El maestro del Prado (17 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: El maestro del Prado
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—¿Y ya está? —rezongué—. ¿Abdicó porque tenía mala salud?

—No, no. Eso no hubiera sido bastante para el hombre al que Erasmo de Rotterdam bautizó como
el nuevo César
—me atajó divertido—. En realidad, justo antes de tomar su decisión ocurrió lo peor que podía sucederle a alguien acostumbrado a ganarlo todo. ¡Perdió!

Santi bajó la mirada a la mesa en la que acababan de servirnos la merienda y comenzó a desgranarme una pequeña historia. Era como si sólo entornando los ojos y aspirando el aroma del torrefacto mi interlocutor fuera capaz de acceder a una especie de enciclopedia mental de los Austrias. Recordé que Carlos V había traído a Europa desde América el primer café y el chocolate amargo. Tal vez fuera eso. El caso es que según Santi fue hacia 1554, de repente, cuando aquel guerrero culto, testarudo, de energía infinita y admirado por los suyos, empezó a perder todo su brillo. Según algunos historiadores, quizá le deprimió no haber puesto en marcha su plan para acaudillar una última cruzada a Tierra Santa. Una parecida a la que antes habían soñado Colón e Inocencio VIII.
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Aunque otros, en cambio, lo achacaron al empeoramiento de su calidad de vida. O quizá a sus fracasos para detener la expansión de las ideas de Lutero, al que, por cierto, se arrepentía a diario de no haber matado cuando tuvo ocasión. Sea como fuere, cuando tenía alrededor de los cincuenta años comenzó a dar la impresión de que ya nada de aquello le preocupaba. Sólo le obsesionaba cómo iba a ser su tránsito al más allá.

Poco antes, Carlos V había dado otras señales de ese abandono de lo material.

En el invierno de 1548, por ejemplo, después de haber hecho valer su supremacía sobre Soleimán el Magnífico e incluso sobre el papa Clemente VII, al que veinte años atrás había castigado con el célebre
Saco de Roma
, dejó ver en sus escritos cuánto temía que sus actos de guerra hubieran emponzoñado su alma. La sola idea de perder la vida eterna por culpa de sus pecados lo aterraba. Y movido por sus profundas creencias católicas, el 18 de enero de aquel año redactó un testamento en el que consignó de su puño y letra todo lo aprendido, para beneficio personal del futuro Felipe II, «porque de los trabajos pasados se me han recrescido algunas dolencias, y postreramente me he hallado en el peligro de la vida», le escribió. «Y dudando lo que podría acaecer de mí, según la voluntad de Dios, me ha parescido avisaros por ésta de lo que para en tal caso se me ofrece…»
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—Hoy, visto desde la perspectiva que dan los siglos —reflexionó Santi tras impresionarme recitando esas citas de memoria—, resulta fácil deducir que lo tenía todo planeado para morir.

—¿Y no fue una irresponsabilidad dejar el trono a su hijo cuando él aún estaba en plenas facultades mentales?

—No. En absoluto. En el invierno de 1553-1554, el César católico, el hombre que había destinado la mayor parte de las riquezas traídas a Europa por los conquistadores de México y Perú a pagar las guerras contra los protestantes, perdió la esperanza de devolver a Alemania al catolicismo. Cuando aún le dolía la humillante derrota que una coalición francoalemana le había infligido en Innsbruck, su fiel duque de Alba perdió la mitad del ejército imperial en un asedio fallido a la ciudad de Metz.

—¿Y por eso se echó a morir? —objeté sin querer entrar en profundidades bélicas.

Santi se frotó la nariz, cada vez más escamado por mi interés.

—Creo que vas a tener que acompañarme a la habitación para que te enseñe algo que te hará comprenderlo todo.

—¿Qué es?

—Un documento único, de una belleza extraña, casi sobrenatural, como a ti te gusta, y que muestra el sentir de Carlos V en esa etapa. El emperador ordenó crearlo con la misma atención que había dedicado a su testamento, y puso en él un empeño que me recuerda al que los antiguos faraones consagraron al diseño de sus tumbas. Ya sabes, las que decoraron con esa especie de mapas del más allá que fueron los llamados
Textos de las Pirámides
.

—Pero ¿qué es? —pregunté intrigado.

—Un cuadro.

—Por todos los diablos… ¡Vamos!

Un segundo después de ver aquella lámina sentí perplejidad. Al poco, ésta se transformó en euforia. ¡Yo conocía esa obra! Sabía que el original colgaba a pocos pasos de la espectacular estatua de
Carlos V y la furia
de Leoni. De hecho, prácticamente se trata de la primera pintura que te recibe cuando entras en el Museo del Prado por la puerta de Goya. La había visto decenas de veces, sí, pero nunca me había detenido a contemplarla. Y ahora me preguntaba cómo había podido ser tan torpe.

