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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (27 page)

BOOK: El mal
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El problema para Mathieu era vislumbrar a qué respondía el interés que mostraba Edouard hacia él. Pero ya lo averiguaría...

—Aguardaremos juntos tu retorno —continuaba la bruja—. Y yo estaré preparada para iniciar un trance como médium, por si necesitas ponerte en contacto con nosotros. Edouard también tiene la capacidad de recibirte.

Todos se volvieron hacia el joven, que tuvo el tiempo justo para desviar los ojos de Mathieu.

—Contad conmigo para lo que necesitéis —se ofreció, solícito.

—Ante cualquier duda, retrocede y vuelve —se apresuró a recomendar Marcel a Pascal—. ¿Conservas la medalla que te dio Daphne?

El forense se refería al amuleto que se enfriaba con la proximidad del Mal, y que Pascal llevaba siempre colgado del cuello.

—Sí, nunca me separo de ella —la mostró, y todos pudieron observar la pieza de plata con la imagen grabada del sol; Edouard llevaba una idéntica, también facilitada por la vidente—. ¿Existe riesgo de que me encuentre con Marc? —eso sí preocupaba a Pascal.

—En principio, no —señaló Marcel, volviendo a su asiento—. Te vas a mover por zonas transitadas, algo que un prófugo evita siempre. La sombra de los centinelas asustará a Marc, no se la jugará. Y más vale que sea así.

Pascal asintió.

—Si no te apartas de los senderos brillantes y te limitas a acudir al cementerio de Montparnasse, no te cruzarás con él —advirtió la vidente—. En el peor de los casos, recuerda que ese demonio tampoco puede pisar los caminos luminosos ni acceder al recinto sagrado de los cementerios.

—Bueno es saberlo —reconoció el Viajero, suspirando. Conforme se aproximaba el momento de introducirse en la Puerta Oscura, le iba invadiendo un comprensible pánico. Los astronautas debían de sentir lo mismo cuando escuchaban el ya imparable ritmo de la cuenta atrás para el despegue. En el fondo, era entonces cuando se daban cuenta de que ya no era posible arrepentirse.

Mathieu, procurando responder a los dos frentes que se abrían ante él, la Puerta Oscura y la muda figura de Edouard, continuaba dando vueltas a su memoria. ¿De qué podía conocer a aquel tío? De natación, tampoco. ¿Del
ambiente?
¿Saldría Edouard por garitos de homosexuales? Mathieu empezó a plantearse aquella alternativa, muy tentadora, que ganaba enteros conforme iba descartando otros ámbitos sociales en los que se movía.

—¿Llevas tu instrumental? —quiso cerciorarse Marcel.

Pascal hizo un gesto afirmativo con la cabeza, antes de enumerar aquellos objetos excepcionales que se habían convertido en su equipaje como Viajero:

—La daga capaz de dañar carne muerta —la mostró, oculta bajo el pantalón que, por encima de la cintura, dejaba ver la empuñadura tapada por el jersey—, la piedra transparente que orienta en oscuridades eternas —acababa de abrir su mochila para enseñar aquel desconocido mineral a todos— y el brazalete que ahoga los latidos del corazón.

También lo exhibió, recordando la valiosa ayuda que aquel utensilio le había prestado durante el ataque sufrido en su habitación. Mientras volvía a guardarlo todo, rememoró a su vez el energético contacto de la empuñadura de la daga, se dio cuenta de que ansiaba volver a sentir aquel calor ascendiendo por sus venas, una sensación reconfortante ahora que se disponía a emprender un nuevo viaje.

Mathieu había escuchado aquella enumeración de elementos de propiedades imposibles, decidido a simular la misma convicción que, extrañamente, mantenían los demás, a pesar de que su credulidad volvía a tambalearse. No lograba entender cómo un tipo que parecía tan cabal como Marcel Laville se prestaba a aquel espectáculo con tal naturalidad.

Dentro de su insuperable escepticismo, Mathieu prefirió dedicarse, de nuevo, a algo mucho más terrenal: Edouard. ¿Por qué aquel chico, que sí atendía muy en serio a lo que se estaba hablando, le seguía devolviendo de vez en cuando las miradas? Eso le desconcertaba, sobre todo ahora que empezaba a plantearse la sugestiva probabilidad de que Edouard fuese gay. Al menos, gracias a él, aquella reunión estaba adquiriendo tintes todavía más prometedores de lo que había supuesto...

Mathieu pensó con una media sonrisa que, a su modo, la filosofía hedonista de Dominique lo había contaminado; y es que la mera proximidad de un tío guapo parecía eclipsar para él todo aquel ambiente mágico, mucho más espectacular, que se estaba desplegando.

«La carne es débil», se dijo. Y supo que, ahora sí, acababa de homenajear al inefable Dominique.

* * *

Verger, apoyado en el escritorio de su despacho, tiró al suelo con furia una tarjeta idéntica a la que le había dado a Pascal el día anterior. Hacía rato que el plazo que había ofrecido al chico para responder a su oferta había terminado y, tal como el ejecutivo se había aventurado a predecir, no había obtenido ninguna contestación. Aunque lamentaba no haber podido enviar a Cotin —que continuaba en paradero desconocido— para el ultimátum, daba por hecho que aquella maniobra no habría cambiado nada.

