El ladrón de tumbas (56 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Nemenhat volvió levemente la cabeza mirándole de soslayo, pero no dijo nada.

—Se supone que aquí está reunida la peor canalla de Egipto —continuó aquel hombre— y ten por seguro que harán buen uso de ella.

Luego, como haciendo uso de información confidencial, se adelantó para hablarle en voz baja al oído.

—Sé de buena tinta lo que te digo, compañero. Nos mandarán a la división Sutejh, la verdadera sección de choque del ejército.

Nemenhat, que en un principio no había hecho ningún caso a aquel extraño, sintió curiosidad.

—¿Tú como sabes eso? —preguntó también en voz baja.

—Tengo información de primera mano —dijo el extraño dándose importancia—. Gran parte de esa división está formada por los peores rufianes del país; todos hermanos míos —continuó con sorna.

Nemenhat iba a contestar, cuando vio como alguien se acercaba blandiendo uno de aquellos terribles látigos de palma trenzada.

—Silencio perros —le oyó bramar— u os aseguro que os despellejaré vivos.

Durante el resto de la tarde, Nemenhat se limitó a ver la fila avanzar en silencio hasta que, cuando el sol comenzaba a declinar, por fin le llegó su turno.

Frente a él, el
sesh neferw
se aplicaba en su tarea de copiar nombres y repartir destinos sentado bajo la única sombrilla que allí había. Detrás de él, dos hombres movían unos grandes abanicos, en un vano intento de aliviar en lo posible el insoportable calor que allí hacía. Al menos, al agitar el aire, ahuyentaban las pesadas moscas que importunaban sin desmayo con una perseverancia asombrosa.

—¿Nombre? —preguntó el funcionario con voz cansina sin levantar la vista del papiro.

Nemenhat permaneció callado.

El escriba le dirigió una mirada huraña.

—¿Prefieres que sean ellos quienes te pregunten? —dijo haciendo una seña con el pulgar hacia dos de los soldados que montaban guardia—. No debes sentir vergüenza por ellos —prosiguió indicando a los demás reclutas—, aquí todos formáis parte de la misma hez, ¿y bien?

—Mi nombre es Nemenhat —contestó al fin con desdén.

—Nemenhat —repitió el escriba mientras transcribía el nombre—. ¡Ah sí! Aquí hay una referencia tuya; valiente bribón estás hecho. Eres un truhán de la peor especie. Bueno, bueno; donde te voy a enviar estarás rodeado por los de tu misma calaña. Tu destino será la división Sutejh, allí te encontrarás como en casa.

La división Sutejh, conocida también con el sobrenombre de Arcos Poderosos, era una unidad de combate de primerísimo orden. A diferencia de las otras tres que completaban el resto del ejército, esta división de infantería estaba formada mayoritariamente por soldados egipcios. En tiempos de guerra, gran parte de ellos provenían de levas, y otros muchos eran convictos a los que se les daba la oportunidad de redimirse luchando a las órdenes del faraón. En dichos tiempos, cualquier brazo dispuesto a combatir era bien recibido, por lo que, en general, se solían conmutar las penas de muertes o las condenas a trabajos forzados en las minas, por la incorporación a filas. Para todos estos guerreros, era preferible la posibilidad de una muerte en el campo de batalla, a las infrahumanas condiciones de vida que se llevaba en los yacimientos del Sinaí.

Como consecuencia de todo ello, esta división era muy combativa, puesto que los soldados reconocidos por su valor en la lucha eran tomados en alta consideración, hasta el punto, que el mismo faraón otorgaba tierras en donde establecerse a los soldados que se habían destacado por sus servicios castrenses.

Era siempre la primera en entrar en combate por lo que sus bajas, en general, solían ser cuantiosas. Pero estos soldados, que luchaban bajo las insignias del dios Set, se sentían orgullosos de ello y de la gran ferocidad que demostraban en las contiendas. Junto a ellos peleaba la única facción de mercenarios que tenía esta división, los
qahaq,
soldados profesionales libios muy aguerridos y temidos por su extremada crueldad.

Éste era a grandes rasgos el nuevo hogar de Nemenhat, algo muy diferente de lo que había conocido y que, a pesar de cuanto le dijera el escriba, en nada se podía parecer a su casa.

Les recibieron con malas maneras, incluso con cierta brutalidad, pues no había cosa que más regocijara a los
menefyt
(los veteranos), que dar la «bienvenida» a los nuevos reclutas escarneciéndoles cuanto pudieran.

Una serie de escribas volvieron a tomarles el nombre y les adjudicaron las armas; lanza, escudo rectangular de madera forrado de piel con la parte superior ovalada y la espada curva, el famoso
herpe.

Fue destinado, junto con otros reclutas, a uno de los pelotones de cincuenta hombres
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, cuyo jefe, el «grande de los 50», decidió que comenzaran el período de instrucción esa misma mañana.

