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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (10 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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Aquella noche su padre había bebido muchísimo… La emprendió a golpes con el armario y apenas tardó unos minutos en forzar la puerta con una palanca. El hombre cogió a su hijo en vilo y lo estrelló contra la pared.

Cuando la policía llegó a la casa un par de horas más tarde, Buda estaba en la cama, con la cabeza envuelta en un paño. Por entonces el padre ya estaba más sereno e intentó convencer a la policía de que Buda se había caído de la cama. Naturalmente, no lo creyeron. La madre, que estaba bajo los efectos de una tremenda conmoción, pudo declarar más tarde. Fue ella quien relató los horribles sucesos.

Llevaron a Buda a urgencias, donde lo estuvieron operando toda la noche de los graves daños sufridos en la cabeza. Cuando se despertó un par de días después, el chico había cambiado. Los médicos hablaron de daños cerebrales irreversibles que le habían afectado la personalidad. Explicaron que dejaría de hablar y que se distanciaría del mundo. En resumen: Buda se convirtió en un solitario, una figura habitual en las aceras de Rosenhill. Lo ocurrido tuvo también otras secuelas más inexplicables: por ejemplo, antes de la operación le afeitaron todo el pelo, pero nunca más le volvió a crecer.

—Inofensivo… ¿Seguro? —pregunta Jonas, frenando la bici.

Los demás nos detenemos.

—Vamos a ver si lo es tanto como decís.

Jonas da media vuelta y se para a la altura de la casa de los Johansson. Recoge del suelo una manzana podrida que ha caído de las ramas que sobresalen del jardín. Con la manzana escondida en la mano espera a Buda, que se acerca a paso lento. No le da tiempo de intuir el peligro que se esconde tras la sonrisa de Jonas.

—¿Tienes hambre? —pregunta Jonas y le lanza la manzana. Oímos el impacto cuando la fruta choca contra la frente de Buda y salpica el cuerpo del grandullón. Con una expresión de desconcierto se limpia los restos de la frente y después se huele la mano y se la seca en el pecho. Igual que aquella vez que lo habíamos bombardeado con los globos llenos de agua, esperamos una reacción. ¿Explotará? Pero el efecto que nos tememos no llega a producirse. La cara de Buda recobra su expresión neutra. Vuelve a su trote con la mirada perdida en la lejanía.

Jonas empieza a reír como una gallina. Su risa suena forzada, poco natural.

—Eso sobraba —dice Larsa cuando Jonas vuelve con su bicicleta.

Jonas parece sorprendido.

—¿Qué pasa? Sólo quería comprobar si era inofensivo de verdad.

—Ahora ya lo sabes —dice Pierre, muy serio.

La noche no acaba de enderezarse. Hace tiempo de historias de miedo, la puerta chirría al ser empujada por el viento, pero Pierre no tiene ganas de hablar. No ha contado ninguna historia desde lo de la momia, que todavía no sé cómo acababa, y Jonas parece haber vaciado su almacén de Historias Increíbles de Todos los Sitios del Mundo.

Larsa mata mosquitos. Pierre se atiborra de patatas fritas mientras se rasca. Jonas está tumbado sobre su saco de dormir con los ojos entornados. Quizás esté pensando en Gloria. O a lo mejor se está durmiendo. En el aparato de música suena Magnus Uggla: «Por qué quitarte la vida si después no te enteras de lo que dicen de ti», y no puedo dejar de pensar en el padre de Dagge. Y en Dagge, que no está muerto, pero que ha dejado un vacío que ni las patatas fritas ni los refrescos consiguen llenar.

¡Cuánto lo echo de menos!

Como respuesta a mi deseo no formulado se abre la puerta. Damos un respingo, como gatos pillados en plena travesura. Larsa se estira para echar mano del palo de madera que está al lado de la puerta.

—¿Ha empezado la fiesta?

