El libro de Los muertos (36 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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—Quiere decir que no estaba cerrado con llave.

—Así es.

—La puerta junto a la ventana donde ha dicho que faltaba un vidrio y otro estaba roto —dice el investigador Turkington, y lo anota.

—Y entré, a sabiendas de que probablemente no debía. Pero pensé: ¿y si ese viejo rico está tumbado en el suelo tras haber sufrido un infarto?

—Ahí está el quid de la cuestión: el momento de tomar decisiones difíciles —comenta Ashley, cuya mirada se columpia entre el investigador y la cámara—. ¿No entrar? O no poder perdonarte nunca cuando después lees en el periódico que podrías haber ayudado a alguien.

—¿Filmó usted la casa, señor?

—Filmé unas marsopas mientras esperaba a que mi mujer regresara.

—Le he preguntado si filmó la casa.

—Déjeme pensar. Supongo que un poco. Antes, con Madelisa delante. Pero no pensaba enseñárselo a nadie si ella no obtenía permiso.

—Ya veo. Querían permiso para filmar la casa pero la filmaron de todas maneras sin permiso.

—Y al no obtenerlo, lo borré —asegura Ashley.

—¿De veras? —pregunta Turkington, y fija la mirada en él—. Su esposa sale corriendo de la casa porque alguien ha sido asesinado ¿y a usted se le ocurre borrar parte de lo que ha filmado porque no ha obtenido permiso de la persona asesinada?

—Ya sé que suena raro —admite Madelisa—. Pero lo importante es que no llevaba ninguna mala intención.

—Cuando mi mujer salió de la casa tan afectada, tuve el impulso de llamar a emergencias, pero no llevaba el móvil. Ella tampoco llevaba el suyo.

—¿Y no se les ocurrió utilizar el teléfono de la casa?

—¡No después de lo que había visto! —exclama Madelisa—. ¡Tuve la sensación de que ese hombre seguía allí!

—¿Ese hombre?

—Fue una sensación horrible. Nunca había estado tan asustada. No creerá que después de lo que vi iba a pararme a llamar por teléfono, cuando sentía que alguien me estaba mirando. —Hurga en el bolso en busca de un pañuelo de papel.

—Así que volvimos a toda prisa a nuestro adosado y ella se puso tan histérica que tuve que tranquilizarla —explica Ashley—. Estaba llorando como una cría y nos perdimos la clase de tenis. No hacía más que llorar, hasta bien entrada la noche. Al final le dije: cariño, más vale que duermas un poco y ya hablaremos del asunto por la mañana. A decir verdad, no estaba seguro de creerla. Mi esposa tiene una imaginación desbordante. Lee un montón de novelas de misterio, ve programas de crímenes, ya sabe. Pero como seguía llorando, empezó a preocuparme que hubiera algo de verdad en el asunto. Así que les llamé.

—No hasta después de asistir a otra clase de tenis —le hace ver Turkington—. Seguía afectadísima y, sin embargo, asistieron a la clase de tenis esta mañana, y luego volvieron al adosado, se ducharon, se cambiaron e hicieron las maletas para regresar a Charleston. ¿Y luego, por fin, deciden llamar a la policía? Lo siento. ¿Quiere que me lo trague?

—Si no fuera cierto, ¿por qué íbamos a adelantar dos días el regreso de las vacaciones? Llevábamos todo un año planeándolas —asegura Ashley—. ¿Cree que devuelven el dinero cuando hay una emergencia? Tal vez podría interceder por nosotros ante el agente de la inmobiliaria.

—Si ha llamado a la policía para eso —dice Turkington—, ha perdido el tiempo.

—Mi cámara no les servirá de nada. He borrado el trocito que filmé delante de la casa. No hay nada que ver, sólo a Madelisa hablando con su hermana durante unos diez segundos.

—¿Ahora resulta que su hermana estaba con ustedes?

—Hablándole a la cámara. No sé qué van a ver que les sea de ayuda, porque lo borré.

Madelisa le hizo borrarlo por el perro: él la había filmado acariciando al perro.

—Tal vez si viera lo que filmó —le dice Turkington—, vería el humo saliendo de la barbacoa. Ha dicho que lo vieron desde la playa, ¿no es así? De manera que si filmó la casa, ¿no se vería también el humo?

El comentario coge a Ashley por sorpresa.

—Bueno, me parece que esa parte no la grabé, no tenía la cámara enfocada en esa dirección. ¿No puede ver lo que hay filmado y devolvérmela? Bueno, sobre todo se ve a Madelisa y unas cuantas marsopas y otras cosas que grabé en casa. No veo por qué tienen que quedarse la cámara.

—Tenemos que asegurarnos de que no filmó nada que pueda ofrecernos información sobre lo ocurrido, detalles de los que ustedes no sean conscientes.

—¿Como qué? —insiste Ashley, alarmado.

—Por ejemplo, si es cierto que usted no entró en la casa después de que su esposa le contara lo que había visto. —Turkington se está poniendo muy hostil—. Me parece insólito que no entrara a corroborar la historia de su mujer con sus propios ojos.

