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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (40 page)

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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—Sólo deja que te operen, una cesárea, es urgente y tú lo sabes, de lo contrario ambos podéis morir —intercedió Albert; no había tiempo para discusiones.

Sofía cerró los ojos para impedir que aflorasen las lágrimas. Una profunda tristeza embargaba su alma, sabía que no le quedaba mucho tiempo, por instinto quería preservar la vida de su hijo. Fijó su mirada en Albert, hizo un gesto hacia él, éste se acercó y escuchó.

—Papá, ¿crees en algo? —preguntó Sofía.

—¿A qué te refieres?

—Sólo dime si crees en algo.

—Creo en Dios —respondió Albert, con rapidez.

—Entonces, júrame por el dios en el que crees que no dejarás que nada ni nadie atente contra la vida de mi hijo. ¡Júralo! —Suplicó Sofía.

—Lo juro... Sofía. Cuidaré de él con mi propia vida.

Albert estaba profundamente conmovido, supo al decir esas palabras que no eran un cliché, y no se arrepentía del juramento hecho. Estaba dispuesto a todo por cumplirlo. Por el rostro de Sofía rodaron unas lágrimas postreras, a la par que sus ojos grises perdían la extraordinaria fuerza de momentos antes.

—Llama a la doctora, dile que estoy lista —y dirigiéndose una vez más a Billy—: adiós, Billy, gracias por todo.

Sin perder un segundo John salió a buscar a la doctora. Momentos después trasladaban a Sofía al quirófano. En el trayecto miró a Albert por última vez.

—Dile a mi madre que la quiero, que no la culpo de nada, dile que yo también conocí el amor, y sobre todo... dile que vele por mi hijo. Y recuerda tu promesa, Albert Garrett. —Sofía sentía un nudo en el corazón. Se sintió más sola que nunca, tenía miedo, miedo de no volver a ver la luz del día, miedo de que su hijo cayese en manos del abuelo, miedo de terminar como Will cubierta de gusanos y de que su cuerpo explotase como el gato aquel...

Albert la vio desaparecer tras las puertas batientes de la entrada a la zona restringida, no sin antes escuchar el desgarrador sollozo que Sofía había retenido durante tanto tiempo, que indicaba que a pesar de todo, a pesar de la fuerza que parecía tener, no quería morir; que deseaba más que nada en el mundo conocer a su hijo, y saber más de aquella felicidad efímera que le había dado Paul, pero que sabía que las cartas estaban echadas desde el día de su nacimiento.

34
Oliver Adams

Después de enviar el telegrama a Suiza, Fasfal merodeaba por los alrededores de la clínica, no había sido fácil pasar desapercibido, pero lo había logrado. No vestía su exótica ropa; su bata blanca lo enmascaraba de médico. Esperaba cumplir con los deseos de Conrad Strauss. Había salvado su vida, y desde ese momento ya no era más suya, le pertenecía a él. Sólo debía encontrar la manera de hacerse con la criatura. O acabar con ella, Conrad Strauss siempre decía que un hijo de Sofía sería nefasto para el mundo. Sentía gran pesar una vez más, por no haber sido lo suficientemente diligente para encontrarla antes.

Doce horas después, Alice se presentó en el hospital. El cuerpo de Sofía aguardaba inerme para ser trasladado a Williamstown, para su entierro. Albert, John y Billy, en la sala de espera, cabizbajos y en silencio, aún no se recuperaban de la pérdida, cuando los pasos apresurados de Alice se detuvieron frente a ellos. Los había reconocido a pesar de su apariencia. Al verla, los tres se pusieron de pie.

—Albert... ¿dónde está Sofía? —preguntó.

—Sofía murió —respondió él en voz baja.

Ella no emitió sonido. Ni un grito, ni una exclamación, ni siquiera lloró. Sólo dio media vuelta y cerró los ojos. Albert le pasó el brazo por los hombros y se la llevó caminando a un lugar apartado. Alice estaba terriblemente callada.

