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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

El Mago De La Serpiente (55 page)

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Haplo expuso su idea en términos muy parecidos a como lo había hecho ante los mensch.

—El agua anulará su magia y los hará presa fácil de los mensch...

—...que entonces podrán atacar y matarlos sin problemas. Apruebo el plan. —La serpiente dragón movió la cabeza en un perezoso gesto de asentimiento. Varias de sus vecinas abrieron los ojos y expresaron su acuerdo con un soñoliento parpadeo.

—No. Los mensch no harán ninguna matanza. Yo pensaba más bien en una rendición... total e incondicional. No quiero que los sartán mueran ahora. Me propongo llevar a Samah y quizás a alguno más a presencia de mi señor para interrogarlos. Y sería muy conveniente que, cuando lleguen allí, aún estén lo bastante vivos como para contestar... —añadió el patryn irónicamente.

Los ojos rasgados se cerraron hasta quedar reducidos a dos rendijas amenazadoras. Haplo se puso en tensión, muy atento.

No obstante, la voz del rey de las serpientes sonó casi jocosa.

—¿Y qué harán los mensch con esos sartán empapados?

—Cuando las aguas se hayan retirado y los sartán vuelvan a estar secos, los mensch ya se habrán instalado en Surunan. Los sartán van a tener trabajo para expulsar a varios miles de humanos, elfos y enanos que ya estarán asentados en sus tierras. Y, por supuesto, con vuestra colaboración, rey de las serpientes, los mensch siempre podrán amenazar con abrir las compuertas marinas e inundar de nuevo la ciudad.

—Tengo curiosidad por saber qué te ha llevado a presentar este nuevo plan, en lugar del que tú mismo trazaste. ¿Qué has encontrado de malo en forzar a los mensch a una guerra abierta?

La voz siseante del reptil era fría; su tono, letal. Haplo no entendía a qué se debía aquello.

—Los mensch no saben luchar —explicó—. No han librado una guerra desde quién sabe cuándo. Bueno, los humanos libran escaramuzas esporádicamente, pero pocas veces sale alguien malparado. Los sartán, incluso privados de su magia, podrían causar muchas bajas. Creo que la otra idea es mejor, eso es todo.

La serpiente dragón levantó ligeramente la cabeza, deslizó su cuerpo sobre el cojín que formaban sus súbditos y reptó por el piso de la cueva hacia Haplo. El patryn no se movió de donde estaba y mantuvo la mirada fija en los ojos encendidos de la criatura. El instinto le decía que ceder al miedo, dar media vuelta y salir huyendo, significaría su muerte segura. Sólo tenía una alternativa: hacer frente a todo aquello e intentar descubrir cuáles eran los verdaderos propósitos de las serpientes.

La cabeza plana y desdentada se detuvo frente a él, a la distancia de un brazo.

—¿Desde cuándo un patryn se preocupa de cómo viven los mensch... o de cómo mueren?

Un escalofrío recorrió a Haplo desde lo más profundo de su ser, encogiéndole las entrañas. Abrió la boca y se dispuso a contestar...

—¡Espera! —siseó la serpiente dragón—. ¿Qué tenemos aquí?

Una forma empezó a materializarse en el aire rancio de la cueva. La figura fluctuó y osciló en el aire, casi se hizo sólida y volvió a difuminarse, vacilante bien en su magia o en su decisión, o tal vez en ambas.

La serpiente dragón observó la escena con interés, aunque Haplo advirtió que retrocedía, acercándose al ovillo que formaban sus congéneres.

Lo que el patryn distinguía de la trémula figura le bastó para reconocer de quién se trataba. Era la única persona cuya presencia no necesitaba. ¿Qué estaba haciendo allí? Tal vez era una trampa. Tal vez lo enviaba Samah.

Alfred terminó de materializarse en la caverna, dirigió una vaga mirada a su alrededor, parpadeó repetidamente en la oscuridad y descubrió a Haplo.

