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Authors: Og Mandino

Tags: #Autoayuda

El milagro más grande del mundo (2 page)

BOOK: El milagro más grande del mundo
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—¿Carlyle?

—Sí, Carlyle. Thomas. Ensayista inglés del siglo diecinueve.

No podía creerlo. Me encontraba bajo una tormenta de nieve, el aire helado me laceraba la cara, tenía los pies empapados y congelándose, me estaba convirtiendo en un hombre de nieve… mientras que un hippie de pelo largo, de setenta años, me daba un minidiscurso de literatura inglesa.

¿Qué más podía hacer? Creo fervientemente que deben considerarse las opciones, pero también he aprendido que existen veces y situaciones en las que no se tienen ninguna. Mascullé un gracias y esperé hasta que el viejo tiró cariñosamente de su basset hacia la barda, en donde se quitó la cuerda de la muñeca y la amarró a la cadena. Entonces regresó a mi lado y asintió. Obedecí su silenciosa orden casi hipnóticamente y di la vuelta a la llave. La barra crujió al subir. Entonces el viejo se paró debajo y asió firmemente el frío metal justo cuando empezaba a descender.

No estoy muy seguro de lo que pasó durante los siguientes minutos, aun cuando lo he pensado con frecuencia. Posiblemente el desayuno ligero y apresurado y el largo recorrido empiezan a hacer de las suyas. Me sentí marcado y la visión parecía nublárseme… como si alguien me untara vaselina en los lentes. Todo parecía estar difuso. Un extraño temblor sacudió mi cuerpo mientras trataba de aclarar la aparición.

Entre la nieve que caía pude ver la cruz de madera en su pecho y probablemente eso haya sido lo que produjo la ilusión… cabello largo, barba, los brazos extendidos en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre la cabeza… la barra… la barra vertical… el Patíbulo llevado por el hombre condenado, en el camino hacia el Gólgota para su crucifixión.

Su voz, ahora con un tono de urgencia, terminó con mi ensueño.

—Rápido. ¡Entre! ¡Entre!

Me metí en el auto, cambié a primera, presioné gradualmente el acelerador, las ruedas giraron, y me moví lentamente pasando junto al extraño debajo de la barra a través de la entrada.

Reduje la velocidad y apagué el motor. Me temblaban las manos. Me palpitaba la cabeza. Las piernas se me debilitaron. Después alcancé mi portafolios del asiento de atrás; abrí la portezuela y caí de cabeza en la nieve. Me levanté, me sacudí y cerré el auto.

Me volví hacia la entrada para darle las gracias al viejo.

Mi salvador del estacionamiento no estaba a la vista.

CAPÍTULO 2

No le volví a ver hasta finales de la primavera.

Era uno de esos viernes que no parecen terminar nunca. Los problemas relacionados con asuntos de rutina sobre la publicación de una revista mensual habían aumentado en continuidad y número durante el día y para cuando el fuego de los matorrales se extinguió me encontraba solo y fatigado, tanto física como mentalmente.

Me senté frente a mi escritorio escuchando el suave tic tac de mi reloj, temeroso del largo viaje hasta mi casa en medio del pesado tránsito. Aun a esta hora Edens Expressway estaría atestado. Una vez más irrumpieron en mi mente esas molestas y recurrentes preguntas.

«¿Por qué estás trabajando tan duro?»

«¿Creíste que iba a ser más sencillo una vez que fueras el número uno?»

«¿Por qué no renuncias? Las regalías de tus libros son cuatro veces mayores que tu salario».

«¿Qué estás tratando de probar ahora que la revista es todo un éxito?»

«¿Por qué no vas a algún lugar pacífico y tranquilo y escribes todos esos libros que viven en tu interior?»

El hábito y mi propio orgullo parecían ser la única respuesta lógica para todas estas preguntas. Había sacado a la revista
Success Unlimited
de una circulación mensual de 4000 ejemplares que contaba con sólo tres empleados, para convertirla en una de 200,000 realizada por un grupo de treinta y cuatro empleados. Además, aún había 120,000,000 millones de suscriptores potenciales en nuestro país y era un reto tratar de convencerlos. Entonces traté de recordar quién había escrito: «El comienzo del orgullo está en el cielo; la continuidad del orgullo, en la tierra; el fin del mismo, en el infierno». No tuve suerte. Mi memoria es mala.

Guardé los anteojos en el portafolios; tomé el saco y el abrigo; apagué las luces, y cerré la oficina. La única luz que se vislumbraba era la del farol de la esquina de Broadway y Devon; todo estaba oscuro mientras caminaba lentamente hasta pasar por la ventana de los fotógrafos Root, al cruzar la entrada del callejón que se encuentra detrás de nuestra oficina, debajo del puente del tren y a través del pequeño espacio abierto hasta el estacionamiento con su deslumbrante y viejo letrero intermitente, anaranjado y amarillo de «Estaciónese usted mismo. Sólo 50 Centavos».

Antes de verlo, había caminado hasta la mitad del oscuro lote, ahora casi lleno con los autos del vecindario.