—Es un Tiziano asombroso —sonrió Santi—. Aquí, aunque no te lo parezca, hay muy poco de su imaginación. El artista lo pintó con arreglo a las instrucciones precisas que recibió del emperador. Se sabe, por ejemplo, que el césar se interesó tanto por los avances del pintor que incluso enviaba de tanto en tanto a su embajador en Roma para saber si seguía vivo y trabajando en su encargo. Y aunque no fue hasta finales de 1554 cuando pudo ver por fin el resultado, no hay duda de que es el fruto de un proyecto meditado. Es una lástima que raras veces se hable de él en los libros de Historia.

Escruté aquella imagen con detenimiento. La escena era sobrecogedora: el cielo se abre sobre un campo castellano casi vacío, dejando ver a la Santísima Trinidad recibiendo a profetas, patriarcas y rostros conocidos de la España del siglo XVI. Como Santi parecía saberlo todo de aquella pintura, no abrí la boca ni para expresar asombro.

La Gloria
. Tiziano Vecellio (1551-1554). Museo del Prado, Madrid.

—Fue un cuadro complejo, concebido en varias etapas —prosiguió—. Lo que más llama la atención es que ni los suyos adivinaran los planes que el emperador tenía para él hasta que lo tuvo junto a su lecho de muerte. ¿Sabías que Carlos V llegó a organizar en persona sus exequias e incluso dio la orden de que se celebrasen como si ya hubiera muerto para poderlas presidir?

—¿En serio? —se me escapó.

Santi asintió. Me mostró entonces un texto de un testigo presencial, el jesuita Juan de Mariana, en el que explicaba cómo el emperador, «mezclado con los monjes que cantaban el oficio de difuntos, rogó por su eterno descanso como si ya hubiese salido de esta vida, acompañándolo los circunstantes más con sus lágrimas que con sus voces».
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Llegó a decirme incluso que el césar rezó con tal frenesí en esa especie de psicodrama funerario que terminó tendiéndose en el suelo haciéndose pasar por muerto.

—Y este cuadro formó parte de esa representación —precisó—. ¿Te das cuenta ya de lo que representa? Es el paraíso celestial abriéndose al completo para recibir el alma del difunto Carlos V. Es la visión de un milagro.

Abrí los ojos como platos.

—No busques otra interpretación, Javier, que te conozco. Se sabe que el emperador dio instrucciones precisas a su pintor favorito, Tiziano Vecellio, para que lo retratase envuelto en un sudario blanco, inmaculado, y con el rostro vuelto hacia la Santísima Trinidad por la que tanto había combatido frente a los protestantes. Carlos fue muy claro al respecto: nada de coronas ni de lujos. Quería verse solo ante la muerte.

«Ligero de equipaje», recordé entonces el sobrio boceto de Martín Rico.

—Pero por supuesto ya sabrás que ésta no fue la primera vez que Tiziano pintó al emperador —siguió Santi, ajeno a mis cábalas—.
Carlos V con un perro
,
Carlos V en la batalla de Mülhberg
… El pintor era ya un anciano cuando recibió este encargo. Era más viejo aún que el monarca, pero se afanó como nunca en retratar al mecenas que lo había hecho rico y admirado en toda Europa. El mismo que lo nombró caballero imperial cuando descubrió su habilidad con los pinceles y su docta conversación. Mira, fíjate.

Santi trazó unos círculos con el dedo sobre el lado derecho de la imagen, señalando a un grupo determinado de personajes.

—Aquí está Carlos V. ¿Lo ves? Su mentón alargado y su rostro lo delatan. Tiziano pintó al emperador con la mirada clavada en Jesucristo. Tras él puede verse a su hijo y heredero al trono, el futuro Felipe II, a su difunta esposa Isabel de Portugal, a su hermana María de Hungría y a quien algunos identifican con su madre, Juana de Castilla,
la Loca
. Sólo el césar y su grupo familiar aparecen cubiertos por sábanas blancas. Y bajo su regia presencia se extiende un grupo de personajes que van desde san Jerónimo sujetando su Biblia latina hasta el rey David, pasando por Noé con su arca o Moisés con sus tablas. Todos son del Antiguo Testamento. ¿Imaginas cuál es el nombre del cuadro?

Me encogí de hombros sin saber qué decir.

—¡Vamos, hombre! Di uno.

—¿
El fin del mundo
?

—Bueeeno… —se mofó—. Esto de los títulos de los cuadros es una especie de locura que les da a los museos. Los artistas no solían bautizar sus obras y, si lo hacían, los dueños se sentían muy libres de cambiarles el nombre a capricho. A esta imagen se la ha llamado indistintamente
El Juicio Final
,
La Gloria
,
El Paraíso

—Espera, espera. ¿Has dicho
La Gloria
?

Un breve escalofrío me hizo recordar algo: «Es una llave para entrar en la gloria.» Eso fue lo que le había dicho el señor X a Marina.

