El ladrón de tumbas (29 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Los curiosos deshicieron el nutrido corro y se dispusieron a seguir camino. Los pastores arrearon de nuevo su ganado en dirección a Menfis entre insultos y abucheos de unos y otros, y Kadesh y Nemenhat cogieron el mismo camino de vuelta para evitar más problemas.

Los
medjays
con su papión continuaron su patrulla por la carretera del sur.

De regreso, Nemenhat marchaba sombrío y taciturno. Estaba tan molesto por todo lo que había pasado que decidió no abrir la boca por temor a mostrar su furia.

A su lado, Kadesh caminaba observándole en silencio. Sabía perfectamente lo que pensaba el joven, así que prefirió permanecer callada por el momento.

La tarde comenzaba a caer y la luz entre los palmerales creaba matices de ensueño; tornasoles sin igual. La muchacha se sintió poseída por una agradable sensación, pues aquel paisaje la subyugaba. La multitud de fragancias que emanaban de aquella tierra, la invadieron e invitaron a abandonarse totalmente. Con cada paso por aquel vergel, parecía sentirse volar, como si de un Horus vivo se tratara. Sus pies dejaron de existir para ella y sólo realizaron movimientos mecánicos de los que apenas era consciente.

Respiraba y respiraba; y con cada inspiración alimentaba aquella llama que los dioses encendieron dentro al nacer, y a la que no se podía sustraer. Notó cómo se expandía y el placer que esto le produjo.

Unas voces de labradores, allá junto a las acequias, le hicieron volver a la realidad. Miró a Nemenhat que caminaba junto a ella en silencio; y sintió de nuevo cómo la excitación la inundaba. Lo había sentido ya esa mañana cuando se produjo el enfrentamiento, y al ver el revuelo que sus pezones pintados habían causado. Aquello le había producido una íntima satisfacción, y al pensar de nuevo en ello notó cómo se humedecía por completo.

Volvió a observar a Nemenhat de soslayo. Era un buen muchacho, eso lo sabía de sobra, pero sin embargo jamás podría ser feliz a su lado. Lo que ella necesitaba no podía proporcionárselo un hombre bueno. Sin embargo, disfrutaba enormemente llevando a personas así hasta el límite; poniéndolas en las puertas de un lado oscuro que todos los humanos tienen, y que es capaz de originar su destrucción.

—Estoy fatigada; paremos un momento a descansar —dijo de repente.

Nemenhat, absorto como iba en quién sabe qué pensamientos, dio un respingo de sorpresa, pues las murallas de Menfis se podían ver ya cercanas; mas enseguida se dio cuenta de que no había nada que decir puesto que Kadesh se había sentado tras unos arbustos al lado del camino.

—Vamos, siéntate —apremió dando una palmada—, descansemos un rato entre las sombras que nos regala la tarde.

Él se acercó a regañadientes y se sentó junto a ella.

—¡Qué delicioso frescor! —suspiró ella cogiéndose ambas rodillas con las manos—. Sin duda nos merecemos un alto para disfrutarlas después de un día así.

Nemenhat respiró profundamente por toda contestación, y pensó que tardaría bastante en olvidar aquella mañana.

—Bueno, bien está lo que bien acaba —continuó ella—. Al final vendimos el pan por el precio estipulado, a pesar de los incidentes.

Él no respondió, pues todavía estaba pensando en las consecuencias de todo aquello si los
medjays
no hubieran aparecido.

Kadesh entrelazó las manos sobre su cabeza estirando los brazos con placer; luego se tendió sobre la hierba.

—Estuviste magnífico —dijo tocando suavemente la espalda de su amigo.

Éste se sobresaltó al sentir la mano.

—No estuve magnífico. Si no hubiera sido por los nubios, estaríamos sin pan y sin dinero.

—Te portaste como un hombre —continuó ella haciendo caso omiso de aquel comentario, mientras continuaba acariciándole.

Nemenhat sintió cómo ella le traspasaba con su llama abrasadora y se volvió para mirarla.

Tendida con los pechos al descubierto, mostrando aquellos pezones capaces de provocar la peor de las riñas entre los hombres, se encontraba la voluptuosidad en estado puro. Senos sin duda hipnotizadores, ante los que era difícil tragar saliva. Dirigió enseguida su mirada hacia su cara avergonzado por lo que estaba haciendo, y se encontró con una boca que era más tentadora todavía y por la que había suspirado tantas noches en silencio. Miró fijamente a sus ojos y advirtió cómo le absorbían la razón, apoderándose de su corazón por completo.

—Te parezco hermosa, ¿verdad?

Nemenhat, incapaz de articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza.

—Sólo los verdaderos hombres la poseerán; ¿recuerdas que una vez hablamos sobre ello?

El joven apartó su mirada por fin y pudo contestar torpemente.

—Sí, lo recuerdo.

—Entonces puede decirse que ya eres un hombre, incluso te repito que hoy te portaste como tal.

Nemenhat volvió a mirarla confuso, pues estaba participando en un juego que no era capaz de controlar.

