Read El misterioso Sr Brown Online
Authors: Agatha Christie
Antes de llegar a la estación de metro de Bond Street, los dos tipos atravesaron la calzada y entraron en Lyons, seguidos, sin advertirlo, por Tommy. Subieron al primer piso y se instalaron en una mesa junto a la ventana. Era tarde y el local empezaba a vaciarse. Tommy ocupó la mesa más próxima a ellos, pero se sentó detrás de Whittington por temor a que le reconociera.
Por otro lado, así podía contemplar con tranquilidad al otro hombre y estudiarlo con atención. Era rubio, con un rostro pálido y muy desagradable. Tommy consideró que era o polaco o ruso. Tendría unos cincuenta años, encogía algo los hombros al hablar y sus pequeños y astutos ojos se movían sin cesar.
Puesto que ya había comido a gusto, Tommy se contentó con pedir unas tostadas con queso fundido y una taza de café. Whittington pidió una comida sustanciosa para él y su acompañante; luego, en cuanto se marchó la camarera, acercó la silla un poco más a la mesa y comenzó a hablar en voz baja. Tommy solo conseguía entender alguna palabra suelta; pensó que se trataba de instrucciones que el supuesto polaco o lo que fuera discutía de vez en cuando. Whittington se dirigía a él, llamándole Boris.
Tommy llegó a oír la palabra «Irlanda» varias veces y también «propaganda». Pero no mencionaron a Jane Finn. De pronto, en un momento en que la estancia quedó en silencio, captó una frase entera. Hablaba Whittington.
—Ah, pero no conoces a Flossie. Es maravillosa. Hasta un arzobispo juraría que era su propia madre. Siempre tiene la frase oportuna y eso es lo principal.
Tommy no alcanzó a oír la respuesta de Boris, pero le sonó a algo así como: «Desde luego... Solo en caso de necesidad...». Luego volvió a perder el hilo. De pronto las frases volvieron a hacerse perceptibles, y sea porque hubieran alzado la voz, o porque el oído de Tommy se iba agudizando. Dos palabras tuvieron un efecto estimulante en él. Las pronunció Boris y fueron: «Señor Brown».
Whittington pareció poner algún reparo, pero el otro se echó a reír.
—¿Por qué no, amigo mío? Es un nombre respetable y muy corriente. ¿No lo escogió por esta razón? Ah, cómo me gustaría conocerle.
—¡Quién sabe, a lo mejor ya lo conoces! —dijo Whittington con su timbre metálico peculiar.
—¡Bah! Eso es un cuento de niños, una fábula inventada para engañar a la policía. ¿Sabes lo que yo digo a veces? Que es un mito inventado por los del círculo interior para asustarnos. Bien pudiera ser.
—O tal vez no.
—Me pregunto si será o no cierto que está entre nosotros como uno más, desconocido por todos, excepto por unos cuantos escogidos. Si es así, guarda bien su secreto. La idea es buena, vaya si lo es. Nosotros nunca lo sabremos. Nos miramos unos a otros: uno de nosotros es el señor Brown, pero ¿quién? Él ordena, pero también obedece. Está entre nosotros y nadie sabe quién es.
Haciendo un esfuerzo, el ruso se liberó de sus elucubraciones para mirar el reloj.
—Sí —dijo Whittington—, será mejor que nos marchemos.
Llamó a la camarera para pedir la cuenta. Tommy hizo lo propio y, pocos segundos después, seguía a los dos hombres.
En el exterior, Whittington detuvo un taxi y le ordenó al conductor que los llevara a la estación de Waterloo.
Allí abundaban los taxis y, antes que arrancara el de Whittington, otro se detenía junto a la acera obedeciendo a un ademán perentorio de Tommy.
—Siga a ese taxi y no lo pierda de vista.