—¡Cuánto me alegro de encontrarte! —exclamó con un suspiro de alivio—. ¡No te imaginas lo difícil que resulta este hechizo...!

—¿Qué quieres? —preguntó Haplo, tenso e irritado.

—Vengo a devolverte el perro —respondió Alfred animadamente, al tiempo que movía la mano hacia el animal que acababa de aparecer detrás de él.

—Si hubiera querido recuperarlo, que no es el caso, ya habría ido en su busca...

El perro, más rápido que Alfred en hacerse cargo de la situación, descubrió la presencia de las serpientes dragón y empezó a lanzar unos ladridos furiosos, frenéticos.

Alfred se dio cuenta por fin de dónde lo había llevado su magia. Todas las serpientes dragón estaban ahora completamente despiertas y las vio contorsionarse y deshacer con escurridiza rapidez el enmarañado ovillo que formaban momentos antes.

—¡Oh, por el bendito...! —balbuceó Alfred, y cayó al suelo como un fardo.

El rey de las serpientes dragón abalanzó su cabeza sobre el perro con la rapidez de un dardo. Haplo saltó por encima del cuerpo sin sentido de Alfred y agarró al animal por el pelaje del cuello.

—¡Perro, calla! —ordenó.

El perro lanzó un gañido y miró a Haplo con aire lastimero, como si no estuviera seguro de qué bienvenida darle. La serpiente dragón se retiró.

El patryn señaló a Alfred con un gesto del pulgar.

—Ve con él —dijo al animal—. Cuida de tu amigo.

El perro obedeció, no sin antes dirigir una mirada amenazadora a las serpientes dragón para advertirles que se mantuvieran a distancia. Después, se acercó a Alfred y empezó a lamerle el rostro.

—¿Es tuya esa molesta criatura? —preguntó la serpiente dragón.

—Lo fue, Regio —respondió Haplo—, pero ahora es de ése.

—¿De veras? —Los ojos de la serpiente lanzaron un destello de cólera, pero pronto se calmaron—. Pues aún parece tenerte apego.

—¡Olvídate del condenado perro! —exclamó el patryn, con la impaciencia que le provocaba el miedo—. Estábamos discutiendo mi plan. ¿Querrás...?

—No trataremos nada en presencia del sartán —lo interrumpió la serpiente dragón.

—¿Te refieres a Alfred? ¡Pero si está inconsciente!

—Es una persona muy peligrosa —insistió la criatura con su voz siseante.

—Sí, claro —repuso Haplo mientras contemplaba al sartán tendido en el suelo como un bulto informe. El perro le estaba lamiendo la calva.

—Y parece conocerte muy bien.

Haplo notó un hormigueo de peligro en la piel. ¡Maldito fuera aquel estúpido sartán! Debería haberlo matado cuando había tenido la ocasión. La siguiente oportunidad que tuviera, lo haría sin dudarlo...

—Mátalo ahora —dijo la serpiente dragón. Haplo, tenso, dirigió una torva mirada a las enormes criaturas.

—No —replicó.

—¿Por qué no?

—Porque quizá lo han enviado a espiarme y, si es así, quiero saber por qué, quién se lo ha ordenado y qué pensaba hacer. Y tú también deberías enterarte, si tan peligroso lo crees.

—Poco me importa a mí todo eso. Y te aseguro que es peligroso, aunque nosotras podemos cuidar de nosotras mismas. Para quien es un auténtico peligro es para ti. Ese sartán es el Mago de la Serpiente. ¡No lo dejes con vida! Mátalo... ahora.

—Me llamas amo, pero quieres darme órdenes —respondió Haplo sin alterarse—. Sólo un hombre, mi señor, tiene tal poder sobre mí. Quizás algún día mate al sartán, pero ese día llegará cuando yo lo marque, cuando yo decida.

La llama verderrojiza de los ojos de la serpiente dragón resultaba casi cegadora. A Haplo le escocieron los ojos, pero reprimió el impulso de parpadear. Tenía el convencimiento de que, si apartaba la mirada aunque sólo fuera un instante, no vería nada más salvo su propia muerte.

