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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (33 page)

BOOK: El mal
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Quizá algún chico con la mano demasiado larga aprovechaba algún momento fuera del horario de clases, como aquel, para intentar forzar taquillas ajenas y llevarse lo que hubiera.

Había formas más honestas de ganar dinero.

La señora Renard decidió que debía comprobar qué había originado ese ruido. El sonido parecía proceder del corredor donde estaban las aulas de
Seconde.
Sophie dejó apoyada la fregona en la pared y se dirigió hacia allí procurando no hacer ruido.

Si algún crío estaba haciendo de las suyas, lo iba a pillar in fraganti. Así aprendería.

Salvó el recodo que le impedía controlar la zona que le interesaba, y ante su vista, estrechando un poco el espacio de paso, quedaron las taquillas numeradas junto a cada una de las puertas de las clases, viejas planchas de cristal traslúcido enmarcadas en madera. No se veía a nadie.

Sophie avanzó unos pasos y comprobó que las taquillas estaban intactas. Ya se disponía a marcharse cuando se dio cuenta, casi de refilón, de que una de ellas, correspondiente a las del segundo grupo, no estaba cerrada del todo. Se aproximó hasta allí. En efecto, la tapa había sido empujada hasta la cerradura, pero no la habían bloqueado. Era la número 1410.

En su interior, salvo libros y papeles, no había nada de valor. Al menos en ese momento. Tal vez hacía un rato...

La señora Renard dudó. ¿No estaba siendo demasiado mal pensada? A lo mejor, como los chavales salían despavoridos cuando sonaba el timbre, alguno se había dejado la taquilla abierta.

Eso habría pensado hasta hacía poco. Pero los recientes robos... Nada asustaba más a los jóvenes que la posibilidad de que alguien les arrebatase su móvil o su aparato de música.

Se imaginó que descubría al ladrón y las felicitaciones del director del centro. Le gustó aquella imagen, así que tomó la determinación de echar una última ojeada. A fin de cuentas, no le costaba nada.

Sophie se giró, dando la espalda a las taquillas, para contemplar el pasillo desierto. Si algún chico se acababa de llevar algo de allí, tenía por fuerza que estar todavía en el
lycée.
Para llegar a la salida se hubiera cruzado con ella, y eso no había ocurrido. Pero, entonces, si el ladrón permanecía cerca, ¿dónde podía haberse escondido? Porque las aulas se cerraban con llave...

La señora Renard movió la cabeza hacia los lados. ¿Y si olvidaba el asunto y se iba a cambiar? Además, ¿cómo iba a estar un chico escondido? Le pareció excesivo y ya era suficientemente tarde. Hora de volver a casa.

No obstante, el recuerdo de los últimos robos volvió despertar en ella la inquietud investigadora y decidió comprobar, al menos, que todas las puertas de las clases continuaban cerradas.

Sobre todo porque no se le ocurría otra posibilidad de ocultarse en esa zona del edificio. Ni siquiera los baños de alumnos quedaban cerca.

Un nuevo ruido —muy breve— llegó hasta ella, que alzó la cabeza más sorprendida que antes, paralizada ante una de las aulas.

¿Había sido un pupitre lo que acababa de escuchar? ¿Dónde? ¿El fugaz movimiento de un pupitre resbalando contra el suelo?

Había sido muy leve, muy rápido. Pero suficiente para constatar —ahora sí— que por allí había alguien. Alguien que acababa de empujar de forma accidental una mesa.

Por primera vez, Sophie se sintió intranquila. Cayó en la cuenta de lo sola que se encontraba en aquel momento.

* * *

Pascal, manteniendo una actitud lo más neutra posible, acababa de terminar el relato de su viaje al Más Allá. A pesar de no haber mencionado el episodio con Beatrice, todos percibieron en él un sutil malestar. Y es que no había encontrado a la chica, no había logrado pedirle disculpas antes de que, concluido el plazo acordado, hubiera tenido que regresar a su mundo. Los otros muertos ya le advirtieron que resultaba imposible alcanzar a un espíritu errante que se precipitaba por los senderos de luz.

—Ella volverá —había aventurado el capitán Mayer—. Solo necesita algo de tiempo, no te preocupes. En cuanto aparezca, le diremos que estuviste buscándola. Todo se solucionará. Ten paciencia.

Paciencia. Se decía fácil, cuando en su interior Pascal continuaba experimentando hacia ella un cúmulo de sensaciones poderosas que, paradójicamente, habían ganado en virulencia con aquel desastroso final que había protagonizado en la Tierra de la Espera. ¿Cómo era posible que ahora, tras ese desenlace nefasto, hubiera aumentado su necesidad de Beatrice?

Pascal miró a Michelle buscando en ella un refugio que le permitiera desembarazarse de la culpabilidad. Atender a sus facciones hermosas bajo aquel pelo rubio que siempre olía tan bien le devolvió algo de templanza. Ella captó su petición sutil de ayuda, de apoyo. Y, levantándose, llegó hasta él y lo abrazó. Él respondió al gesto, agradecido, recuperando una necesidad de ella que la sombra de Beatrice no había logrado anular.