«El lo ha querido, entonces. Seguiremos el cauce más doloroso. Ya tendrá ese crío ocasión de arrepentirse...», pensó.

No le hacía ninguna gracia verse obligado a comunicar aquellas novedades al ente. Al menos acompañaría la notificación de aquel primer fracaso con una alternativa: los cazarrecompensas. Verger solo necesitaba algo más de tiempo, así se lo manifestaría al ente. Si le otorgaba algo más de plazo, le serviría al Viajero en bandeja.

André Verger ansiaba complacer a aquel ser de ultratumba que había acudido a él desde el Más Allá, por su propia supervivencia y por las ilimitadas posibilidades que la criatura le había prometido si le conseguía al Viajero.

Poder. El poder era lo que más ambicionaba Verger. Y aquel ser de la oscuridad podía ofrecérselo.

Pero para ello tenía que hacerse con el Viajero.

* * *

El teléfono que descansaba sobre la mesa de trabajo de Jacques, un policía de menor rango que Marguerite, comenzó a sonar interrumpiendo la conversación que mantenía la detective con su compañero, algo más lejos. Otros teléfonos y distintos timbres se dejaban oír también en las proximidades, emitiendo sus estridencias desde diferentes rincones de aquel amplio espacio donde se encontraban en aquel momento más de treinta personas, un hormiguero de siluetas que no paraba de moverse, de cruzarse a ritmo frenético.

Marguerite y Jacques permanecían de pie en medio de uno de los artificiales pasillos que se generaban allí por el encaje de múltiples mamparas que separaban los reducidos espacios donde trabajaba cada agente, pequeños despachos improvisados, prefabricados, que contaban con su mesa, su ordenador, un teléfono y la consabida escasa privacidad. El núcleo operativo de la comisaría.

El teléfono continuaba sonando.

—Ve a cogerlo —indicó Marguerite a su compañero—. Te espero.

Al cabo de unos minutos, Jacques volvió hasta donde aguardaba la detective, con un papel en la mano en el que acababa de tomar algunas notas.

—Me tengo que ir, Marguerite.

—Ya te han pringado. ¿Qué ocurre?

Jacques se encogió de hombros.

—Un domicilio particular. Por lo visto, un tipo ha llegado a casa de viaje esta tarde y ha visto la puerta de su vecino entornada, la cerradura estaba forzada. No ha querido entrar, nos ha llamado directamente.

—Bien hecho. ¿Robo con allanamiento de morada?

—Peor. Han descubierto dentro del piso el cadáver del propietario, un tal... —consultó sus notas— Pierre Cotin. Presenta señales de estrangulamiento.

Marguerite asintió.

—Vaya, la cosa parece interesante.

—Pues sí. Ya te contaré.

—Antes de que te vayas, Jacques. ¿Se sabe algo de Lebobitz?

En principio ella tendría que ser la primera en enterarse de las novedades al respecto, pero asumía que con su superior el cauce era otro.

—Los trámites han ido más lentos de lo que el comisario pretendía —comunicó Jacques—, cosas del juez. No se ha podido liberar todavía a tu hombre. Creo que lo sueltan mañana.

—¿Mañana? De acuerdo, gracias. ¡Y buena caza!

CAPITULO 23

Pascal —vestido con sus vaqueros caídos y un jersey, mochila a la espalda— ya se había introducido en el arcón, con movimientos lentos que atestiguaban la gravedad que concedía a aquellos preludios. Sus ojos grises lo contemplaban todo de tal modo que por un momento pareció que imploraban una vuelta atrás. El baúl había sido vaciado de las ropas de Lena, la bisabuela de Jules, y ahora se ofrecía al Viajero en toda su mohosa capacidad, que él sabía que se haría mucho mayor dentro de unos minutos, cuando cruzase de dimensión. Por fin iba a viajar; su corazón empezaba a desbocarse, emoción y miedo se mezclaban en una aleación arrasadora.

Los demás permanecían en silencio observando la Puerta Oscura con gesto reverencial y percibiendo a su alrededor un nítido flujo de energía de poder inmenso. La misma Puerta daba la impresión de presentir la cercanía del Viajero y condensaba su fuerza, al modo de una montura que percibe la proximidad del auriga y se mueve, inquieta, impaciente por sentirse espoleada.

Había llegado el momento. Incluso Mathieu se había contagiado de aquella solemnidad y olvidado por un momento la presencia de Edouard. El joven médium, muy cerca de él, experimentaba por su parte un envolvente estremecimiento, próximo al éxtasis, al encontrarse a tan escasa distancia de un monumento tan esencial como aquel, que veía por primera vez, y sentía sus propias capacidades intensificarse con un hormigueo bajo la piel. Miró agradecido a su maestra, que le devolvió un gesto cómplice; ella también se emocionaba con cada ocasión en la que se enfrentaba a aquella realidad abrumadora, que de alguna manera confirmaba el sentido de sus vidas como médiums.

