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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (54 page)

BOOK: El mal
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—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó por segunda vez la mujer, mientras todos recogían los platos—. Ni siquiera has quedado con tus amigos...

—¿No ves que cada vez tiene un aspecto más tétrico? —intervino el padre, con una sutil mueca de desprecio—. ¿Qué le va a pasar? Las tonterías esas de los góticos le están sorbiendo el seso. Cada vez más antisocial, más triste —se volvió hacia su hijo—. Me aburres, Jules. Ya estoy cansado.

A continuación, malhumorado, abandonó la cocina para dirigirse al salón a ver la tele.

No estaban habituados a que Rene Marceaux perdiera los papeles; siempre había sido un hombre pacífico y distraído. Su esposa reaccionó, saliendo al pasillo.

—¿Pero qué te pasa? —le increpó—. Sabes que el niño está enfermo...

Jules, que había alcanzado a escuchar aquellas palabras, movió la cabeza de un lado a otro. ¿Cuándo dejaría de ser un niño para su madre?

—¿Enfermo de qué? —contestaba ahora el padre, desde la sala de estar—. Los médicos no han visto nada después de un montón de análisis... ¡Es todo psicológico!

—¿Quieres bajar la voz? —ella, que ya había llegado hasta aquella estancia, se giraba temerosa de que Jules pudiese seguir oyéndolos—. Eso no es verdad, le han diagnosticado depresión...

—Sí, claro. Eso es lo que diagnostican a todos los que no tienen nada y siguen yendo de consulta en consulta, para que dejen tranquilos a los médicos. Unas pastillitas, y a correr. Pues de momento no están haciendo mucho efecto.

Jules no se tomaba la medicación, ya no. Conocía demasiado bien su dolencia, para la que no había tratamiento.

Rene Marceaux cambiaba de canal una y otra vez sin atender a ningún contenido de los que se precipitaban en la pantalla. En el fondo, su esposa sabía que lo que se ocultaba tras aquella actitud agresiva era la misma preocupación que la dominaba a ella: la ausencia de mejoría en su hijo, que se iba convirtiendo en una sombra de sí mismo.

Aunque cada uno tenía su propia manera de exteriorizar aquella inquietud: ella, a través de su instinto maternal; él, enojándose como vía de escape.

—Si no os importa —Jules acababa de hacer acto de presencia en el salón—, me voy a mi habitación. Estoy cansado.

Rene hubiera deseado que le respondiera, que se enfrentara a su injusta acusación. Pero el chico no hizo ninguna alusión a lo que se había dicho de él. Su padre ni le miró mientras la madre asentía con un semblante que se debatía entre la desazón y la culpabilidad.

Conforme se alejaba rumbo a su cuarto, Jules aún alcanzó a distinguir la voz de su madre.

—Pues parece que a estas horas se le ve más despierto, ¿verdad?

* * *

Daphne detuvo su cochambroso vehículo frente al domicilio de Pascal. Descendieron del coche el Viajero, Michelle y Dominique. Los demás no los acompañaban, y eso que la vidente habría preferido llevar a cada uno a su respectivo domicilio, pero no cabían todos en el coche y Marcel aún no había vuelto. Por eso había permitido que Edouard acompañase a Mathieu a su casa en taxi. Era la opción menos imprudente, llegada la noche, pues ellos dos eran sin duda los más desconocidos para los que buscaban a Pascal.

El resto del grupo todavía se entretuvo unos instantes hablando junto al portal, ajenos aún a lo que había sucedido tan solo un rato antes entre los andamiajes del edificio de enfrente.

Aunque, una vez más, alguien acechaba entre las sombras, no muy lejos.

Unos ojos cobijados en la penumbra se mantenían fijos en Pascal, registraban cada movimiento, estudiaban a los demás y se apartaban fugazmente para retener los detalles de aquel coche que se mantenía con los intermitentes puestos, parado junto a la acera. A través de las ventanillas, aquellas pupilas anhelantes acertaron a distinguir una silueta junto al volante.

Por fin acabó la charla, todos debían volver a sus casas. En esta ocasión, Michelle y Dominique acompañaron al Viajero hasta el ascensor, y solo cuando Pascal les hubo hecho una llamada perdida desde su móvil —era la consigna pactada para confirmar que ya se encontraba dentro de su piso—, volvieron al vehículo de la vidente.

El Viajero, desde una de las ventanas de su domicilio, vio el coche perderse al final de la calle. Lo que no pudo adivinar es que unos ojos próximos volvían a seguir sus movimientos desde la oscuridad. Unos ojos que, segundos después, se encontraban más cerca.

CAPITULO 41

Jules aguardaba sobre la cama, con la luz apagada y los ojos muy abiertos, a que sus padres se acostaran. Luchaba por mantenerse erguido, experimentando el invasivo entumecimiento general que precedía a su letargo.