Pascal no había vuelto igual, no. Algunos, con cierta ingenuidad, lo achacaron a la fatiga o a la tensión que suponía una vivencia de aquel tipo. Michelle, por su parte, estaba demasiado contenta por volver a ver a Pascal sano y salvo como para analizar con detenimiento el estado de su amigo. Es cierto que le había percibido distinto, preocupado; pero le pareció lógico, dadas las circunstancias.

Mathieu, sintiéndose en un sueño del que no estaba seguro de querer despertar, todavía alucinaba con la imagen de Pascal saliendo de un arcón que hacía poco él mismo había comprobado que estaba vacío. Ahora sí, de modo definitivo, estaba con sus amigos; y, por supuesto, con aquel atractivo médium que acababa de conocer. Le debía unas disculpas a Pascal por mostrarse tan reacio a creer su historia, aunque no le cupo duda de que él no se lo habría tomado a mal.

El Viajero concluyó:

—Todos coinciden en afirmar que Marc debe de estar oculto en el nivel de los fantasmas hogareños, al que es posible acceder desde la Tierra de la Espera. Pero ningún muerto puede acompañarme hasta allí —añadió con cierta contrariedad—. Por lo visto, los espíritus que permanecen anclados en nuestro mundo deben hacerlo en soledad hasta que se resuelva lo que los retiene aquí.

—¿Entonces? —preguntó Marcel, frunciendo el ceño.

—Un espíritu errante me conducirá hasta el acceso —su voz le traicionó por un momento, quebrándose; se negó a imaginar que fuese otra alma y no Beatrice quien le tendiese la mano para llevarle hasta aquel lugar—. Una vez allí, tendré que avanzar solo —se encogió de hombros ante los rostros poco convencidos de todos—. Es lo que hay.

—¿Es necesario que Pascal acuda a ese lugar aislado para anular la influencia del ente? —cuestionó Dominique, molesto por la imposibilidad de ayudarle desde el mundo de los vivos si se lanzaba a aquel nuevo rumbo.

La Vieja Daphne suspiró.

—Me temo que sí. Desde aquí poco podemos hacer, salvo protegernos. Y eso no basta —se interrumpió—. Pascal tiene que expulsarlo de su refugio, solo así los servidores de las tinieblas podrán llevarlo al lugar que le corresponde como condenado. Y eso requiere que el Viajero acuda hasta él. Cuanto antes.

—La defensa nunca es resolutiva —apoyó Marcel—, solo permite ganar tiempo. Nada más. Tiempo del que también dispone el Mal para reaccionar.

—Al menos mientras viaja, Pascal quedará fuera del alcance de Verger —planteó Edouard en voz alta.

El grupo recordó las maniobras del hechicero. Lo que había observado Edouard tenía sentido: la ventaja de mantener varios frentes abiertos era que una misma iniciativa podía acarrear efectos positivos no contemplados. Aunque todos habrían preferido a Verger como adversario y el mundo de los vivos como escenario del conflicto.

El Viajero se quedó pensativo ante esa nueva perspectiva que arrojaba algo de luz en su camino. No obstante, el recuerdo de los ataques paranormales que había sufrido, y para los que continuaban sin hallar una explicación sólida, le hicieron recelar de lo que iba a encontrarse en el Más Allá.

—Será difícil pillar a Marc desprevenido, de todos modos.

Daphne afirmó con la cabeza, rotunda.

—No olvides que se trata de una criatura maligna —advirtió—, jamás te fíes. Cumplir con tu misión te obligará a atentar contra él, a amenazar su supervivencia en la Tierra de la Espera.

—Lo que despertará su instinto —concluyó el Guardián con profunda gravedad—. En cuanto advierta tu presencia, irá por ti. Es como atacar a un animal salvaje en su propia madriguera. Una vez te detecte, no tendrá compasión.

Marcel podía haber dicho aquello de un modo menos amenazante, pero prefería asustar a Pascal. Debía ponerle en guardia, no cabía el maquillaje cuando había vidas en juego.

Pascal había asentido mientras tragaba saliva. Qué poco había durado la esperanza de un camino menos abrupto para sus próximos pasos. Al menos le había quedado clara la importancia de aprovechar al máximo el factor sorpresa una vez llegase hasta el nivel de los fantasmas hogareños.

Todos le observaban en silencio, procurando camuflar una compasión sincera que nacía de la relación de amistad que los unía a él y de su consciencia de la inevitable soledad con la que Pascal se vería obligado de nuevo a ejercer su condición. Nadie de los allí reunidos habría dudado de haber sido posible acompañarle en aquel último desafío.

—Pensaba que, tras la cuarentena, mi retorno como Viajero sería más... progresivo —se quejó Pascal, a media voz—. Pero está claro que me equivocaba.

Los Viajeros siempre han luchado en primera línea
.

