El laberinto de agua (25 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Crees entonces que el evangelio de Judas es tan sólo una copia de otro documento original? —preguntó Afdera al experto en orígenes del cristianismo.

—Estoy seguro. Tu texto y el códice entero eran mucho más antiguos de lo que suponíamos, casi de un siglo antes. Está claro que el libro fue escrito durante la era del primer cristianismo. Este texto de Judas, podría tratarse del primer documento cristiano que llega intacto hasta nuestras manos. Lo que sí nos ha llamado la atención a Efraim y a mí es que en él aparecen constantes referencias a una carta de un tal Eliezer, pero no especifica quién es o qué papel jugó en la vida o los textos de Judas Iscariote.

—¿Quién creéis que pudo ser ese Eliezer?

—No lo sabemos todavía. Déjanos que terminemos la traducción total del texto. Por ahora lo que sí te puedo decir es que en el evangelio se habla de ese tal Eliezer como líder de una secta, tal vez sea el guía de una de las sectas del cristianismo o quizá haya sido un personaje cercano a Judas.

—¿Un discípulo, tal vez?

—Podría ser. ¿Te lo imaginas? ¿Te imaginas que Judas Iscariote no se hubiese suicidado aquella noche del apresamiento de Jesucristo, en el Haqueldamá, el 'campo de sangre', en el valle de Hinom? ¿Y si hubiese existido una gran secta cristiana que creyese que la gran traición relatada en los Hechos de los Apóstoles en realidad hubiese sido ordenada por Jesús? ¿Puedes hacerte una idea de la imagen de Judas Iscariote como elegido y seguido por miles de creyentes? ¿Y lo que supondría una Iglesia católica apostólica y romana construida sobre Pedro cuando tendría que haber sido edificada sobre Judas? —dijo Herman entusiasmado con sus nuevas teorías.

—¿Crees que ese tal Eliezer pudo ser un seguidor de Judas y no de Jesús?

—Tu libro le da un papel muy importante a ese tipo llamado Eliezer. Quizá él tenga la respuesta a todo el origen del cristianismo, e incluso, ¿por qué no?, a la Iglesia, al Vaticano, tal y como hoy lo conocemos.

—Necesito hablar con Sabine otra vez. ¡Ah!, Burt, dales las gracias a todos por su brillante trabajo. Espero volver a veros antes de que finalicéis la traducción y regreséis a vuestros países.

—Ahora te paso con Sabine. Adiós, Afdera.

—¿Hola? Soy Sabine nuevamente.

—Pídele a John que me disculpe, pero necesitaba la fecha de datación. Tal vez he sido algo brusca.

—No te preocupes. Los científicos a veces se ponen un poco pesados y dan muchos datos, como si se entendieran fácilmente —dijo la restauradora en voz baja.

—Necesitaría que me enviases una copia del informe lo más rápidamente posible.

—Esta misma tarde se lo pediré a John y te lo enviaré a Venecia vía DHL.

—Muchas gracias, Sabine. No sé qué hubiera hecho sin ti. Te debo mucho.

—Págamelo llamándome cuando hables con el inspector Grüber y me cuentas lo que te haya dicho sobre la muerte de Werner.

—Así lo haré, y por favor, Sabine, ten cuidado. No te fíes de nadie —le advirtió Afdera.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé, pero espero poder decirte algo pronto. Por favor, ten cuidado y tenme al tanto de la traducción —dijo antes de colgar.

Afdera prefirió cortar la comunicación y volver a llamar a la Fundación Helsing para hablar con Aguilar. Cuanto menos supiese Sabine de su relación comercial con el director, mejor para ella y para su seguridad.

La voz de la telefonista de la Fundación Helsing volvió a oírse al otro lado de la línea.

—Deseo hablar con el señor Aguilar. Soy Afdera Brooks otra vez.

—Enseguida le paso con el señor Aguilar.

Al cabo de unos segundos se oyó al otro lado de la línea la voz del director.

—Hola, señorita Brooks. Me imagino que me llama para informarme sobre lo que han decidido su hermana y usted sobre el libro de Judas —dijo Aguilar.

—Así es. Mi hermana Assal y yo hemos decidido dar luz verde a la venta y aceptar la oferta de su comprador misterioso. Sólo espero que su mecenas cumpla las condiciones que hemos impuesto. También quiero decirle que no aceptaré ni una sola modificación del acuerdo. El comprador deberá firmar un documento en donde se comprometa a aceptar todas nuestras condiciones. Si lo incumple en algún momento, el trato quedará sujeto al veredicto de los tribunales de justicia. Llegados a este punto, mi hermana Assal y yo reclamaríamos la devolución del libro. En ese caso, devolveríamos el dinero, menos un millón de dólares en concepto de daños y perjuicios. Si está de acuerdo, Sampson Hamilton, nuestro abogado, se pondrá en contacto con usted para cerrar el acuerdo. Él también le informará en qué banco deben realizar el pago.

—Vaya, vaya, señorita Brooks, veo que tiene usted todo muy claro con respecto al trato.

—Así es. Diga a su misterioso comprador que cumpla su palabra y así todo irá sobre ruedas. Ha sido un placer hacer negocios con usted, señor Aguilar.