Tenía la esperanza de que, después de lo sucedido durante la cena, su madre no acudiera a la habitación. Era muy importante para él que nadie le molestara, pues se disponía a montar allí algún dispositivo que le inmovilizase. La prioridad estaba clara: se trataba de impedir a toda costa su propia libertad de movimientos, puesto que parecía confirmado que su insomnio nocturno podía convertirlo en un peligro.

Consultó el reloj de su despertador. No disponía de margen para preparar la trampa, corría el riesgo de caer bajo el hechizo de todas las noches antes de poder garantizar su encierro. Entonces...

Sentía miedo de imaginar el próximo amanecer.

Jules había llegado a la conclusión de que, dado que ni su ventana ni su puerta contaban con cerraduras, era imposible quedarse como prisionero en su dormitorio. Por ello había pensado en colocar objetos ruidosos que bloqueasen las vías de escape. De este modo, si en medio de su inconsciencia los empujaba para salir, sería despertado por el estruendo y podría resistir aquel instinto depredador.

El chico se mantuvo en su silenciosa posición unos minutos más; la oscuridad le relajaba. Al fin consideró que ya había esperado lo suficiente; llegaba el momento de organizar el zafarrancho. Escuchó por última vez los ruidos que se percibían en la casa tras la puerta de su cuarto —su acentuada capacidad auditiva le permitía seguir los pasos de sus padres sin necesidad de verlos— y se dispuso a alargar un brazo para encender la lámpara de su mesilla.

Pero no pudo.

Tragó saliva, sin atreverse a siguientes intentos que confirmaran el tenebroso presagio que acababa de restallar en su mente como un latigazo. Quiso refugiarse en la ignorancia, volver a los instantes previos en los que creía controlar la situación. En los que todavía se consideraba libre.

Sin embargo, lo que acababa de suceder obstaculizaba aquella fuga. ¿Lo había soñado, o de verdad no había conseguido alcanzar la lámpara? Pero si aún estaba despierto...

La creciente consciencia de lo que estaba ocurriendo le cortó la respiración. Procuró calmarse, reuniendo el valor para iniciar un nuevo intento de maniobra.

Quiso encender la luz.

Nada. Su extremidad no le obedecía. La frustración le impulsó a chillar, pero sus labios no se abrieron para dejar pasar su grito.

Se percató entonces de que estaba postrado en la cama. ¿Cuándo había cambiado de postura?

Había buscado una prisión para su cuerpo y ahora era precisamente su cuerpo el espacio que encarcelaba su mente. Comenzaba la oscuridad.

Jules hubo de asumir que había esperado demasiado, aunque ninguna noche se había precipitado tanto el proceso. Envuelto en esas ironías con las que parecía entretenerse el Mal mientras manejaba a títeres como él, ahora que anhelaba la aparición de su madre, sabía que su acostumbrada visita no tendría lugar.

Él lo había querido así.

Notó la humedad de una lágrima que resbalaba por su mejilla.

Pronto perdería la consciencia por completo, sucumbiría al Mal. Y ya no podría mitigar los impulsos de su cuerpo hasta el amanecer...

* * *

Los dos habían abandonado ya el taxi, y permanecían hablando frente al portal de Mathieu.

—No entiendo por qué te metes tanta caña —comentaba el amigo del Viajero—. Tu intervención ha sido vital para ayudar a Pascal. ¿Es que no lo ves?

—Supongo que sí —contestó Edouard, sin molestarse en ocultar su falta de entusiasmo—. Sin mi orientación, Marcel Laville no habría podido apartar al hogareño. Pero... ¿qué habría pasado si el Guardián no hubiese llegado a tomar las riendas? ¿Si hubiese estado yo solo? ¡Me quedé paralizado, Mathieu! Joder, lo único que hacía era gritar como un imbécil histérico.

Mathieu se encogió de hombros.

—Si no hubieses podido contar con nadie más, seguro que habrías reaccionado, Edouard. Estoy convencido.

El otro sonrió.

—Gracias por tu apoyo, de verdad. Me has ayudado.

Mathieu le devolvió la sonrisa.

—No hay de qué. Estamos juntos en esto, ¿no?

Ambos se quedaron mirando, conscientes del doble sentido que podía darse a esa frase pronunciada de un modo tan casual. No obstante, ninguno de los dos se atrevió a matizar aquellas palabras.

—Tú también me has ayudado mucho —reconoció entonces Mathieu, acabando con aquel repentino silencio que empezaba a resultar incómodo—, más de lo que imaginas.

—¿Yo? —Edouard pareció sinceramente sorprendido—. No he podido hacer nada por ti... todavía.

¿Había en aquella última palabra otro mensaje sutil, un nuevo avance? Mathieu no pudo precisarlo, pero disfrutó con la posibilidad. Los ojos de los dos continuaban transmitiendo mucho más de lo que la charla permitía intuir.

—Ya lo creo —insistió—. No te haces idea de lo mucho que conocerte me ha facilitado implicarme en toda esta locura, Edouard. Gracias a ti me he lanzado a esta aventura sin dudar, me has ayudado a querer creerme todo esto.

