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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (24 page)

BOOK: El legado. La hija de Hitler
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La guerra había terminado. Las potencias militares que antes dominaban el mapa mundial, Inglaterra y Francia, eran sustituidas por una potencia mucho más grande: Estados Unidos de Norteamérica.

21
La casa del lago

Querida Alice: El número doce ha triunfado. ¿Recuerdas que te dije que era importante? Doce años duró el reinado de Hitler. Al fin puedo decirte que podremos vernos, no es mi deseo perturbar tu apacible vida en América, así que dejaré nuestro encuentro para más adelante. Mientras tanto, recibe mi profundo cariño, ya no tenemos nada que temer, somos libres.

Tu padre,

Conrad Strauss

La pequeña misiva no decía nada más. A Alice se le llenaron los ojos de lágrimas, después de muchos años, recibía una carta en la que firmaba como su padre. Ya no más: «tío Conrad». Como siempre, su padre hablaba de manera ambigua. Alicia recordaba el número doce, ¿quién diría que sería tan importante? Sentía una nostalgia que se le antojaba lejana; al mismo tiempo, aprensión de regresar a Europa. No deseaba resucitar recuerdos de épocas pasadas. Su padre no forzaba ni reclamaba su presencia, tal vez comprendía que a esas alturas no debía trastornar su vida.

En Williamstown la vida proseguía con la tranquilidad de los pueblos pequeños, en los que la mayoría de sus habitantes llevan existencias apacibles, como sólo se consiguen en lugares donde todos creen conocerse.

Después de la desastrosa rendición alemana, Will se recluyó, y su ruptura con Albert terminó de desmoralizarlo. Hacía un mes que no sabía nada de él, no había vuelto a llamar ni a hacer ningún intento de acercamiento. Cuando sintió el motor de su coche y poco después el ruido de la puerta del garaje, el corazón le dio un vuelco. Sintió sus pasos inconfundibles; no se movió del lugar donde se hallaba sentado, sólo esperó.

Desde el umbral de la cocina, Albert vio el aspecto desolado de Will sentado al pie de la escalera. Vaciló antes de dar el primer paso, pero presentía que él esperaba que se acercara. Se dio cuenta de que había estado llorando. Ya de pie frente a él no sabía bien cómo comportarse, en ese momento deseó que las cosas hubiesen sido diferentes.

—Lo siento, Will, tu Führer perdió la guerra— dijo, apenado.

Will no contestó. Contenía las lágrimas. Albert se sentó a su lado, pasó un brazo por sus hombros y lo atrajo hacía él. Fue cuando Will empezó a sollozar. Bajó la cabeza sin emitir palabra.

—Tranquilo, Will, ya todo pasó... cálmate, por favor.

—Es fácil decirlo, pero mi mundo se vino abajo, mis creencias no valen nada. No tengo familia, no tengo nada, ni siquiera te tengo a ti... —dijo Will mientras sus ojos volvían a llenarse de lágrimas.

—Claro que me tienes, Will, sabes que te ayudaré, soy tu amigo —lo tomó de los hombros y lo miró—. Me crees, ¿verdad?

—¿Será todo como antes? —preguntó Will.

—No, Will, no será como antes. Ya nada es como antes. Puedo ayudarte a rehacer tu vida aquí, en América, ¿crees que alguien te busca? Puedes conservar tu nombre...

—Albert, ¿es que acaso no lo entiendes? No tengo motivos para seguir viviendo —interrumpió Will.

—Dejemos pasar unos días, no digas algo de lo que después te arrepientas. Yo seguiré viniendo cuando pueda, tal vez no tan seguido como antes porque ahora Sofía te conoce. Pronto lo verás todo diferente, ya verás. —Albert lo abrazó y le dio un ligero beso en los labios—. Ahora quiero que te des un baño, te afeites, y bajes a comer, traje comida preparada y mucha fruta, la que a ti te gusta. Hoy tengo bastante tiempo.