Por la tarde, Nemenhat pensó que el fin de sus días estaba próximo ante la poca habilidad que demostró en el manejo de las armas; los dioses no parecían aventurarle una larga vida como guerrero. Sin embargo, su natural serenidad comenzó a volver a él gradualmente ayudándole a examinar la situación con mayor frialdad. Nada sabía de los suyos; su padre tanto pudiera estar muerto como no y su esposa… no le era difícil imaginarse la desesperación en la que se encontraría, máxime cuando ella se le había entregado ignorante de la existencia de semejante delito. A cada hora que pasaba en aquel lugar, más se convencía de la necesidad de sobreponerse a tanta adversidad. Sobrevivir empezó a convertirse entonces en su auténtica obsesión; debía sobrevivir, sobre todo por ellos.

La división embarcó en vetustas gabarras abandonando Menfis rumbo a Pi-Ramsés, la capital construida por Seti I y Ramsés II, donde los ramésidas tenían su residencia oficial durante gran parte del año. La ciudad, situada junto al brazo oriental del delta del Nilo conocido como «Las Aguas de Ra», era el verdadero cuartel general de las fuerzas armadas. Allí se ubicaban los regimientos de carros reales, la auténtica élite del ejército del faraón, junto con las yeguadas. Cerca de quinientos caballos se alojaban en las enormes cuadras reales donde un sin número de cuidadores se encargaban de su atención diaria. Junto a ellas, se alzaba el gran palacio de Ramsés y las casas de los oficiales y altos mandos de su ejército; asimismo, las armerías, almacenes y edificios anexos eran utilizados para todo cuanto el ejército pudiera necesitar. Una ciudad pensada para la guerra, que el gran Seti (Seti I) desarrolló percatándose de la estratégica situación que tenía, pues desde ella se podía controlar gran parte del Delta y sobre todo hacer frente a cualquier invasión que viniera del Próximo Oriente.

La flota arribó al puerto de Pi-Ramsés una tarde, en medio de una pavorosa tormenta. Los relámpagos iluminaban el tenebroso cielo precipitándose caprichosamente sobre algún lugar cercano. Luego, de entre los negros nubarrones, un sonido espantoso se abría paso una y otra vez, atronador.

—Es Set que nos da la bienvenida a sus dominios —dijo alguien en la cubierta.

Pero nadie osó contestar, pues se hallaban sobrecogidos.

Nemenhat nunca había visto una tormenta semejante. Los cielos descargaban su cólera contra hombres y animales con una furia como él nunca creyó imaginar; aquellos rayos parecían fustigar toda la tierra. Luego una torrencial lluvia de gruesos goterones, que le obligó a acurrucarse lo mejor que pudo, les envolvió inmisericorde golpeándoles con una violencia inusitada. El viento parecía cabalgar salvajemente por la cubierta fustigando con el aguacero, que le acompañaba, cuanto encontraba a su paso.

Los quejidos de los infelices que abarrotaban los barcos quedaron ahogados por el tremendo estrépito de la tromba de agua que se les vino encima, y quien más y quien menos pensó que aquél era un mal augurio para la empresa que estaban a punto de acometer.

Cuando al fin la tormenta pasó y el fuerte chubasco dio paso a un cielo despejado, aquellos hombres se incorporaron entumecidos y temblorosos sin apenas poder disimular el castañeteo de sus dientes, mientras desembarcaban en el puerto de Pi-Ramsés.

Aquella noche, Nemenhat durmió bajo el cielo estrellado junto al fuego del campamento; para cuando entró en calor, las luces del alba ya se anunciaban.

Todo el ejército de Ramsés se encontraba en la ciudad. Cuatro divisiones completas (20.000 hombres), más numerosas tropas auxiliares a punto de salir al encuentro de la mayor amenaza que se cernía sobre el país desde la invasión de los hiksos, mil años atrás. Tal era la magnitud del problema que la división Ra, llamada la de «los numerosos brazos», había abandonado las tierras de Kush, al sur de Egipto, donde estaban acantonadas, para unir sus fuerzas al resto de las tropas contra el cercano invasor. Un enemigo del que llegaban los más atemorizadores rumores, magnificados, como de costumbre, por los propios soldados egipcios.

—Dicen que nada queda de los pueblos que habitaban las tierras de Canaán —comentaban en voz baja como si se tratara de un informe confidencial—. Lo han devastado todo a su paso.

—¿Y son numerosos? —preguntaba alguien sentado junto a uno de los numerosos fuegos.

—Tantos como los granos de las arenas del desierto occidental —se apresuró a contestar el que parecía enterado de todo.

—¡Los dioses nos amparen!

—Si no les detenemos —continuaba el más informado—, dentro de poco estarán en casa durmiendo con nuestras mujeres.

Aquello era suficiente para que todos se miraran cabizbajos y asintieran en silencio.

Nemenhat les observaba taciturno sin abrir la boca apenas. Su lucha no estaba tanto en lo que se avecinaba, como en lo que dejaba atrás. Durante todo el día, las imágenes de sus seres queridos venían a él irremediablemente, sumiéndole, en ocasiones, en una angustiosa desazón. El no saber de ellos le llenaba de un desaliento que se esforzaba en superar los Pueblos del Mar, poco significaban para él, pues siendo un criminal para su pueblo, era con éste con quien, en definitiva, debía saldar sus cuentas. Por todo ello, cada mañana, en su rutinario período de instrucción, daba muestras de una gran desgana en el uso de la espada.