—¿Qué sucedió? —preguntó casi en un murmullo.

—Cuando la encontramos estaba muy enferma. Creo que no quería seguir viviendo. Sólo alcanzamos a traerla a tiempo para que no perdiera al niño.

—Un niño... —sonrió Alice con tristeza—. La vida sigue su curso. No se puede luchar en contra del destino ¿no es cierto, Albert?

—Lo sé, Alice. Prometí a Sofía cuidar del niño. Ella te dejó un mensaje: «Dile a mi madre que la quiero, que no la culpo de nada, dile que yo también conocí el amor, y sobre todo... dile que vele por mi hijo» —dijo él, con voz apagada.

Alice bajó los ojos y por primera vez unas arrugas surcaron su frente. Una mirada de odio cruzó por sus ojos mientras murmuraba —maldito... maldito... mil veces, maldito—. El sentimiento de culpa que llevaba desde hacía tantos años, salió a la superficie, se abrazó a Albert sollozando, mientras le daba las gracias y pedía perdón. Fueron donde se encontraba Sofía. Albert recordó al mirarla, a la pequeña Sofía de rostro ambiguo. Dejó a Alice, sabía que quería estar a solas con su hija.

Alice la abrazó sin dejar de llorar, y besó su rostro rígido y pálido.

—Sofía... tú sabes que yo te amo, perdóname si te hice sufrir, Sofía, pequeña, descansa, ahora puedes descansar en paz... perdóname, te lo suplico, donde sea que te encuentres... —musitó, y con la mirada perdida en los recuerdos del pasado, se quedó a su lado sujetando su mano exánime, fría, como si quisiera ayudarla a llegar al lugar donde pudiera ser feliz.

Albert y John caminaron en dirección a la guardería. Horas antes apenas habían podido ver al bebé a través del vidrio, había nacido sano, y a pesar de ser prematuro no necesitó incubadora. Vieron la cuna con esfuerzo a través del vidrio, pues la luces estaban apagadas. A John le pareció ver una silueta familiar deslizarse en la penumbra, y un fugaz presentimiento cruzó por su mente.

Puso un dedo sobre sus labios y miró a Albert, caminó con sigilo pegado a la pared mientras extraía de debajo de la camisa su inseparable Beretta. Abrió despacio la puerta de la guardería y divisó el lugar que correspondía al bebé de Sofía. Pudo ver que dormía. Entró y miró en torno, al no ver a nadie, pensó que todo había sido producto de su imaginación. Albert también entró, sin hacer caso del gesto de aprensión de Klein. No podía reprimir los deseos de ver al bebé de cerca, le parecía precioso. Albert esperaba que no viniese alguna enfermera, sabía que no estaba permitido entrar. Se dirigió anhelante a la criatura, cuando un brillo debajo de la cuna avisó a Klein que algo estaba mal. Era muy tarde. Fasfal se incorporó y se abalanzó hacia la cuna. Al sentir un movimiento extraño, Albert, instintivamente, cubrió con su cuerpo a la criatura y dos puñaladas dadas a una pasmosa velocidad le atravesaron la espalda. Con igual rapidez Fasfal tiró de la criatura de debajo del cuerpo de Albert y en ese momento John accionó la Beretta tres veces. Fasfal cayó al suelo, a un lado de la cuna, y el bebé, dentro, sobre Albert.

Klein empezó a gritar pidiendo ayuda mientras se acercaba al cuerpo inanimado de su amigo, retiró a la criatura que permanecía en silencio, y la puso a un lado con cuidado.

—Albert... no debiste, ¿por qué? —gritó John descontrolado. Lo tomó en sus brazos para colocarlo en el suelo, casi sobre Fasfal.

Albert lo miraba con intensidad, y antes de que John se incorporase para pedir ayuda, dijo:

—John, escúchame... ¿quieres? Me muero. John, no permitas que el hijo de Sofía se separe de Alice.