Will se puso de pie y sonrió, Albert no supo definir si era de alegría o de tristeza, algo en él había cambiado. Le acarició la mejilla y fue a sacar la comida del coche. A partir de ese día, fueron varios los encuentros con Will, ambos evitaban tocar el tema de Hitler. Ya no tenía objeto enterarse quién había sido el padre de Sofía o el padre de Alice. Fue espaciando sus visitas para que el fin de la relación no fuese tan brusco y Will parecía haberse resignado.

Pero quien aún intentaba enterarse de toda la verdad era Sofía. Después de la conversación que escuchó entre Will y su padre, no pudo borrar de su mente la idea de ser la hija de Adolf Hitler. La noticia de su muerte únicamente le trajo alivio, porque la idea de llegar a conocerlo algún día le producía temor. Sospechaba que su padre adoptivo se había encontrado en algunas ocasiones con Will después de aquella vez. Suponía que lo había hecho para evitar el escándalo con que el sujeto lo había amenazado. Ella conocía muy bien a su padre y cuando lo veía preocupado presentía que se trataba de algo relacionado con Will. Pero no había podido investigar dónde vivía debido a que tenía que asistir a la escuela, de manera que sólo le quedaban las vacaciones para dedicarse a ello. Habían transcurrido varios meses desde el encuentro en casa, y dentro de unos días empezaría el período vacacional, aprovecharía entonces para investigar con tiempo y tranquilidad acerca de Will. Lo único que deseaba era conversar con él, preguntarle qué sabía de su padre, o cómo había obtenido la información, ella estaba segura que no se la negaría, pues ya no había motivos para hacerlo.

Con esa premisa, Sofía contaba los días para salir de vacaciones. Le diría a su madre que iría a la fábrica más tarde. La costumbre de llevarla a Nueva York en esos períodos había persistido desde aquella primera vez, siempre pasaban allí como mínimo una semana y se alojaban en el mismo hotel, su madre la llevaba a recorrer la ciudad, iban al teatro, al cine, al zoológico, y su padre se les unía después.

—Querida, voy a hacer tu maleta. Pasaremos un par de días en Nueva York y después iremos a Long Island, es un lugar precioso —dijo Alice al día siguiente de haber empezado las vacaciones.

—Mamá, ¿podríamos dejarlo para más tarde? Me gustaría pasar una semana aquí. Hice planes con unas amigas de la escuela...

—¿De veras? —preguntó Alice. Sabía que su hija había cambiado, pero no se imaginaba que prefiriese pasar unos días con las amigas en lugar de ir a Nueva York.

—Sí —mintió Sofía— después podremos ir donde tú quieras.

—Bien, siendo así... hablaré con tu padre para que postergue el viaje. Hemos comprado una hermosa casa en Long Island. Quería que la conocieras, sé que te encantará.

—Estoy segura que sí mami, pero dame sólo una semana, ¿sí?

—Por supuesto querida —dijo Alice, con una mirada de complicidad.

Alice le dio un beso en la mejilla, mientras observaba sus ojos raros y misteriosos. Al principio le recordaban a Adolf, pero después empezaron a cobrar vida propia. Pertenecían a su hija. La naturaleza de Sofía nunca había sido la predecible personalidad de una niña común y corriente, Alice percibía que su hija era demasiado adulta y madura para su edad. Su rostro empezaba a cobrar un atractivo diferente, a los doce años se perfilaba una adolescente de rasgos muy interesantes. El color de sus ojos contrastaba con sus oscuras cejas pobladas y bien definidas que le recordaban tanto a su padre. Sus largas pestañas suavizaban su intimidante mirada. Alice pensaba que en Sofía se había unido la legendaria belleza de su madre, «la judía Ignaz Popper» como la conocían los hombres, y la determinación de Adolf. Aún recordaba a su madre vagamente; Sofía tenía algo de ella, una belleza que a sus doce años era aún intangible, pero que se dibujaba como si un pintor invisible fuera creando su obra con maestría, dando una pincelada por aquí, y otra por allá, acentuando un rasgo más que otro. Pero si su madre había sido bella, su hija había heredado la fuerza interior del padre. Alice no pudo evitar sentir inquietud al pensarlo.

