El monje (14 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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Los bandidos parecieron alarmarse ante mi acción. Jacques medio se incorporó de su silla, se metió la mano en el pecho, donde descubrí el puño de una daga. Volví a mi asiento con tranquilidad y fingí no haber notado su confusión.

—No habéis acertado con mi gusto, mi buen amigo —dije, dirigiéndome a Baptiste—. No puedo probar el champaña sin que me produzca un violento trastorno. Creo que he tragado demasiado antes de saber qué era, y me temo que mi imprudencia me va a causar molestias.

Baptiste y Jacques intercambiaron una mirada de desconfianza.

—Tal vez os resulte desagradable su olor —dijo Robert.

Se levantó de su silla y cogió la copa. Observé que comprobaba si efectivamente estaba vacía.

—Debe de haber bebido suficiente —le dijo a su hermano en voz baja, mientras se sentaba otra vez.

Marguerite pareció temer que hubiese probado el licor: la tranquilicé con una mirada.

Aguardé con ansiedad los efectos que el brebaje iba a producir en la dama. No dudaba que el polvo que había observado era ponzoñoso, y lamentaba no haberme sido posible advertirla del peligro. Pero transcurrieron varios minutos, antes de observar que se le cerraban los ojos. Se le dobló la cabeza hacia un lado, y se sumió en profundo sueño. Fingí no enterarme de tal circunstancia, y seguí mi conversación con Baptiste, con toda la alegría que era capaz de aparentar. El me miraba con desconfianza y asombro, y vi que los bandidos cuchicheaban frecuentemente entre sí. Mi situación se volvía más difícil a cada instante: mantenía la actitud de confianza cada vez con menos gracia. Temeroso a la vez de que llegasen sus cómplices y de que sospechasen que estaba enterado de sus propósitos, no sabía cómo disipar el recelo con que los bandidos me vigilaban. La servicial Marguerite me ayudó una vez más en este nuevo dilema. Pasó por detrás de sus hijastros, se detuvo un momento frente a mí, cerró los ojos e inclinó la cabeza sobre el hombro. Esta alusión disipó inmediatamente mi incertidumbre. Me decía que debía imitar a la baronesa y fingir que el licor había hecho pleno efecto en mí. Así lo hice, y a los pocos minutos simulé que el sueño me había vencido completamente.

—¡Vaya! —exclamó Baptiste, al caer yo en mi silla—. ¡Por fin se ha dormido! Empezaba a pensar que se había olido nuestro plan y que nos tocaría despacharlo de todas maneras.

—¿Y por qué no lo despachamos de todas maneras? —preguntó Jacques con ferocidad—. ¿Para qué vamos a darle la posibilidad de que traicione nuestro secreto? Marguerite, dadme una de mis pistolas. Total, puedo acabar con él con sólo apretar el gatillo.

—Supón —replicó el padre—, supón que no llegan nuestros amigos esta noche, ¡vaya un papel que haríamos cuando los criados preguntasen por él mañana por la mañana! No, no, Jacques; hay que esperar a nuestros socios. Si se unen a nosotros, seremos lo bastante fuertes como para acabar con los criados y los amos, y el botín será nuestro. Si Claude no encuentra a la banda, deberemos tener paciencia y dejar que la presa se nos vaya de entre los dedos. ¡Ah! ¡Muchachos, muchachos! De haber llegado vosotros cinco minutos antes, habríamos terminado con el español, y ahora seríamos dueños de dos mil doblones. Pero nunca estáis cuando os necesito. ¡Sois unos ladrones de lo más inoportunos!

—¡Bueno, bueno, padre! —contestó Jacques—; si pensarais como yo, ya habríamos terminado con todos. Vos, Robert, Claude y yo, habríamos reducido a los extranjeros, aunque sean el doble. Sin embargo, Claude no está; es demasiado tarde para pensar en eso ahora. Tendremos que esperar pacientemente a que llegue la banda; y si los viajeros se nos escapan esta noche, tendremos que ocuparnos de asaltarles mañana.