—Además has crecido mucho, tu espalda es fuerte y tus hombros hermosos; seguro que podrías satisfacer a cualquier mujer —prosiguió mientras hacía arabescos con las uñas sobre su piel.

—Eso no lo sé todavía.

Kadesh lanzó una breve carcajada.

—Ah, ya veo; todavía eres célibe. Seguro que por las noches perversos pensamientos consumen tu corazón. Estoy convencida que darías lo que fuera por poseerme, ¿verdad?

El muchacho sintió cómo los nervios se le cogían al estómago y se llenaba de desazón.

—¿Cómo dices eso? —preguntó al fin—. Eres la prometida de mi mejor amigo y…

—Y qué —cortó ella con un susurro—. Pronto descubrirás que tu alma puede caer al vacío si se acerca demasiado a él. ¿O acaso niegas que en la soledad de tus noches has pensado en tenerme una y otra vez?

Nemenhat quedó boquiabierto incapaz de contestar. Aquella mujer era como la más terrible de las drogas; y le manejaba a su antojo.

—¿Acaso no te gustaría acariciar mis pechos ahora? Sí, te volverías loco al hacerlo y luego pasarías la noche entera arrepentido por haber traicionado a tu amigo; así es, ¿verdad? -Volvió a reír suavemente mientras se incorporaba acercándosele—. Mis labios están sellados con los de Kasekemut y sólo a él pertenecen, sé que lo estás pensando; y tú te mueres de ganas de poner los tuyos sobre ellos, desde el primer día en que me viste. Aborrezco a los hombres dubitativos; deberían estar condenados a no poseer sino la miseria.

Nemenhat, incapaz de reaccionar, seguía mirando embobado aquella boca que se le ofrecía como la mayor de las tentaciones.

Ella se le acercó más y más, mientras se pasaba su lengua para humedecérsela; hasta que estuvieron tan próximos que él pudo sentir sus labios sin tocarlos. Sólo un leve movimiento fue necesario para fundirse con ellos, y al hacerlo, Nemenhat comprobó que eran la culminación de la creación de los dioses y que su voluntad desaparecía. Notó cómo sus manos se aferraban a aquel cuerpo con desesperación mientras la cubría de besos y cómo acariciaba aquellos pechos con los que había soñado tantas veces; en tanto Kadesh suspiraba de placer. Después sintió cómo la muchacha le empujaba suavemente hasta tumbarle en el suelo y cómo le pasaba la mano por su pecho. El intentó incorporarse para abrazarla de nuevo presa de un incontrolable frenesí, pero ella enseguida deshizo su abrazo para volverle a tumbar, mientras trazaba dibujos imaginarios con sus uñas sobre su torso.

Nemenhat cerró los ojos y se dejó hacer; ya daba igual, era su esclavo y haría cuanto le dijese, y ella le llevó al paroxismo con mil y una caricias que, poco a poco, bajaron desde el pecho hasta el bajo vientre. Después se detuvo un momento y enseguida el muchacho abrió sus ojos suplicantes. Kadesh le miraba, a la vez que esbozaba la más maligna de las sonrisas. Sólo una boca como aquélla era capaz de expresarla así. Mas enseguida notó como unos dedos desabrochaban su faldellín quitándole el
kilt
[124]
, y cómo su miembro surgía erecto en toda su extensión henchido por la presión que más de cien titanes imprimían a la sangre que circulaba por aquellas venas y que parecían a punto de estallar. El glande, congestionado, le pareció desmesuradamente grande y adoptó un brillo peculiar.

Vio cómo al observarlo, Kadesh emitía un suave gemido y se apoderaba de él con su mano como si fuera su bien más preciado. Con el primer manoseo, Nemenhat pensó que el suelo se abría bajo su cuerpo y comenzaba a caer libremente por un pozo de placer absoluto. Caía y caía a cada movimiento, en un progresivo gozo del que no tenía control. A duras penas entreabría sus ojos para observar cómo Kadesh meneaba su pene arriba y abajo rítmicamente, y sentía que el pozo se convertía en abismo. Siguió bajando hasta que, con uno de aquellos movimientos, se sintió llegar al culmen del éxtasis y de inmediato, una explosión de fuego líquido brotó de aquel miembro sofocado haciéndole llegar al final de su viaje. Abrió los ojos y vio cómo Kadesh lanzaba un grito cuando su semen salió lanzado sobre su vestido y cómo, acto seguido, apartaba su mano totalmente empapada. Luego empezó a lanzar furiosos juramentos, mientras se limpiaba el esperma con gesto de asco.

—¡Cómo te atreves a mancharme con tu sucio
mu
(semen)! ¡Qué desfachatez, derramar tu repugnante semilla de
mertu
[125]
sobre mí. Me has llenado de impureza —continuó fuera de sí-. A mí y también a Kasekemut; nos has ultrajado a los dos. ¿Cómo has osado eyacular sin mi consentimiento?

Nemenhat apenas era capaz de pronunciar palabra ante aquella situación. Había llegado al fondo de aquel pozo súbitamente, y el suelo con que se encontró era más duro que el granito rojo de Asuán que los faraones empleaban para construir sus sarcófagos.