Sofía se alejaba afanosamente en su bicicleta del centro de Williamstown; durante dos días había recorrido el pueblo de arriba abajo tratando de encontrar alguna casa con un coche azul, pero después de mucho pensarlo llegó a la conclusión de que si ellos se hubiesen visto en el pueblo todo el mundo lo habría sabido. Esa deducción la llevó a pensar que lo más probable fuese que Will viviera en las afueras de Williamstown, o tal vez en otro lugar más lejano. Esta última idea la desalentó. No tenía fuerzas ni tiempo suficiente para buscar en lugares remotos a los cuales no estaba habituada, debía encontrarlo, pero ¿dónde?

Su fuerza de voluntad era muy conocida por todos. Cuando Sofía se proponía algo era difícil disuadirla, lo había demostrado infinidad de veces, una de ellas cuando se convirtió en la mejor nadadora del colegio contra todos los pronósticos, ya que había empezado apenas hacía cuatro años. Pasaba horas en la piscina de la casa, mejorando su estilo y tratando de ser cada vez más veloz; varias medallas y una enorme copa plateada adornaban su dormitorio. De vez en cuando nadaba en el lago, quedaba a varios kilómetros, que generalmente los hacía en bicicleta y en grupo.

Los pies de Sofía pedaleaban mientras sus pensamientos se concentraban en Will, viendo al mismo tiempo como pasaban ante sus ojos, como en una película, segmentos de una que otra colina verde cubierta a ratos por el espesor de los árboles; casas desperdigadas que cada vez se hacían más espaciadas en un entorno muy tranquilo. Un rato después cayó en cuenta que se hallaba en las cercanías del lago. Se detuvo para descansar y paseó la mirada, como había hecho tantas veces. Detrás de unos árboles que desde su perspectiva cubrían parcialmente una casa de dos pisos, vislumbró un coche azul. Estaba bastante cerca del lago, se preguntaba por qué no lo habría visto antes. No era la primera vez que iba por allí, aunque era cierto que nunca antes había buscado el vehículo. Era el mismo coche, estaba segura. Se acercó y dejó la bicicleta oculta, apoyada en un grueso árbol. La casa era blanca, tenía una enorme chimenea de piedra, no tenía cercas, pero una tupida arboleda le daba privacidad. Sofía se acercó con sigilo. Había descubierto la casa de Will y ahora no estaba muy segura de lo que debía hacer.

Una vez delante de la puerta, aspiró hondo y adelantó la mano. Una aldaba dorada en forma de puño en la gran puerta de madera pintada de blanco, como el resto de la casa, invitaba a tocarla. La levantó y el sonido que se escuchó al caer rompió el bucólico silencio. Sintió una rara quietud, no se escuchaban voces, música, o algo que indicara que allí había alguien. Un poco desorientada al no obtener respuesta, Sofía optó por dar la vuelta y merodear por la parte de atrás. Pudo abrir la puerta sin dificultad girando la manija y después de vacilar uno momento, se atrevió a entrar. Un olor extraño inundaba el ambiente, un vaho desagradable que Sofía no sabía precisar qué era. Avanzó hacia la puerta que debía llevar al interior, la empujó con suavidad y asomó la cabeza con cuidado, el olor empezó a notarse de manera perceptible. Fetidez a carne descompuesta. Se encontraba ya en el centro del hermoso salón, y si no fuera por aquella pestilencia, se hubiera sentido muy a gusto. Un silencio lúgubre envolvía con pesadez cada rincón del lugar. Recorrió la parte baja comprobando que no había nadie. Vio la escalera alfombrada que conducía a al piso superior. Su primer impulso fue subir, pero un temor indefinible se apoderó de ella. Cuando iba a dar media vuelta y salir corriendo recordó el motivo por el que había llegado hasta allí. «Debo subir. Debo enterarme», se dijo, con fortaleza. Y subió.