—¡Cierto! ¡Cierto! —dijo Baptiste—. Marguerite, ¿has dado el somnífero a las doncellas?

Marguerite dijo que sí.


Entonces todo marcha. Vamos, vamos, muchachos. Pase lo que pase, no hay razón para quejarse de esta aventura. No corremos ningún peligro, podemos ganar mucho, y no hay nada que perder.

En ese momento, oí cascos de caballos. ¡Oh, qué espantoso resultó ese ruido a mis oídos! Un sudor frío me corrió por la frente, y sentí todos los horrores de la muerte inminente. No fue tranquilizador, ni mucho menos, oír exclamar a Marguerite, con acento desesperado:

—¡Dios todopoderoso! ¡Están perdidos!

Afortunadamente, el leñador y sus hijos estaban demasiado atentos a la llegada de sus socios para ocuparse de mí; de otro modo, la violencia de mi agitación les habría convencido de que mi sueño era fingido.

—¡Abrid! ¡Abrid! —exclamaron varias voces, en el exterior.

—¡Sí! ¡Sí! —gritó Baptiste alegremente—. ¡Son ellos! ¡Ahora nuestro botín es seguro! ¡Id, muchachos! Llevadles al granero; ya sabéis lo que hay que hacer allí.

Robert corrió a abrir la puerta.

—Pero primero —dijo Jacques, cogiendo sus armas—, primero dejadme despachar a estos dos dormidos.

—¡No, no, no! —replicó el padre—; ve al granero, donde haces falta. Deja que me encargue yo de éstos y de las mujeres de arriba.

Jacques obedeció y siguió a su hermano. Parecieron conferenciar unos minutos con los recién llegados. Después de lo cual oí desmontar a los forajidos y, según supuse, dirigirse al granero.

—¡Bueno! ¡A eso se llama obrar juiciosamente! —murmuró Baptiste—; han dejado los caballos, y van a caer sobre los extranjeros por sorpresa. ¡Bien! ¡Bien!, ahora a lo mío.

Le oí acercarse a una pequeña alacena situada en el fondo de la habitación y abrirla. En ese momento, sentí que me sacudían suavemente.

—¡Ahora! ¡Ahora! —susurró Marguerite.

Abrí los ojos. Baptiste estaba de espaldas a mí. No había nadie más en la estancia, salvo Marguerite y la dama dormida. El villano había cogido una daga de la alacena, y parecía comprobar si estaba lo bastante afilada. Yo no me había cuidado de proveerme de armas; pero comprendí que ésta era la única ocasión de escapar, y decidí no desaprovecharla. Me levanté de un salto, me abalancé sobre Baptiste, y cogiéndole por el cuello, le apreté con fuerza para que no pudiese gritar. Quizá recordéis la fama que tenía en Salamanca la fuerza de mi brazo. Ahora esta fuerza me prestó un servicio esencial. Sorprendido, aterrado y sin respiración, el villano no fue adversario peligroso. Le arrojé al suelo, le agarré aún más fuerte, y mientras le inmovilizaba, Marguerite le arrancó la daga de la mano y se la hundió repetidamente en el corazón, hasta que expiró.

No bien hubo perpetrado este acto horrible pero necesario, Marguerite me ordenó que la siguiese.

—¡Nuestra única salvación es huir! —dijo—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡De prisa!

Obedecí sin vacilar. Pero no queriendo dejar a la baronesa para que fuese víctima de la venganza de los ladrones, la cogí en brazos, aún dormida, y corrí tras Marguerite. Los caballos de los bandidos estaban atados junto a la puerta. Mi conductora saltó sobre uno de ellos. Seguí su ejemplo, coloqué a la baronesa delante de mí, y espoleé mi caballo. Nuestra única esperanza era llegar a Estrasburgo, que estaba mucho más cerca de lo que el pérfido Claude me había asegurado. Marguerite conocía el camino bastante bien, y galopaba delante de mí. Tuvimos que pasar por delante del granero, donde los ladrones estaban asesinando a nuestros criados. La puerta estaba abierta. ¡Oímos los alaridos de los moribundos y las imprecaciones de los asesinos! ¡Me es imposible describir lo que sentí en aquel momento!