Su alta silueta se movió silenciosamente de detrás de una camioneta de repartos, estacionada, y aún en la oscuridad le reconocí antes de ver a su perro que le seguía. Me volví y caminé hacia él.

—Buenas noches.

—Le saludo en ésta la más hermosa de las noches, caballero —contestó esa voz de bajo profundo.

—Nunca tuve oportunidad de agradecerle por ayudarme en la nieve aquel día.

—No fue nada. Todos estamos aquí para ayudarnos unos a otros.

Me incliné para acariciar al perro, el cual había estado olfateando mi pantalón, después extendí mi mano hacia el viejo.

—Me llamo Mandino… Og Mandino.

Sus enormes dedos cubrieron los míos.

—Es un honor conocerle, señor Mandino. Mi nombre es Simon Potter… y éste, mi aliado cuadrúpedo, es Lázaro.

—¿Lázaro?

—Si. Duerme tanto todo el tiempo que nunca sé si está vivo o muerto.

Me reí.

—Discúlpeme, señor Mandino, pero su primer nombre… es muy distinguido. Og, Og… ¿cómo se deletrea?

—O—G.

—¿Es ese el nombre que le pusieron?

—No —sonreí—, mi verdadero nombre es Augustine. Cuando estaba en la preparatoria escribí una columna para el periódico de nuestra escuela, y una vez firmé mi trabajo como AUG. Después de que la escribí decidí ser diferente y firmé fonéticamente… OG. Esto le encantó a todos.

—Es un nombre raro. No creo que haya muchos Ogs en el mundo.

—He oído decir que uno es demasiado.

—¿Sigue escribiendo?

—Sí.

—¿Qué tipo de escritos?

—Libros, artículos.

—¿Se han publicado sus libros?

—Sí, cinco de ellos.

—Eso es maravilloso. ¿Quién podría esperar conocer a un autor aquí, entre botellas de vino vacías?

—Me temo que es precisamente aquí donde podría conocer a muchos autores, Simon.

—Sí, triste pero cierto. Yo también escribo un poco… pero sólo como pasatiempo y para satisfacer mi ego.

El viejo se acercó más como para estudiar mi cara.

—Se ve cansado, señor Mandino… o mejor, creo que puedo llamarlo señor Og.

—Sí, estoy cansado. Ha sido un día largo… una semana larga.

—¿Es larga la distancia que tiene que conducir hasta su casa?

—Cuarenta y dos kilómetros, aproximadamente.

Simon Potter se volvió y señaló con su largo brazo hacia el edificio de cuatro pisos de ladrillos marrón que se encontraba frente al estacionamiento.

—Yo vivo ahí. En el segundo piso. Antes de emprender su largo viaje venga a tomar conmigo una copa de jerez. Lo relajará.

Empecé a negar con la cabeza; pero al igual que en la nieve, aquel día, me encontré a mí mismo queriendo obedecerle. Abrí la portezuela de mi auto, arrojé en el interior mi abrigo y portafolios, cerré y empecé a caminar detrás de Lázaro.

Atravesamos el sucio corredor, pasamos junto a los desvencijados buzones de latón que tenían los nombres de los propietarios dentro de unos plásticos amarillentos, y subimos por la destartalada escalera de concreto. Simon sacó una llave de su bolsillo, la giró dentro de la cerradura de la puerta de pino en la que había sido dibujado con rojo el número 21; empujó e hizo un ademán para que pasara. Encendió la luz.

—Disculpe —dijo— mi humilde refugio. Vivo solo, a no ser por Lázaro, y el trabajo de la casa nunca fue una de mis habilidades.

Sus disculpas eran innecesarias. La pequeña sala estaba inmaculada, desde la alfombra ovalada hasta el techo sin telarañas. Casi inmediatamente noté los libros, cientos de ellos, que excedían en tamaño los dos grandes libreros y se apilaban en dos montones perfectos casi tan altos como su propietario.

Observé con curiosidad a Simon. Se encogió de hombros y alumbró el cuarto con su sonrisa.

—¿Qué más puede hacer un viejo además de leer… y pensar? Por favor, póngase cómodo mientras sirvo la copa.

Cuando Simon se dirigió a la cocina, caminé hacia sus libros y empecé a leer los títulos, esperando que ellos me dijeran, algo sobre este gigante fascinador. Levanté la cabeza y recorrí con la mirada algunos de los lomos de los libros (
Caesar and Christ
, de Will Durant;
The Prophet
, de Gibrán;
Lives of Great Men
, de Plutarco;
Physiology of the Nervous Systems
, de Fulton;
The Organism
, de Goldstein;
The Unexpected Universe
, de Eiseley;
Don Quixote
, de Cervantes;
Works
, de Aristóteles,
Autobiography
, de Franklin,
The Imitation of Christ
, de Kempis;
The Human Mind
, de Menninger;
The Talmud
, varias
Biblias
y otros).

Mi anfitrión caminó hacia mí sosteniendo la copa de vino. La tomé y la puse junto a la suya. Los bordes chocaron con una nota suave en la habitación.

—Por nuestra amistad —dijo Simon—; porque sea larga y provechosa.

—Así sea —contesté.