El taxista no demostró el menor interés. Se limitó a lanzar un gruñido al bajar la bandera. El viaje no tuvo contratiempo. El taxi de Tommy se detuvo justo después del de Whittington. Una vez en la estación, el joven se colocó detrás de Whittington en la taquilla y le oyó pedir un billete para Bournemouth. Tommy hizo lo propio. Boris comentó:
—Tienes tiempo de sobra. Falta media hora.
Las palabras de Boris provocaron un alud de ideas en la mente de Tommy. Por lo que había alcanzado a oír, Whittington iba a realizar el viaje solo y el otro se quedaba en Londres. Tenía que escoger a cuál de los dos seguir. No era posible seguir a los dos, a menos que... Miró el reloj y luego al tablero de las salidas de los trenes. El tren de Bournemouth salía a las tres y media y eran solo las tres y diez. Whittington y Boris paseaban junto al quiosco de periódicos.
Tommy corrió hacia una cabina telefónica. No se atrevió a perder tiempo tratando de comunicarse con Tuppence. Lo más probable era que siguiera en las proximidades de South Audley Mansions, pero le quedaba otro aliado. Telefoneó al Ritz y preguntó por Julius Hersheimmer. ¡Oh, si por lo menos el joven norteamericano estuviera en su habitación! Se oyó un zumbido y al fin un «Diga» de acento inconfundible llegó hasta su oído.
—¿Es usted Hersheimmer? Le habla Beresford. Estoy en la estación de Waterloo. He seguido hasta aquí a Whittington y a otro hombre. No tengo tiempo para explicaciones. Whittington va a tomar el tren de las tres treinta para Bournemouth. ¿Puede usted llegar antes de esa hora?
La respuesta le tranquilizó.
—Desde luego. Me daré prisa.
Oyó que se cortaba la comunicación y exhaló un suspiro de alivio. Julius conocía el valor de la velocidad y llegaría a tiempo.
Whittington y Boris permanecían donde los dejó. Si Boris se quedaba hasta que su amigo subiera al tren, todo iría bien. Tommy metió una mano en el bolsillo. A pesar de tener carte blanche para los gastos, aún no se había acostumbrado a llevar encima mucho dinero, y la adquisición del billete de primera clase para Bournemouth le había dejado solo unos pocos chelines. Era de esperar que Julius llegara bien provisto. Entretanto los minutos iban transcurriendo: las 15.15, las 15.20, las 15.25, las 15.27. ¿Y si Julius no llegaba a tiempo? Las 15.29. La puerta se abrió. Tommy sintió que le invadía el pesimismo. Luego una mano se posó en su hombro.
—Aquí estoy, muchacho. ¡El tráfico aquí está más allá de todo calificativo! Indíqueme enseguida quiénes son esos individuos.
—Ese es Whittington. El de allí, el que entra ahora vestido de oscuro. El otro que está hablando con él es un extranjero.
—A por ellos. ¿A cuál de los dos he de seguir?
Tommy había previsto esta pregunta.
—¿Lleva dinero encima?
Julius movió la cabeza y Tommy se sintió desfallecer.
—No creo que lleve encima en estos momentos más que trescientos o cuatrocientos dólares —dijo el norteamericano.
Tommy respiró aliviado.
—¡Oh, cielos, estos millonarios! ¡No hablamos el mismo lenguaje! Suba al tren. Aquí está su billete, Whittington es su hombre.
—¡A por Whittington! —dijo Julius en tono sombrío. El tren comenzaba a ponerse en movimiento y subió de un salto—. Hasta la vista, Tommy.
El tren se alejó de la estación.
Tommy respiró profundamente. Boris se dirigía por el andén hacia él. Lo dejó pasar y luego reemprendió la persecución. En Waterloo, Boris tomó el metro hasta Piccadilly Circus. Luego fue andando por Shaftesbury Avenue hasta entrar en el laberinto de callejuelas del Soho. Tommy lo siguió a una distancia prudencial.
