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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (71 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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—Digno final para ti, Ankh —dijo el joven levantándose—. Aquí te redimirás por toda la eternidad.

El escriba prorrumpió entonces en angustiosos gritos amortiguados por los metros de lino que le amordazaban sin piedad, mientras observaba aterrorizado cómo Nemenhat le daba la espalda y desaparecía, dejando la cámara en la que se hallaba postrado en la oscuridad más profunda; una oscuridad que ya nunca le abandonaría.

Desde el corredor, Nemenhat oyó los gemidos del escriba cada vez más lejanos; formaban parte de un pasado que dejaba atrás y al que nunca volvería a mirar jamás. Se deslizó por última vez por el hueco de la puerta de la mastaba, asiéndose con fuerza a la soga que colgaba laxa en el pozo. Antes de ascender por ella miró por postrera vez la entrada del viejo túmulo, después subió a la superficie donde Min le esperaba ansioso.

El viento les volvió a gritar en los oídos mientras cubrían el pozo con la fina arena. Con cada paletada, les traía las lúgubres súplicas de las ánimas sin descanso que aquella noche recorrían Saqqara. Seres que habían perdido su nombre y nunca serían recordados, vagando sin esperanza hasta el fin de los tiempos
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.

Al terminar, Nemenhat se quedó un momento examinando el lugar. Nadie podría nunca imaginar que bajo sus pies un océano de apelmazada tierra ocultaba por completo el antiguo foso.

Una ráfaga de sofocante viento les abofeteó de lleno el rostro. Era el hálito de Set, señor de los desiertos, que daba así su espectral testimonio por tamaña venganza.

Se alejaron del lugar devorados por las tinieblas que el
khamsín
alimentaba. El desierto bramaba, sin embargo, ambos jurarían durante toda su vida haber escuchado entre el fragor del viento los espantosos lamentos de Ankh desde su tumba.

La luna se alzaba espléndida exhibiéndose en su plenilunio, mientras rielaba sobre el río formando un curioso espejo de luz en el que parecía que se miraba. Su reflejo se mecía entre el suave oleaje de las aguas iluminando el cauce del Nilo. En sus orillas se recortaban los bosques de palmeras dibujando enigmáticas formas que le daban un aspecto misterioso. Todo Egipto se hallaba envuelto en él; estaba por todas partes. Allí la vida y la muerte se daban la mano desde sus orígenes en una extraña comunión con la que aquel pueblo estaba habituado a vivir. La tierra más fértil daba paso a la más yerma en tan sólo unos codos, recordando permanentemente la proximidad del tránsito; el misterio de los misterios.

Quizá por ello, Nemenhat observaba subyugado las caprichosas sombras que se recortaban en la ribera y que creaban aquel exótico entorno con el que el Nilo se abrigaba. Luego reparó en aquel olor que parecía impregnarlo todo y que llegaba tan nítido hasta él. Mezcla de mil esencias que se fundían en un único aroma, un perfume sin igual y cuyo nombre era Egipto.

Nemenhat sintió entonces el silencio que le rodeaba, tan sólo roto por el murmullo del agua al pasar junto a la proa del navío, y por la suave brisa del norte que henchía la vela apenas lo suficiente para poder remontar la corriente del río. Sin duda la magia de ese momento era patente hasta para alguien como él.

Miró en rededor sólo para darse cuenta que únicamente él parecía permanecer despierto. A su lado, Nubet dormía hecha un ovillo sobre la cubierta con una respiración tan pausada como su propio espíritu. Más allá estaba Min, tumbado boca abajo, quizás inmerso en algún sueño singular que le llevara de nuevo a su niñez junto a su lejano pueblo. El resto de los pocos pasajeros que les acompañaban se encontraban diseminados por la cubierta envueltos en sus mantas sin hacer ruido alguno. En la popa, la figura del timonel se alzaba silenciosa con la caña entre las manos observando con atención el río. Lo conocía lo suficiente como para saber de los peligros que albergaba, de los ocultos bajíos o de las fuertes corrientes que a veces se originaban; por ello su mirada escrutadora no perdía detalle de cada tramo de aquel río que tanto amaba.

