El libro de Los muertos (48 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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Scarpetta mira los resultados de las pruebas.

—Voy a decir lo mismo que cuando encontramos la coincidencia de huellas digitales —dice—. ¿Seguro que no hay ningún error? ¿Alguna contaminación, por ejemplo?

—No cometemos errores. No de esa clase —asegura Lucy—. Sólo hay un resultado y eso es todo.

—¿El niño era hijo del Hombre de Arena? —Scarpetta quiere asegurarse.

—Me gustaría tener más referencias y llevar a cabo una investigación, pero desde luego eso sospecho —responde Aaron—. Por lo menos, tal como he dicho, tienen un parentesco muy cercano.

—Has mencionado lo de la herida —dice Lucy—. ¿La sangre del Hombre de Arena en los bermudas? También está en la corona rota encontrada en la bañera de Lydia Webster.

—Tal vez le mordió —aventura Scarpetta.

—Hay muchas probabilidades —coincide Lucy.

—Volvamos al niño —replica Scarpetta—. Si suponemos que el Hombre de Arena mató a su propio hijo, no sé qué pensar. Los malos tratos se prolongaron durante una buena temporada. El niño estaba a cargo de alguien mientras el Hombre de Arena estaba en Irak e Italia, si la información que tenemos es correcta.

—Bueno, puedo hablarte de la madre del niño —dice Lucy—. Esa referencia la tenemos, a menos que el ADN de la ropa interior de Shandy Snooks proviniera de alguna otra persona. Quizás ahora cobra más sentido que tuviera tantas ganas de entrar en el depósito, echar un vistazo al cadáver y averiguar qué sabías tú del caso; averiguar qué sabía Marino.

—¿Se lo has contado a la policía? —indaga Scarpetta—. Y¿debería preguntarte cómo pudiste obtener su ropa interior?

Aaron sonríe y Scarpetta cae en la cuenta de que la pregunta podría considerarse graciosa en cierto modo.

—Marino —responde Lucy—. Y desde luego el ADN no es de él. Tenemos su perfil para poder excluirlo, de la misma manera que tenemos el tuyo y el mío. A la policía le hará falta algo más que ropa interior encontrada en el suelo de Marino para seguir adelante, pero incluso si ella no golpeó a su hijo hasta matarlo, tiene que saber quién lo hizo.

—No puedo por menos de preguntarme si lo sabría Marino —comenta Scarpetta.

—Viste la grabación de su recorrido por el depósito de cadáveres con ella-le recuerda Lucy—. Desde luego, no parecía que tuviera la menor idea. Además, es posible que Marino sea muchas cosas, pero nunca protegería a alguien que le hiciera algo así a un crío.

Hay otras coincidencias, todas las cuales señalan al Hombre de Arena y ponen en evidencia otro hecho asombroso: las dos fuentes de ADN recuperadas de las raspaduras de las uñas de Drew Martin son del Hombre de Arena y de otra persona que es un pariente cercano.

—Hombre —explica Aaron—. Según los análisis italianos, europeo en un noventa y nueve por ciento. ¿Otro hijo, tal vez? ¿Quizás el hermano del Hombre de Arena? ¿Tal vez su padre?

—¿Tres fuentes de ADN de una sola familia? —Scarpetta está asombrada.

—Y otro crimen —dice Lucy.

Aaron entrega a Scarpetta otro informe y dice:

—Hay una coincidencia con una muestra biológica dejada en un delito sin resolver que nadie ha vinculado con Drew, Lydia ni ningún otro caso.

—De una violación en dos mil cuatro —le informa Lucy—. Por lo visto, el tipo que se coló en la casa de Lydia Webster y probablemente también asesinó a Drew Martin, también violó a una turista en Venecia hace tres años. El perfil de ADN de esas pruebas está en la base de datos italiana, que decidimos revisar. Como es natural, no hay coincidencia con ningún sospechoso, porque no pueden introducir los perfiles de individuos conocidos. En otras palabras, no tenemos un nombre, sólo semen.

