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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (11 page)

BOOK: El monje
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—¡Me dejáis estupefacto! ¡Matilde! ¿Sois vos la que me habláis así?

Hizo un movimiento como para levantarse. Ella profirió un grito, y medio incorporándose de la cama, echó los brazos en torno al cuello del fraile para detenerle.

—¡Oh! ¡No me dejéis! ¡Escuchad mis errores con compasión! Dentro de unas horas, no existiré; un poco más, y me habré librado de esta pasión vergonzosa.

—¡Desdichada! ¿Qué puedo deciros? Yo no puedo... No debo... ¡Pero vivid, Matilde! ¡Oh! ¡Vivid!

—No os dais cuenta de lo que pedís. ¿Pues qué? ¿Viviré para hundirme en la infamia? ¿Para convertirme en agente del mal? ¿Para labrar la destrucción de los dos, la vuestra y la mía? ¡Sentid este corazón, padre!

Le cogió la mano. Confundido, turbado y fascinado, no la retiró, y sintió debajo de ella palpitar su corazón.

—¡Sentid este corazón, padre! Aún lo habitan el honor, la verdad y la castidad. Si mañana sigue latiendo, será presa de los más negros crímenes. ¡Oh! ¡Dejad, pues, que muera hoy! ¡Dejad que muera, mientras aún merezco las lágrimas del virtuoso! ¡Quiero expirar así! —reclinó la cabeza sobre el hombro de él, y su dorado cabello se derramó sobre su pecho—. Cobijada en vuestros brazos, me sumiré en el sueño, vuestra mano cerrará mis ojos para siempre, y vuestros labios recibirán mi último aliento. ¿Pensaréis alguna vez en mí? ¿No derramaréis alguna vez una lágrima sobre mi tumba? ¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Este beso es mi garantía!

Era una hora avanzada. El silencio reinaba alrededor. La luz desmayada de una lámpara solitaria iluminaba la figura de Matilde y difundía por la cámara un resplandor confuso y misterioso. Ningún ojo indiscreto, ningún oído curioso vigilaba a los amantes. No se oía nada, sino los melodiosos acentos de Matilde. Ambrosio se hallaba en pleno vigor de la virilidad. Vio ante sí a una mujer joven y hermosa, salvadora de su vida, adoradora de su persona, y cuyo afecto la había llevado hasta el borde de la tumba. Estaba sentado junto a la cama, su mano descansaba sobre el pecho de ella, que a su vez apoyaba la cabeza sobre su pecho. ¿Qué tiene de extraño que cayera en la tentación? Ebrio de deseo, apretó los labios sobre los labios que le buscaban. Sus besos compitieron con los de Matilde en ardor y pasión. La estrechó arrebatadamente entre sus brazos. Olvidó sus votos, su santidad y su fama. No tuvo en cuenta otra cosa que el placer y la ocasión.

—¡Ambrosio! ¡Oh! ¡Ambrosio mío! —suspiró Matilde.

—¡Tuyo, tuyo para siempre! —murmuró el fraile, y se derrumbó sobre el pecho de ella.

Capítulo III

—Thesse are the Villains

Whom all the Travellers do fear so much —

Some of them are Gentlemen,

Such as the fury of ungoverned Youth

Thrust from the company of awful Men

SHAKESPEARE, Dos gentileshombres de Verona

El marqués y Lorenzo prosiguieron en silencio hacia el palacio. El primero, entregado a evocar todas las circunstancias que recordaba que pudiesen producir la opinión más favorable en Lorenzo, sobre sus relaciones con Inés. En tanto el otro, justamente alarmado por el honor de su familia, se sentía desconcertado por la presencia del marqués. El lance que acababa de presenciar le impedía tratarle como amigo; y habiéndose confiado los intereses de Antonia a su mediación, consideraba poco oportuno tratarle como enemigo. De estas reflexiones concluyó que lo más prudente era guardar silencio, y esperar con impaciencia la explicación de don Raimundo.

Llegaron al palacio de las Cisternas. El marqués le condujo inmediatamente a su aposento, y comenzó a expresarle su satisfacción por haberle encontrado en Madrid. Lorenzo le interrumpió:

—Excusadme, señor —dijo en tono distante—, si respondo con alguna frialdad a vuestras expresiones de estima. En este asunto está implicado el honor de mi hermana: hasta que quede establecido y aclarado el objeto de vuestra correspondencia con Inés no puedo consideraros como amigo. Estoy deseando oír el significado de vuestra conducta, y espero que no demoréis la prometida explicación.

—Primero, dadme vuestra palabra de que la oiréis con paciencia e indulgencia.

—Quiero a mi hermana demasiado para juzgarla con dureza; y hasta este momento, no tenía un amigo al que quisiera más que a vos. Quiero confesar también, que estando en vuestro poder darme satisfacción en un asunto que me afecta tan hondo, me siento muy deseoso de encontraros aún merecedor de toda mi estima.

—¡Lorenzo, me conmovéis! No podría brindárseme mayor placer que la ocasión de servir al hermano de Inés.

—Convencedme de que puedo aceptar vuestros favores sin deshonor, y no habrá hombre en el mundo a quien tenga en más alto aprecio.

