Fue dibujado por el mismo Rouletabille, y pude comprobar que no le faltaba una sola línea, una sola indicación que pudiera ayudar a la solución del problema que se planteaba entonces ante la justicia. Con las indicaciones y el plano, sabrán tanto como sabía Rouletabille cuando entró al pabellón por primera vez, y todos nos preguntábamos: ¿Por dónde se pudo haber escapado el asesino del "cuarto amarillo"?
Antes de subir los tres escalones de la puerta del pabellón, Rouletabille nos detuvo y le preguntó a quemarropa al señor Darzac:
–Y bien, ¿cuál es el móvil del crimen?
–Para mí, señor, no hay ninguna duda con respecto a eso -dijo el novio de la señorita Stangerson con enorme tristeza. Las huellas de los dedos, los profundos arañazos en el pecho y en el cuello de la señorita Stangerson demuestran que el miserable que estaba allí cometió un terrible atentado. Los peritos médicos, que examinaron ayer esas marcas, afirman que fueron hechas por la misma mano cuyo rastro ensangrentado quedó en la pared; una mano enorme, señor, y que no entraría en mi guante -añadió con una amarga e indefinible sonrisa...
–Esa mano roja -interrumpí-, ¿no podría ser la huella de los dedos ensangrentados de la señorita Stangerson, quien, en el momento de caer, habría chocado contra la pared y dejado, al deslizarse, una imagen alargada de su mano llena de sangre?
–No había una sola gota de sangre en las manos de la señorita Stangerson cuando la levantaron -respondió Darzac.
–Entonces -dije-, ahora estamos seguros de que era la señorita Stangerson la que estaba armada con el revólver del tío Jacques, ya que hirió la mano del asesino. ¿Quiere decir que ella tenía miedo de algo o de alguien?
–Es probable...
–¿No sospecha de nadie?
–No... -respondió el señor Darzac, mirando a Rouletabille.
Rouletabille, entonces, me dijo:
–Tiene que saber, mi amigo, que la investigación está un poco más avanzada de lo que quiso confiarnos nuestro misterioso señor de Marques. No sólo la instrucción ahora sabe que el revólver fue el arma que la señorita Stangerson usó para defenderse, sino que sabe, lo supo enseguida, cuál fue el arma que sirvió para atacar y para golpear a la señorita Stangerson. El señor Darzac me ha dicho que se trata de un hueso de cordero. ¿Por qué el señor de Marquet rodea a ese hueso de cordero de tanto misterio? ¿Para facilitar las investigaciones de la Sûreté? Probablemente. Tal vez imagina que van a encontrar a su propietario entre aquellos hampones de París que son conocidos por utilizar este instrumento, el más terrible que la naturaleza haya inventado, para cometer sus crímenes... Y además, ¿alguien puede saber lo que pasa por la cabeza de un juez de instrucción? – agregó Rouletabille con despectiva ironía.
Yo pregunté:
–¿Entonces encontraron un hueso de cordero en el "cuarto amarillo"?
–Sí, señor -dijo Robert Darzac-: al pie de la cama; pero le ruego que no lo mencione. El señor de Marquet nos ha pedido que guardáramos el secreto. – Hice un gesto de asentimiento. Es un enorme hueso de cordero que tenía la cabeza o, mejor dicho, la articulación completamente roja por la sangre de la espantosa herida que le había causado a la señorita Stangerson. Es un viejo hueso de cordero que, según las apariencias, ya debió servir para algunos crímenes. Eso piensa el señor de Marquet, que lo envió a París, al laboratorio municipal, para que lo analizaran. Cree, en efecto, que descubrió no sólo la sangre fresca de la última víctima, sino también marcas rosadas que no serían otra cosa sino manchas de sangre seca, testimonios de crímenes anteriores.
–Un hueso de cordero, en la mano de un asesino experimentado, es un arma espantosa -dijo Rouletabille-, un arma más efectiva y más segura que un pesado martillo.
–Bien lo ha demostrado el miserable -dijo lleno de dolor Robert Darzac. El hueso de cordero golpeó terriblemente a la señorita Stangerson en la frente. La articulación del hueso de cordero se adapta perfectamente a la herida. Para mí, esta herida habría sido mortal si el asesino no hubiera sido detenido en parte, al dar el golpe, por el revólver de la señorita Stangerson. Herido en la mano, tiró el hueso de cordero y se escapó. Lamentablemente, el golpe con el hueso de cordero ya había sido asestado y completado..., y la señorita Stangerson estaba casi muerta, después de haber sido casi estrangulada. Si la señorita Stangerson hubiera logrado herir al hombre con el primer disparo, se habría salvado, quizás, del hueso de cordero... Pero ella seguramente tomó su revólver demasiado tarde; además, el primer disparo, en la lucha, se desvió, y la bala fue a dar al cielo raso; recién el segundo disparo le acertó...
