El mazo de Kharas (32 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El mazo de Kharas
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Riverwind hizo un alto para mirar en la dirección donde se hallaban las cuevas y vio algunos draconianos que corrían ya hacia ellas. Una vez en la zona habitada, la sorpresa al ver que sus víctimas habían escapado los sumiría en una gran confusión. Pensarían que la gente se había internado más dentro de las cuevas y registrarían los túneles y pasadizos. Al final, los draconianos comprenderían la verdad: que las cuevas estaban abandonadas. Verminaard sabía que los refugiados no podían dirigirse hacia el norte; la ruta más lógica era el sur. Allí sería donde buscaría en primer lugar.

El Hombre de las Llanuras echó una ojeada hacia el este y se preguntó cuántas horas tendrían hasta el amanecer.

No creía que fuesen muchas...

—Venid conmigo —ordenó a sus guerreros—. No necesitaréis armas, sino picos. ¡Y traedme a algunos de los hombres que trabajaban en las minas!

La primera oleada de draconianos acometió contra los riscos que habían habitado los refugiados. Los aullidos lanzados con el propósito de causar espanto en sus víctimas dieron paso a maldiciones al registrar cueva tras cueva y hallar muebles toscos, juguetes, ropas y reservas de comida y agua que los refugiados se habían visto obligados a dejar atrás.

Riverwind condujo a los mineros donde Flint había dejado el pico. Les enseñó la herramienta y la roca veteada mientras les explicaba lo que creía que el enano intentaba decirles.

Los mineros examinaron el área lo mejor que pudieron a la luz de la luna y de las estrellas y convinieron en que aquella roca era una piedra angular. Sin embargo, que funcionara o no, eso ya no podían asegurarlo.

El cruce por la cornisa proseguía, aunque con una lentitud angustiosa. Riverwind no le quitaba ojo al cielo. Aún no apuntaba claridad alguna, pero el brillo de las estrellas empezaba a difuminarse.

Las últimas personas cruzaban despacio ya. Una de ellas, una joven, al llegar al otro lado trastabilló y cayó al suelo. Estaba temblando y las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no hizo ruido. Goldmoon la sujetó y se la llevó lejos de la cornisa.

Laurana fue la penúltima en cruzar. Gilthanas, uno de los que estaban situados a intervalos en la cornisa, le dijo algo en elfo mientras la ayudaba a pasar. Ella le apretó la mano y lo besó.

Elistan fue el último y llevaba a un niño cargado a la espalda, con los bracitos del crío enlazados con fuerza alrededor del cuello. Los pasos del clérigo eran firmes y no vaciló. La madre del pequeño, que esperaba al otro lado de la cornisa, se cubría la cara con las manos, incapaz de mirar.

—Ha sido divertido, Elistan —dijo el chiquillo tras quitarse la mordaza una vez que llegaron a terreno seguro—. ¿Podemos repetirlo?

La gente rió, aunque era una risa temblorosa. Los hombres salieron de la cornisa y todos emprendieron la marcha hacia el paso.

Atrás, en el campamento del valle, los draconianos salieron de las cuevas. Ahora ya había luz suficiente para que Riverwind viera sin dificultad lo que pasaba allí. El dragón de Verminaard se posó en tierra y los draconianos se apelotonaron alrededor del Señor del Dragón. Éste inclinó la cabeza para conferenciar con sus oficiales. A su orden, los otros tres reptiles rojos sobrevolaron el valle en distintas direcciones. Uno fue hacia el este. Otro hacia el oeste.

El tercero lo hizo hacia el sur, directo hacia los refugiados. Sin embargo, el reptil no miraba hacia allí, sino hacia abajo; escudriñaba el suelo del valle.

—¡Rápido, rápido! —urgió Riverwind en voz baja mientras azuzaba a la gente y la conducía como antaño había hecho con las ovejas—. Refugiaos en el paso, moveos tan de prisa como podáis.

La gente apretó el paso, sin pánico, y Riverwind empezaba a pensar que al final iban a tener éxito y que escaparían sin ser vistos, cuando un grito hendió la noche.

—¡Esperad! ¡No me abandonéis! ¡No me dejéis aquí!

El dragón oyó la voz, alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia allí.

Mascullando maldiciones, Riverwind se volvió.

Hederick corría por la vereda, y la tripa fofa se le sacudía arriba y abajo; tenía la cara congestionada y boqueaba como un pez fuera del agua. Sus acólitos corrían detrás de él y se propinaban empellones y codazos en su pánico por ir más de prisa.

El Sumo Teócrata llegó a la cornisa, miró a Riverwind, miró hacia abajo y se puso lívido.

—¡No puedo cruzar por ahí!

—Todos los demás lo hemos hecho —replicó fríamente el Hombre de las Llanuras, que a continuación señaló hacia el dragón. El reptil había virado y volaba directamente hacia ellos.

Los partidarios de Hederick lo apartaron sin miramientos, entraron en la cornisa y la cruzaron casi corriendo. El Teócrata, temblando de miedo, avanzó casi a rastras detrás de ellos.