Era la primera vez que una mujer le acariciaba así y el resultado le había llenado de vergüenza.

La escena no dejaba de tener su comicidad, al ver a Kadesh despotricando furiosa a la vez que sacudía su mano en un intento de limpiarse el semen que la cubría. Entretanto, Nemenhat permanecía medio incorporado, mirando alternativamente a la muchacha y al miembro tumefacto, del que todavía goteaba aquella sustancia blancuzca, sin entender nada de lo que ocurría.

Hubiera sido, sin lugar a dudas, motivo de chanza para cualquier paisano que lo hubiera presenciado. Todo Menfis haría chistes al respecto.

Pero desgraciadamente aquello tenía muy poca gracia para ella, que continuaba despotricando cada vez más encendida.

Nemenhat, pasados los primeros instantes, se repuso un poco y comenzó a sentir que su vergüenza daba paso a la indignación.

—Eres tan culpable de esto como yo —dijo al fin mientras se ceñía de nuevo el
kilt.

Estas palabras fueron demasiado para la muchacha y no consiguieron sino llevar su furia hasta el límite.

—Eres un inmundo incontinente que ni tan siquiera es capaz de controlar sus excreciones —gritaba señalándole con su dedo acusador—. Has abusado de mi confianza y de la de Kasekemut. Pero esto no quedará así, pues él sabrá de tu deshonra, te lo aseguro —terminó amenazadora.

Después, tras incorporarse, salió a buen paso hacia el camino próximo desapareciendo al poco por él, en tanto lanzaba terribles improperios.

Nemenhat se quedó un largo rato sentado sobre la hierba. Un mar de confusiones crecía en su interior, mezcla de vergüenza, rabia e incomprensión. Después, cuando comenzó a poner en orden sus ideas, se sintió estúpido y despreciable. La imagen de su amigo abrazándole el día de su despedida mientras le pedía que cuidara de Kadesh, se apoderó de él e hizo parecerle doblemente estúpido y despreciable. Sabía las consecuencias que aquello podía tener; y no se refería sólo al final de la amistad con Kasekemut, sino al convencimiento de la influencia que aquello tendría para él.

«Hay un antes y un después del día de hoy», pensó.

Caía ya la noche cuando llegó a Menfis. Había hecho el camino sin saber por dónde andaba. Sus pies se movían rítmicamente, mas no era él quien tiraba de ellos, pues en su corazón, sólo había sitio para lo ocurrido. De vez en cuando, al mirar hacia delante, la visión de su amigo llegaba nítida atormentándole; y esto era lo que más le dolía.

Pensó de nuevo en lo despreciable y estúpido que era. Despreciable por haber traicionado la confianza que su amigo le brindó. Estúpido al no haber evitado aquella situación, y en lo fácilmente que había caído en el juego de la joven.

«Kadesh»; al pensar en su nombre no pudo reprimir un malestar en el estómago y un amargo regusto que le subía a la garganta.

Casi como un sonámbulo llegó a la puerta de la ciudad, mas enseguida salió de su ensimismamiento. La gente corría de acá para allá animándose a entrar apresuradamente, mientras las murallas se llenaban de antorchas que la iluminaban en toda su extensión. Había confusión por todas partes y Nemenhat agarró a un hombre que cruzaba ante él, como perseguido por los demonios.

—¿Qué pasa? —preguntó señalando todo aquel mare mágnum de gente corriendo en todas direcciones.

El hombre le miró confundido, como si tuviera una extraña aparición ante él.

—¿Cómo? ¿No te has enterado?

—¿Enterarme? ¿De qué?

—Los libios, los malditos libios, están a las puertas de Heliópolis; dicen que sólo quince kilómetros separan a sus avanzadillas de nosotros.

Nemenhat le miró extrañado.

—Pero entonces, nuestro ejército…

—Nada se sabe de él; estos malditos han estado jugando al gato y al ratón evitando un choque directo. Si nadie lo remedia, mañana los tendremos aquí y ni todos los dioses juntos evitarán el saqueo.

Luego se deshizo de su mano y continuó su camino como alma que lleva el diablo.

El muchacho cruzó a la carrera la explanada del gran templo de Ptah, y cogió la primera calleja abajo camino de su casa. Las calles estaban alborotadas, pues la noticia había corrido como el Nilo en la crecida; desbordándose. Por ello no tomó en consideración los innumerables disparates que escuchó a su paso. El nerviosismo se había apoderado de las calles, donde reinaba una gran agitación. Cientos de familias, con todos los enseres que eran capaces de llevar, se dirigían a los muelles para intentar coger un barco que les trasladara río arriba, lejos del temido invasor.

Se imaginó el alboroto que habría en el puerto con toda aquella gente histérica tratando de escapar de la ciudad. Barcos abarrotados, vendiendo un sitio al mejor postor.

Al entrar en su casa vio a su padre cómodamente sentado, bebiendo una copa de vino de El-Fayum.

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