—Probablemente, vuestra hermana os habrá mencionado ya el nombre de Alfonso de Alvarada.

—Nunca. Aunque siento por Inés un afecto verdaderamente fraternal, las circunstancias nos han impedido estar juntos mucho tiempo. De niña fue confiada al cuidado de su tía, que estaba casada con un noble alemán. Permaneció en el castillo de éste hasta hace dos años, en que regresó a España, decidida a retirarse del mundo.

—¡Santo Dios! ¿Conocíais vos su intención, y no hicisteis nada por disuadirla?

—Marqués, me ofendéis. La noticia, que me llegó estando en Nápoles, me consternó profundamente, y me apresuré a regresar a Madrid con el expreso propósito de evitar este sacrificio. En cuanto llegué, corrí al convento de Santa Clara, en el que Inés había escogido hacer su noviciado. Pedí ver a mi hermana. Imaginad mi sorpresa cuando me envió una negativa. Declaró categóricamente que, temiendo mi influencia sobre ella, no quería aventurarse a hablar conmigo hasta la víspera de pronunciar los votos. Supliqué a las monjas; insistí en ver a Inés, y no vacilé en manifestar mis recelos de que se impedía que la viese en contra de su propia inclinación. Para librarse de mis acusaciones de violencia, la priora trajo unas líneas escritas con la letra de mi hermana, que yo conocía tan bien, en las que repetía el mensaje que ya me había dado. Todos los intentos que después hice por conseguir una entrevista con ella resultaron tan infructuosos como el primero. Se mantuvo inflexible, y no se me permitió verla hasta la víspera del día en que ingresó en el claustro para no dejarlo más. Esta entrevista tuvo lugar en presencia de nuestros principales parientes. Era la primera vez que la veía desde que era niña, y la escena fue de lo más conmovedora. Se arrojó sobre mi pecho, me besó, y lloró desconsoladamente. Traté de hacerla renunciar con todos los argumentos posibles, llorando, suplicando y poniéndome de rodillas. Le expliqué todos los rigores de la vida religiosa; pinté a su imaginación todos los placeres a los que iba a renunciar, y le supliqué que me revelase qué era lo que la hacía rechazar el mundo. Ante esta pregunta se puso pálida, y sus lágrimas brotaron con mayor abundancia. Me pidió que no insistiera en esta cuestión. Que me bastase saber que su resolución estaba tomada, y que el único lugar donde ella podía encontrar la paz era el convento. Persistió en su propósito y pronunció los votos. La visité frecuentemente en las rejas, y cada momento que pasaba con ella me hacía sentir más aflicción por su pérdida. Poco después me marché de Madrid; regresé ayer mismo por la tarde; y desde entonces, aún no he tenido tiempo de ir al convento de Santa Clara.

—Entonces, hasta que yo no os lo he mencionado, ¿no habíais oído el nombre de Alfonso de Alvarada?

—Perdonadme: mi tía me escribió que un aventurero así llamado había encontrado el medio de introducirse en el castillo de Lindenberg; que había logrado ganarse las simpatías de mi hermana, que incluso había accedido a huir con él. Sin embargo, antes de que pudiesen poner en práctica dicho plan, este caballero descubrió que las propiedades que él creía que poseía Inés en la Española me pertenecían en realidad a mí. Esta información le hizo cambiar los planes. Desapareció el día que habían concertado huir; e Inés, desesperada ante esta perfidia y bajeza, había decidido retirarse a un convento. Añadió que como este aventurero se había hecho pasar por un amigo mío, deseaba saber si yo le conocía. Le contesté que no. No tenía idea de que Alfonso de Alvarada y el marqués de las Cisternas fue sen la misma persona. La descripción que me había dado del primero no encajaba de ningún modo con la que yo conocía del segundo.

—En esto reconozco fácilmente el pérfido carácter de doña Rodolfa. Cada palabra de esta relación está marcada con el sello de su malicia, su falsía y su habilidad para confundir a quienes quiere hacer daño. Perdonadme, Medina, por hablaros con tanta desenvoltura de vuestra pariente; el daño que me ha hecho autoriza mi resentimiento, y cuando hayáis oído mi historia quedaréis convencido de que mis expresiones no son demasiado severas.

A continuación, comenzó su relato de la siguiente manera...

HISTORIA DE DON RAIMUNDO, MARQUÉS DE LAS CISTERNAS

Mi larga experiencia, mi querido Lorenzo, me ha convencido de cuán generosa es vuestra naturaleza: no he esperado vuestra declaración de ignorancia respecto a las aventuras de vuestra hermana para comprender que os han sido ocultadas con toda intención. De haber llegado a vuestro conocimiento, ¡cuántas desventuras nos habríamos ahorrado Inés y yo! ¡Pero el destino había determinado lo contrario! Vos estabais de viaje cuando conocí a vuestra hermana; y como nuestros enemigos cuidaron de ocultarle a ella vuestra dirección, le fue imposible imploraros vuestra protección y consejo.