—Por supuesto, hay que proteger la intimidad de violadores y asesinos —se mofa Aaron.

—Las referencias en las noticias no dan muchos detalles —explica Lucy—. Una estudiante de veintidós años en Venecia, un programa de verano para estudiar arte. Estaba en un bar a altas horas de la noche, regresó caminando hacia su hotel en el Puente de los Suspiros y fue atacada. Hasta el momento, eso es lo único que sabemos del caso, pero puesto que lo llevaron los Carabinieri, tu amigo el capitán debería tener acceso a la información.

—Posiblemente fuera el primer delito con violencia del Hombre de Arena —señala Scarpetta—. Al menos de civil, suponiendo que sea cierto que sirvió en Irak. Con frecuencia, un principiante deja pruebas y luego espabila. Este tipo es listo y su modus operandi ha sufrido una evolución considerable. Tiene cuidado con las pruebas, tiene tendencias rituales y es mucho más violento, y sus víctimas no quedan con vida para contarlo. Por suerte, no se le ocurrió que podía dejar su ADN en la cola quirúrgica. ¿Lo sabe Benton? —pregunta.

—Sí, y sabe que tenemos un problema con tu moneda de oro —dice Lucy, que estaba a punto de abordar el asunto—. El ADN en la moneda y la cadena también son del Hombre de Arena, y eso lo sitúa detrás de tu casa la noche que tú y Bull encontrasteis el arma en el paseo. Cabría preguntar qué indica eso acerca de Bull. El colgante podría haber sido suyo. Ya he planteado esa pregunta, pero no disponemos del ADN de Bull para que nos lo confirme.

—¿Que Bull es el Hombre de Arena? —Scarpetta no lo cree.

—Lo único que digo es que no tenemos su ADN —insiste Lucy.

—¿Y el arma? ¿Los proyectiles? —indaga Scarpetta.

—No hemos encontrado el ADN del Hombre de Arena en ninguno de los frotis —responde Lucy—, pero eso no significa nada. Su ADN en un colgante es una cosa, dejarlo en un arma otra muy distinta, porque podría haber obtenido el arma de otra persona. Es posible que hubiera tenido buen cuidado de dejar su ADN o sus huellas en el arma por la historia que te contó: que el gilipollas que te amenazó es el que la dejó caer, cuando no tenemos ninguna prueba de que ese tipo se acercara siquiera a tu casa. Es la palabra de Bull, porque no hubo más testigos.

—Lo que sugieres es que Bull, suponiendo que sea el Hombre de Arena, cosa que no creo, pudo haber perdido deliberadamente, y cito tus palabras, el arma pero no tenía intención de perder el colgante —dice Scarpetta—. Eso no tiene mucho sentido por dos razones. ¿Por qué se rompió el colgante? Y en segundo lugar, si no sabía que se había roto y se le había caído hasta que lo encontró, ¿por qué habría de ponerme sobre aviso? ¿Por qué no se lo metió en el bolsillo? Podría añadir la tercera noción, más bien extraña, de que tuviera un colgante con una moneda de oro que recuerda al colgante con un dólar de plata que le regaló Shandy a Marino.

—Desde luego, estaría bien obtener las huellas de Bull —dice Aaron—. Y hacerle un frotis. Me inquieta que parezca haber desaparecido.

—Eso es todo por el momento —concluye Lucy—. Estamos ocupándonos de clonarlo. Vamos a crear una copia suya en una placa de Petri para saber quién es —dice en tono despreocupado.

—Recuerdo que hace no mucho había que esperar semanas, meses incluso para tener resultados de ADN. —Scarpetta lamenta aquellos tiempos, acompañados del recuerdo doloroso de cuánta gente fue brutalmente golpeada y asesinada debido a la imposibilidad de identificar rápidamente a un agresor violento.

—Hay visibilidad a dos mil quinientos pies y cada vez va a mejor —le indica Lucy—. Hay condiciones para el vuelo visual. Nos vemos en el aeropuerto.