Tres puertas abiertas le permitieron echar una ojeada y verificar que estaba sola en la casa. Había una cerrada. La pestilencia provenía de esa habitación, estaba segura. La abrió despacio y un par de enormes moscas de color verde brillante, salieron volando rozando su cara. Sofía se limpió la mejilla izquierda con repugnancia, tratando de eliminar la desagradable sensación. El zumbido se hizo patente al traspasar el umbral. Allí estaba Will, a pesar de no ver su rostro porque el escritorio estaba situado frente a la ventana, de espaldas a la puerta. Lo reconoció por su cabello, casi tan rubio como el de su madre, que se asomaba por un lado del sillón. Estaba sentado, con la mitad del cuerpo sobre el escritorio; enormes moscas verdes revoloteaban zumbando alrededor de su cabeza. Sofía salió de la habitación a la velocidad que le daban las piernas, bajó los escalones de tres en tres y no paró hasta llegar a la cocina. Cerró la puerta y se quedó temblando. Sintió que sus piernas no la podían sostener, se sentó en el suelo en cuclillas con la espalda en la pared y la cara en las rodillas, y estuvo así, cubriéndose la cabeza con las manos por largo rato.

Después del terror inicial le asaltaron una serie de preguntas. Pese a sentirse asustada, se preguntaba qué podría haber sucedido. ¿Habría sido asesinado? El hombre estaba muerto, no cabía la menor duda, ella nunca había visto uno pero el olor nauseabundo y las moscas le indicaban que debía estarlo, una vez se había topado con un gato muerto y la fetidez era igual. La siguiente pregunta era: ¿Qué hacer? Ella había ido en busca de respuestas, que ya no podrían ser contestadas por nadie. Lo mejor sería irse de allí lo más pronto posible. Se puso de pie y notó que las rodillas le dolían y que tenía los pies entumecidos; para aliviarlos dio un par de zapatazos en el suelo, y mientras lo hacía empezó a sentir rabia. Ella no estaba acostumbrada a darse por vencida, pero al mismo tiempo no sabía qué más podría hacer. Le vinieron a la mente las palabras de Will cuando su padre rompió el papel con los datos que presuntamente estaban escritos en él: «Puedes quedártelas si quieres, yo tengo los originales».

En ese momento tomó la decisión de subir y buscar cualquier indicio que le diera alguna pista o respondiese a sus preguntas. Volvió al pie de la escalera, esta vez trató de silbar para no sentir miedo pero no le salía ningún sonido. Necesitaba escuchar algún ruido, algo que no la hiciera sentirse tan sola. Subió a grandes zancadas, haciendo ruido a pesar de la gruesa alfombra que cubría las escaleras. Infundiéndose ánimo, apretó los labios, abrió la puerta y se sumergió entre los zumbidos. La fetidez insoportable saturaba el cuarto, pero trató de ignorarla. Dio la vuelta al escritorio y observó el rostro del cadáver; la sangre sobre su cabeza estaba reseca, tenía un agujero de color marrón oscuro en la sien y en la mano aún sostenía una pistola. Del hombre que Sofía había visto antes no quedaba ni rastro, su cara tenía tonos grisáceos y estaba hinchada; todo él estaba más gordo, como el gato que se encontró hacía un tiempo. Parecía que fuese a reventar en cualquier momento. Las moscas revoloteaban zumbando sobre su cabeza y el resto de su cuerpo. De la nariz y las orejas le salían gusanos blancos. Ella se quedó mirando al muerto sin poder apartar los ojos de su cara deforme, y de sus ojos abiertos como si estuviese en estado de trance. Will había sido un hombre muy atractivo, de facciones finas y ojos azules. «Un ario, como dirían los nazis», Sofía se asombró por tener esa clase de ideas en aquel momento. Will miraba fijamente, Sofía siguió su mirada hasta un sobre que se hallaba recostado de un portarretrato. Estaba dirigido al doctor Albert Garrett. Tenía manchas de sangre reseca. Venciendo la repugnancia, la joven alargó la mano y lo cogió con rapidez. No estaba cerrado, sacó el papel y a través de las partes manchadas pudo leer:

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