—También lo ha sido para mí. Recuerde que estoy a su disposición, más aún si acepta mi invitación para una cena más íntima en mi casa.

—Lo siento, pero nunca asisto a cenas íntimas con aquéllos con los que hago negocios, señor Aguilar. Haga que su mecenas cumpla su palabra y la transacción será perfecta.

Antes de colgar el teléfono, Afdera dejó caer una última pregunta.

—Ah, por cierto, ha sido una terrible pérdida la de Werner Hoffman, ¿no le parece?

—Sí, desde luego. Era uno de los más importantes expertos en papiros. El mundo académico ha perdido a uno de sus grandes científicos. Lo cierto es que esa carretera es muy peligrosa en esta época del año debido al hielo que hay en la calzada.

—Oh, ¿es que tuvo un accidente en la autopista?

—Sí, al parecer en una maniobra brusca se salió de la carretera.

—¡Qué curioso! Creo que alguien me dijo que lo habían encontrado muerto a un kilómetro de la autopista, en el fondo de un lago helado y que había muerto ahogado.

—Oh, sí, claro. Murió ahogado, es verdad. No me acordaba en este momento. De cualquier forma, ha sido una pérdida terrible.

—Sí que lo ha sido —asintió Afdera antes de cortar la comunicación.

En el silencio de la biblioteca recordó las palabras de su abogado advirtiéndole de que no debía fiarse de un tipo como Aguilar y la misteriosa Fundación Helsing. Tal vez debería hacer caso a Sampson y desconfiar de Aguilar.

A continuación, se dispuso a llamar a Abdel Gabriel Sayed. Afdera extrajo del diario de su abuela un pequeño papel con el número de teléfono de un locutorio cercano a la casa de la familia Sayed.

—¿Diga? ¿Diga? ¿Quién habla? —preguntó una voz al otro lado de la línea.

—Necesito hablar con Abdel Gabriel Sayed, por favor. Llamo desde Italia.

—Espere. Enviaré a alguien a buscar a su esposa. Espere un momento.

Afdera pudo oír cómo el encargado del locutorio daba órdenes en árabe a alguien para que fuese a avisar a Binnaz Sayed.

—¿Afdera? ¿Eres Afdera?

—Sí, Binnaz, soy Afdera. Necesito hablar con su esposo.

—Está muerto... —respondió la esposa del excavador entre sollozos.

A Afdera se le heló la sangre al oír aquellas palabras. No podía estar muerto. Hacía poco tiempo que había estado con él y disfrutado de su compañía en aquel viaje a las cuevas de Gebel Qarara. No podía creerlo.

—¿Cómo que está muerto? —balbuceó Afdera.

—Sí, niña. Alguien lo mató cuando regresaba de dejarte a ti en Giza —replicó Binnaz, intentando controlar su llanto.

—Intenta calmarte, Binnaz, y dime qué ocurrió.

—La policía dice que Abdel, en su eterna bondad, recogió a alguien en la estación de servicio de Biba, y en la carretera parece ser que intentaron robarle. Lo más seguro es que se resistiese y lo matasen pensando que llevaba dinero o algo valioso.

Afdera intentaba reponerse de la terrible noticia. Sentía una fuerte presión en el pecho.

—¿Qué más dice la policía?

—Aquí la policía tiene pocos medios. Un amigo de Abdel me contó que un testigo dijo que se detuvo en la gasolinera y recogió a dos hombres que parecían extranjeros. Uno de ellos era muy alto y fuerte, pero es la única descripción que tiene la policía.

—¿Le ha devuelto la policía el coche de su esposo? —preguntó intrigada.

—No. Dicen que están investigando y buscando huellas. Todavía no me lo han devuelto, pero lo más seguro es que lo venda. ¿Qué puedo yo hacer con un coche? Lo que sí me han dado son las pertenencias de Abdel.

—¿Has podido ver algo entre ellas que te haya llamado la atención...?

—¿Cómo qué?

—No sé, algún objeto que te resultase extraño.

—La verdad es que todavía no he tenido el valor de abrir el paquete que me envió la policía. Cada vez que lo veo sobre la mesa me echo a llorar.

—¿Podría abrirlo y decirme qué hay en él?

—¿Y para qué quieres saberlo?

—Necesito comprobar si hay un objeto entre las pertenencias de Abdel.

—¿Algo cómo qué? —preguntó Binnaz.

—Un octógono de tela.

—¿Qué es eso?

—Un trozo de tela con ocho lados. Y en su interior debe haber escrita una frase en latín.

—¿Cuándo quieres llamarme para que pueda confirmártelo? —preguntó la viuda del excavador.

—Mírelo ahora, por favor, se lo ruego. Esperaré al teléfono hasta que me lo confirme.

—De acuerdo. Enviaré a mi hijo a casa para que me traiga el paquete. Espérame y no cortes...

—No se preocupe. No pienso cortar la comunicación —dijo Arderá.