Jacques oyó los cascos de nuestros caballos. Corrió a la puerta con una antorcha en la mano y nos reconoció en seguida.

—¡Traición! ¡Traición! —gritó a sus compañeros.

Inmediatamente dejaron su sangrienta tarea y corrieron a sus caballos. No les oímos más. Clavé las espuelas en los flancos de mi corcel, y Marguerite aguijoneó al suyo con el puñal que tan buen servicio le había prestado ya. Corríamos como centellas, y salimos a campo abierto. Teníamos la torre de la catedral de Estrasburgo a la vista, cuando oímos a los ladrones detrás de nosotros. Marguerite se volvió y divisó a los ladrones que descendían por una pequeña colina, a no mucha distancia. En vano hostigábamos a nuestros caballos; el ruido se aproximaba cada vez más.

—¡Estamos perdidos! —exclamó—. ¡Los villanos nos están alcanzando!

—¡Seguid! ¡Seguid! —repliqué—. Oigo caballos que vienen de la ciudad.

Redoblamos nuestros esfuerzos, y no tardamos en divisar un numeroso grupo de caballeros que venían hacia nosotros a toda velocidad. Estaban a punto de pasarnos.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Marguerite—. ¡Salvadnos! ¡Por Dios, salvadnos!

—¡Es ella! ¡Es ella! —exclamó, saltando al suelo—. ¡Parad, mi señor, parad! ¡Están a salvo! ¡Es mi madre!

Al mismo tiempo, Marguerite saltó de su caballo, se abrazó a él, y le cubrió de besos. Los demás caballeros se detuvieron ante tales exclamaciones.

—¿La baronesa de Lindenberg? —gritó otro de los desconocidos ansiosamente—. ¿Dónde está? ¿No viene con vos?

Se detuvo al descubrirla sin sentido en mis brazos. Me la cogió apresuradamente. El profundo sueño en que había caído le hizo temer por su vida; pero el latido de su corazón le tranquilizó en seguida.

—¡Alabado sea Dios! —dijo—. Ha escapado sin daño.

Interrumpí su euforia señalándole a los forajidos, que seguían aproximándose. No bien los mencioné, la mayor parte de la compañía, que parecía estar compuesta casi toda de soldados, salió inmediatamente a su encuentro. Los villanos no esperaron a recibir el ataque: al darse cuenta del peligro, volvieron grupas y huyeron hacia el bosque, adonde los siguieron sus perseguidores. Entretanto, el desconocido, el cual supuse que era el barón de Lindenberg, después de darme las gracias por haber cuidado de su dama, sugirió que regresáramos inmediatamente a la ciudad. La baronesa, que seguía bajo los efectos del opio, fue colocada delante de él; Marguerite y su hijo volvieron a montar en sus caballos; los criados del barón nos dieron escolta, y no tardamos en llegar a la posada donde ya había tomado él aposento.

Se trataba del Águila Austriaca, donde mi banquero, a quien había informado antes de salir de París de mi intención de visitar Estrasburgo, había reservado ya aposento para mí. Me alegré de esta circunstancia. Esto me daba ocasión de trabar amistad con el barón, lo que preveía que me sería de gran utilidad en Alemania. Tan pronto como llegamos, la dama fue conducida a la cama. Llamaron a un, médico; prescribió éste una medicina que contrarrestase los efectos de la poción letárgica, y tras derramarle un poco en la boca, la baronesa fue encomendada a los cuidados de la posadera. El barón se dirigió a mí entonces, y me rogó que le contase los detalles de nuestra aventura. Satisfice al punto sus deseos, pues apenado por el destino de Stephano, a quien me había visto obligado a abandonar a la crueldad de los bandidos, me parecía imposible encontrar descanso hasta tanto no tuviera alguna noticia de él. Muy pronto me enteré de que mi fiel criado había perecido. Los soldados que habían perseguido a los forajidos regresaron cuando todavía estaba yo relatando mi aventura al barón. Dijeron que los habían alcanzado: el crimen y el auténtico valor son incompatibles. Se arrojaron a los pies de sus perseguidores, se rindieron sin cruzar un solo golpe y revelaron su refugio secreto, dándoles además la contraseña con la que podrían coger al resto de la banda. Y, maniatados, los habían conducido a Estrasburgo. Algunos de los soldados corrieron a la cabaña, utilizando de guía a uno de los bandidos. Lo primero que inspeccionaron fue el granero fatal, donde tuvieron la fortuna de hallar con vida aún a dos de los criados del barón, aunque desesperadamente malheridos. El resto había muerto bajo las espadas de los ladrones, y uno de éstos era el desventurado Stephano.