¿Podía concebirse algo más poderoso que un instrumento que despojaba a la Muerte de su apariencia final?

«La muerte es definitiva en sí misma», había defendido Daphne en alguna ocasión. «Pero eso no significa que el camino no continúe tras ella».

Estaban haciendo historia.

Marcel había colocado aquel umbral sagrado en un remoto sótano del palacio, al que los había conducido —todos en fila india— tras la reunión previa en el vestíbulo, sin emitir ni una sola palabra. Aquel silencio todavía había impregnado de mayor ceremonia el inminente encuentro con la Puerta Oscura. Solo se respiraba expectación en aquella atmósfera encerrada bajo bóvedas de piedra, con el sonido de fondo del aliento entrecortado de la Vieja Daphne.

Se trataba de una estancia rectangular colonizada por telarañas espesas como tapices, amplia y vacía, rodeada de cimientos de piedra y libre de puntos vulnerables como podía serlo una ventana. Varias antorchas ancladas en las paredes iluminaban aquel espacio lóbrego tiñéndolo de sinuosos reflejos anaranjados. Solo se podía llegar hasta allí siguiendo unas intrincadas escaleras —la silla de ruedas de Dominique estuvo a punto de no superar un par de recodos— que partían, a su vez, de un corredor secreto al que se accedía a través de una trampilla oculta bajo una gruesa alfombra que el forense había apartado con cuidado al llegar a un salón mucho más reducido que el vestíbulo donde habían permanecido reunidos.

Una vez en ese sótano, más de uno se preguntó cómo había logrado el Guardián hacer llegar hasta aquel recóndito enclave un mueble del tamaño de la Puerta Oscura, pero nadie osó indagar. Ese palacio ocultaba muchos secretos y, aunque no se habían producido advertencias previas, en todos surgió la convicción de que, en aquel entorno opaco, hacer preguntas constituía el modo más rápido de equivocarse.

Jules y Michelle, a pesar de las circunstancias, disfrutaron de cada paso a lo largo de aquel camino entre sombras. ¿Cómo podía existir un escenario así en París? A su alrededor se extendía un lúgubre paisaje de calabozo, de mazmorra. Para ellos, una auténtica maravilla.

Todos se mostraban aún impactados, medio hipnotizados por los efluvios invisibles que parecían emanar de la Puerta Oscura. Y cada uno se dejaba embargar por sus propias sensaciones.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Daphne a Pascal una vez más.

—Sí.

—Recuerda: dispones de siete horas allí. No te retrases ni un minuto, o convertirás nuestra espera en un infierno —aquella imagen no era demasiado ocurrente—. En cualquier momento podrás ponerte en contacto con nosotros, tú sabes cómo hacerlo.

—Claro —la voz del Viajero oscilaba un poco, sin hallar la firmeza adecuada que requería la situación. Confió en que todo lo aprendido durante su último viaje no se le hubiese olvidado. De momento ya tenía que hacer verdaderos esfuerzos para recuperar su convicción como Viajero, que se iba diluyendo conforme se precipitaba el instante decisivo.

Por fortuna, bajo el resplandor que dominaba la atmósfera de aquel sótano, nadie pudo apreciar la palidez que mostraba el rostro de Pascal. Sintió no poder engañarse a sí mismo, no poder ocultarse sus miedos de un modo similar a como estaba ocurriendo con los demás.

—¿Tienes claro tu cometido en este primer viaje? —comprobó Marcel muy serio.

—Comunicar los movimientos del ente demoníaco a los muertos que aguardan en la Tierra de la Espera —respondió Pascal—. Y buscar información sobre las próximas maniobras de esa criatura.

El Viajero dedicó a Mathieu una mirada muy significativa, retadora, que advertía a su amigo de que muy pronto iba a poder comprobar la naturaleza especial de aquel enorme baúl. A continuación, enfocó con sus pupilas a Michelle, antes de sentarse dentro de la Puerta para permitir que cerraran el arcón.

Michelle se acercó hasta el borde del mueble. Se puso de puntillas y, alargando un brazo por encima del baúl, acarició a Pascal en la mejilla. Hubiera querido besarle. De repente, ya no le importaba lo que los demás pudieran deducir. Pascal tampoco quiso pensar; se irguió todo lo que pudo y se asomó sobre el arcón, para juntar sus labios a los de ella brevemente. El Viajero necesitaba también de ese calor en su corazón antes de emprender el tránsito al Más Allá.

Dominique prefirió mirar hacia otro lado, sintiendo cómo una vieja herida, que creía cicatrizada, volvía a abrirse. «No es para mí», se increpó dolorido como tantas otras veces. «No es para mí».

Pascal ya estaba listo. Nadie podía garantizar su retorno; lo peor de aquellos viajes era que cualquiera podía ser el último, sobre Pascal siempre acechaba la turbia amenaza de que sucumbiese a las incógnitas de la oscuridad. Solo algunos de los allí reunidos, conscientes de lo que el chico ponía en juego, podían entender la intensidad con la que Pascal se fijó en todos antes de despedirse, como muy pocos habrían adivinado que era a sus padres a quienes dedicaba sus últimos instantes de luz antes de iniciar la marcha.

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