Llegó al final de la cornisa sin incidentes y se acercó hecho una furia a Riverwind, dispuesto a interpelarlo con protestas y demandas. Riverwind lo agarró y lo empujó hacia varios guerreros, que asieron al Teócrata por los brazos y lo azuzaron para dirigirse a toda prisa hacia el interior del paso.

El dragón levantó la cabeza y lanzó un gran bramido.

Riverwind corrió hacia el lugar donde el enano había dejado el pico. Echó una ojeada hacia atrás y vio que el grito del reptil había alertado a lord Verminaard. Su dragón se impulsó con las patas en el suelo y emprendió el vuelo. También los draconianos empezaron a correr en su dirección. Se desplazaban por tierra más de prisa que los humanos, ya que se servían de las alas para ayudarse. Brincando y corriendo, fluyeron por la trocha como un río de escamas.

El dragón de Verminaard lo conducía rápidamente hacia el paso, y los draconianos se aproximaban a éste mucho más de prisa de lo que Riverwind habría creído posible.

Riverwind asió el pico, miró hacia la brecha y vio que los pocos rezagados ya estaban a salvo dentro del paso.

—¡Que Paladine nos guarde! —rogó entonces y, en un gesto de respeto a Flint, añadió:— Y que Reorx guíe mi mano.

El Hombre de las Llanuras golpeó la roca veteada justo en el sitio donde había estado encajada la punta. Riverwind se apartó de un salto y la roca bajó rodando la ladera. Al principio no pasó nada, y al guerrero se le cayó el alma a los pies. Miró y vio que el dragón planeaba hacia allí. Verminaard tenía extendido el brazo y señalaba el paso, guiando al reptil.

Entonces el suelo tembló. Hubo un sonido rechinante, desgarrador, y ante la mirada atónita de Riverwind fue como si la ladera de la montaña se moviera y se precipitara sobre él.

Dio media vuelta y corrió hacia la seguridad del paso. Las galgas que brincaban sobre otras rocas grandes le pasaban volando por encima de la cabeza. Con un ruido semejante al trueno, el corrimiento de tierra cayó en cascada vertiente abajo y se llevó por delante la trocha y la cornisa que acababan de cruzar los últimos refugiados. La brecha del paso empezó a llenarse de pedruscos.

Riverwind se tiró aplastado contra el suelo y se protegió la cabeza con los brazos. No veía al dragón, pero oía los rugidos de frustración de la bestia. El corrimiento siguió unos instantes más y entonces terminó y se hizo un repentino silencio roto únicamente por algunas piedras al desplazarse o al encajar en el sitio.

El guerrero alzó la cabeza con precaución para mirar. El paisaje había cambiado. La entrada al paso estaba obstruida por unas enormes galgas. Al otro lado de la nueva pared rocosa se oía batir las alas al dragón; el reptil no podía aterrizar. El corrimiento de tierra había arrastrado o cubierto cualquier zona llana que hubiese existido antes en la cara de la montaña. Riverwind oyó ruidos como si el reptil estuviera intentando abrirse paso con las garras a través de los escombros. No debió de resultar efectivo el intento ya que el dragón cejó pronto en su empeño.

Riverwind alzó la vista al cielo. Las cumbres nevadas se erguían a gran altura sobre él a ambos lados. Asustado, se preguntó si el dragón intentaría sobrevolar el paso. La brecha era angosta y escarpada; no creía que el dragón cupiera por ella. Desde luego, correría el riesgo de dañarse las alas. El reptil aún podía hacer estragos desde gran altura.

El guerrero esperó en tensión ver la sombra del inmenso corpachón y de las alas tapando la luz del alba, pero el dragón no apareció. Sólo fue consciente de que se había marchado cuando dejó de sentir el miedo al dragón. De momento, estaban a salvo.

De momento.

Riverwind pasó entre las piedras para reunirse con los demás. Estaban abrazados unos a otros entre risas, lágrimas y plegarias de agradecimiento y júbilo. El guerrero no podía unirse a la celebración. Sabía muy bien la razón de que Verminaard no hubiera atacado. No hacía falta que su dragón se arriesgara a entrar por la angosta brecha cuando lo único que tenía que hacer era salirles al paso por el otro lado. Como Tika les había contado, había draconianos en la otra vertiente de la montaña. Los refugiados no podían quedarse agazapados en el paso para siempre. Al final tendrían que salir y las fuerzas del Señor del Dragón los estarían esperando, indudablemente.

Su única esperanza era que Tanis, Flint y los otros encontraran las puertas a Thorbardin.

En caso contrario, los refugiados habrían llegado a un punto muerto, literalmente.

SEGUNDA PARTE
19

Vuelve el príncipe Grallen

Las puertas de Thorbardin

Y ahora ¿qué?

Encabezados por un Sturm sometido a la influencia mágica del yelmo encantado, los compañeros avanzarón hacia el
Buscador de Nubes
dando vueltas y revueltas y ascendieron por una escarpada garganta que penetraba en la vertiente de la montaña. La garganta era una entre tantas y sin la guía del príncipe no la habrían encontrado nunca o la habrían elegido por pura casualidad.