—¿Qué piensa de mi biblioteca? —dijo, señalando con su copa hacia los libros.

—Es una magnífica colección. Me gustaría tenerlos. Usted tiene amplios intereses.

—En realidad no es así. Son una acumulación de muchos años de horas de esparcimiento en tiendas de libros de segunda mano. Además todos tienen un tema en común que hace que cada volumen sea muy especial.

—¿Especial?

—Si. Cada uno trata y explica a su modo algún aspecto del milagro más grande del mundo; por eso los llamo los «libros de la mano de Dios».

—¿La mano de Dios?

—Me cuesta trabajo explicarlo con palabras… estoy completamente seguro de que ciertas piezas musicales, determinadas obras de arte y ciertos libros y ensayos fueron creados, no por el compositor, artista, autor o escritor, sino por Dios, y a aquellos a los que hemos reconocido como los creadores de estas obras fueron sólo instrumentos empleados por Dios para comunicarse con nosotros. ¿Qué pasa, señor Og?

Aparentemente sus palabras me habían sobresaltado. Solamente dos semanas antes, en la ciudad de Nueva York, Barry Farber, un popular comentarista de radio, había utilizado esas palabras exactas: «la mano de Dios», cuando describía mi libro a su público durante mi aparición dentro de su programa.

—¿Quiere decir que cree que Dios se sigue comunicando con nosotros como lo hacía con los antiguos profetas judíos?

—Estoy completamente seguro. Durante miles de años el mundo fue testigo de un sinnúmero de profetas que proclamaban y explicaban la voluntad de Dios: Elías, Amós, Moisés, Ezequiel, Isaías, Jeremías, Samuel y los demás maravillosos mensajeros hasta Jesús y Pablo. Y después… ¿nada? No puedo creerlo. Sin importar cuántos de Sus profetas hayan sido ridiculizados, castigados, torturados y hasta asesinados, no puedo concebir que finalmente Dios se haya dado por vencido y haya vuelto su espalda a nuestras necesidades, trayendo como consecuencia que algunos de nosotros supongamos que Él está muerto, ya que hace mucho tiempo que no sabemos nada de Él. En vez de esto, creo verdaderamente que ha mandado a todas las generaciones, personas especiales, talentosas, inteligentes… todas compartiendo el mismo mensaje de una o de otra forma… que todo ser humano es capaz de realizar el milagro más grande del mundo. Y el error más grave del hombre, ciego como es a causa de las trivialidades de toda civilización avanzada, es que no ha comprendido el mensaje.

—¿Cuál es el milagro más grande del mundo que podemos realizar?

Primero que nada, señor Og, ¿puede definirme lo que es un milagro?

—Creo que sí. Es algo que sucede en contra de las leyes, de la naturaleza o la ciencia… una suspensión temporal de una de estas leyes.

—Lo que acaba de decir es conciso y exacto, señor Og. Ahora dígame, ¿se cree capaz de realizar milagros… de suspender cualquiera de las leyes de la naturaleza o la ciencia?

Me reí nerviosamente y negué con la cabeza. El viejo se puso de pie, tomó de la mesilla de café un pequeño pisapapeles de vidrio y lo sostuvo frente a mi.

—Si suelto este peso, caerá al suelo, ¿no es verdad?

Asentí.

—¿Qué ley decreta que caerá al piso?

—¿La ley de la gravedad?

—Exacto.

Entonces, sin ninguna advertencia, dejó que el pisapapeles cayera de su mano. Instintivamente lo pesqué antes de que tocara el suelo.

Simon dobló las manos y me miró sonriendo con autosatisfacción.

—¿Se da cuenta de lo que acaba de hacer, señor Og?

—Cogí su pisapapeles.

—Hizo mucho más. Su acción suspendió temporalmente la ley de la gravedad. Sea cual sea la definición de un milagro, usted acaba de realizar uno. Ahora, ¿cuál cree usted que sería el milagro más grande que jamás se haya realizado en la Tierra?

Lo pensé durante varios minutos.

—Probablemente serían esos casos en los que un muerto supuestamente ha regresado a la vida.

—Estoy de acuerdo, como seguramente lo estaría el total de la opinión mundial.

—¿Pero, en qué forma está esto relacionado con esos libros que tiene amontonados? Seguramente no contienen ningún método secreto sobre cómo regresar de la muerte.

—Pues sí, señor Og. La mayoría de los seres humanos están muertos, en uno u otro grado. De una u otra forma han perdido sus sueños, sus ambiciones, su deseo de una vida mejor. Han perdido su lucha por su autoestimación y han comprometido su gran potencial. Se han establecido en una vida de mediocridad, días de desesperación y noches de lágrimas. No son más que muertes vivientes confinadas a cementerios de su elección. Además necesitan salir de ese estado. Pueden resucitar de su lamentable condición. Cada uno puede realizar el milagro más grande del mundo. Todos pueden regresar de la muerte… y en esos libros están los secretos más sencillos, técnicas y métodos que pueden aplicar a su propia vida para convertirse en lo que desean ser y alcanzar todas las verdaderas riquezas de la vida.

BOOK: El milagro más grande del mundo
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