En el despacho de Marino, sus trofeos de bolos destacan en contraste con la vieja pared enlucida y hay una suerte de vacío en el aire.

Benton cierra la puerta y no enciende la luz. Se sienta en la oscuridad a la mesa de Marino y por primera vez cae en la cuenta de que, al margen de lo que haya dicho, nunca se ha tomado a Marino en serio ni se ha preocupado especialmente por él. Si ha de ser sincero, siempre lo ha considerado el secuaz de Scarpetta: un poli ignorante, grosero y cargado de prejuicios que está fuera de lugar en el mundo moderno. Como resultado de ello y de otra serie de factores, es una compañía desagradable y tampoco resulta del todo útil. Benton lo ha soportado. Lo ha infravalorado en ciertos aspectos y comprendido a la perfección en otros, pero no ha reconocido lo evidente. Sentado a la mesa de Marino, mientras contempla por la ventana las luces de Charleston, piensa que ojalá le hubiera prestado más atención, ojalá hubiera prestado más atención a todo. Lo que necesita saber está a su alcance y siempre lo ha estado.

En Venecia son casi las cuatro de la madrugada. No es de extrañar que Paulo Maroni se fuera de McLean y ahora se haya ido de Roma.


Pronto
—responde al teléfono.

—¿Estabas durmiendo? —le pregunta Benton.

—Si te importara, no habrías llamado. ¿Qué ocurre que tienes necesidad de llamarme a semejantes horas? Alguna novedad en el caso, espero.

—Pero no necesariamente buena.

—Entonces ¿qué? —La voz de Maroni tiene un deje de renuencia, o quizá resignación.

—El paciente que tenías.

—Ya te lo he contado todo.

—Me has contado lo que querías contarme, Paulo.

—¿Cómo más puedo ayudarte? Además de lo que te he contado, ya has leído mis notas. Me he portado como un amigo y no te he preguntado lo que ocurrió. No he culpado a Lucy, por ejemplo.

—Tal vez deberías culparte a ti mismo. ¿Crees que no he llegado a la conclusión de que querías que accediéramos al archivo de tu paciente? Lo dejaste en la red del hospital. Dejaste el programa para compartir archivos activado, lo que supone que cualquiera que pudiera deducir dónde estaba también podía acceder a él. Para Lucy, desde luego, no supondría el menor esfuerzo. No fue un error por tu parte, eres muy listo para eso.

—De manera que reconoces que Lucy accedió a mis archivos confidenciales.

—Ya sabías que querríamos ver las notas de tu paciente, así que lo dejaste todo preparado antes de irte a Roma, por cierto antes de lo previsto. Muy convenientemente, justo después de averiguar que la doctora Self iba a ingresar en McLean. Lo autorizaste. No la habrían admitido en el Pabellón sin tu consentimiento.

—Se encontraba en un estado maníaco.

—Su actitud era calculadora. ¿Lo sabe ella?

—Si sabe qué.

—No me mientas.

—Es curioso que creas que te miento —responde Maroni.

—He hablado con la madre de la doctora Self.

—¿Sigue siendo tan desagradable esa mujer?

—Imagino que no ha cambiado —dice Benton.

—La gente como ella rara vez cambia. A veces se agotan conforme envejecen. En su caso, probablemente ha empeorado. Igual que Marilyn, que ya va a peor.

—Yo creo que tampoco ha cambiado mucho, aunque su madre te achaca el trastorno de personalidad de su hija —dice Benton.

—Y ya sabemos que no se trata de eso. No padece un trastorno de personalidad inducido por Paulo, sino que lo contrajo por su cuenta y riesgo.

—Esto no tiene gracia.

—Desde luego que no.

—¿Dónde está ése? —pregunta Benton—. Y sabes exactamente a quién me refiero.

—En aquellos tiempos tan lejanos, una persona seguía siendo menor a los dieciséis años, ¿lo entiendes?

—Y tú tenías veintinueve.

—Veintidós. Gladys me insultaba poniéndome tantos años. Seguro que entiendes por qué tuve que marcharme —dice Maroni.