—Me gustaría poder decirte que controlamos los acontecimientos, Pascal —respondió Daphne, apesadumbrada—. No es así. Los poetas románticos aludían a la vida como un mar proceloso. Nosotros nos limitamos a luchar para mantenernos a flote. A mí nada me hubiera gustado más que poder acompañarte con tranquilidad en tu proceso de interiorización como Viajero, igual que he hecho con Edouard en su preparación como médium. Pero las circunstancias no lo han permitido.

Marcel Laville se levantó de su sillón y señaló al chico:

—Hay algo más que no debes olvidar en ningún momento —advirtió, con el dedo índice apuntándole—: la condición de Viajero entraña, en realidad, una naturaleza de servicio. Estás, eres, para ayudar a los demás.

* * *

Sophie se planteó avisar al director, pero si al final resultaba ser un simple alumno, habría quedado como una estúpida. Así que decidió continuar. ¿Quién podía haberse metido en un instituto? Desde luego, los verdaderos malhechores tenían cosas mejores que hacer.

Encendió todas las luces del corredor, aunque el resplandor resultante no era suficiente para iluminar el interior de las clases a través del cristal velado de sus puertas.

Confirmó enseguida que la puerta de la primera aula estaba cerrada, aunque eso no le supuso ningún avance. A fin de cuentas, el último ruido que había escuchado ya había hecho que descartase esa clase como escondite del presunto ladrón.

Quedaban otras tres. Sophie se aproximó a la segunda y, sin lograr controlar su nerviosismo, extendió la mano hasta el picaporte y la dejó allí, paralizada en el aire, a pocos centímetros de la pieza metálica.

Las dudas, la inquietud, la atenazaban a bandazos, ralentizando sus movimientos.

Ahora el silencio era completo, casi la angustiaba la idea de romperlo con un inoportuno chirrido al girar el pomo. Se le ocurrió que así, provocando aquel sonido, ella misma orientaba al desconocido que se había colado en el centro. Al fin superó aquella paranoia y, atrapando el picaporte, comprobó que aquella clase también estaba cerrada.

Faltaban dos.

Nunca había deseado tanto equivocarse.

Caminando con extremo cuidado, llegó hasta la clase contigua, se situó frente a su puerta y se dispuso a llevar a cabo la misma comprobación, procurando atenuar al máximo el ruido.

Otra oleada de miedo la invadió entonces. Pasillo iluminado, interior del aula a oscuras, la puerta de cristal traslúcido ante ella. Desde dentro se dio cuenta de que ofrecía ahora mismo una silueta perfecta, recortada contra la luz.

Sintió un escalofrío al imaginarse espiada desde la penumbra. Tuvo que repetirse que aquella situación no formaba parte del guión de una película de terror, y con esa convicción se lanzó a abrir la puerta de la clase.

Cerrada.

Nuevo suspiro, tan profundo que parecía extraer aire de sus entrañas más recónditas.

Una. Quedaba un aula.

Sophie había ganado algo de entereza gracias al resultado tranquilizador de sus tres primeras comprobaciones.

Dio unos pasos más y se situó ante la cuarta puerta, aunque en esta ocasión tuvo la precaución de mantenerse algo ladeada para no ofrecer un blanco tan fácil a quien pudiera estar dentro.

Alargó el brazo, abrió su mano, acarició el picaporte, retardando el instante en que —rogaba por ello con el corazón bombeándole a toda velocidad— confirmaría que el aula estaba cerrada.

Giró su mano. Y el pomo, materializando en esta ocasión la peor alternativa, giró con ella.

La clase estaba abierta.

¿Un despiste de la compañera que la había limpiado un rato antes?

Sophie maldijo en silencio. Todavía no se había atrevido a empujar la puerta, continuaba con la mano agarrada al picaporte. Volvió la cabeza hacia el recodo del pasillo por el que había venido, el punto a partir del cual, en dirección contraria, comenzaba el camino que conducía hasta la tranquilizadora zona de los despachos, donde permanecía trabajando su jefe.

El ominoso recuerdo del crimen de Delaveau tomó forma en su memoria, lo que no ayudó a tranquilizarla. Pero aquel caso se había resuelto con la muerte del asesino...

¿Continuaba o no? Se lo planteó una vez más, la última.

Estaba a punto de entrar en una clase donde podía haber un ladrón escondido, tenía que pensar muy bien su próximo paso.

Una idea le dio fuerzas: se trataba de un ladrón de taquillas de adolescentes, por Dios. ¿Acaso aquel era un perfil que podía asustarla? ¿Acaso no daban más miedo algunos de los chavales que estaban allí matriculados?

Sophie Renard abrió la puerta de golpe y se lanzó hacia los interruptores para iluminar el aula.

De pronto, cayó en la cuenta de que aquel movimiento era demasiado previsible. Tarde. Una mano enguantada se cerraba sobre su boca y la empujaba hacia atrás. No pudo gritar. El pánico se adueñó de su cuerpo, inmovilizándola de forma más eficaz incluso que su agresor, y la convirtió en la más propicia de las víctimas.

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