El joven médium no supo qué decir. Bajo la luz tenue de las farolas, Mathieu percibió en su rostro un leve rubor.

—Si me hubieras conocido hace tan solo unos días —añadió—, te darías cuenta del cambio que he experimentado. Yo mismo no me lo creo, aunque supongo que a Dominique, que es todavía más racional, le pasaría lo mismo —suspiró, admirado de lo rápido que podía cambiar una vida—. Al contrario que tú o tu maestra, nosotros no estamos acostumbrados a... estos fenómenos.

—Me hago a la idea de lo que ha debido de suponer para vosotros.

—Sí. Un verdadero impacto. Incluso me dan ganas de ponerme a avisar a todos los que no creen que haya algo después de la muerte.

Mathieu señalaba a los escasos viandantes que caminaban cerca.

—No te molestes —Edouard adoptó en su semblante un gesto melancólico—. Si no son capaces de ver otros indicios, tampoco te creerán a ti. Vivimos en una época tan superficial...

—Eso está claro. Además, la gente querría saber cómo lo he averiguado, y lo de la Puerta es un secreto que no podemos compartir...

—Eso es fundamental. Por la seguridad de todos.

—Sí.

Los dos volvieron a a quedarse en silencio, incapaces de poner fin a su mutua compañía.

—Debo irme ya —anunció el médium al cabo de unos instantes, con una pincelada de fastidio en su voz—. Hemos llegado a un punto en el que cada día hay que estar al cien por cien, necesitamos dormir bien. No se sabe lo que puede ocurrir.

Mathieu asintió con resignación.

—Gracias por acompañarme.

—Ha sido un placer.

El tono con que Edouard había pronunciado aquellas palabras dejaba pocas dudas sobre su sinceridad, que Mathieu compartió acariciándole la mejilla durante un instante.

—Hasta mañana, Edouard.

El médium aguardó a que el otro entrara en el edificio. A continuación, se volvió hacia la calzada para esperar el próximo taxi.

En ningún momento había descuidado la vigilancia de los alrededores.

* * *

Marcel conducía su coche por las calles de París con semblante ausente. Había tantas cosas en las que pensar...

Esa misma noche le facilitarían información sobre Francesco Girardelli, por quien Daphne, como era lógico, no paraba de preguntar. Pero aquel asunto no era el único que le preocupaba. Estaba también la protección de Pascal frente al asedio de Verger, el enfrentamiento del Viajero con Marc que se avecinaba como algo ineludible en el Más Allá, su cada vez más conflictiva relación con Marguerite Betancourt...

Y luego, los cazarrecompensas contratados por André Verger, que a buen seguro continuaban acechando por las inmediaciones, como demostraba la aparición del tipo que se había suicidado esa noche. ¿Cuántos de aquellos mercenarios quedarían? Tal vez uno, quizá dos. Siendo honesto consigo mismo, deseó que no fueran más. A pesar de que la condición mortal de aquellos sicarios y su ignorancia sobre el terreno que pisaban —Verger no habría podido contarles gran cosa— limitaban mucho su eficacia, Marcel no subestimó la amenaza que representaban.

—Hablando del rey de Roma...

Marcel había susurrado aquellas palabras, frente al volante, al detectar por el espejo retrovisor un vehículo que le resultó familiar. ¿Lo había visto ya hacía un rato? Acostumbrado como estaba a fijarse en esos detalles, retuvo el modelo y el color de aquel coche: un Renault Mégane gris metalizado. A continuación, describió con su automóvil una ruta absurda, un gran rodeo que nadie seguiría y que lo llevó al mismo punto, cerca de Châtelet. Parado ahora ante un semáforo en rojo podría comprobar si, en efecto, aquel coche le estaba siguiendo.

Justo, su conjetura había sido de lo más certera. Tres coches más atrás, distinguió los faros encendidos de un Megane gris. Vaya. Así que ya lo habían descubierto, acababa de perder su invisibilidad.

Seguramente lo habían logrado a través de Marguerite Betancourt. Ella había sorprendido a un sicario en plena faena —¿quién podía descartar que no hubiese otro cerca en ese instante?—, y la detective lo había interceptado cancelando su misión. Marcel supuso que ahora vigilarían a su amiga, por lo que, al encontrarse con ella aquella noche, él había quedado expuesto, pasando a engrosar la lista de individuos potencialmente útiles para los cazadores enviados por Verger. Al menos aquella hipotética explicación mantenía a salvo el palacio.

Por eso la primera medida que tomó el forense una vez confirmado que le seguían fue no acudir allí, preservar el secreto del emplazamiento de la Puerta Oscura. En el peor de los casos, él constituía un elemento prescindible. Como Guardián de la Puerta había sido adiestrado en la convicción de que, si la situación lo requería, debía entregar la vida en el ejercicio de su sagrado cometido.

Lo trascendente era el umbral que conducía al Más Allá.

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