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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (2 page)

BOOK: El legado del valle
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Por el llano, entre montañas que había cruzado el día anterior, vio, a través de nubes de polvo, una columna de jinetes precedidos de una oscura figura encapuchada.

El sol arrancaba destellos de plata de las piezas metálicas de sus coseletes y espaldares, que las capas con que iban embozados no alcanzaban a cubrir. La primera de las figuras, la que se cubría con capucha, galopaba sobre un corcel negro, semejante a un jinete del Apocalipsis, y vestía el hábito blanco y negro de la regla de Santo Domingo. Los dominicos,
Domini canes
, los perros del Señor.

«Tengo tres horas, a lo sumo cuatro, lo esencial es esconder el Legado; después todo habrá acabado para mí», musitó.

Permaneció agazapada sobre la roca. La pausa le permitió recobrar el resuello. Agradecía, después de la ascensión, el frescor que destilaba su lisa superficie. El sudor empapaba los mechones rubios que le caían desde la frente y que con gesto mecánico trataba, sin éxito, de disponer detrás de las orejas.

Una hilera de hormigas empezó a subir por sus brazos. Las sacudió con suavidad para zafarse de su molesta presencia. Tuvo sumo cuidado para no matar a ninguna. Como perfecta, se abstenía de comer carne, de mantener relaciones sexuales y respetaba cualquier forma de vida, por despreciable que pudiera parecer a otros. Mientras trataba de librarse de ellas, las observaba afanarse en su caminar sincopado: corrían libres por la palma de su mano; la giró sobre su eje para seguir las diversas trayectorias, hipnotizada por su movimiento. Situó su mano en tierra para que aquellos pequeños seres continuaran su camino, mientras los envidió en secreto.

El risco donde se encontraba se prolongaba un centenar de metros, para desembocar en una pequeña meseta que se inclinaba con suavidad hasta alcanzar un nuevo llano, oculto a los perseguidores por el altozano que Charité acababa de superar.

A pesar de las ondulaciones naturales de esa llanura entre montañas, la diferencia de tonalidad de la tierra revelaba una cañada de paso de ganado que la cruzaba de parte a parte, que la hizo pensar, sombríamente, en una herida en carne viva.

Con la poderosa fortaleza de sus piernas, que contrastaba con la elegancia de su cuerpo, corrió hasta la cañada creyendo que las huellas de los rebaños, que pasaban desde tiempo inmemorial en busca de pastos, la ayudarían a ocultar su presencia.

Ascendió por el camino que serpenteaba por una nueva pendiente, hasta que, de repente, en un recodo se topó con un ternero muerto que estaba siendo devorado por una bandada de buitres. Ante la presencia humana, con batir de alas y graznidos, éstas levantaron el vuelo.

Sin pensarlo dos veces, tras vencer la natural repugnancia, introdujo en las entrañas putrefactas del cadáver de la res el objeto que había custodiado desde Montsegur. El tacto viscoso y caliente por el avanzado estado de descomposición de las vísceras del animal le produjo una incontenible arcada que la obligó a doblarse en dos.

Sacó fuerzas de flaqueza y tiró de los cuartos traseros del ternero para apartarlo del camino y lo ocultó bajo unos matorrales de espino. Luego, al intuir que probablemente el vuelo en círculo de los buitres había alertado a la partida, se alejó cuanto pudo de donde había guardado el objeto.

Tras una apresurada carrera entre peñas, a unos quinientos metros del cuerpo del ternero, machacó contra la pulida superficie de una roca un manojo de hierbas que arrancó del suelo. Lo mezcló con parte del agua que le quedaba para eliminar el nauseabundo olor y no dar pistas a sus futuros captores acerca del nuevo escondrijo del valioso objeto. Bebió con avidez el resto del agua que le quedaba. Tal vez fuera la última vez que mitigaba su sed.

El jefe mercenario cabalgaba al frente de su mesnada, junto al inquisidor, por la yerma llanura, polvoriento y aburrido. A fin de abarcar más terreno en la búsqueda, habían dejado atrás carros e impedimenta al cuidado del resto de dominicos y de siervos.

El aleteo de las aves carroñeras alertó a la tropa.

—¡Capitán! —reclamó el inquisidor mientras tiraba de las riendas y obligaba así a su montura a reducir su marcha al paso—. Partid con vuestros hombres al galope en aquella dirección —ordenó el clérigo, mientras señalaba, con un dedo índice retorcido como un sarmiento, el lugar donde los buitres habían iniciado su vuelo en círculos concéntricos—. Puede ser el fin de nuestra búsqueda. Yo os alcanzaré luego con el resto de la expedición.

—A la orden —murmuró el mercenario, mientras con un gesto señalaba el camino a la tropa.

El inquisidor observó cómo se cumplía su indicación, mientras hacía visera con la mano sobre su frente para evitar el reflejo del sol.