Entonces, de pronto, volvió la oscuridad. Los párpados de la serpiente se cerraron sobre la llama.

—Sólo me preocupo por tu bienestar, amo. Por supuesto que tú sabes mejor lo que conviene. Como dices, tal vez sea preferible interrogarlo. Puedes hacerlo ahora.

—El sartán no hablará si os ve cerca. De hecho, no recobrará el conocimiento mientras sigáis por aquí —añadió Haplo—. Si no te importa, Regio, me lo llevaré fuera...

Con movimientos lentos y decididos, sin apartar la vista de la serpiente dragón, Haplo agarró a Alfred por sus fláccidos brazos y cargó a la espalda el cuerpo exánime del sartán, que no era precisamente liviano.

—Lo llevaré a mi embarcación. Si le sonsaco algo, te lo haré saber.

La serpiente dragón hizo oscilar la cabeza adelante y atrás, lentamente, en un movimiento sinuoso.

«Está decidiendo si me deja ir o no», pensó Haplo. Se preguntó qué haría si la serpiente no se lo permitía, si le ordenaba quedarse. Calculó que podía arrojarles a Alfred y...

La serpiente cerró los párpados y los abrió de nuevo con otra llamarada en los ojos.

—Está bien. Mientras tanto, estudiaremos tu plan.

—Tomaos todo el tiempo que necesitéis —gruñó Haplo, que no tenía la menor intención de volver. Se encaminó a la salida de la caverna.

—Discúlpame, patryn —dijo entonces la serpiente dragón—. Me parece que te olvidas de tu perro.

Haplo no lo había olvidado. Había sido parte de su plan: dejar allí al animal para que fuera sus oídos. Se volvió hacia las serpientes dragón.

Ellas lo sabían.

—Perro, aquí.

Haplo pasó un brazo por debajo de las piernas de Alfred. El sartán quedó colgado de la espalda del patryn, con los brazos balanceándose en una dirección y otra como un muñeco desmañado y grotesco. El perro los siguió al trote, depositando de vez en cuando un lametón de consuelo en la mano del sartán.

Una vez fuera de la caverna, Haplo exhaló un profundo suspiro y se secó el sudor de la frente con una mano. Entonces comprobó con desconcierto que estaba temblando.

Devon, Alake y Grundle alcanzaron la boca del túnel a tiempo de ver a Alfred surgir de la nada. Al abrigo de las sombras, prudentemente ocultos tras varios grandes peñascos, los tres observaron y escucharon.

—¡El perro! —susurró Devon.

Alake le apretó la mano en una muda petición de silencio. La humana se estremeció y se mostró inquieta cuando las serpientes dragón ordenaron a Haplo que matara a Alfred, pero su rostro se iluminó cuando el patryn respondió que lo haría cuando él decidiera.

—Es un truco —cuchicheó a sus compañeros—. Un truco para rescatar a ese sartán. Estoy segura de que Haplo no tiene intención de matarlo, en realidad.

Grundle la miró como si fuera a discutir sus palabras, pero esta vez fue Devon quien asió la mano de la enana y la apretó en gesto de aviso. Con un murmullo, Grundle se sumió de nuevo en el silencio. Haplo dejó la cueva, llevándose con él a Alfred, y las serpientes dragón empezaron a hablar entre ellas.

—Ya habéis visto al perro —dijo su rey, sin abandonar el idioma humano a pesar de dirigirse sólo a sus congéneres.

Los tres jóvenes mensch, acostumbrados a aquellas alturas a oírlos hablar en humano, no se extrañaron en absoluto de tan insólito detalle.

—Y sabéis qué significa el perro —continuó la serpiente dragón con voz cargada de malos presagios.

—¡Yo, no! —susurró Grundle audiblemente. Devon le estrujó la mano otra vez. Las serpientes dragón asintieron a las palabras de su rey.

