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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (27 page)

BOOK: El libro de los portales
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Tabit le devolvió la sonrisa.

—En realidad, no he venido a clase, maesa Ashda. —Una parte de su mente le recordó que le tocaba Teoría de Portales con maese Denkar, pero descartó rápidamente aquel pensamiento—. Quería hablar con vos.

La pintora inclinó la cabeza, dándole a entender que estaba prestándole toda su atención. Tabit le relató entonces su encuentro con el guardián del portal del Gremio de Pescadores, su viaje hasta Serena y las conclusiones que había sacado tras examinar el muro del portal. Maesa Ashda escuchaba en silencio mientras, no lejos de ellos, su ayudante terminaba de recoger los paneles.

—Salta a la vista que se trata de una gamberrada, Tabit —dijo ella finalmente—. Yo no le concedería mayor importancia.

—Pero los pescadores necesitan ese portal…

—Naturalmente. Pero el Consejo debe discutir primero sobre la conveniencia de su restauración. Hasta que no lo haga, no podemos volver a dibujarlo.

—¿Qué hay que discutir? El portal ya no está.

—Hay que determinar quién es el responsable. El portal estaba vigilado por un guardián. Si, pese a ello, alguien ha tenido ocasión de borrarlo del todo, significa que no estaba haciendo bien su trabajo. A los guardianes los forma la Academia, pero su sueldo lo pagan los clientes a través de la tasa anual. Así que hay que ver si la negligencia de este guardián en particular debe ser reparada por la Academia o por el Gremio de Pescadores. —Movió la cabeza, pensativa—. Naturalmente, habrá que averiguar cuál de los dos guardianes estaba fuera de su puesto en el momento en que fue borrado el portal. Se le despedirá, por descontado, y la Academia se encargará de asignarles otro. Pero alguien tiene que pagar la restauración de ese portal, y, por lo que sé, el Gremio no está dispuesto a hacerlo.

—Oh. Entiendo —murmuró Tabit.

Maesa Ashda suspiró.

—Cualquier negociación resulta ardua, pero, cuando se trata de gremios y de comerciantes, se vuelve todavía peor. Son muy tacaños; primero exigirán que la Academia restaure su portal inmediatamente y, además, gratis; luego, cuando admitan que no les queda más remedio que pagar, protestarán porque pensaban que la restauración del portal les iba a costar lo mismo que cuando se pintó por primera vez, hace ciento sesenta años.

Tabit se percató de que maesa Ashda conocía muy bien la situación del portal de Serena.

—¿Ya sabíais que alguien ha borrado el portal, maesa?

Ella rió con suavidad.

—Naturalmente —respondió—. Hemos recibido quejas por varias vías distintas. Pero, como ya te he dicho, no podemos correr a restaurar un portal cuando no sabemos quién lo ha borrado, ni por qué, y, además, ni siquiera tenemos garantías de que el Gremio vaya a sufragar los gastos.

Tabit vaciló un momento antes de preguntar:

—¿Y ha… sucedido esto antes?

—¿Qué quieres decir?

—¿Es habitual que se borre un portal?

—Siempre ha habido gamberros en todas partes, estudiante Tabit. Gente que ensucia las paredes, destroza las estatuas u orina en las fuentes. Los portales tampoco están a salvo de ellos. ¿Verdad, Kelan? —añadió, volviéndose hacia su ayudante.

El joven se adelantó, mientras se limpiaba con un trapo las manos manchadas de pintura roja, con un suspiro de resignación. Era un estudiante de último curso, alto, de cabello castaño oscuro, semblante atractivo y mirada perspicaz. Tabit lo conocía de vista; habían coincidido en alguna asignatura. Sabía de él que tenía manos hábiles y que era el alma del grupo de restauración dirigido por maesa Ashda.

—No, desde luego —convino Kelan—. Es desesperante. ¡Con lo que cuesta dibujar un portal, y lo poco que lo aprecian algunos individuos…! —movió la cabeza con desaprobación—. El año pasado tuvimos que restaurar un portal en Yeracia porque alguien había tenido la ocurrencia de dibujar con brea una cara sonriente justo en el centro.

Tabit lo contempló con horror, incapaz de creer que fuera verdad.

—Y lo que más me molesta —prosiguió Kelan— es que ese portal tenía un guardián. Como algunos otros que hemos tenido que restaurar. No es tan difícil vigilar un portal, ¿no? Después de todo, para eso se les paga.

Calló de pronto y miró a maesa Ashda, temiendo haberse propasado con el tono de su protesta. Ella adoptó una expresión severa cuando dijo:

—El trabajo de los guardianes consiste no solo en controlar quién atraviesa los portales, sino también en protegerlos de todo tipo de agresiones. Pero, volviendo a tu pregunta, estudiante Tabit, confieso que es extraño que alguien se tome la molestia de borrar un portal de forma tan concienzuda… aunque todo puede ser. Y todo el mundo tiene enemigos. Por ejemplo, los pescadores de Serena siempre han competido por el control de la bahía con la flota de las islas de Belesia. No sería de extrañar que se tratara de un sabotaje.

Tabit ladeó la cabeza, considerando aquel nuevo punto de vista.