—Sí. Resulta bastante obvio. La gloria celestial, ¿no?

—Ya, claro… ¿Y no sabrás si Carlos V dijo algo de que el cuadro fuera una puerta, un umbral o algo así?

Santi me miró con la cara que me regalaban mis amigos cada vez que les hablaba de «mis cosas».

—Hombre… —Medio burlón, rebuscó entre los papeles de una carpeta de apuntes que tenía a mano—. Igual tengo algo para ti. Hay un documento…, déjame ver… Éste es. Verás. En este texto sobre la muerte del emperador, el jerónimo fray José de Sigüenza menciona el cuadro de Tiziano. Dice que cuando el césar decidió exiliarse en el monasterio de Yuste para dejarse morir, una de sus primeras instrucciones fue que se trasladara
La Gloria
de Tiziano hasta allá. Sigüenza fue explícito al referirse a la obsesión del emperador por esta pintura. Te leo. Poco antes de morir, mandó llamar al guardajoyas,

y venido le dixo que le traxese el retrato de la emperatriz, su mujer; estuvo un rato mirándole. Mandó coger el lienzo del Juyzio Final. Aquí fue mayor el espacio, la meditación más larga, tanto que estuvo el médico Mathisio por decirle que mirasse no le hiciese mal suspender tanto tiempo las potencias del alma que gobiernan las operaciones del cuerpo, y entonces volviéndose al médico le dixo con algún estremecimiento del cuerpo: «Malo me siento»; era esto el último de agosto, a las quatro de la tarde.
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—Pero ahí no dice nada de puertas…

—Pero ¡hombre! ¿Para qué crees que Carlos V pasaba tanto tiempo viéndose a sí mismo en el otro lado? Por lo que sugiere el padre Sigüenza, el emperador entraba en trance contemplándose en el Tiziano. Yo no tengo una mentalidad sospechosa de esoterismos, pero resulta evidente que buscaba inspiración para el largo viaje que estaba a punto de emprender, y veía a esa pintura como su particular puerta al más allá. En su situación, me parece que hasta el más escéptico haría un esfuerzo por creer.

10. Carlos V y la lanza de Cristo

¿Creer?

Quizá el bueno de Santi estaba en lo cierto. Quizá una obra de arte como
La Gloria
no podía comprenderse del todo desde la razón. Tal vez precisaba de la confianza de la fe para desvelar por completo su mensaje.

¿Y si me arriesgaba? ¿Y si decidía creer?

Fue precisamente en aquellos primeros días de 1991 cuando llegué a la conclusión de que en la vida hay que dejarse llevar por la providencia. Y también cuando decidí interiorizar esa idea hasta sus últimas consecuencias. Quise creer que la lección magistral que me había dado Santi Jiménez —tan oportuna, tan en su justo momento— no había sido una mera casualidad, sino que era el último eslabón de un elaborado plan que había comenzado el día que me tropecé con el maestro del Prado. Un plan que, por absurdo que pudiera parecer, estaba empujándome a la trastienda de algunos cuadros del museo. ¿Y si me dejaba, simplemente, llevar por él? ¿Había algo malo en seguir las señales que me habían brindado tantos y tan inesperados interlocutores en Madrid, El Escorial o Turégano? Y, en caso de que aquello llevara a alguna parte, ¿hacia dónde me conduciría?

Por esa razón, no tardé ni doce horas en tener
La Gloria
ante mis propios ojos.

Lo cierto es que todo me había empujado hacia ella. Desde el misterioso señor X y su oportuno recorte de prensa sobre Carlos V, hasta Marina como mediadora, o el propio Santi. Por otra parte, en mi mente no dejaban de revolotear las circunstancias en las que el hombre más poderoso del mundo había entregado su alma a Dios. Al terminar nuestra conversación, Santi me había prestado un par de voluminosas biografías para que me hiciese una idea de cómo fue el tránsito del emperador. Supe así que fue alrededor de las dos de la madrugada del 21 de septiembre de 1558, día de San Mateo, cuando en una pequeña casa de piedra adosada a un convento, a unos dos kilómetros de la remota aldea de Cuacos, en la comarca cacereña de La Vera, el césar dejó de respirar. Aquel varón enjuto y nervioso tuvo tiempo suficiente para dejar en orden sus asuntos de Estado, desentendiéndose sin embargo de sus últimas posesiones. El cuadro por el que tanto había suspirado, su biblioteca, su colección de relojes y astrolabios y hasta la silla hecha especialmente para sostener la pierna gotosa se quedaron olvidados en Yuste. Y
La Gloria
durmió allí hasta que su hijo Felipe II mandó llevarla a El Escorial junto a los restos incorruptos de su padre. Así pues, por caprichos de la Historia, aquella especie de
puerta al más allá
y la momia del emperador entraron a la vez en el lugar de eterno descanso de los reyes de España.

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