El barco era uno de los muchos que de ordinario hacían la ruta desde Menfis a Tebas. Pequeños navíos que transportaban todo tipo de mercancías y a algunos pasajeros que no les importaba pagar el precio, un poco caro, de aquel viaje.

Al pensar en ello, Nemenhat miró inconscientemente la bolsa que contenía todos sus bienes, situada junto a él. Se tumbó suspirando complacido al verla y puso ambas manos bajo su nuca. Entonces sus ojos se encontraron sin querer con el majestuoso cielo de Egipto. Miríadas de estrellas desparramadas por un firmamento que no parecía querer acabar nunca. Luceros de un brillo desigual que se unían en ocasiones formando curiosas formas geométricas. Sus ojos vagaron a sus anchas, caprichosos, por entre la bóveda celeste formada por el vientre de Nut; una vez más la diosa lucía magnífica.

Observó, por casualidad, dos pequeñas estrellas que muy juntas titilaban con manifiesta timidez. ¿Serían las almas de los difuntos llegadas hacía poco tras el último juicio del benevolente Osiris?

Recordando inevitablemente a su padre y a Seneb, imaginó la posibilidad de que fueran ellos y las estudió con mayor atención. Estaban tan juntas que, quién sabe, igual pertenecían a los dos amigos que les bendecían con su suave luz desde allá arriba.

El incierto futuro que restaba por recorrer se abría en un camino de esperanza en el que su amada esposa iría de su mano para no separarse jamás. Les esperaba Tebas, la ciudad donde se concentraba el omnímodo poder del dios Amón y en cuyas proximidades muchos faraones habían decidido construirse su última morada. Allí nadie les conocía y podrían iniciar una nueva vida, pues la cuenta contraída con los dioses la consideraba sobradamente saldada.

Su esposa se movió a la vez que emitía un suave murmullo. Nemenhat la miró sintiendo una ternura hasta entonces insospechada y acarició con una mano sus negros cabellos. Era la joya más preciada que había tenido nunca, mayor que la que ningún faraón pudiera lucir; y ahora era todavía más valiosa, puesto que llevaba un hijo suyo en las entrañas. Ella estaba segura que sería niño y hasta tenía pensado qué nombre ponerle. Se llamaría Hotep, sinónimo de esperanza
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, pues en él depositaban las suyas después de haber sufrido tan grandes desgracias. ¡Hotep! Le gustaba el nombre. Él llenaría sus corazones de nuevo de alegría hasta sentirse desbordados, como hacía cada año el Nilo.

Miró de nuevo al cielo buscando anhelante las dos estrellas, y cuando al fin las encontró, creyó ver las caras de Shepsenuré y Seneb que a través de su débil fulgor le sonreían.

Epílogo

Ramsés III fue el último de los grandes faraones. Gobernó Egipto durante más de treinta años en los que hizo cuanto pudo por apuntalar el ruinoso edificio en el que se había convertido el Estado. Sin embargo, fue incapaz de contener el creciente poder acaparado por el templo de Amón, contribuyendo incluso a acrecentarlo, pues tras su gran victoria sobre los Pueblos del Mar, la mayor parte del enorme botín capturado fue a parar a las arcas del dios, haciendo a su clero inmensamente rico.

La bonanza de su reinado fue, en suma, un espejismo que terminó cuando murió. Al final de sus días, fue víctima de una conjura tramada por una de las reinas menores de su harén, Tiy, para asesinarle y poner en el trono a su hijo, Pentaure. La intriga fue descubierta y en ella resultaron estar involucrados numerosos funcionarios y altos cargos de la Administración, no estando muy claro si consiguieron su propósito o si el faraón murió poco después, durante la causa que se celebró para juzgar a los criminales.

De cualquier forma, el espejismo se esfumó con él y durante los siguientes ochenta y un años, ocho faraones gobernaron el país hasta que Ramsés XI, el último rey de la XX dinastía, murió y el trono fue ocupado por Herihor, sumo sacerdote de Amón. Tras siglos de acoso a la realeza, por fin el clero se hizo con el poder.