Al marcharme de Salamanca, en cuya Universidad, según he sabido después, habéis permanecido un año después de irme yo, emprendí inmediatamente una serie de viajes. Mi padre me suministró dinero liberalmente; pero insistió en que ocultase mi linaje y no me diese a conocer sino como un caballero particular. Esta petición se debía a los consejos de un amigo, el duque de Villa Hermosa, un noble cuyo talento y conocimiento del mundo me han causado siempre la más profunda veneración.

—Creedme —me dijo—, mi querido Raimundo; después os daréis cuenta de los beneficios de esta temporal degradación. Es cierto que como conde de las Cisternas seríais recibido con los brazos abiertos y vuestra juvenil vanidad se sentiría halagada por las atenciones que os lloverían de todos lados. De este otro modo, casi todo dependerá de vos: tenéis excelentes recomendaciones, pero debe ser asunto vuestro utilizarlas. Deberéis esforzaros en ganar la aprobación de aquellos a quienes seréis presentado. Quienes hubiesen buscado con solicitud la amistad del conde de las Cisternas, no habrían tenido interés en averiguar vuestros méritos, ni en soportar con paciencia los defectos de Alfonso de Alvarada. Por tanto, cuando os veáis realmente aceptado, podréis atribuirlo con seguridad a vuestras buenas cualidades, no a vuestro linaje, y la distinción que se os haga os resultará infinitamente más satisfactoria. Además, vuestra insigne cuna no os permitiría mezclaros con las clases inferiores de la sociedad, cosa que ahora estará en vuestro poder, y de lo cual, en mi opinión, sacaréis considerable beneficio. No limitéis vuestro contacto a los ilustres de los países que vayáis a visitar. Examinad los hábitos y costumbres de la multitud. Entrad en las cabañas, y observad cómo son tratados los vasallos de los extranjeros; aprended a disminuir las cargas y a aumentar el bienestar de los vuestros. A mi modo de ver, entre las ventajas que un joven destinado a la posesión de poder y riqueza puede obtener de un viaje, no debía tener por menos esencial la ocasión de mezclarse con las clases que son inferiores a la suya, y hacerse testigo ocular de los sufrimientos del pueblo.

Perdonadme, Lorenzo, si os parece aburrido mi relato. La estrecha relación que ahora existe entre nosotros me hace estar deseoso de que conozcáis cada detalle sobre mí; y en mi temor de omitir la mínima circunstancia que pueda induciros a juzgar favorablemente a vuestra hermana y a mí, puede que os cuente muchas cosas que os parecerán sin interés.

Seguí el consejo del duque; no tardé en convencerme de lo atinado que era. Salí de España, con el supuesto título de don Alfonso de Alvarada, asistido por un solo criado de probada fidelidad. París fue el destino de mi primera etapa. Durante un tiempo me sentí encantado, como efectivamente se debe de sentir todo hombre que es joven, rico y amante de los placeres. Sin embargo, entre todas las alegrías, sentía que faltaba algo a mi corazón. Acabó por hastiarme la disipación: descubría que las gentes entre las que vivía y cuyo exterior era tan cortés y seductor, eran frívolas en el fondo, insensibles e hipócritas. Me aparté de los habitantes de París con repugnancia, y abandoné el teatro del lujo sin un suspiro de pesar.

Entonces enderecé mi rumbo hacia Alemania con intención de visitar la mayor parte de las cortes principales. Antes de esta expedición, quise estar algún tiempo en Estrasburgo. Al descender de mi coche en Luneville para tomar algún refrigerio, observé un espléndido carruaje, escoltado por cuatro criados de rica librea, el cual estaba detenido a la puerta del León de Plata. Poco después, estando yo asomado a la ventana, vi a una dama de noble presencia, seguida de dos acompañantes, que subía en el carruaje, poniéndose éste en marcha inmediatamente.

Pregunté al posadero quién era la dama que acababa de partir.

—Una baronesa alemana,
monsieur,
de gran alcurnia y fortuna. Ha venido a visitar a la duquesa de Longueville, según me han informado sus criados; ahora se dirige a Estrasburgo, donde se reunirá con su esposo y regresarán juntos a su castillo de Alemania.

Reanudé mi viaje con la intención de llegar a Estrasburgo esa noche. Mi esperanza, empero, se vio frustrada al estropearse mi coche. El accidente ocurrió en medio de un tupido bosque, y no me sentí poco desconcertado sobre qué decisión tomar. Estábamos en pleno invierno. La noche cerraba ya en torno nuestro, y Estrasburgo, que era la ciudad más próxima, aún distaba de nosotros varias leguas. Me pareció que mi única alternativa, si no quería pasar la noche en el bosque, era tomar el caballo del criado y dirigirme a Estrasburgo, empresa que en aquella época del año estaba muy lejos de ser agradable. Sin embargo, no viendo otro recurso, tuve que decidirme por hacerlo así. De modo que comuniqué lo que había determinado al postillón, diciéndole que le enviaría a alguien para que le ayudase tan pronto como llegara a Estrasburgo. No confiaba demasiado en su honradez. Pero dado que dejaba a Stephano bien armado, y siendo el cochero de edad avanzada, consideré que no había peligro de perder mi equipaje.

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