Soltamos una risita nerviosa.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Dagge se deja caer a mi lado pasándome el brazo por encima de los hombros. Tiene los ojos vidriosos y por el olor diría que ha bebido.

—¿Qué hay, chicos?

Larsa y Pierre lo saludan con una serie de gestos que les ha enseñado Jonas. Éste se queda quieto en su esquina y observa a Dagge con la mirada alerta.

—¿Qué hacéis?

—¿Has bebido? —pregunta Larsa, con cierto tono de admiración.

—¿Alguien quiere? —ofrece Dagge, agitando una botella de zumo, llena con un líquido oscuro y no muy apetecible.

—¿Qué es? —pregunta Jonas.

—Pruébalo y verás.

El trago le hace arrugar toda la cara.

—¡Uf! —exclama—. ¿Se puede saber qué es esto?

—Bacardí, licor de cacao y jerez.

Pierre y yo rechazamos la oferta.

Dagge eructa.

—Al final te acostumbras. Bueno, ¿y vosotros qué habéis estado haciendo?

Podríamos preguntar lo mismo a Dagge. Hacía una eternidad que no se pasaba por el Nido de Águilas.

—Nada especial —contesta Pierre.

Dagge enciende un cigarrillo y le echa el humo en la cara a Jonas, que se lo toma con calma y lo disipa con la mano discretamente.

—Venga, Pierre —dice Dagge, dándole con el codo—. Cuenta una de fantasmas.

—No sé ninguna nueva.

—Bueno, pues de las antiguas. Jonas no las ha escuchado nunca, ¿no?

Jonas asiente en silencio.

—¿Cuál? —pregunta Pierre.

—La que sea —insiste Dagge.

—Cuenta la de la momia —sugiere Larsa.

Dagge suspira.

—Ya, pero al menos que sea buena, no de esas de chalados que se envuelven en papel higiénico. —Se frota la frente, pensativo—. Vale, ¡ya sé cuál!

—¿Ah, sí? —dice Pierre.

—La que tú ya sabes.

—Ésa no, ¿vale?

Dagge sonríe.

—Sí, ha de ser
ésa
.

—¿Y el pacto? —murmuro yo.

—¡Qué más da el pacto! Sólo es una historia. Venga, Pierre. ¡Cuéntala!

Empiezo a entender lo que está tramando.

No eran los tonos lo que Dagge estaba buscando cuando se quedaba en casa intentando tocar el estribillo de Black Sabbath, sino la respuesta a la pregunta que lo fastidiaba como una piedra en el zapato desde que perdió contra Jonas: «¿Cómo se la voy a devolver? ¿Cómo voy a vencer a este intruso?»

—¡Pierre! ¡Que no tenemos toda la noche!

—Juramos que…

Dagge le pone la mano a Pierre sobre el hombro, en un gesto amigable. Pero el brillo de sus ojos es cualquier cosa menos amigable, es duro y malicioso.

—¿No has oído lo que he dicho? Ya no hay pactos que valgan.

—Vale, la voy a contar.

Dagge se vuelve hacia Jonas y parpadea.

—Te lo juro, ésta es buena de verdad.

Apagamos todas las linternas menos la del techo, que ilumina a Pierre como si se tratara de un foco. El viento azota la puerta, el único ruido que se oye. A pesar de que ya hemos oído la historia antes, estamos igual de ansiosos que la primera vez que Pierre la contó. Incluso los mosquitos nos dejan en paz.

—Ésta es una historia real. Me la contó Uffe, de sexto, que se la oyó a su tío.

8

La historia de la casa del final de la carretera era nuestro secreto, nuestro tesoro escondido, por así decirlo. Pero ahora ya no. Ahora también pertenece a Jonas. Su mirada ha cambiado. Tiene el brillo astuto de quien se asoma a un mundo secreto, o a la cueva del tesoro, y queda deslumbrado con el resplandor. Pero Jonas no sabe que ésta no es una historia entre tantas. Igual que muchos tesoros antiguos nunca debieron salir a la luz porque sobre ellos pende una maldición, esta historia nunca debería haber sido contada.