—Esto es inaceptable —continuó éste—. No nos conviene. Nos hemos relajado y el terror ha remitido. Habíamos confiado en que ese patryn sería nuestra arma perfecta, pero ha demostrado ser débil e incompetente. Y ahora lo encontramos en compañía de un sartán de inmenso poder. ¡De un Mago de la Serpiente cuya vida ha tenido en sus manos y a la cual, sin embargo, no ha puesto fin!

Unos siseos de ira surgieron de la oscuridad. Los tres jóvenes mensch se miraron, perplejos. Todos ellos empezaban a notar un leve temblor en el estómago, un escalofrío que se extendía por su cuerpo... Los efectos de la hierba contra el miedo estaban desapareciendo y Alake no había tenido la previsión de traer más hojas. Los tres se acurrucaron muy juntos en busca de consuelo.

El rey de las serpientes dragón alzó la cabeza y la volvió para abarcar con su mirada a todos los presentes en la caverna. A todos.

—¡Y esta guerra que propone, sin sangre y sin dolor! ¡Habla de «rendición»! —La serpiente pronunció la palabra con un siseo burlón—. El caos es la sangre que nos da vida. La muerte, nuestra comida y nuestra bebida. No. No es la rendición lo que nosotros buscamos. Los sartán están más atemorizados a cada día que pasa. Ahora creen estar solos en este vasto universo que crearon. Su número es escaso; sus enemigos, muchos y poderosos.

»Aun así, el patryn ha tenido una buena idea, y estoy en deuda con él por ello: inundar la ciudad con las aguas del mar. ¿Qué sutil genialidad! Los sartán verán subir el agua y su miedo se convertirá en pánico. Su única esperanza será la huida. Se verán obligados a llevar a cabo lo que hace tanto tiempo tuvieron fuerzas suficientes para resistirse a hacer. ¡Samah abrirá la Puerta de la Muerte!

—¿Y qué hay de los mensch?

—Los confundiremos; los convertiremos de amigos en enemigos. Se matarán entre ellos. Y nosotros nos alimentaremos de su miedo y de su terror y nos haremos más fuertes. Porque necesitaremos todas nuestras fuerzas para entrar en la Puerta de la Muerte.

Alake estaba temblando. Devon le pasó el brazo en torno a los hombros para reconfortarla. Grundle lloraba, pero lo hacía en absoluto silencio, con los labios cerrados con fuerza. Se llevó una mano sucia y temblorosa a la mejilla para enjugar una lágrima.

—¿Y el patryn? —preguntó una de las criaturas—. ¿Ha de morir también?

—No, el patryn vivirá. Recordad que nuestro objetivo es el caos. Una vez que hayamos cruzado la Puerta de la Muerte, haré una visita a ese que se proclama a sí mismo Señor del Nexo. Y me congraciaré con él llevándole como regalo a ese Haplo, un traidor a su propia raza, un patryn que protege a un sartán.

El miedo creció en los tres jóvenes, invadió sus cuerpos como una enfermedad insidiosa. Se notaban febriles y helados a la vez, brazos y piernas les temblaban sin control y tenían el estómago contraído por las arcadas. Alake intentó decir algo pero tenía los músculos faciales rígidos de pánico y los labios no le obedecían.

—Debemos... avisar a Haplo —consiguió articular.

Los
demás asintieron con la cabeza, incapaces de hacerlo de viva voz, pero estaban demasiado asustados para moverse, temerosos de que el menor ruido atrajera sobre ellos la atención de las serpientes dragón.

—Tengo que alcanzar a Haplo —insistió Alake débilmente. Extendió la mano, se agarró a la pared de la caverna y se puso en pie con gran esfuerzo. Respiraba con jadeos superficiales, entrecortados.

Emprendió el regreso, pero la luz que les había mostrado el camino a la ida se había apagado. Un olor terrible, a carne viva putrefacta, casi la hizo vomitar. Le pareció escuchar, muy lejano, un lamento desconsolado; como la voz de una criatura enorme que gemía de dolor.

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