Tanis siguió marcando el camino para los refugiados y más de una vez se preguntó si no estaría perdiendo el tiempo. A menudo se volvía a mirar por donde habían llegado con la esperanza de ver alguna señal de que se encontraban a salvo, pero la niebla o las nubes bajas ocultaban el paso con frecuencia y no se veía nada.

El ascenso estaba siendo relativamente fácil. Cada vez que llegaban a una parte de la garganta que por lo empinada habría resultado difícil de subir, encontraban toscos escalones tallados en la pared rocosa que hacían segura la travesía. Ni siquiera a Raistlin le resultaba trabajosa la marcha. La noche de descanso le había permitido recobrar las fuerzas. Decía que el aire puro y frío de la montaña le abría las vías respiratorias. Tosía menos y, de hecho, parecía estar de un relativo buen humor.

Con el sol radiante en un cielo totalmente despejado se divisaban las desoladas llanuras que se extendían bajo ellos y a lo lejos la fortaleza en ruinas que, como había dicho Caramon, parecía una calavera en una bandeja. Avanzaban a buen ritmo, al menos hasta donde Tanis podía juzgar considerando que ignoraba dónde iban. Le había preguntado a Sturm más de una vez que les señalara su punto de destino, pero el caballero, sacudiendo la cabeza, se había negado a contestar y había seguido caminando. Tanis miraba a Flint, pero el enano se limitaba a encogerse de hombros. Era obvio su escepticismo respecto a todo aquello.

—Si hay una puerta en la ladera de la montaña, no la veo —rezongó malhumorado.

A medida que ascendían, el aire se enrarecía y era más frío. Los humanos, el semielfo y el kender empezaron a sentirse mareados y a costarles más trabajo respirar.

—Espero que no tengamos que ir mucho más lejos —dijo Tanis, que había alcanzado a Sturm—. Si es así, me temo que algunos de nosotros no lo conseguiremos.

Se volvió a mirar a Raistlin, que se había dejado caer al suelo, agotado. Adiós muy buenas al aire puro de montaña. Caramon estaba apoyado en un peñasco y Tasslehoff se tambaleaba un poco. Hasta Flint jadeaba un poco, aunque ese viejo gruñón se negara a admitir que le pasaba algo.

Sturm alzó la cabeza y oteó a través de las ranuras del yelmo.

—Casi hemos llegado.

Señaló un saliente de piedra de menos de dos metros que sobresalía de la cara de la montaña. La garganta terminaba allí. Tanis se volvió a mirar a Flint y, para su sorpresa, advirtió que los ojos del viejo enano resplandecían en su rostro encendido. Su amigo se atusó la barba con una mano.

—Creo que hemos dado con ello, muchacho —susurró—. ¡Creo que estamos cerca!

—¿Por qué? ¿Es que ves algo? —preguntó el semielfo.

—Es un palpito, una sensación. Siento que es cierto.

—Pues yo no siento nada —contestó Tanis mientras miraba a su alrededor—. No veo nada, ni señal de una puerta.

—Tú no puedes —repuso Flint, enorgullecido—. Con esos ojos tuyos, mitad elfos y mitad humanos, no. Admítelo, amigo mío. Nunca habrías encontrado el camino.

—Lo admito de buen grado —dijo Tanis, que añadió con una sonrisa—: Y tú ¿qué?

—Yo sí —insistió Flint—. Si hubiera estado interesado, lo habría encontrado, cosa que hasta ahora no ha sido así.

La mirada de Tanis recorrió la vasta extensión gris de piedra que se alzaba ante ellos.

—Si encontramos la puerta, ¿nos dejarán entrar los Enanos de la Montaña?

—Ésa no es la pregunta que me hago yo —repuso Flint. Tanis lo miró con expresión interrogante.

»
Lo que yo me pregunto es si habrá enanos bajo la montaña que puedan responder "sí" o "no" a esa cuestión. Quizá la razón de que la puerta haya permanecido clausurada durante trescientos años es que no queda nadie vivo para abrirla.

Sturm había reanudado la marcha y Flint echó a andar detrás de él. Tanis se volvió a mirar a los gemelos.

—Ya vamos —dijo Caramon.

Raistlin asintió con la cabeza y, ayudado por el bastón y por su hermano, empezó a ascender. Tasslehoff los seguía.

Dejaron la garganta y llegaron a la cornisa rocosa.

—Esto lo construyeron enanos —dijo Flint mientras pateaba con fuerza el saliente—. ¡Hemos llegado, semielfo! ¡Hemos llegado!

La cornisa era lisa y llana. Antaño había sido mucho más ancha, pero partes de ella se habían caído o desmoronado con el paso del tiempo. No habían avanzado mucho por el saliente, tal vez unos quince metros, cuando Sturm se detuvo y se volvió de cara a la pared rocosa. Flint escudriñó ávidamente la piedra. Los ojos se le humedecieron. Soltó un largo y trémulo suspiro. Cuando habló, la voz le sonó enronquecida.

—La hemos encontrado, Tanis. La puerta de Thorbardin.

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