Dagge acaba la botella y no puede reprimir el hipo.

—¿Qué te parece?

—¿De verdad existe esa casa?

Dagge sigue con el hipo.

—Claro. Hemos… hemos estado allí.

—Sí, hombre.

La risa se pierde en nuestro lúgubre silencio.

—¿Visteis algún fantasma?

Nos miramos.

—Encontramos una muñeca manchada de sangre en la habitación de los niños —dice Larsa.

—Se oían pasos en el piso de arriba —añade Pierre.

Jonas nos observa como si buscara un brillo juguetón en nuestros ojos, un gesto pícaro en la comisura de los labios.

—Venga ya. No me lo creo.

—Eso es cosa tuya. Me da igual —dice Dagge mientras bosteza y se despereza en el suelo.

—Tengo que salir —anuncia Pierre.

—Yo también —dice Larsa.

Desaparecen en la oscuridad. Desearía tener que salir ahora, pero sé que mi vejiga me despertará dentro de unas horas. Me meto en mi saco de dormir. Dagge ya se ha dormido y ronca con la boca abierta.

Jonas me mira.

—¿Así que es verdad?

—Sí.

Me doy media vuelta y me subo el saco hasta taparme la cabeza.

En algún momento de la noche me despierta un ruido extraño. La puerta está entreabierta y chirría con el viento de la noche. Me siento e intento identificar los cuerpos que se perfilan en la oscuridad. ¿Quién falta? Allí está Larsa con un brazo encima del pecho de Pierre, que lo coge como si fuera un peluche. Pierre murmura algo, pero no parece despierto. Allí está Jonas, en posición fetal.

Es Dagge. Su saco está vacío.

Paso con cuidado por encima de Pierre y de Larsa, me coloco al lado de la puerta y miro hacia el exterior. Sobre el claro cielo de verano se pasean unas nubes ligeras. Un aire agradable me acaricia la cara. Escucho. El ruido que se oye con toda claridad y precisión me trae pensamientos inquietantes.

Detrás de un arbusto de enebro encuentro a Dagge, inclinado hacia delante.

—¿Dagge? —digo en un susurro.

Da un respingo y me mira con los ojos enrojecidos.

—¿Qué pasa?

Se dobla sobre sí mismo y devuelve.

Decido dejarlo en paz.

En la cabaña cierro la puerta a mis espaldas y me meto en el saco calentito.

—¿Es Dagge?

Los ojos de Jonas resplandecen en la oscuridad.

—Ajá.

—No hay que mezclar bebidas.

—Si tú lo dices… —susurro.

—Es difícil perder cuando uno está convencido de que es el mejor.

Comprendo que se refiere a la partida de billar.

—Dagge es el mejor.

—No soportó la tensión. Aunque no es raro. Era él quien estaba bajo presión, no yo.

—Si hubiera revancha, tú tendrías la presión.

—Claro. Pero eso no pasará, ¿verdad?

Me encojo de hombros, pero es evidente que Jonas tiene razón. Él me mira.

—Quiero ver la casa, si es que existe.

—Ya lo creo que existe —replico yo.

—Dile a Dagge que quiero verla —insiste Jonas.

Se da la vuelta y se queda dormido enseguida.

En cambio yo me quedo despierto un rato más. Escucho a ver si oigo a Dagge, pero sólo me llega la respiración profunda de los otros. Imagino que se va a quedar fuera un buen rato más.

Al día siguiente, mientras atravesamos el bosque en bicicleta de camino a casa, Dagge no habla mucho y se apoya en el manillar como una planta marchita. No nos apremia como siempre, incluso permite que Jonas vaya en cabeza. Apenas puede seguir el tranquilo ritmo de Larsa y Pierre.