—¿Podría ser una venganza personal, entonces? —preguntó—. ¿O podría ser obra de alguien que quiere perjudicar al Gremio por motivos comerciales?

—O podría tratarse de un gamberro. No le des más vueltas, Tabit. ¿Por qué te preocupa tanto el portal de los pescadores?

—Conocí al guardián que se topó con el muro vacío al comenzar su turno —murmuró Tabit—. Estaba desolado. Era su primer día —añadió.

Maesa Ashda sonrió compasivamente.

—Pobre chico —comentó—. No te preocupes, Tabit. Tarde o temprano llegaremos a un acuerdo con el Gremio y restauraremos su portal. Y no creo que se demore mucho.

—No —coincidió Kelan, con una sonrisa traviesa—. Después de todo, a la gente no le hace gracia que la Plaza de los Portales de Serena apeste a pescado.

Tabit dio las gracias a la profesora por la información y salió del aula, con Tash pisándole los talones.

Lo que maesa Ashda le había dicho tenía bastante sentido. Cualquiera de las dos explicaciones, en realidad. Así que quizá, después de todo, la historia del «portal de los amantes» desaparecido no fuera otra cosa que un rumor sin fundamento, y Unven y Relia habían viajado hasta Rodia para nada. «O tal vez no», pensó, con una sonrisa, recordando lo ilusionado que estaba su amigo ante la posibilidad de que Relia lo acompañara.

En el pasillo se encontraron con maese Eldrad y maesa Ornia que, como siempre, venían discutiendo sobre alguna cuestión lingüística. Tabit sonrió. Él impartía Lenguaje Simbólico, y ella era la profesora de Lenguaje Alfabético. Se llevaban muy mal, y corría el rumor de que aquella rivalidad tenía su origen en su época de estudiantes, en una clase de Teoría de los Portales en la que habían debatido sobre cuál de los dos lenguajes secretos de la Academia era más importante. Había quien decía que habían obtenido su plaza como profesores de aquellas materias solo para poder seguir discutiendo al respecto.

Tabit los interrumpió cuando maesa Ornia ya empezaba a acalorarse y el tono de maese Eldrad se volvía más agudo de lo habitual, y les preguntó por el almacén de bodarita. Ellos le indicaron el camino, pero no tardaron en volver a enfrascarse en su disputa. Tabit y Tash los dejaron atrás; siguiendo sus instrucciones, descendieron por unas escaleras hasta un sótano que Tabit no había visitado nunca. Allí, al final de un corto corredor, había una mesa tras la que estaba sentado maese Orkin.

Tabit lo conocía; había sido él quien, en su segundo año en la Academia, le había enseñado a fabricar pintura de bodarita a partir del mineral en bruto. Apenas había coincidido con él desde entonces, hasta el punto de que casi había llegado a olvidarse de su existencia. Pero en realidad, tal y como estaba descubriendo en los últimos días, los cometidos de maese Orkin en la Academia eran mucho más variados.

A la luz de una lámpara de aceite, el profesor anotaba algo en un libro de cuentas con gesto reconcentrado. A su espalda se abría una amplia cámara llena de filas y filas de contenedores y carretillas. Ante él, un viejo pintor de portales refunfuñaba por lo bajo mientras depositaba varias monedas sobre la mesa. Maese Orkin contó el dinero y le entregó dos frascos de pintura de bodarita. El pintor se lo quedó mirando.

—¿Esto es todo? —protestó—. ¡Esperaba por lo menos tres!

—Por esta cantidad de dinero, maese, es todo lo que os puedo dar —respondió maese Orkin con sequedad—. Ya sabéis que los precios se incrementan cada año.

—¡Esto es un abuso! Tengo un encargo importante y no podré dibujar el portal con tan poca pintura.

Maese Orkin se encogió de hombros.

—Si queréis más, tendréis que pagarla —replicó—. O hacer un diseño más sobrio, sin florituras innecesarias.

Pareció que el pintor iba a seguir protestando, pero finalmente dejó caer los hombros, sacudió la cabeza con un suspiro y se llevó los dos frascos. Maese Orkin volvió a sus libros de cuentas, y Tabit y Tash esperaron a que el visitante se marchara para acercarse a su mesa. Cuando maese Orkin alzó la cabeza y los miró fijamente, Tash dio un respingo y se ocultó detrás de Tabit con disimulo. Este se quedó mirándola, sin comprender su reacción, hasta que el encargado del almacén le dijo:

—¿Buscas algo, estudiante?

Tabit reaccionó.

—Sí, yo… Este es el almacén de bodarita, ¿verdad?

Maese Orkin alzó las cejas. Era un hombre de mediana edad y rasgos vulgares. Llevaba el cabello, de color castaño veteado de gris, recogido en una trenza corta.

—¿Te has perdido?

—No, yo… —Tabit se volvió hacia Tash, que le tendió la bolsa de la bodarita azul, sin una palabra, y aún con la cabeza gacha—. Mi amiga encontró estas piedras —dijo, vaciando el contenido del saquillo en la palma de su mano. Dejó que el maese las examinara antes de añadir—: Pensó que nos serían útiles en la Academia, y por eso ha venido aquí, para venderlas.