El príncipe Parahirenemef no llegó a ser faraón, pues como sus tres primeros hermanos, no sobrevivió a su augusto padre. Fue el quinto hijo del rey el que tuvo ese honor, bajo el nombre de Ramsés IV.

En cuanto a Kasekemut, fue ascendido a portaestandarte del ejército durante la siguiente guerra que Ramsés libró contra los libios en el año once de su reinado, y en la que realizó un cruel escarmiento. El futuro se adivinaba próspero para el joven guerrero y había quien sostenía que podía llegar a general en breve. Pero durante una expedición de castigo en las fronteras orientales, una maza siria le partió el cráneo, muriendo en el acto. Dejó mujer y tres hijos, que lloraron por él amargamente. El dios no les abandonó y les otorgó una pequeña pensión para que pudieran vivir. Pero la viuda consideró que aquello no era suficiente para vivir dignamente el resto de sus vidas, y volvió con su aflicción a Menfis.

Su madre, Heret, la cobijó durante un tiempo hasta pasar el luto. Aunque todavía hermosa, Kadesh se encontraba en una edad en la que, a no mucho tardar, empezaría a marchitarse, por lo que Heret obró con astucia y gran habilidad consiguiendo un nuevo pretendiente para su hija. Éste no fue otro que Siamún, el comerciante que antaño había intentado cortejarla sin éxito, y que permanecía soltero. Esta vez, Kadesh no hizo ascos al rico mercader y a la seguridad que éste suponía para ella y sus hijos. Al final, la vieja Heret se salió con la suya y Kadesh se casó con él. ¡Quién lo hubiera dicho!

Por su parte Hiram, el fenicio, recibió alborozado la buena noticia que Nemenhat le envió y regresó a Menfis para recuperar de nuevo su negocio. Decidió incluso ampliarlo y montar una sucursal en el puerto fluvial de Tebas, punto estratégico para todas las mercaderías que, cada vez con más frecuencia, llegaban del continente africano. Puesto que Nemenhat vivía en la ciudad, le puso al frente del negocio, floreciendo éste en pocos años. Ya a avanzada edad y sintiendo la proximidad de la muerte, Hiram decidió que era hora de abandonar sus empresas y marchar a su Biblos natal para pasar su vejez. Todas sus posesiones en Egipto se las dejó a Nemenhat; él las cuidaría mejor que cualquier hijo que hubiera tenido. A Nemenhat, los dioses le cubrieron de fortuna y fue muy dichoso hasta el fin de sus días. Su mujer, Nubet, le dio tres hijos, volviendo a su antigua afición de ayudar a sus vecinos con este o aquel remedio. Fueron tan felices que cuando Nubet partió en su último viaje hacia el Tribunal de Osiris, a una edad extraordinariamente avanzada, Nemenhat no pudo soportar su ausencia y murió poco después, aunque esta vez fuera con el nombre de Dedi. El fiel Min permaneció junto a ellos toda su vida, pues nunca se casó; según él porque no era hombre al que una sola mujer pudiera satisfacer. Mas la verdad era que les amaba tanto que no hubiera podido vivir apartado de ellos ni un instante. Su vida estaría junto a Nemenhat y la bella Nubet por la que siempre velaría, manteniendo así vivo el recuerdo de Seneb.

En cuanto a la tumba de
Sa-Najt
, miles de años cayeron sobre ella sumiéndola de nuevo en el olvido. El desierto invadió el lugar con su habitual voracidad invitando a la arena, que todo lo cubre, a esparcirse por doquier. La tumba de
Sa-Najt
nunca se encontró.

Bibliografía

Nota del autor.
Para agilizar la lectura de esta novela, se han eliminado aquellas notas al pie de página en las que se recogía la referencia bibliográfica a citas textuales, terminología o conceptos incluidos en el texto narrativo. La inclusión de la bibliografía que se detalla a continuación espera cubrir cualquier hueco que esa supresión haya podido ocasionar.

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