Se trataba de Mariano de Magás, azote de herejes en todo el Languedoc. Era su gran oportunidad de medrar dentro de la Orden. Tenía algo más de cuarenta años. Empezaba a ser tarde para los gloriosos destinos que siempre había soñado. Alto y enjuto, de cuerpo fibroso, estaba poseído por una ambición sin límites, una fiebre que se revelaba en sus ojos oscuros y en el fruncimiento perpetuo del ceño. Desde su ingreso en la regla de Santo Domingo había estado al servicio de Guillermo Arnau, Inquisidor Principal en las tierras del Condado de Tolosa.

Había crecido a su sombra, y era indudable que había aprendido bien el oficio, hasta que los sucesos de Aviñonet lo habían dejado huérfano de su brutal maestro.

Guillermo Arnau, inquisidor de oficio y dominico, era tristemente conocido en tierras occitanas por su fanatismo y su crueldad en la represión de la herejía cátara.

Mientras cabalgaba, Mariano de Magás recordaba a su admirado mentor, lamentando su pérdida dos años atrás: Arnau y el también inquisidor Esteban de Sant-Thibery, este último franciscano y de una catadura moral y aficiones similares al primero, decidieron darse una noche de reposo tras varias jornadas de intenso y sangriento trabajo. Se quedaron con todo su séquito en Aviñonet para descansar en el castillo que los Condes de Tolosa tenían en el pueblo. Un grupo de caballeros cátaros, al mando de Roger de Mirepoix, se presentó en plena noche desde la vecina fortaleza de Montsegur y descuartizó con hachas a cuatro sirvientes, cinco monjes y, cómo no, a los dos inquisidores.

En esta ocasión, las instrucciones que tenía Magás procedían de la más alta instancia. No habría abogado, que en suma no era más que un mero instigador para conseguir la confesión del reo, ya que si trataba de desarrollar una defensa coherente podía incurrir en complicidad con el procesado.

Aún resonaban en su cabeza las recomendaciones de sus superiores: «Hermano en Cristo, tenga a bien olvidar los procedimientos legales; no se precisa la confesión documentada; queremos el objeto y, luego, que desaparezcan en el fuego sus portadores, para la paz de la Iglesia». Así lo haría.

«No voy a perder tal oportunidad. Seré implacable y no ahorraré tiempo ni esfuerzo en conseguirlo. Además, será un placer», pensó el inquisidor acariciándose los labios con la punta de la lengua, mientras veía cómo la tropa a caballo desaparecía tras la primera loma.

Charité había alcanzado una hoya natural entre paredes por donde discurría la vereda. Detuvo su desesperada carrera. Un jinete armado le cortaba el camino. Con el sol a su espalda, hombre y caballo parecían uno solo, como si de un centauro se tratara. La montura, tras el galope para rodear el paso, piafaba inquieta, brillante de sudor, y el polvo se enroscaba en volutas entre las nervudas patas del animal.

Trató de adoptar un aire de naturalidad sin conseguirlo. Pensó en volver tras sus pasos, en el momento en que oyó un tintineo metálico de arreos. Se volvió. En el otro extremo del camino, por donde había venido, se encontraba un grupo de soldados a caballo. El que iba en cabeza y que, por el trato que recibía de los demás, parecía el jefe, había desmontado y se encaminaba a su encuentro con aire taciturno. La mujer se adelantó al soldado:

—¿Qué queréis de mí? Busco ganado extraviado para la cabaña de mi señor —dijo en francés con fuerte acento del Languedoc.

Con gesto hastiado, el capitán se dirigió a ella en el mismo idioma:

—No engañáis a nadie a pesar de esa ropa, mi señora. Venís de Montsegur y éste es el término de vuestro azaroso viaje.

—No alcanzo a entender lo que me decís, caballero. Cuido ganado, y jamás he salido de estas montañas.

—Mi señora, huisteis de la fortaleza después de su capitulación y lo hicisteis con un objeto que la Iglesia, por las razones que sea y que no me importan ni mucho ni poco, quiere tener a toda costa.

—No sé qué queréis de mí. Nunca he estado en ese lugar del que habláis —contestó mientras la voz se le quebraba de angustia.

—Entregadme lo que os pido, mi señora, os lo ruego —le suplicó el oficial, a la vez que extendía la mano cubierta por un guantelete de cuero—. Vos conocéis lo que os aguarda, y no merecéis ser engañada. Os prometo que si accedéis aquí y ahora a mis pretensiones, os ahorraré indecibles sufrimientos con un tajo de mi espada. He vivido como soldado a sueldo desde mi niñez, y el dolor y la muerte no me son desconocidos, pero no podéis imaginar los horrores que, para obtener sus confesiones, son capaces de inventar esos demonios con hábito blanco y negro que nos acompañan.

—¡Cómo osáis, capitán!

El aullido furioso hizo que el soldado y la mujer se volvieran en dirección a la entrada del desfiladero. Hasta allí había llegado Magás seguido por su corte de acólitos, con los hábitos al viento.

—¿Por ventura estábais en franca confabulación con la hereje? ¿Ya os ha embrujado tal vez, mercenario? —dijo el clérigo con un susurro que recordaba el siseo de una serpiente—. ¡Sabed que está en juego vuestra alma ante el Tribunal de Dios, y vuestra vida ante el del Santo Oficio!