John volvió el rostro hacia la mancha de sangre en el suelo, cada vez se hacía más grande. Buscó la mirada de Albert en la penumbra.

—No te morirás, John...

—Amigo mío, lo sé —dijo. Agarró con fuerza su mano—. John... cuida del bebé. Promételo, cuídalo de su abuelo, y no abandones a Alice. Sé que...

Cerró los ojos. Una sonrisa quedó grabada en su rostro de nobles facciones. Un hilo de sangre escurría por la comisura de sus labios.

—Así lo haré, amigo... así lo haré —musitó John al cuerpo sin vida de Albert.

El personal de seguridad, los médicos y muchas enfermeras acudieron formando un abigarrado y confuso grupo en el que hablaban todos al mismo tiempo. Poco después el ruido invadía el lugar. Los bebés lloraban, los adultos gritaban pidiendo ayuda, pero lo inevitable había sucedido. Albert Garrett yacía muerto y un sujeto oriental vestido con una bata de médico, también.

—¡Retiren todos los bebés! —gritó Klein haciéndose escuchar en medio del barullo. Su aspecto distaba mucho de parecerse al de un policía, pero aún conservaba el don de mando. Procuraba resguardar la escena del crimen hasta que llegase la policía.

Alice salió al pasillo después de dejar a Sofía, y se encontró con Billy, que la llevó donde se encontraba el griterío, mientras murmuraba unas palabras que ella no lograba entender. Al llegar cerca de la guardería, vio a Klein de lejos y los cuerpos de dos hombres en el suelo. Uno de ellos era Albert.

—Oh por Dios, no... ¿Qué ha pasado?

—Parece que el chino mató a su esposo, señora, y pensaba hacer lo mismo con el bebé, pero John lo evitó.

Al verla, John se acercó.

—¿Por qué? ¿Por qué alguien querría matar a mi esposo? —un oscuro presentimiento se alojó en el pecho de Alice.

—Perdón, señora Garrett —interrumpió Klein— Creo que Albert fue asesinado por accidente, su verdadero objetivo era el bebé.

—¿El bebé? —preguntó Alice, su voz adquirió una extraña tonalidad.

—Así es —se limitó a decir Klein. No deseaba hacer mayor hincapié en los motivos, por lo menos por el momento, la noche había sido demasiado dura para Alice. Y para él.

El llanto de las criaturas fue acallándose entre las paredes del hospital. Alice de pie, estática, no salía de su estupor. Klein tenía el cerebro atiborrado de pensamientos, sentía que podía haber evitado la muerte de Albert, y aquello le martilleaba el cerebro, se culpaba por haber obrado con precipitación. Si le hubiese impedido la entrada él aún estaría vivo. Pero si no hubiesen entrado, el bebé estaría muerto.
¿Quién sería el chino?
Cayó en la cuenta de que los había estado siguiendo todo el tiempo, llegó a la conclusión de que iba en busca de Sofía, igual que ellos. Justamente estaba a su lado cuando les indicaron su paradero. Y el chino era mudo, no sordo. Aunque dudaba que realmente fuera mudo. No tocó los cadáveres esperando que llegase la policía de Alameda.

Al cabo de diez minutos la policía invadió el hospital. Cercaron con una cinta amarilla el perímetro de la sala. Klein se les adelantó y se presentó como ex miembro de la policía. El detective a cargo de la investigación le lanzó una mirada de desconfianza mientras tomaba notas. Billy y el grupo de hippies aguardaban.

Después de hablar unos minutos con Alice Garrett, el detective se acercó a Klein y pidió que lo acompañase.

—¿Desde cuándo se metió a hippie? —fue la primera pregunta que hizo.

—Hace unas cuantas semanas —contestó Klein, imperturbable.

—¿Acostumbra a llevar armas? Creía que ustedes estaban en contra de la violencia.

—Como usted dice, es una costumbre, y es difícil de dejar. Gracias a ella pude evitar que matasen al bebé.