—Si lo que decía era cierto, no pensaba entrar allí ni loco —responde Ashley—. ¿Y si había algún asesino escondido?

Madelisa recuerda el sonido del agua al correr, la sangre, la ropa, la fotografía de la tenista muerta. Imagina el desbarajuste en el inmenso salón, todos los frascos de pastillas y el vodka. Y el proyector en marcha con la pantalla en blanco. El detective no la cree. Se va a meter en un buen lío por allanamiento de morada, por robar un perro, por mentir. La policía no puede enterarse de lo del perro, si no quiere perderlo. Ese perro la tiene enamorada. Qué diablos con las mentiras. Sería capaz de abrirse paso mintiendo hasta el mismo infierno por ese chucho.

—Sé que no es asunto mío —dice Madelisa, y necesita todo su valor para preguntarlo—, pero ¿sabe quién vive en esa casa y si le ha ocurrido algo malo?

—Sabemos quién vive allí, una mujer cuyo nombre prefiero no divulgar. Resulta que no está en casa, y su perro y su coche han desaparecido.

—¿No está su coche? —A Madelisa empieza a temblarle el labio inferior.

—Yo diría que se fue a alguna parte y se llevó el perro, ¿no les parece? ¿Y saben qué más creo? Ustedes querían darse un paseíto gratis por la mansión y luego tuvieron miedo de que alguien les hubiera visto entrar, así que se han inventado esta historia increíble para protegerse, una actitud de lo más astuta.

—Si se molestan en echar un vistazo al interior de la casa, averiguarán la verdad. —La voz de Madelisa suena trémula.

—Nos hemos molestado en hacerlo, señora. He enviado unos cuantos agentes a comprobarlo, y no han encontrado nada de lo que se supone que vio usted. No falta ningún vidrio en la ventana junto al lavadero. No hay ningún vidrio roto, ni sangre, ni cuchillos. La parrilla de gas estaba apagada, limpia como una patena, sin rastro de que se haya cocinado nada en ella recientemente. Y el proyector no estaba encendido —añade.

En la sala de preparativos donde Hollings y su equipo se reúnen con las familias, Scarpetta está sentada en un sofá a rayas oro pálido y crema, donde hojea otro libro de visitas.

Sobre la base de todo lo que ha visto hasta el momento, Hollings es un hombre atento y de buen gusto. Los libros de invitados, grandes y gruesos, están encuadernados en elegante cuero negro con páginas pautadas de tono crema, y debido a la magnitud de su negocio, le hacen falta entre tres y cuatro libros al año. Una tediosa búsqueda en los primeros cuatro meses del año anterior no ha arrojado el menor indicio de que Gianni Lupano asistiera a ningún funeral.

Coge otro libro de visitas y empieza a hojearlo, va recorriendo cada página de arriba abajo con el dedo y reconoce apellidos renombrados de Charleston. Ningún indicio de Gianni Lupano entre enero y marzo. Ni rastro de él en abril, y la decepción de Scarpetta es cada vez más intensa. Nada en mayo ni en junio. Su dedo se detiene sobre una generosa firma en forma de lazo que resulta fácil de descifrar. El 12 de julio del año pasado, parece ser que asistió al funeral de una persona llamada Holly Webster. Por lo visto no asistió mucha gente: sólo firmaron el libro once invitados. Scarpetta anota todos los nombres y se levanta del sofá. Luego pasa por delante de la capilla, en cuyo interior hay dos señoras que disponen flores en torno a un lustroso ataúd de bronce. Sube un tramo de escaleras de caoba y regresa al despacho de Henry Hollings, que, una vez más, está hablando por teléfono de espaldas a la puerta.

—Hay quien prefiere doblar la bandera en un triángulo y colocarla detrás de la cabeza de la persona —dice con su voz balsámica y cantarína—. Claro, desde luego. Podemos extenderla sobre el ataúd. ¿Qué le recomiendo yo? —Levanta un papel—. Parece que a usted le agrada el de color avellana con satén achampañado, pero también el de acero estilo Twenty Gauge... Claro que lo sé. Todo el mundo dice lo mismo... Resulta difícil. Tan difícil como puede ser tomar decisiones así. Si quiere que le sea sincero, yo me decantaría por el de acero.

Habla unos minutos más, se vuelve y ve a Scarpetta de nuevo en el umbral.

—En algunos casos resulta muy duro —le dice—. Un veterano de setenta y dos años que había perdido a su esposa recientemente y estaba muy deprimido: se metió una pistola en la boca y punto final. Hemos hecho lo que estaba en nuestra mano, pero no hay procedimientos cosméticos ni de restauración que puedan darle un aspecto presentable, y sé que usted me entiende. Es imposible celebrar el funeral con el ataúd abierto, pero la familia no está dispuesta a aceptar una negativa.

—¿Quién era Holly "Webster?

—Una tragedia horrible. —No vacila—. Uno de esos casos que no se olvidan.

—¿Recuerda a Gianni Lupano en su funeral?

—No lo hubiera reconocido por aquel entonces —dice él.

—¿Era amigo de la familia?