—No pasarás del primer día —solía decirle con desprecio su oficial al mando.

Él se limitaba a callar y mirar hacia el lejano horizonte mientras pensaba en cómo salir con vida de aquella aventura.

Un día, poco antes del inicio de la campaña, tuvo una visita inesperada.

Un oficial con los distintivos que le acreditaban como perteneciente a los
kenyt-nesw,
el cuerpo de élite por antonomasia de la infantería egipcia, se aproximó a su pelotón mientras se ejercitaban.

Enseguida, el «grande de los 50» que lo mandaba, salió a recibirle mostrándole gran respeto, pues el oficial que tenía enfrente era «un valiente del rey»; un valiente entre los valientes.

Estuvieron un rato hablando y después hizo una seña con el dedo en la dirección en que se encontraba Nemenhat. Éste, que intentaba parar como podía los ataques de su oponente con el escudo, no reparó en el oficial hasta que oyó su inconfundible voz.

—Dejad de luchar —dijo autoritario.

Al instante ambos dejaron la pelea mientras Nemenhat volvía su cabeza hacia aquella voz que tan bien conocía.

—¡Kasekemut! —exclamó vacilante.

Éste hizo una indicación al otro soldado para que se marchara.

—¿Sorprendido? —dijo con el tono burlón que Nemenhat tan bien conocía.

Éste se limitó a mirarle, pero no contestó.

—El ejército es grande —continuó Kasekemut—, pero a la vez es como una familia en la que todo se sabe. Se interesa por los nuevos hijos que llegan a ella.

—Aún recuerdo tu saliva sobre mi rostro —dijo Nemenhat—, no creo que tengas ningún interés por mí.

—Te equivocas; supe al instante que te habían reclutado, pero han sido mis obligaciones las que han evitado el que te visitara antes.

—Aun así me resulta extraño. Pensé que no querías volver a verme.

—Y así es. Pero he de reconocer un interés… en cierto modo malévolo al hacerlo.

—Entiendo. Como oficial superior seguramente esperas humillarme en lo posible.

Kasekemut cambió su irónico semblante por otro mucho más serio.

—Te equivocas de nuevo. Deseo que éste sea el último día en que nos veamos, aunque confieso que tengo curiosidad por preguntarte algo.

—Pregunta.

—Verás, es algo a lo que al principio no daba crédito, pero como te dije antes, en una familia como ésta se acaban sabiendo los chismes de todos sus hijos; aunque en este caso el escriba me asegurara que no se trataba de ninguno. Según él, estás aquí al haber sido condenado por ladrón.

—El escriba no te ha contado toda la verdad, Kasekemut. Yo no he sido condenado por nada pues, que yo sepa, para ello hubiera debido celebrarse un juicio y yo no he asistido a ninguno. Alguien me golpeó en mi cabeza y al despertar ya estaba en el ejército. Quizá fuera Sejmet, la poderosa, la que me golpeó con su báculo para incorporarme en la lucha contra el invasor.

—No es eso lo que me dijeron y, francamente, sabiendo lo mentiroso que eres, tus palabras me suenan huecas. Corre por Menfis el rumor que tú y tu padre os dedicabais a turbios negocios. ¡Quién lo hubiera podido imaginar, el bueno de Shepsenuré y su hijo violando tumbas en la cercana necrópolis! —exclamó con sorna.

Al escuchar el nombre de su padre, Nemenhat sintió cómo se le aceleraba el pulso.

—Nada sabes de mi padre, así que no vuelvas a mencionarle jamás —dijo claramente alterado.

—Esto sí que es bueno —exclamó Kasekemut riendo—. Por esta vez pasaré por alto tus palabras, aunque te recomiendo que no tientes a la suerte. ¿Acaso ignoras dónde te encuentras? —preguntó ahora con patente desprecio—. Creo que no hace falta que te diga que soy un oficial superior y si quiero puedo hablar de tu padre cuanto y como me plazca, y luego hacerte azotar hasta que tu espalda se quede sin piel; y pensar que un día fui tu amigo. Eres un criminal de la peor especie, ¿acaso lo niegas?

Nemenhat le dirigió una de sus miradas glaciales que tanto desconcertaban, y permaneció callado.

—Tu silencio es elocuente —prosiguió Kasekemut mirándole ahora con ira—. Aquí cumplirás tu penitencia en espera del juicio que dices no haber tenido, sólo que esta vez será Osiris en persona quien te juzgue.

—¿Piensas matarme?

—Soy un oficial del faraón —dijo Kasekemut claramente alterado—, no ensuciaré mis manos con un vulgar
jahdja
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, pero tu destino está trazado. Según parece no eres demasiado diestro con la espada, lo cual es una lástima pues yo te aseguro que serás el primero en entrar en combate.

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