El ladrón de tumbas (3 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Como no disponía de bienes suficientes, Shepsenuré trabajó durante un tiempo en Tinis todo cuanto pudo, a fin de ganar lo suficiente para poder fabricar un sarcófago para su esposa e hija. Asimismo, contrató a un aldeano que hacía las veces de embalsamador en el lugar, que al menos pudo inyectarles un líquido graso procedente del cedro
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por el ano, secando después sus cuerpos sumergiéndolas en natrón.

Los féretros fueron conducidos hasta una antigua tumba abandonada que era utilizada por la mayor parte del pueblo y que se hallaba casi repleta. No hubo ofrendas, ni tan siquiera banquete funerario, y la gente que acudió al entierro acompañó a padre e hijo con actitud resignada. Shepsenuré colocó dentro del ataúd de su esposa las sandalias de papiro que ella misma había trenzado. Dentro del de la pequeña tan sólo pudo derramar sus lágrimas; al menos habían sido sepultadas dignamente.

Shepsenuré y su hijo continuaron su camino hacia el norte hasta llegar a Zawty
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, capital del Árbol de la Víbora Superior, que era como se llamaba el nomo XIII del Alto Egipto; punto de partida de las caravanas que se dirigían al oasis de Ain-Amar
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, en el sur. Allí, el desierto occidental asediaba tenazmente las tierras de cultivo estrangulándolas inmisericorde; pero era una población que ofrecía posibilidades y un buen lugar donde permanecer mientras el chiquillo creciera. Así que, después de deambular durante unos días por la ciudad, Shepsenuré encontró ocupación en un taller de manufactura de muebles donde, en poco tiempo, se ganó la confianza del capataz.

Éste pareció apreciar su trabajo, pues enseguida empezó a encargarle los pedidos de las familias principales que, al parecer, quedaron muy contentas. Ello le ayudó a adquirir cierta reputación, acumulándosele los encargos, lo que le hizo prosperar notablemente hasta el punto de poder ahorrar lo suficiente como para comprar un burro y olvidar momentáneamente sus pasadas penalidades.

Durante cuatro años permaneció en Zawty llevando una vida honorable, incluso a los ojos de los dioses, en los que aprovechó para iniciar a su hijo en el oficio, tal y como su padre había hecho con él. Por primera vez, Shepsenuré llevó una vida ordenada, llegando a pensar que las viejas heridas de su alma se hallaban restañadas por completo.

Pero su estancia en Zawty no fue sino un paréntesis más en su interminable peregrinaje; el trabajo empezó a flojear y en su corazón volvió a sentir la irracional atracción por las oscuras inclinaciones de otro tiempo. Sus raíces no fructificarían allí. Tenía que continuar al corazón de Kemet
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, allá donde los dioses
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antiguos reinaron hacía mucho tiempo y donde construyeron sus eternas moradas; él las saquearía.

Una mañana, cargaron sus pocas pertenencias sobre el asno y se dirigieron hacia Ijtawy, la que en otro tiempo fuera capital del Imperio Medio, y donde gobernaran los grandes faraones de la XI y XII dinastía. La distancia era larga y, en aquellos tiempos, los caminos en Egipto no eran en absoluto seguros. Esta circunstancia hizo que Shepsenuré prefiriera no utilizar la carretera principal y sí, en cambio, las veredas y pequeños caminos que surcaban los campos de cultivo.

Así, se despidieron pues de Zawty cruzando al poco el gran brazo fluvial que se separaba del Nilo y dirigía parte de su caudal al Lago Meridional, Sheresy; una extensa depresión extraordinariamente fértil con una exuberante vegetación, en la que los cocodrilos eran particularmente abundantes y en donde Sobek
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señoreaba entre los demás dioses.

Avanzaron por el Alto Egipto recorriendo sus provincias, deteniéndose aquí y allí lo imprescindible para reponer sus fuerzas y poder seguir su camino. Como en ocasiones anteriores, Shepsenuré se vio obligado a realizar algún que otro trabajo con el que poder sufragar sus gastos, mas enseguida se ponía de nuevo en marcha hacia el añorado norte.

Cruzaron cinco nomos sin sufrir ningún contratiempo hasta que un día, próximos a la ciudad de Per-Medjed, capital del nomo de Los Dos Cetros, un extraño sentido que le hacía reparar en lo imperceptible, le obligó a detenerse súbitamente.

—Hijo, escóndete entre los cañaverales y no salgas veas lo que veas ni oigas lo que oigas. ¿Has entendido?

—Sí, padre, pero…

—No preguntes y haz lo que te digo.

Le entregó sus herramientas de carpintero y una bolsa con algunas cebollas y pan de trigo; luego el muchacho desapareció.

No pasó mucho tiempo hasta oír que alguien se aproximaba y así, al poco, unos hombres de aspecto siniestro aparecieron entre la maleza.

—Por los testículos de Set. ¿Quién eres tú? —dijo el más corpulento con voz cavernosa.

Shepsenuré permaneció impertérrito mientras les observaba en silencio.