Al fin llegaron a una plaza ruinosa. Las casas tenían un aire siniestro, con las fachadas mugrientas. Boris miró a su alrededor y Tommy se refugió en un portal. El lugar estaba casi desierto. Era un callejón sin salida por el que no circulaba ningún vehículo. El modo en que el otro había mirado a su alrededor estimuló la imaginación de Tommy. Desde su escondrijo le vio subir el tramo de escalones de una casa de pésimo aspecto y llamar a la puerta con los nudillos con un ritmo peculiar. La puerta se abrió en el acto y, tras decir una o dos palabras al guardián, entró en la casa. Se oyó un portazo.
Fue en ese momento cuando Tommy perdió la cabeza. Lo que debía haber hecho, lo que habría hecho cualquier hombre sensato, era permanecer pacientemente donde estaba y esperar a que aquel tipo saliera. Pero lo que hizo iba en contra del sentido común, que por lo general, era su principal característica. Algo había paralizado su cerebro y, sin detenerse a reflexionar ni un momento, él también subió aquellos escalones y reprodujo con toda la exactitud posible la particular llamada.
La puerta se abrió con la misma prontitud, y un hombre con rostro de villano y el pelo cortado al cepillo apareció en el umbral.
—¿Qué desea? —gruñó.
En aquel momento se percató de la gran tontería que acababa de cometer, pero no vaciló y pronunció las primeras palabras que se le ocurrieron.
—¿El señor Brown?
Ante su sorpresa el hombre se hizo a un lado.
—Arriba —dijo, señalando por encima del hombro con el pulgar—. La segunda puerta a la izquierda.
Tommy subió.
A pesar de la sorpresa que le causaron las palabras de aquel hombre, Tommy no vaciló. Si la audacia le había llevado hasta allí, era de esperar que le llevara aún más adelante. Con toda tranquilidad entró en la casa y se dirigió a la desvencijada escalera. La casa estaba más ruinosa de lo que puede expresarse con palabras. El papel de las paredes, cuyo dibujo ya no se distinguía a causa de la mugre, colgaba por todas partes hecho tiras. En cada rincón había una masa gris de telarañas.
Tommy fue subiendo lentamente y, cuando llegó al rellano, oyó que el hombre de abajo desaparecía en el cuarto posterior. Era evidente que aún no había despertado sospechas. Al parecer, preguntar por el señor Brown era un procedimiento corriente y natural.
Una vez arriba, Tommy meditó cuál debía ser su actuación inmediata. Ante él, se extendía un estrecho pasillo con puertas a ambos lados. De la más próxima, la del lado izquierdo, salía un murmullo de voces. Era allí donde el hombre de abajo le había dicho que entrara. Pero lo que llamaba su atención era un rincón que había a la derecha, semioculto por una raída cortina de terciopelo. Estaba justo enfrente de la puerta de la izquierda y, debido a su situación singular, desde él se dominaba la parte superior de la escalera.
Como escondite para uno o dos hombres, era ideal, ya que medía unos treinta centímetros de profundidad por noventa de ancho. A simple vista le atrajo. Lo pensó cuidadosamente como era su costumbre; supuso que la mera mención de «Señor Brown» era la contraseña utilizada por la banda. A él le había permitido entrar sin despertar sospechas, pero ahora debía decidir rápidamente cuál sería su próximo paso.
¿Y si entrase con osadía en la habitación de la izquierda? ¿Sería suficiente garantía el haber sido admitido en la casa? Quizá se precisara otra contraseña, o por lo menos alguna prueba de identidad. Sin duda el portero no conocería a todos los miembros de la banda, pero allá arriba tal vez fuese distinto. En conjunto, había tenido mucha suerte hasta el momento, pero era arriesgado confiar en ella demasiado. Entrar en aquella habitación suponía un riesgo colosal. No iba a poder representar la farsa indefinidamente: tarde o temprano le descubrirían, lo que significaba desperdiciar una ocasión única.