Nadie ha mencionado la historia de fantasmas. Ni siquiera Jonas.

Cuando llegamos al cruce, Jonas pregunta si nos apetece bañarnos en su piscina. Nadie rechaza la invitación. Hace un calor bochornoso. Parece que se avecina una nueva ola de calor. Para nuestra sorpresa, Dagge nos acompaña. Quizás un baño refrescante le sentará bien.

La madre de Jonas nos saluda contenta en el vestíbulo y pregunta si queremos desayunar. Nos sentamos a la mesa y nos sirven un auténtico desayuno americano: tocino ahumado, huevos, pan tostado y zumo de naranja recién exprimido. Y ¡mantequilla de cacahuete! Ninguno de nosotros la había probado antes. Dagge no come, sólo prueba el zumo. Preocupada, la madre de Jonas le pregunta si se encuentra mal.

—El estómago —murmura Dagge sin dar mayores explicaciones.

Ella le pasa la mano por la cabeza.

—¡Pobrecillo!

Nosotros, es decir, yo y Larsa, captamos una mirada de envidia en los ojos de Pierre, y apenas logramos contener la risa.

—¿Quieres sal de frutas?

—¿Qué es eso?

—Es un remedio para el dolor de estómago.

Va a buscar el frasco en el armario que hay encima de los fogones y sirve un vaso de agua. Cuando las pastillas se han disuelto en el agua le acerca el vaso a Dagge.

—Tómatelo de un trago.

Dagge vacía el vaso rápidamente y eructa.

—Perdón —susurra, avergonzado.

—No te preocupes —dice ella, riendo—, ya verás cómo enseguida te sientes mejor.

Cuando se ha ido, Larsa dice:

—Tu madre es genial de verdad.

Jonas lo fulmina con la mirada.

—Sylvia no es mi madre.

Dejamos de masticar.

—Antes era la secretaria de mi padre.

—¿Y tu madre? —pregunta Larsa.

—Murió de cáncer.

Mira de reojo a Dagge, del que espera un gesto de comprensión o al menos una mirada, pero Dagge no parece impresionado por su confesión. Sorbe un poco de zumo y no da muestras de reconocer que tiene algo en común con Jonas.

Jonas se vuelve hacia nosotros.

—Nunca me ha caído bien. Sólo intenta congraciarse conmigo. Sylvia sabe que yo sé que ella y mi padre estaban juntos cuando aún vivía mi madre.

Damos un respingo cuando oímos su voz en la cocina.

—¡Ay! Por poco se me olvida. Es para ti, de EE.UU.

Jonas mira con frialdad la carta que Sylvia le da. No hace el menor gesto de abrirla.

—¿De quién es? —pregunta ella.

—De Brad, seguramente.

—¿Tu amigo de Dallas?

—Ajá.

—La letra es de chica —dice ella sonriendo.

Jonas se pone rojo como un tomate.

—¿La has leído?

—Por favor, Jonas, ¿por quién me has tomado? —dice y se aleja riendo a carcajadas.

Jonas mira cuidadosamente el sobre que sospecha que Sylvia ha abierto con vapor.

Larsa está a punto de reventar de curiosidad.

—¿Es de Gloria?

Jonas se mete la carta en la cinturilla del pantalón, asintiendo con la cabeza.

—¿No piensas leerla?

—Después. —Se levanta de la mesa—. Vamos a bañarnos.

En la casa resuenan nuestros gritos cuando nos tiramos a la piscina. El resto del día lo pasamos allí, jugando y haciendo el tonto. Dagge se mantiene al margen. Tumbado de espaldas, flota con los ojos cerrados.

Jonas sale antes que ninguno, se seca y desaparece. Entendemos que la impaciencia ha podido más que su voluntad.

Cuando salimos, Jonas todavía no ha vuelto. Tampoco lo encontramos en la terraza. Nos tumbamos en las hamacas y enseguida vuelvo a sentirme acalorado.

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