—¿Marcharte o huir? Si se lo preguntas a la doctora Self, recurre a esto último para describir tu precipitada salida de hace unas semanas. Tuviste una actitud inadecuada con ella y te largaste a Italia. ¿Dónde está ése, Paulo? No te hagas esto, ni se lo hagas a nadie más.

—¿Me creerías si te dijese que ella tuvo una actitud inadecuada conmigo?

—Da igual. Eso me trae sin cuidado. ¿Dónde está? —insiste Benton.

—Me habrían acusado de mantener relaciones con una menor, ya lo sabes. Su madre me amenazó con hacerlo y, desde luego, no estaba dispuesta a creer que Marilyn se hubiera acostado con un hombre al que conoció por casualidad en las vacaciones de primavera. Era tan hermosa y fascinante... Me ofreció su virginidad y la acepté. La amaba, de veras. Huí de ella, eso es verdad. Me di cuenta de que era nociva ya entonces, pero no regresé a Italia como le hice creer, sino que volví a Harvard para terminar mis estudios de medicina, y ella no supo en ningún momento que yo seguía en Norteamérica.

—Hemos llevado a cabo análisis de ADN, Paulo.

—Después de que naciera el niño, ella seguía sin saberlo. Le escribía cartas, ¿sabes?, y hacía que se las enviaran desde Roma. .

—¿Dónde está, Paulo? ¿Dónde está tu hijo?

—Le supliqué que no abortara, porque va contra mis creencias religiosas. Dijo que si tenía la criatura, yo tendría que criarla. E hice lo mejor que pude con lo que resultó ser un sinvergüenza, un diablo con un alto cociente intelectual. Pasó la mayor parte de su vida en Italia, y algunas temporadas con ella hasta que cumplió los dieciocho. Es él quien tiene veintinueve años. Igual Gladys estaba incurriendo en sus típicos jueguecillos... Bueno, en muchos aspectos, no es de ninguno de los dos y nos aborrece a ambos. A Marilyn más que a mí, aunque la última vez que le vi, temí por mi seguridad; tal vez por mi vida. Creí que iba a atacarme con un trozo de una escultura antigua, pero me las arreglé para aplacarlo.

—¿Cuándo fue eso?

—Justo después de llegar aquí. Él estaba en Roma.

—Y estaba en Roma cuando Drew Martin fue asesinada. En cierto momento, regresó a Charleston. Sabemos que acaba de estar en Hilton Head.

—¿Qué quieres que diga, Benton? Ya sabes la respuesta. La bañera de la fotografía es la de mi apartamento en la Piazza Navona, pero también es cierto que tú no sabías que vivo allí. Si lo hubieras sabido, es posible que me hubieras hecho preguntas acerca de mi apartamento tan cerca del solar en construcción donde fue hallado el cadáver de Drew. Te habría dado que pensar la coincidencia de que yo tenga un Lancia negro allí. Probablemente la mató en mi apartamento y la trasladó en mi coche, no muy lejos, tal vez a una manzana. De hecho, estoy convencido de que así fue. De manera que quizás hubiera sido mejor que él me hubiese abierto la cabeza con aquel antiguo pie esculpido. Lo que ha hecho es censurable hasta límites impensables, aunque también es cierto que estamos hablando del hijo de Marilyn.

—Es hijo tuyo.

—Es un ciudadano estadounidense que no quiso ir a la universidad e insistió en su estupidez alistándose en las Fuerzas Aéreas para ir como fotógrafo a vuestra guerra fascista,donde resultó herido en el pie. Creo que la herida se la infligió él mismo tras aliviar el sufrimiento de su amigo pegándole un tiro en la cabeza. Pero al margen de eso, si ya estaba desequilibrado antes de ir, cuando regresó estaba cognitiva y psicológicamente irreconocible. He de admitir que no fui el padre que debería. Le enviaba víveres, herramientas, pilas, artículos médicos básicos, pero no fui a verle una vez que acabó todo. Me traía sin cuidado, lo reconozco.

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