—¿Es que no tienes lengua? ¿Adónde crees que vas?

—Soy un campesino que va a Ijtawy a reunirse con su familia.

El que parecía ser el jefe le miró de arriba abajo con expresión burlona.

—¿Tienes permiso para pasar por aquí? —le preguntó al fin.

—¿Permiso? No sé a qué os referís —contestó Shepsenuré.

—En ese caso tendrás que pagar —sentenció otro.

—¿Pagar? Si no tengo nada.

Aquellos hombres prorrumpieron en carcajadas.

—¿Nada dices? Yo creo que sí —dijo el rufián acercándosele con un enorme bastón en las manos—. Eres un atrevido. ¿Acaso no sabes quién soy? —preguntó mientras hacía ademán de utilizar el bastón.

—Perdonadme —se apresuró a decir Shepsenuré haciendo un acto reflejo con sus brazos para protegerse del posible golpe—. No soy de estas tierras pero seguro que sois persona principal.

Los hombres estallaron de nuevo en risotadas.

—¿Principal? Desde luego, soy Gurma, y ésta es mi corte —dijo señalando a los demás que volvieron a reír.

—Qué gran honor —contestó Shepsenuré haciendo una reverencia—, en lo sucesivo no lo olvidaré.

—Seguro que no —respondió Gurma derribándole de un tremendo bastonazo—. Eres un perro atrevido y además un mentiroso. Tus manos no son las de un campesino, pero te vas a acordar de mí.

Dicho esto, comenzó a golpearle repetidamente entre los quejidos de Shepsenuré y las risas de los otros.

—Llevaos el pollino y todo lo que lleve encima —aulló el energúmeno mientras seguía golpeándole—. Ah, y la ropa también.

Y con gran algarabía despojaron a Shepsenuré de las pocas prendas que llevaba, incluido su faldellín, dejándole totalmente desnudo.

—Así es que vas a Ijtawy —dijo Gurma secándose el sudor de su frente jadeante—. Allí no hay más que apestosos y tú no desentonarás.

Entonces, metiendo su mano bajo el calzón, extrajo su miembro y se puso a orinar sobre él.

—Si te preguntan dónde compraste el perfume, recuerda que Gurma te lo dio a buen precio —dijo entre carcajadas.

Luego se dio la vuelta y desapareció junto a los demás por donde habían venido llevándose al asno de las riendas.

Allí quedó Shepsenuré. Vejado y tendido sobre el fino polvo; desnudo y apaleado. Verdaderamente, los dioses habían vuelto a abandonarle.

A duras penas pudo Nemenhat hacerse cargo de su padre. Unos campesinos que acertaron a pasar por el lugar, se apiadaron de ellos y les recogieron en su casa hasta que Shepsenuré se repuso de la paliza. Afortunadamente, las gentes que poblaban las zonas rurales de aquella tierra eran proverbialmente hospitalarias y siempre dispuestas a ayudarse en sus desgracias; algo que Shepsenuré agradeció reparando cuantos aperos de labranza lo necesitaban y colaborando en las tareas cotidianas allí donde fuera necesario.

Un día, con el maltrecho ánimo restituido y sus fuerzas repuestas, se puso de nuevo en camino para continuar, junto a su hijo, su eterno viaje hacia el norte. Esta vez no hubo encuentros desafortunados, ni sobresaltos que les obligaran a detenerse más de lo necesario, y así, tras atravesar dos provincias más, entraron en el nomo XXI del Alto Egipto, el del Árbol Narou Inferior, en donde se encontraba Ijtawy.

La primera vez que Nemenhat vio una pirámide, se quedó estupefacto. Boquiabierto, la miró como si fuera un espectro gigantesco; con respeto y con temor. Shepsenuré tampoco había visto antes ninguna, aunque sabía de su existencia; como también sabía que en su interior descansaban los poderosos señores que un día dictaron la ley en Egipto, con todas sus riquezas y pertenencias.

Ante ellos se alzaba, como una torre, la inconfundible perspectiva de Meidum.

La que, otrora, fuera pirámide orgullosa erigida por Snefru o quizá por su padre Huni durante los tiempos antiguos
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, aparecía ahora semiderruida mostrando una forma escalonada que le daba un aspecto extraño.

—Padre, ¿qué es eso?

—El poder sobre la tierra, hijo, el desafío de los dioses. Pero no te dejes engañar, ella, como tú y yo, también es vulnerable.

Nemenhat no respondió, pero siempre recordaría aquella pirámide y la impresión que le causó.

Por fin, una tarde llegaron a Ijtawy. La que, en otro tiempo, fuera capital principal, no pasaba ahora de ser una población de segundo orden. Su pasado glorioso se advertía en los restos de los monumentales edificios erigidos durante el Imperio Medio, monumentos que luego caerían sepultados en el olvido cuando los invasores hiksos conquistaron el país durante el segundo período intermedio cambiando su capital a Avaris. Desde entonces, la ciudad ya nunca recuperaría su esplendor, quedando relegada a una mera población sin importancia.