Tras decir esto, el señor Darzac golpeó a la puerta del pabellón. ¿Hace falta que les confiese mi impaciencia por penetrar en el lugar del crimen? Temblaba y, a pesar del inmenso interés que tenía la historia del hueso de cordero, me inquietaba ver que nuestra conversación se prolongaba y que la puerta del pabellón no se abría.
Finalmente, se abrió.
Un hombre, a quien reconocí como al tío Jacques, estaba en el umbral.
Me pareció que tendría unos sesenta años bien cumplidos. Larga barba blanca, el cabello blanco cubierto por una boina vasca, un traje de pana marrón con los bordes gastados, zuecos; de aspecto gruñón, una cara bastante desagradable que, sin embargo, se iluminó no bien vio a Robert Darzac.
–Unos amigos -dijo simplemente nuestro guía. ¿No hay nadie en el pabellón, tío Jacques?
–No puedo dejar entrar a nadie, señor Robert; pero por supuesto que la consigna no rige para usted... ¿Quién lo entiende? Ya vieron todo lo que había que ver, esos señores de la justicia. Hicieron bastantes dibujos y averiguaciones.
–Disculpe, señor Jacques, una pregunta antes que nada -dijo Rouletabille.
–Hágala, joven, y si puedo contestarle...
–¿Su ama llevaba, aquella noche, el cabello en bandós..., usted me entiende: el cabello en bandós sobre la frente?
–No, señorito. Mi ama nunca llevó el pelo en bandós como usted dice, ni esa noche, ni las demás. Tenía, como siempre, el pelo recogido de forma que se podía ver su hermosa frente, ¡pura como la de un niño que acaba de nacer!...
Rouletabille gruñó, y se puso inmediatamente a inspeccionar la puerta. Examinó minuciosamente la cerradura automática. Comprobó que esa puerta no podía nunca quedar abierta y que hacía falta una llave para abrirla. Después entramos en el vestíbulo, un pequeño cuarto bastante luminoso, con piso de baldosas de color rojo.
–¡Ah! ¡Aquí está la ventana por la que se escapó el asesino! – dijo Rouletabille.
–¡Qué dicen, señores, qué dicen! ¡Pero si se hubiera escapado por ahí, lo habríamos visto, seguro! ¡No somos ciegos! ¡Ni el señor Stangerson, ni yo, ni los caseros que metieron en la cárcel! ¿Por qué no me meten también a mí en la cárcel, por lo de mi revólver?
Rouletabille ya había abierto la ventana y examinado los postigos. – ¿Estaban cerrados a la hora del crimen?
–Con el pestillo de hierro, por adentro -dijo el tío Jacques. Y en cuanto a mí, sé muy bien que el asesino pasó a través...
–¿Hay manchas de sangre?
–Sí, mire, ahí, en la piedra, por afuera... ¿Pero qué clase de sangre?
–¡Ah! – exclamó Rouletabille. Se ven los pasos..., allá, en el camino... La tierra estaba muy mojada, los examinaremos más tarde.
–¡Tonterías! – interrumpió el tío Jacques. ¡El asesino no pasó por allí! – Y entonces, ¿por dónde?
–¡Y yo qué sé!
Rouletabille observaba todo, husmeaba todo. Se puso de rodillas y, rápidamente, revisó las baldosas manchadas del vestíbulo. El tío Jacques seguía:
–¡Ah! No encontrará nada, señorito. Ellos no encontraron nada... Y, además, ahora está demasiado sucio... ¡Entró tanta gente! No quieren que lave las baldosas... Pero el día del crimen yo, el tío Jacques, había baldeado las baldosas..., y, si el asesino hubiera pasado por ahí con sus "tamangos", lo habríamos visto; ¡bastantes marcas dejó con sus zapatones en la habitación de la señorita!
Rouletabille se levantó y preguntó:
–¿Cuándo lavó estas baldosas por última vez?
Y clavaba en el tío Jacques unos ojos a los que no se les escapa nada.