El maese les disparó una mirada llena de fastidio.

—¿Qué os hace pensar que podríamos estar interesados en esto?

—Es bodarita —dijo Tabit.

El pintor seguía con la vista clavada en ellos.

—Es azul —dijo, muy despacio, como si estuviera hablando con alguien corto de entendederas—. La bodarita tiende a presentar una bonita tonalidad granate.

Tabit suspiró con impaciencia y decidió poner todas las cartas sobre la mesa.

—Procede de las minas de Uskia —dijo sin rodeos—. Allí hay una veta de bodarita azul. Hace unas semanas llegaron a la Academia unas muestras como estas y maese Kalsen dijo que era bodarita y que, por tanto, se podía pagar al precio de la bodarita de siempre.

El maese entornó los ojos. Se fijó entonces en Tash, que seguía esforzándose por pasar inadvertida, aunque sin demasiado éxito.

—Ya veo —dijo, despacio—. Yo no trato con mineros de a pie, chico —le espetó—. ¿Te envía tu capataz, o es que acaso has robado esas piedras del cargamento semanal?

—Yo no… —empezó Tash, indignada; pero los interrumpió la llegada de un par de estudiantes que arrastraban pesadamente un contenedor escaleras abajo, armando un escándalo considerable.

—¡Maese Orkin! —llamó uno de ellos—. Aquí está el envío de Kasiba. ¿Dónde lo dejamos?

El pintor se levantó de su sitio, con un suspiro cargado de exasperación. Era menudo, pero destilaba energía y mal humor. Incluso Tabit, que, a pesar de que no era muy alto, le sacaba una cabeza, dio un respingo y se apartó para dejarle paso.

—¿Cuántas veces os he dicho que uséis el montacargas? —ladró.

Acudió al encuentro de los estudiantes para ayudarlos con el contenedor. Por fin, consiguieron dejarlo apoyado contra la pared, no lejos de la mesa.

—Eh, eh, no tan deprisa —los detuvo maese Orkin cuando ya se marchaban—. Colocadlo en su sitio —ordenó, señalando el interior del almacén.

—Es que aún falta otra caja —dijo uno de ellos, subiendo las escaleras de dos en dos.

—¡Pues bajadla por el montacargas! —les gritó él cuando ya había desaparecido escaleras arriba—. ¿Me oís? ¡Por el montacargas!

Sacudió la cabeza, mascullando por lo bajo, y volvió a sentarse ante su escritorio.

—¿Dónde estábamos? Ah, sí, el pequeño ladrón de bodarita.

—Yo no he robado nada —replicó Tash de malos modos—. Estas piedras las saqué yo mismo de la mina. De la veta que encontré. Tengo más derecho a venderlas que el capataz.

Maese Orkin se rascó una oreja con el extremo seco de la plumilla.

—Bien, ¿sabes qué? En el fondo me da igual de dónde hayan salido las muestras. Te las peso, te las pago y te largas de aquí con viento fresco, ¿de acuerdo?

Mientras el profesor colocaba una pequeña báscula sobre la mesa y vaciaba el saquillo de Tash en uno de los platos, Tabit contempló el contenedor con curiosidad. Se asomó al interior, aprovechando que maese Orkin estaba distraído, y descubrió que estaba prácticamente vacío. Los fragmentos de bodarita que descansaban en el fondo del depósito no bastarían para llenar media carretilla. Se fijó en el color: era granate, naturalmente. No encontró ni un solo guijarro azul entre aquel mineral.

Se apartó del contenedor cuando oyó el tintineo de las monedas. Se volvió hacia Tash, que se embolsaba el resultado de su transacción, muy satisfecha.

—Y ahora, fuera de aquí los dos —gruñó maese Orkin—. Tengo mucho que hacer.

—¿Lo conocías de antes? —le preguntó Tabit a la chica en voz baja, mientras subían las escaleras.

Ella asintió enérgicamente.

—Es el
granate
que viene todos los años a la mina a revisar los libros de cuentas. El que controla la cantidad de mineral que enviamos, y todo eso. El que nos paga, también —añadió tras un instante de reflexión.

Tabit frunció el ceño. Una idea empezaba a pergeñarse en el fondo de su mente.

—Y ahora, ¿me dices por dónde se va a la mina más cercana? —exigió Tash con impaciencia.

Tabit volvió a la realidad.

—Claro —asintió—. Te dije que te acompañaría hasta la Plaza de los Portales, y eso haré. Pero me gustaría pedirte una cosa. Cuando estés en la mina… ¿podrías fijarte en si es… digamos… una explotación próspera?

—¿Qué quieres decir?

Tabit vaciló antes de explicar, en voz baja:

—Creo que la mina de Kasiba también se está agotando. No tengo noticias de que haya problemas similares en Ymenia o en Yeracia, y no sé si tengo permiso para ir a investigar, pero… si consigues trabajo allí… ¿podrías echar un vistazo a los cargamentos que envían a Maradia?

—¿Y qué esperas encontrar allí? —preguntó Tash, aún desconcertada—. ¿Y cómo voy a contártelo después?

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