Alarmados por nuestra huida, y en su prisa por alcanzarnos, los ladrones no habían visitado la cabaña. Por consiguiente, los soldados encontraron ilesas a las dos doncellas, y sumidas en el mismo sueño profundo que había vencido a su señora. No encontraron a nadie más en la cabaña, salvo a un niño que no tendría más de cuatro años, a quien los soldados se trajeron con ellos. Estábamos haciendo mil conjeturas sobre los padres del infortunado pequeño, cuando irrumpió Marguerite en la habitación con el niño en brazos. Cayó a los pies del oficial que nos estaba informando, y le bendijo mil veces por haber salvado a su hijo.

Cuando hubo pasado esta primera efusión de ternura maternal, le rogué que nos explicase cómo era que había estado unida a un hombre cuyos principios parecían tan en desacuerdo con los suyos. Bajó los ojos y se limpió unas lágrimas de la mejilla.

—Caballeros —dijo tras un silencio de unos minutos—, desearía suplicaros un favor. Tenéis derecho a saber con quién habéis contraído una obligación. Así que no voy a ocultaros una confesión que me cubre de vergüenza. Pero permitidme que lo haga con el menor número de palabras posible.

»Nací en Estrasburgo, de padres respetables. De momento debo ocultar sus nombres: mi padre vive aún, y no merece que le mezcle en mi infamia; si me concedéis esto, os informaré del nombre de mi familia. Un villano se adueñó de mis afectos, y abandoné la casa de mi padre para seguirle. Sin embargo, aunque mis pasiones predominaban sobre mi virtud, no me hundí en la degeneración del vicio, como tan frecuentemente ocurre a las mujeres que dan un primer paso en falso. Amaba a mi seductor; ¡le amaba tiernamente! Le fui fiel hasta el final. Este niño, y el joven que os advirtió, mi señor barón, del peligro de vuestra dama, son fruto de nuestro afecto. Aún en este instante lamento su pérdida, aunque a él debo todas las desventuras de mi existencia.

»Era de noble cuna, pero había dilapidado su herencia paterna. Sus parientes le consideraban un baldón para su nombre y le echaron completamente. Sus excesos atrajeron sobre él la indignación de la policía. Se vio obligado a huir de Estrasburgo, y no encontró otro medio de evitar la mendicidad que uniéndose a los bandidos que infestaban el bosque vecino, y cuya banda estaba compuesta principalmente por jóvenes de buena familia, y en la misma situación que él. Yo estaba decidida a no abandonarlo. Lo acompañé a la cueva de los forajidos y compartí con él las miserias inseparables de una vida de pillaje. Pues aunque yo sabía que nuestra existencia se sustentaba a base de robos, ignoraba las horribles circunstancias relacionadas con las actividades de mi amante. Él me las ocultaba con el mayor cuidado. Se daba cuenta de que mis sentimientos no eran lo bastante depravados como para pensar en el asesinato sin estremecerme. Suponía, y con justicia, que huiría horrorizada de los abrazos de un asesino. Los ocho años que me poseyó no ahogaron su amor por mí; y evitaba con todo cuidado que me enterase de ningún detalle que pudiese llevarme a sospechar los crímenes en los que participaba a menudo. Lo conseguía muy bien; hasta la muerte de mi seductor, no descubrí que sus manos habían estado manchadas de sangre inocente.

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