La referencia al Supremo Hacedor como futuro juez de sus muchos pecados en este mundo lo dejó indiferente. Hacía tiempo que su empleo como soldado de fortuna para la Iglesia de Roma había empañado sus endebles creencias religiosas. Sin embargo, la segunda de las menciones, respecto a su posible citación por herejía ante la Inquisición, le hizo palidecer bajo la cota de malla.

—Vigiladla, capitán. Respondéis con vuestra vida de la suya —vociferó el dominico a fin de ser oído por todos los presentes—. Acamparemos en el valle y esperaremos la llegada de los carros.

Éstos aparecieron a la caída del sol. Entre restallidos de látigos y maldiciones de arrieros, los dispusieron alrededor de las hogueras que los soldados habían encendido para preparar su colación y a fin de calentarse durante la noche, que se esperaba larga.

Todos menos uno; uno siniestro, pintado de negro y tirado por cuatro percherones, que avanzaba entre crujidos, funesto presagio de lo que contenía.

Mariano de Magás había ordenado que, al abrigo de un bosque de abetos, a unos centenares de metros del campamento, levantaran un enorme pabellón, lugar que el inquisidor había destinado al suplicio al que sometería a Charité en su última noche.

A la puerta de la tienda se encontraba el inquisidor, que observaba con ojo experto cómo descargaban los instrumentos de su oficio: braseros, fogariles, tenazas, cuchillos, ganchos de varias formas y medidas con los que desgarrar la carne viva; el espantoso lecho de madera provisto de tornos y poleas con el que, sin esfuerzo aparente, sus ayudantes podían descoyuntar a un hombre robusto.

—Daos prisa —exhortó a los sayones, mientras con placer mal disimulado se frotaba las manos—. Deseo iniciar al instante el interrogatorio de la hereje.

Débil e introvertido desde niño, Mariano de Magás disfrutaba al torturar a escondidas pequeños animales. Mantuvo esas secretas aficiones hasta la adolescencia, si bien, y muy a su pesar, debió apartarlas al ingresar como novicio. Sin embargo, para su sorpresa, al tomar las órdenes, comprendió que deber y placer podían ser una sola cosa. Tras estudiar Leyes ingresó como calificador en el Tribunal del Santo Oficio. Y no tardó en destacar por su entusiasmo en el servicio a ojos de los miembros de la que en el futuro sería conocida como Congregación para la Doctrina de la Fe. Con fulgurante rapidez, gracias a sus dotes innatas, su aplicación y su falta de escrúpulos, incluso para un inquisidor, logró el cargo de fiscal del Tribunal. Si la actual empresa tenía éxito, era muy posible que ocupara el puesto de su valedor y maestro Guillermo Arnau.

Desde el interior de la tienda Charité observaba con ojos desorbitados los preparativos de un atroz e interminable sufrimiento.

Los verdugos prepararon los braseros, que cargaron con carbones encendidos, donde hundieron tenazas y ganchos. Dispusieron largas mesas en las que, sobre piezas de cuero, colocaron panoplias de instrumentos cortantes de varias formas y tamaños. Todos estos preparativos se efectuaban delante de la mujer por orden expresa del clérigo, que seguía escrupulosamente los manuales al efecto.

Aterrorizar al procesado, ésa era la idea con la que daban comienzo las diligencias judiciales. Se mostraban al acusado los instrumentos de tormento y se explicaban con minuciosidad su funcionamiento y sus previsibles consecuencias. Por su larga experiencia, sabía el efecto que estos macabros preliminares producían en el ánimo de quien iba a ser interrogado.

—Ruego a Dios —rezó con voz queda la mujer— que me dé fuerza suficiente para soportar la tortura y morir lo antes posible sin revelar el secreto.

El viento llevó hasta el campamento los primeros gritos. Los soldados, alrededor de las hogueras, envueltos en sus capas para soportar el frío de la noche, no pudieron evitar estremecerse. Pese a las agotadoras jornadas a caballo, habían perdido el apetito. Bebían vino en silencio con la mirada fija en las llamas, y lagrimeaban cuando el viento les lanzaba el humo a los ojos.

Trataban de adormecer sus sentidos ante aquellos alaridos que no parecían humanos. Eran soldados de fortuna, mataban sin pestañear porque ése era su oficio, pero a duras penas podían soportar impasibles la sádica brutalidad que los monjes desplegaban en sus interrogatorios.

Aquella era zona segura. Tierras garantizadas por condados cristianos que se extendían por cada uno de los extremos del territorio, donde el único riesgo podía ser la aparición de salteadores, cuya presencia en modo alguno suponía una amenaza para una tropa numerosa y armada como la que mandaba el capitán mercenario.

Ningún hombre o demonio se atrevería a importunarlos a pesar de las hogueras, visibles en la noche en muchas leguas a la redonda. Agitados por el viento, los pendones negros con las cruces blancas de la Inquisición restallaban furiosos. Nadie sería tan temerario ni tan estúpido como para inmiscuirse en las tareas de la Orden. Por ese motivo, la seguridad del campamento se había relajado, hasta el punto de que los propios centinelas de guardia se acercaron hasta las fogatas para calentarse.

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