Oyó la repetición de lo que él suponía la contraseña en la puerta de abajo y, sin vacilar, se deslizó rápidamente detrás de la cortina que cubría el nicho y se ocultó; los agujeros y descosidos de la tela le permitían verlo todo a la perfección. Aguardaría allí nuevos acontecimientos y, cuando le conviniera, podría tomar parte en la reunión, imitando el comportamiento del recién llegado.
Este subió la escalera con paso furtivo. Le era desconocido. Sin duda alguna, pertenecía a la escoria de la sociedad. Las cejas pobladas y muy juntas, la mandíbula criminal y la bestialidad que respiraba toda su persona eran nuevas para Tommy, aunque era un tipo que Scotland Yard hubiera reconocido a primera vista.
El hombre pasó ante el escondrijo de Tommy respirando con dificultad, se detuvo ante la puerta de enfrente y repitió la llamada convenida, una voz gritó algo desde dentro y el hombre abrió la puerta, lo que permitió a Tommy contemplar un instante su interior. Le pareció que debían haber unas cuatro o cinco personas sentadas alrededor de una mesa larga que ocupaba casi todo el espacio, pero su atención se centró en un hombre alto de cabellos cortos y barba puntiaguda, que estaba a la cabecera de la mesa con un montón de papeles ante sí.
Cuando entró el recién llegado, el hombre alto alzó la mirada y, con una pronunciación correcta, pero muy particular, le preguntó:
—¿Tu número, camarada?
—El catorce, jefe —replicó el otro con voz ronca.
—Correcto.
La puerta volvió a cerrarse.
¡Si esto no es una reunión clandestina, yo soy alemán!, dijo Tommy para sus adentros. Lo hacen todo sistemáticamente. Suerte que no he entrado. Les hubiera dado un número erróneo y habría tenido que pagar las consecuencias. No, este es el mejor sitio para mí. ¡Vaya! Llaman otra vez.
El visitante resultó ser un tipo completamente distinto del anterior. Tommy reconoció en él a un irlandés del Sinn Fein. Desde luego, la organización del señor Brown era de largo alcance. El criminal vulgar, el caballero irlandés de buena familia, el ruso pálido y el eficiente maestro de ceremonias alemán. ¡Qué reunión más extraña y siniestra! ¿Quién era aquel hombre que tenía en sus manos aquella curiosa diversidad de eslabones de una cadena desconocida? El procedimiento fue exactamente igual en todos los casos. La llamada peculiar, la demanda del número y la respuesta «Correcto».
Dos nuevos miembros llegaron sucesivamente. El primero le era por completo desconocido y lo clasificó como un escribiente. Era un hombre de aspecto tranquilo e inteligente que iba vestido con bastante desaliño. El segundo pertenecía a la clase obrera y su rostro le resultó familiar.
Tres minutos más tarde llegó otro; un hombre de aspecto imponente, muy bien vestido y de buena cuna. Su rostro tampoco le era del todo desconocido, aunque entonces no consiguió identificarlo.
Después de su llegada, hubo una larga pausa. Tommy llegó a la conclusión de que ya estaban todos los convocados. Iba a salir de su escondite, cuando otra llamada le hizo volver a refugiarse a toda prisa.
El que acababa de llegar subió la escalera con tal sigilo que apareció antes de que el joven se percatara de su presencia. Era bajo, muy pálido y con un aire casi femenino. El ángulo de sus pómulos denotaba su ascendencia eslava, pero aparte de eso nada delataba su nacionalidad. Al pasar ante la cortina volvió lentamente la cabeza. La extraña luz de sus ojos parecía atravesar las cosas y Tommy apenas pudo creer que ignorara su presencia; a pesar suyo se estremeció. No era más fantasioso que cualquier otro joven inglés, pero no le fue posible librarse de la impresión de que una fuerza potente y desacostumbrada emanaba de aquel hombre, que le recordó a una serpiente venenosa.