—Explíqueme eso —pidió el detective.

—Yo estaba tratando de que el señor Garrett, conociera a su nieto. Nos dirigimos a la guardería y entramos, no había ninguna enfermera cerca para pedir permiso.

—Usted sabe que eso no está permitido.

—Trataba de ser amable, la hija del señor Garrett había fallecido hacía pocas horas.

—¿Su hija falleció? Nadie nos informó de esa muerte —comentó el policía con extrañeza.

—Murió mientras le hacían una cesárea. Tenía eclampsia —dijo con suficiencia Klein.

—¿Cómo dice? —preguntó el policía.

—Eclampsia —repitió despacio Klein— el mecanismo básico de la toxemia eclamptogénica consiste en un espasmo arteriolar generalizado, que en su grado más extremo puede tener como resultado hipoxia tisular. Ella tenía avanzada necrosis hemorrágica en el hígado, el edema visible exteriormente se le había extendido al cerebro, ocasionándole graves pérdidas de conciencia y convulsiones.

—¿También es usted doctor?

—No. Tengo muy buena memoria —respondió Klein, mientras observaba el cambio de actitud del policía.

—Bien... Ahora dígame algo que me tiene intrigado. ¿Por qué un chino disfrazado de médico desearía matar al señor Garrett?

—Creo que ya le dije que el chino trataba de acabar con la vida del bebé.

—Ah, sí... —el detective hizo como que no recordaba—, en ese caso, ¿por qué desearía matar a un bebé?

—Porque estaba loco. Eso es lo que yo pienso. A ese chino lo hemos visto durante algún tiempo merodeando por San Francisco. Pasaba el rato en Haight y Ashbury y todos pensábamos que era inofensivo. Incluso creo que era mudo, porque nunca dijo una palabra.

—No tiene documentos de identificación —dijo pensativo el detective—. Otra pregunta: ¿conocía usted a los señores Garrett?

—Sí, yo era comisario de policía en Williamstown. Por cosas del destino encontré justo ayer a su hija en la comuna donde pensaba vivir. Ella se encontraba muy mal, la trajimos al hospital y al saber por los médicos que estaba desahuciada, pidió que viniesen sus padres para que se hicieran cargo de la criatura —mintió Klein descaradamente.

—Y dio la casualidad de que usted los conocía —dedujo el policía en voz alta, pensando que existían demasiadas coincidencias

—Yo conozco a todos los habitantes de esa localidad. Cuando ella mencionó el apellido y el lugar, supe de inmediato de quiénes se trataba.

—¿Cómo sabe que el chino mudo era un loco?

—Pienso que tal vez lo haya sido. Es cuestión de que le hagan la autopsia.

—No creo que la locura sea detectable.

—Pero la mudez, sí.

—Otro
hippie
loco... —murmuró para sí el policía— Perdón, no quise ofender.

—No me ofende. Para serle franco creo que esta vida es muy dura. Estoy pensando seriamente en regresar a mi vida de civil.

—Creo que sería lo mejor para usted —convino el policía—. Hizo un buen trabajo, comisario Klein.

—Sólo hice lo que debía hacer.

—Por favor, no se vaya de la ciudad, tal vez pueda necesitarlo.

—Por supuesto. Me quedaré hasta que ustedes decidan que me puedo ir.

—Me extraña que la señora Garrett no haya mencionado la muerte de su hija —especuló el policía en voz alta.

John Klein detuvo sus pasos y regresó a su lado.

—Detective, ella está aún en estado de conmoción. Acaba de perder dos seres muy queridos —dijo.

Los cuerpos de Albert Garrett y Fasfal fueron retirados de la guardería. Klein suspiró profundamente, sentía que no lo había hecho desde que Albert murió. Reunió valor y se acercó a Alice, estaba muy callada. Demasiado tranquila, pensó Klein. No apartaba la vista del suelo, una leve arruga en el entrecejo acentuaba su abstracción.

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