Insuflado de nuevos ánimos, Shepsenuré buscó trabajo por toda la ciudad convencido de que un nuevo horizonte se les abriría con prodigalidad. Pero, como de costumbre, salvo algún trabajo aislado, no encontró nada permanente. Otra vez la usual penuria se cernía amenazante, como en tantas ocasiones, recordando a Shepsenuré que no era precisamente el favorito de los dioses.

«Nací abandonado por ellos, así que poco respeto les debo», pensaba mientras regresaba de la taberna a la que cada tarde acudía a ahogar sus penas.

Mas al menos tenían un techo donde cobijarse, aunque fuera un simple establo, y la firme determinación de cambiar su suerte, con o sin ayuda divina.

Sin embargo, en el papel que le había tocado representar en el teatro de la vida, Shepsenuré aún debía bajar nuevos escalones, a fin de llegar al final del profundo pozo en el que se desarrollaba su existencia. Y así, una noche, mientras volvía ebrio de la taberna dando traspiés por las callejuelas, cayó víctima de la «corvada»; la temible leva utilizada por el sistema económico egipcio para reclutar mano de obra con la que realizar los grandes proyectos nacionales.

Para cuando Shepsenuré estuvo lo bastante sobrio, el escriba de la recluta ya le había inscrito como obrero para trabajar en la construcción de canales.

Aquello resultó terrible, y por más que abogó por sus derechos, que como carpintero tenía, no consiguió sino la burla de los funcionarios.

¡Él era un artesano, y en principio estaba exento de tales trabajos! Pero todo fue inútil, le llevaron a los campos cercanos para canalizar los regadíos convenientemente, cultivar los campos y abonarlos llevando arena del este al oeste.

Un año entero estuvo sufriendo estos rigores, cubierto de barro de la mañana a la tarde, hasta que gracias a la fabricación de unos muebles para la casa de uno de los funcionarios locales, consiguió liberarse de su ingrato cometido y ejercer de nuevo su profesión al ser contratado como parte de la cuadrilla de escultores, canteros y dibujantes destinada a la realización de obras públicas en la ciudad. Fue retribuido por ello con cuatro
khar
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de trigo y un
khar
de cebada diarios, con lo que no sólo pudo hacer pan y cerveza, sino también cambiarlos por otros artículos de primera necesidad, e incluso conseguir un lugar decente en el que hospedarse con su hijo.

Todos los días cuando iba a trabajar las veía. Altivas e indiferentes a los mortales, se elevaban uniformes y aisladas junto al desierto occidental.

Aunque más pequeñas que la que vio en Meidum, las dos pirámides conservaban su forma inicial intacta, y Shepsenuré pensó que había llegado el momento de ir a visitarlas. Así pues, una tarde, acompañado de su hijo, se encaminó hacia ellas.

Eligió la situada más al sur, que era algo más grande y había sido construida por Kheper-Ka-Ra
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, segundo faraón de la XII dinastía, hacía más de ochocientos años. Fue llamada «la que domina los dos países»; aunque naturalmente, Shepsenuré desconociera todo esto.

El complejo funerario había estado rodeado por un muro de ladrillo que prácticamente no existía ya y en cuyo interior, además de la pirámide real, habían existido otras diez pirámides subsidiarias pertenecientes a familiares del faraón y miembros de la nobleza de las que sólo quedaban ruinas. Abandonado hacía ya mucho tiempo, el recinto se encontraba en un estado lamentable, y sólo servía ahora como refugio de serpientes y escorpiones.

—En su día debió de ser magnífico —se dijo Shepsenuré mientras caminaba por donde, en épocas lejanas, existiera un corredor que daba acceso a una soberbia columnata.

Más allá, un pequeño templo interior que todavía se encontraba en pie, le hizo imaginar con mayor realismo el esplendor que, en un tiempo, debió de tener el conjunto.

Se dirigió hacia él y traspasó la entrada que en otro tiempo permaneció vedada. Dentro, en la sala, inmortalizado en piedra caliza, se hallaba sentado el faraón. Shepsenuré le observó con curiosidad. Se mostraba impasible, sereno, distante… perfecto. Era como si todo el orden de la tierra pasara por él. Representaba el poder absoluto, la ley para los vivos y, sin embargo, poseía una cierta mirada piadosa.

«¿Piedad? —pensó Shepsenuré-. ¿Qué es piedad?»

En su vida sólo la había conocido entre los que sufrían, entre los que necesitaban de ella, entre los que alegremente araban los campos, o entre los que comían una simple cebolla y gustosos la compartían; Egipto estaba lleno de esa piedad, la otra, la de los dioses, los reyes, visires y monarcas, ésa, ésa no la había conocido nunca, y su camino había sido trazado por ella. No le quedaba nada, sólo en su hijo creía; estaba resignado, como tantos otros y sin embargo, él era una persona alegre como la mayoría de sus paisanos. Cuando Ra
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salía por el horizonte cada mañana él lo sentía dentro de sí, y hasta le contagiaba de un cierto optimismo.

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