a rebosar, y era ahí donde muchos iban a lavarse las manos.

Eso hicimos nosotros, lavarnos las manos y la parte del brazo que podíamos sin mojarnos la ropa. El agua estaba fría. Muy fría. Miré hacia ambos lados. El arroyo serpenteaba como el camino que habíamos dejado atrás, pero alcancé a ver un buen trecho en las dos direcciones.

Me incorporé. Tuve que pellizcarme y frotarme para entrar en calor.

Allí estaba la Casa de Oración, o la sinagoga, un edificio grande a la izquierda del arroyo y un poco apartado del camino. La puerta estaba abierta y arriba había habitaciones a las que se llegaba por una escalera adosada a un lado, todo muy cuidado y con hierba verde.

Fuimos hasta allí y esperamos nuestro turno mientras otros entraban.

Cleofás, Alfeo, José, Simón y la vieja Sara se colocaron detrás de mí. Los otros siguieron adelante, primero las mujeres. Cleofás tomó a la vieja Sara del brazo, y Silas y Leví entraron. Santiago se situó también detrás de mí, con todos mis tíos y José.

José me empujó suavemente hacia el interior.

Los hombres me flanquearon por ambos lados.

Me quedé en el umbral de madera. Era un recinto mucho más grande que la sinagoga donde solíamos reunimos en Alejandría, que era sólo para nuestros vecinos. Y tenía bancos a lo largo de las paredes, colocados en gradería, de manera que la gente se sentaba como en un teatro o en la Gran Sinagoga de Alejandría, a la que yo había ido una vez.

Los bancos del lado izquierdo estaban ocupados por mujeres. Vi cómo mis tías y Bruria ocupaban sus sitios. Había muchos niños, sentados en el suelo y por todas partes, y también en el lado derecho, delante de los hombres. Había también una hilera de columnas, y al fondo un espacio para que un hombre leyera de pie.

Ya era momento de entrar. Había muchas personas esperando detrás de mí, y nadie delante. Pero un hombre alto se situó a la izquierda, un hombre con una larga barba grisácea y de aspecto suave, tan poblada en el labio superior que casi le ocultaba la boca. Sus ojos eran oscuros y tenía una cabellera larga hasta los hombros, sólo un poquito gris, bajo el chal de rezar.

El hombre alargó su mano delante de mí.

Habló con voz muy suave, mirándome al hacerlo, pero sus palabras iban dirigidas a los demás.

—Conozco a Santiago, sí, y a Silas y Leví, los recuerdo, pero ¿y éste? ¿Quién es?

Yo guardé silencio. Todo el mundo nos estaba mirando y eso no me gustó. Empecé a asustarme.

Entonces habló José:

—Es mi hijo. Jesús hijo de José hijo de Jacob —dijo.

Los que estaban detrás de mí se me acercaron más. Cleofás me puso la mano en la espalda, y lo mismo hizo Alfeo. Mi tío Simón se colocó también detrás y apoyó una mano en mi hombro.

El hombre de la barba, de rostro sereno, me miró fijamente y luego miró a los demás.

Entonces oí la voz de la vieja Sara, tan clara como antes. Estaba detrás de todos nosotros.

—Ya sabes quién es, Sherebiah hijo de Janneus —dijo—. ¿Hace falta que te diga que hoy es el sabbat? Déjale entrar.

El rabino debía de estar mirándola, pero yo no podía volver la cabeza. Miré al frente y tal vez vi el suelo de tierra, o la luz que entraba por las celosías, o todos los rostros vueltos hacia nuestro grupo. Pero, viera lo que viese, supe que el rabino se dio la vuelta y que otro de los rabinos allí presentes —y había dos en el banco— le susurró algo.

Y acto seguido supe que íbamos a entrar en la sinagoga.

Mis tíos ocuparon el extremo del banco. Cleofás se sentó en el suelo y me indicó que me sentara yo también. Santiago, que ya había estado allí, tomó asiento al lado de Cleofás. Luego los otros dos chicos se levantaron y vinieron a sentarse con nosotros. Ocupábamos la esquina interior.

La vieja Sara avanzó con ayuda de tía Salomé y tía María hasta el banco de las mujeres. Y por primera vez pensé: «Mi madre no ha venido.» Podía haberlo hecho, dejar los pequeños al cuidado de Riba, pero no había venido.

El rabino dio la bienvenida a muchas personas hasta que la sinagoga estuvo llena.

No levanté la vista cuando empezaron a hablar. Supe que el rabino recitaba de memoria cuando cantó en hebreo:

—Es Salomón quien habla —dijo—, el gran rey. Señor, Señor de nuestros padres, Señor misericordioso, tú creaste al hombre para que gobernara sobre la creación, mayordomo del mundo... para que administrara justicia con el corazón virtuoso. Otórgame sabiduría, Señor, y no me niegues un lugar al lado de tus siervos.

Mientras lo pronunciaba, los hombres y los chicos empezaron lentamente a repetir cada frase, y el rabino hacía pausas para que pudiéramos seguirlo.

Mi temor remitió, pues la gente se había olvidado de nosotros. Pero yo no olvidaba que el rabino nos había interrogado y había pretendido impedirnos la entrada. Recordé las extrañas palabras que mi madre me había dicho en Jerusalén. Recordé sus advertencias. Supe que algo andaba mal.

Estuvimos varias horas en la sinagoga. Se leyó y se habló. Algunos niños se quedaron dormidos. Al cabo de un rato la gente empezó a desfilar. Algunos iban saliendo y otros llegando. Allí dentro se estaba bien.

El rabino fue de un lado a otro haciendo preguntas e invitando a dar respuestas. De vez en cuando se oían risitas. Cantamos un poco y después se habló de la Ley de Moisés, dando lugar a discusiones acaloradas por parte de los hombres. Pero a mí me entró sueño y me dormí con la cabeza apoyada en las rodillas de José.

En cierto momento desperté y todo el mundo estaba cantando. Era muy bonito, y no se parecía en nada a los cánticos de la gente en el Jordán.

Volví a quedarme dormido.

José me despertó para decirme que volvíamos a casa.

—¡No puedo llevarte en brazos durante el sabbat! —susurró—. Levanta.

Lo hice. Salí con la cabeza gacha, sin mirar a nadie a la cara.

Llegamos a casa. Mi madre, que estaba recostada contra la pared, cerca del brasero, y arrebujada en una manta, levantó la vista. Miró a José y noté que lo interrogaba con los ojos.

Me acerqué a ella y me eché a su lado, con la cabeza en sus piernas. Me adormilé a ratos.

Desperté varias veces antes de la puesta de sol. En ningún momento estuvimos a solas.

Mis tíos hablaban en voz baja a la luz de las lámparas que no debían apagarse durante el sabbat.

Aunque hubiera tenido la ocasión de hacerle alguna pregunta a José, ¿qué le habría preguntado? ¿Qué podía preguntar que él quisiera responder, que no me hubiera prohibido preguntar? Yo no quería que mi madre supiese que el rabino me había parado en la puerta de la sinagoga.

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