–¡Pero le digo que el mismo día del crimen! A eso de las cinco y media..., mientras la señorita y su padre daban un paseo antes de comer aquí mismo, porque cenaron en el laboratorio. Al día siguiente, cuando vino el juez, pudo ver todas las huellas de los pasos en el piso, tan claras como tinta sobre papel, como quien diría. Y bien, ni en el laboratorio, ni en el vestíbulo, que estaban limpios como una moneda nueva, se encontraron sus pasos... ¡Los del hombre!... Y, como los encontramos cerca de la ventana, por afuera, entonces tiene que haber agujereado el cielo raso del "cuarto amarillo", pasado por el desván, perforado el techo y bajado hasta la ventana del vestíbulo, dejándose caer por allí... Ahora bien, no hay ningún agujero en el cielo raso del "cuarto amarillo"..., ni en mi desván, ¡por supuesto!... Así que, como ven, no se sabe nada... ¡Nada de nada!... ¡Y, a fe mía, no se sabrá nunca nada!... ¡Es un misterio del demonio!
Repentinamente, Rouletabille se arrodilló, casi delante de la puerta de un pequeño baño que se abría en el fondo del vestíbulo. Se quedó en esa posición por lo menos un minuto.
–¿Y bien? – le pregunté cuando se volvió a levantar.
–¡Oh! Nada importante; una gota de sangre.
El joven se volvió hacia el tío Jacques.
–Cuando limpió el laboratorio y el vestíbulo, ¿la ventana del vestíbulo estaba abierta?
–No señor, estaba cerrada. Pero, después de limpiar, encendí leña para el señor, en el hornillo del laboratorio, y había humo, porque la había encendido con periódicos. Entonces abrí las ventanas del laboratorio y la del vestíbulo para hacer corriente de aire. Después, volví a cerrar las del laboratorio, pero dejé abierta la del vestíbulo, y después salí un instante, para ir a buscar un cepillo al castillo... Cuando volví al pabellón, la ventana estaba cerrada, y el señor y la señorita ya se hallaban trabajando en el laboratorio.
–¿El señor y la señorita Stangerson habrán cerrado la ventana cuando entraron?
–Quizás.
–¿No se lo preguntó?
–¡No!...
Después de echar un vistazo prolongado al pequeño baño y al hueco de la escalera que conducía al desván, Rouletabille, que ignoraba por completo nuestra existencia, entró al laboratorio. Confieso que lo seguí con una profunda emoción. Robert Darzac no perdía un solo gesto de mi amigo... En cuanto a mí, mis ojos se dirigieron enseguida a la puerta del "cuarto amarillo". Estaba cerrada o, mejor dicho, apoyada contra el laboratorio, porque comprobé inmediatamente que se hallaba medio desvencijada e inutilizable... Los esfuerzos de los que se precipitaron sobre ella, en el momento del drama, la habían roto... Mi joven amigo, que realizaba su tarea metódicamente, contemplaba, sin decir una palabra, la habitación en la que nos encontrábamos... Era amplia y luminosa. Dos grandes ventanas, casi ventanales, provistas de barrotes, se abrían al inmenso campo. Un claro en el bosque, una vista magnífica sobre todo el valle, sobre la llanura, hasta la gran ciudad que j debía divisarse, más lejos, en el fondo, los días de sol. Pero, hoy, no hay más que barro en la tierra, hollín en el cielo..., y sangre en este cuarto...
Todo un costado del laboratorio estaba ocupado por una ancha chimenea, crisoles
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y hornos apropiados para todo tipo de experimentos químicos. Retortas
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, instrumentos de física por todas partes, mesas llenas de frascos, papeles e informes, una máquina eléctrica..., pilas..., un aparato, me dijo Robert Darzac, que utilizaba el profesor Stangerson "para demostrar la disociación de la materia ante la acción de la luz solar", etcétera. Y a lo largo de las paredes, los armarios, con puertas o con vitrinas, que dejaban ver microscopios, cámaras fotográficas especiales, una cantidad increíble de cristales.
Rouletabille tenía la nariz metida en la chimenea. Con la punta de los dedos hurgaba en los crisoles... De pronto, se enderezó, sosteniendo un pedacito de papel a medio consumir... Vino hasta nosotros, que estábamos conversando cerca de una ventana, y dijo:
–Guárdenos esto, señor Darzac.
Me incliné sobre el trozo de papel chamuscado que el señor Darzac acababa de tomar de manos de Rouletabille, y leí claramente las únicas palabras que permanecían visibles:
rectoría perdido nada encanto,
ni el jar de su esplendor.
Y debajo: "23 de octubre". Por segunda vez, desde la mañana, me encontraba con estas mismas palabras sin sentido; y, por segunda vez, observé que producían en el profesor de la Sorbona el mismo efecto fulminante. Lo primero que hizo el señor Darzac fue mirar hacia el tío Jacques. Pero este no nos había visto, ocupado como estaba en la otra ventana... Entonces, el novio de la señorita Stangerson abrió su portafolios temblando, guardó allí el papel y suspiró: "¡Dios mío!".