Se levanta de la mesa y abre lateralmente la puerta de un armario de cerezo, hojea unos informes y saca uno.

—Lo que tengo aquí son los detalles de los preparativos para el funeral, copias de los impresos y demás, aunque no puedo dejárselos ver por respeto a la intimidad de la familia. Pero puede echar un vistazo a los recortes de prensa. —Se los entrega—. Guardo los de todas las muertes de las que me ocupo. Como bien sabe, los únicos que pueden facilitarle documentos legales son la policía y el médico forense que se ocupó del caso, y el juez de instrucción que remitió aquí el caso para la autopsia, ya que el condado de Beaufort no tiene oficina forense, aunque usted ya está al tanto de todo eso, puesto que ahora le remite sus casos a usted. Cuando murió Holly, aún no contaban con sus servicios. De otra manera, supongo que la triste situación habría ido a parar a usted en vez de a mí.

Scarpetta no detecta el menor indicio de resentimiento: no parece importarle.

—La muerte se produjo en Hilton Head, en el seno de una familia muy pudiente. No hay más que unas pocas menciones, la más detallada la del
Island Packet
de Hilton Head. Según ese artículo, a media mañana del diez de julio de 2006, Holly Webster estaba jugando en el patio con su cachorro basset. La niña tenía el acceso prohibido a la piscina olímpica a menos que estuviera bajo supervisión, y esa mañana no lo estaba. Según el periódico, sus padres habían salido de la ciudad y se alojaban en casa de unos amigos. No se hace mención alguna del paradero de los padres ni de los nombres de sus amigos. Casi a mediodía, alguien salió a decirle a Holly que era hora de comer. No estaba por ninguna parte, y el cachorro correteaba de aquí para allá junto a la piscina, tocando el agua con la pata. El cadáver de la niña se descubrió en el fondo, la larga melena morena enganchada en el desagüe. Cerca de ella había un hueso de goma que, según la policía, la niña intentaba recuperar para el perro.

Otro recorte, uno muy breve. Antes de que hubieran transcurrido dos meses, la madre, Lydia Webster, aparecía como invitada en el programa de entrevistas de la doctora Self.

—Recuerdo haber oído hablar del caso —dice Scarpetta—. Creo que estaba en Massachusetts cuando ocurrió.

—Una mala noticia, pero sin mucha resonancia. La policía hizo todo lo posible por restarle importancia, porque a las urbanizaciones turísticas no les hace ninguna gracia que se aireen los sucesos negativos, por así decirlo. —Hollings levanta el auricular—. No creo que vaya a decirle nada el médico que llevó a cabo la autopsia, pero vamos a probar. —Hace una pausa—. Soy Henry Hollings... Bien, bien... Hasta el cuello. Lo sé, lo sé... Tienen que conseguirle ayuda, desde luego... No, hace tiempo que no salgo a navegar... Claro... Le debo una salida de pesca. Y usted me debe darles una conferencia a todos esos chavales aspirantes que se creen que las investigaciones forenses son una juerga... El caso de Holly Webster. Tengo aquí a la doctora Scarpetta. Me preguntaba si le importaría hablar con ella un momento.

Hollings le alcanza el auricular. Ella le explica al subjefe de medicina forense de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur que la han requerido como asesora en un caso que podría estar relacionado con el ahogamiento de Holly Webster.

—¿Qué caso? —pregunta el subjefe.

—Lo siento, pero no estoy autorizada a revelarlo. Se trata de la investigación de un homicidio.

—Me alegra que sepa cómo funcionan estas cosas. No puedo hablar del caso Webster.

Lo que quiere decir es que no piensa hablar.

—No quiero causarle dificultades —le dice Scarpetta—.Permítame que se lo exponga de esta manera: estoy aquí con el juez de instrucción Hollings porque al parecer el entrenador de tenis de Drew Martin, Gianni Lupano, asistió al funeral de Holly Webster. Estoy intentando averiguar por qué, y no puedo decirle nada más al respecto.

—No me suena. No había oído hablar de él.

—¿Tiene idea de qué relación podía tener Lupano con la familia Webster?

—Ni idea.

—¿Qué puede decirme sobre la muerte de Holly?

—Se ahogó accidentalmente, y no hay nada que indique lo contrario

—Lo que significa que no hay indicios patognómicos. El diagnóstico se basa en las circunstancias —dice Scarpetta—, sobre todo en cómo fue hallada.

—Así es.

—¿Le importaría decirme el nombre del agente a cargo de la investigación?

—No hay problema. Espere. —Chasquea las teclas de un ordenador—. Déjeme ver. Sí, eso me parecía. Turkington, del departamento del sheriff del condado de Beaufort. Si quiere saber cualquier otra cosa, tiene que ponerse en contacto con él.

Scarpetta vuelve a darle las gracias, cuelga y le dice a Hollings:

—¿Sabía usted que la madre, Lydia Webster, fue al programa de entrevistas de la doctora Self apenas dos meses después de la muerte de su hija?

—No vi el programa, nunca lo veo. Esa mujer se merece que le peguen un tiro —dice.

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