Transcurrieron varios minutos sin que la joven oyese nada al otro lado del aparato. Mientras esperaba se hacía cientos de preguntas pensando en diferentes circunstancias y personas: Boutros Reyko, el socio de Badani, el tipo que intentó matar a Rezek Badani, la extraña muerte de Liliana, el extraño accidente de Werner Hoffman y ahora la inesperada muerte de Abdel. «¿Qué pasaría si todas las muertes estuvieran relacionadas entre sí?», se preguntó. Tenía que confirmar que junto a los cadáveres de todos ellos se había encontrado un octógono de tela. En una pequeña página en blanco, Afdera escribió varios nombres: Boutros Reyko y a continuación escribió: «sí»; Rezek Badani, «sí»; Liliana Ransom, «¿?»; Werner Hoffman, «¿?»; y Abdel Gabriel Sayed...

De repente sus pensamientos quedaron interrumpidos por la voz de Binnaz al otro lado del aparato.

—¿Niña? ¿Estás ahí? —Sí, Binnaz, estoy aquí. ¿Tiene el paquete?

—Sí, me lo ha traído mi hijo. Déjame que lo abra. Tengo que cortar la cuerda con la que viene atado.

La espera se hizo interminable para Afdera mientras oía cómo Binnaz abría el paquete y buscaba entre las pertenencias de su difunto esposo. De pronto escuchó la voz de la viuda.

—Aquí está. Tenías razón. ¿Cómo podías saberlo? Hay un pedazo de tela como tú dices, de ocho lados, y una frase escrita en un idioma que no entiendo.


Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios
—pronunció Afdera.

La expresión de la joven fue tornando de la sorpresa al miedo. Ahora estaba claro que por lo menos las muertes de Reyko y Sayed y el intento de asesinato de Badani estaban relacionados. Sólo le quedaba comprobar las muertes de Liliana Ransom y Werner Hoffman. Antes de colgar, Afdera escribió un «sí» al lado del nombre del excavador.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos otra vez de forma repentina al entrar Assal en la biblioteca.

—¿Hermanita?

—Oh..., sí..., perdona, Assal, no te he oído entrar.

—Se te ve cara de preocupación.

—No, no es nada... ¿Necesitas algo?

—Sampson viene para aquí y quiere hablar contigo. Creo que quiere que firmes unos documentos relacionados con la abuela y entregarte una carta suya. Al parecer tenía una caja de seguridad en un banco de aquí, en la Cassa di Risparmio di Venezia. Sampson me ha dicho que debes leer unos papeles que tiene.

—De acuerdo, dile a Rosa que cuando llegue me avise. Al fin y al cabo, va a ser mi cuñado.

—Te dejo ahora —dijo Assal, pero antes de que cerrase la puerta tras de sí, su hermana la detuvo.

—Assal, espera un momento.

—¿Qué quieres?

—Sólo quería preguntarte si la abuela te contó alguna vez el accidente de nuestros padres.

—¿A qué te refieres?

—¿Te contó alguna vez cómo murieron nuestros padres?

—No. Ya sabes que de la muerte de papá y mamá la abuela prefería no hablar. Una vez, sólo una, recuerdo que me dijo que habían fallecido en un accidente en Colorado, pero Sampson me comentó después que la abuela le había contado hacía muchos años que papá y mamá fallecieron en un accidente mientras escalaban en Aspen. La verdad es que para mí tiene poca importancia. ¿Por qué te preocupa eso ahora? —preguntó intrigada.

—Oh, no es nada.

—No me creo que no sea nada. Tú jamás dices nada sin haberlo analizado todo. La abuela decía que tenías la habilidad de analizar todas las consecuencias que podrían provocar tus palabras antes de pronunciarlas. No me creo que no sea nada. Deja ya de tratarme como si tuviera seis años. Me has protegido desde la muerte de nuestros padres, pero ya soy mayorcita para saber qué esconden tus palabras.

—Te prometo que cuando tenga todo atado te lo contaré. Te aseguro que serás la primera en enterarte.

Antes de salir de la biblioteca, Assal oyó cómo su hermana le decía:

—Te quiero, Assal.

—Yo también te quiero, hermanita —le contestó cerrando ya la puerta y sin que su hermana hubiese podido oír sus palabras.

Cuando estuvo a solas de nuevo, Afdera volvió a levantar el teléfono para llamar a Rezek Badani.

—¿Dígame?

—Buenos días, deseo hablar con el señor Badani.

—Sí, un momento. ¿De parte de quién?

—Dígale al señor Badani que soy Afdera Brooks. Llamo desde Italia.

Al otro lado de la línea, oyó cómo la joven llamaba al comerciante de antigüedades
habibi,
'querido'.

—¿Afdera? ¿Eres tú? —preguntó Badani.

No cabía duda de que las circunstancias en las que habían pasado aquella noche juntos en casa del comerciante hacían que mantuvieran una estrecha complicidad. Rezek Badani, como buen árabe, sentía que debía su vida a Afdera. Al fin y al cabo, ella le había salvado cuando estaba a punto de morir apuñalado en la nuca por aquel tipo del octógono.

—Sí, soy yo. Soy Afdera.

—¿Y a qué se debe este honor? —volvió a preguntar el egipcio.

—Quería saber qué tal te encuentras y cómo terminó nuestro asunto.

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